Nace el Mito

Desde Venecia emerge el mejor amante de todos los tiempos.

Tenía 13 años, vivía con mi madre solamente, pues mi padre, un marino, al principio cauto y delgado, y ya en el ocaso de su vida, robusto y malencarado, había perecido dos años atrás mientras cumplía una misión por su patria, en un poderoso buque de apariencia, ya que mostró al final sus falencias; llevándose consigo a mi padre al fondo de los océanos. Se llevó a mi padre y a 73 hombres más en aquel naufragio.

Por esa época, 1736, mi madre; una milanesa que contaba casi con 32 años de edad, no tenía nada que envidiarle a las citadinas venecianas que pasaban las dos décadas de edad, pues mi padre tuvo la suerte de casarse talvez con una de las mujeres más bellas y de mejor figura de toda Italia. Cabello negro azabache, protuberante busto, trasero firme, y piernas bronceadas y torneadas, tal perfecta escultura; así era mi madre.

Si Dios brinda el don de la clarividencia, pues os diré, que tal regalo, se lo tuvo que haber dado a mis abuelos; ellos pusieron el nombre que correspondía a la Diosa que me había engendrado como hijo único: Bella, el nombre más propicio para una mujer de ensueño como mi madre. De más está decir, que desde que murió mi padre, yo la celaba con cualquier individuo que se atrevía acercarse a ella, siquiera saludar o darle un "buenos días". Y demás está decir que, creo, yo estaba enamorado de mi madre.

Era agosto de 1738, cuando una grave crisis socio-económica, que afectó a pobres y hacendados de la mayor parte de la república de Italia, obligó a mi madre y a nuestro poco capital a dejarme sin estudiar mi secundaria. Mi madre ,que desde que se casó con mi padre, perdió el apoyo de los suyos, se vio obligada a vender ciertos enseres, para pagar el alquiler del pequeño apartamento que poseíamos a un tal señor de apellido Pozzi; dueño de aquel edificio y de un castillo al final de la pedregosa y náutica ciudad.

Como os dije anteriormente, varios hombres comenzaron a mirar con ojos lujuriosos a la viuda más hermosa de toda Italia; mi procreadora. Y como el señor Pozzi era un humano más, no evitó caer en tentación con mi madre, pues una tarde de septiembre, llegó un pergamino a nuestro apartamento en la que se apreciaba un manuscrito invitándonos a la cena de las 20:00 en el castillo.

Ahora, aunque yo tuviera 13 años de edad, nadie sería capaz de decir eso en ese entonces, debido a que mi estructura anatómica hacía creer alguien de 16 años; no tan fornido, pero si bastante apuesto para un joven de mi edad, en definitiva  no habría rival para mi. Gracias al cielo había sacado los rasgos de mi madre. Y digo todo esto, porque, una vez sentados los tres en la mesa, nuestro anfitrión no perdió tiempo, y comenzó a atacar a mi madre con piropos y galanterías; lo cual me mantenía marginado del curso de las acciones, y  comenzaba a enardecerme, pensando en el momento de lanzarme encima del individuo, y arrancarle las entrañas.

Debo decirlo: Estaba furioso, apunto de perder los estribos. Cuando de pronto, golpes en la puerta, hicieron que el mayordomo anunciara la entrada de la señora de la casa. Mi primera impresión sobre ella fue rotunda y unánime: en definitiva, era demasiada mujer para él. Cualquier fémina sería demasiado premio para un cretino como el señor que a mi derecha no dejaba de mirar insinuosamente a mi señora madre.

Si tengo la seguridad de que mi madre es la mujer más cercana a la perfección que haya existido, entonces tendré que manifestar honestamente que la Sra Grande de Pozzi sería la que siguiera a ella. Llevaba consigo un largo vestido blanco; de mitad para arriba, ajustado; hasta la mitad del pecho , en forma de "U", lo que hacía resaltar con ayuda del corsé, sus de por sí bustos maquiavélicos, que a su vez denotaban a simple vista dos pezones tiernos, que se me antojaban como terrones de azúcar. Poseía además ojos azules, tez morena, fina nariz, pelo castaño, largo.

Ella, en un vano intento por acompañarnos en la mesa, trató de sentarse en la silla que quedaba frente al señor. Pero éste, con un gesto grave de sus cejas, hizo que se retirara ella a sus aposentos. Se fue disgustada, no me cabe duda. Pero antes que se retirara de aquel enorme salón, me pronunció una mirada difícil de describir: venganza o ternura, talvez desdén incluso. Fue en ese rato, cuando aquella señora se me presentó ante mis ojos como el más exquisito objeto sexual. Aquella mujer transpiraba  sensualidad por sus poros.

Mientras la fuerza de voluntad de mi madre se iba resquebrajando, con cada promesa, flor o tentativa  ya en ese rato vulgarmente descarada, yo no dejaba de pensar en las mil y una formas de matar al infeliz. Entonces llegó el colmo. Mi madre, en un estúpido intento por tranquilizar las cosas, sólo alcanzó a decirme que me quedara en la sala de estar, que no tardaría. Supuestamente el imbécil de corbatín iba a llevarla a la sala de arte, que se encontraba arriba.

Y así lo hizo. Subió las escaleras, tomando a mi madre del brazo izquierdo, como para que no se le escapara. Totalmente indignado, no hice otra cosa que sentarme en un mueble a esperar. Y casi pasó cuarto de hora, para que me atreva  a subir.

Lo hice, aprovechando el llamado de la señora al mayordomo preguntando la localización de su esposo y los invitados. Subí los aproximadamente 40 peldaños en menos de 3 segundos hasta llegar a un pasillo con 4 puertas bastante grandes. Sin tratar de perder tiempo me dirigí a las que estaban cerradas: eran 2. Llegué, a una pero me topé con un baño bastante lujoso para la época. Me retiré de allí y empecé a dirigirme a la que me faltaba. Y mientras lo hacía, escuchaba con mayor claridad una especie de forcejeo en aquella habitación.

Eran ellos dos. Mi madre tratando de escapar débilmente de las caricias y besos del insolente Pozzi , mientras que él lentamente bajaba sus manos por brazos y muslos, tratando de arrebatar besos de mi madre al mismo tiempo. Él se erguía, al tiempo que ella al parecer se excitaba más. Lo admito, en ese preciso momento en que miraba por la cerradura de la puerta, tuve las ganas de romperla a patadas, pero luego una sensación de morbo o dominación pesó en mi mente; se plantó en mi cabeza. Conforme los observaba, la una tratando de detenerse y el otro queriendo llegar al paraíso sin ser bienvenido, me sentía cada vez menos celoso y posesivo. Tal vez quería saber hasta donde sería capaz de llegar aquella mujer. Si yo no podía poseerla, entonces me conformaría con ver que otro lo haga. Pero  a la final entre ellos no sucedió nada más que besos y caricias sensuales. Ella me lo contó dos años después de aquella noche en el castillo. Y yo le creí y todavía lo creo, fue sólo un minúsculo lapso de debilidad humana.

Ya completamente concentrado viendo la escena, y calmado por las circunstancias descritas. Sólo podía esperar hasta donde llegaban los individuos. Ese era mi intención. Ser un mero y resignado espectador, pero sucedió entonces algo. Unos pasos subiendo los escalones, hicieron que me esconda en uno de los dos cuartos que estaban abiertos. La persona que subió, se tomó la molestia de llegar hasta el umbral de la puerta de la sala de artes, y detenerse unos segundos para después entrar en la habitación en que yo estaba. Era la Sra de Pozzi. Franqueó la entrada y se dirigió a una gaveta que yacía al fondo del cuarto. Me había escondido entre la puerta y el closet que estaba a la derecha de ésta, eso quería decir que si ella daba la vuelta hacia la puerta me vería con seguridad.

Entonces toda la lujuria y potencial juvenil que tendría afloró. La señora, luego de abrir la gaveta y colocar una prenda de percal blanca en ella, procedió a desatarse las cuerdas del vestido blanco con que se me había presentado en la sala-comedor. Luego de un ligero vaivén de su extremadamente fina cintura e impecables caderas, cayó el vestido al piso de madera. Me quedé sin respiración al ver casi al vivo retrato de mi madre, pero esta señora sin duda tenía las piernas mejor delineadas. El derriere de sus nalgas podía acariciarlo desde lejos con mi mano, a pesar de que ella poseía unos tentadores blancos, que aprisionaban esos firmes y descarnados glúteos. Lo último que ella se quitó fue el corsé blanco transparente que poseía, y que antes me habían hecho deducir esos manjares que describían los pezones. El espejo que me delató, a un lado de la gaveta, me los corroboró. Eran pequeños, erectos pero pequeños, como recién amamantados. El núcleo que los poseía era sumamente oscuro y expandido.

Así es. Cuando se acercó a la gaveta, ella tuvo que haberse dado cuenta de mi presencia por aquel cristal. Y todo el preciado e inquisitivo desnudo que realizó, lo hizo porque sabía que aquel joven extraño estaba acompañándola en aquellas cuatro paredes. Y porque sabía lo que sucedía en el cuarto contiguo. Una vez que acepté que había reparado en mi presencia por el espejo, perdí el miedo. Me despojé de la parte que cubría mi tronco y espalda, y semidesnudo contemplé como ella acariciaba su pierna derecha levantada en la cama, y la recorría de  muslo a canilla. Entonces me liberé completamente de mis ropas.

Luego comprendí que la violencia es motivada por el placer carnal, cuando se sabe que no hay marcha atrás. El ímpetu con que la empujé de cara contra el espejo, fue el preludio del castigo que se merecía por avivar mis impulsos. Una vez ella contra el espejo y yo aprisionándola, comenzamos desenfrenadamente a besarnos, lamernos, ensalivarnos por la fricción de nuestros labios y lenguas, tratando de succionarnos hasta las amígdalas en aquel frenesí de deseo. Me mordía una y otra vez los labios, mientras que yo trataba de sujetar su lengua al mismo tiempo, tratando de que no huya. Aquella mujer de casi treinta años iba a ser mía. Era mi venganza y mi presente.

Tenía que saciarme completamente. De un tirón desgarré aquellos ligueros que cubrían la última parte de su intimidad, para luego agachar mi cabeza hasta su sexo y embriagarme con él. No me importaban sus gemidos de gata en celo, ni sus arañazos en mi cuello y espalda, ni mucho menos que tirara de mi pelo, para que apartara mi boca de sus labios genitales. Pues conforme fui lamiendo y besando aquel lugar, sus fuerzas iban disminuyendo. Pues si antes apretaba de mi cuello y espalda para que la dejara, ahora lo hacía para sostenerse. Sus piernas más de una vez fallaron.

Cuando ya parecía desmayarse del placer, rápidamente me levanté y de un vuelco giré su cuerpo. Su rostro pegado al espejo, y su pelo suelto motivaron más mi proceder. Mis brazos alzaron los suyos y abordándola por la espalda, me ingenié para penetrarla con mi pecho sintiendo su espalda. El simple hecho de hacer bambolear sus carnes traseras con cada empujón mío, hacía hervir mi sangre. Ella no podía moverse. Mis brazos que la sujetaban, y mis bestiales embestidas pélvicas que la levantaban del piso y obligaban a separar sus piernas, se lo impedían.

Luego de atravesarla miserablemente una y otra vez, sin que mi pene saliera de su vagina, opté por  recoger sus muslos con mis brazos y sin despegarme un centímetro de ella, me encaminé rumbo la cama. Entonces, antes de sentarme sobre la cama, y de apoyarla sentada sobre mí, me di vuelta y me reflejé en el espejo con ella. Era majestuoso tal cuadro, ojala hubiese estado así por siempre. Yo estaba parado, teniéndola a ella de espaldas; ella con sus manos cubiertas aun con sus guantes agarrándose de mi cuello, y sus muslos sujetados por mis brazos para que ella no toque el suelo, mientras  mi sexo había salido dos centímetros del suyo.

Era mi primera experiencia en varios aspectos, pues no había besado a una chica antes, mucho menos tocado su pelo. Pero en el rato que ella se estimulaba encima de mí, con movimientos púbicos, me sentí como todo un hombre. El clímax nos hacía respirar irregularmente a ambos; yo con ligeros jadeos y ella con muy frecuentes espasmos lumbares, parecíamos desfallecer  en cualquier instante.

Ella se agarraba de la cama en cada levantamiento de su trasero para volverlo  a bajar sobre mi. Era un sube y baja en el cual yo besaba toda su espalda y acariciaba su retaguardia tan suave, tan suave como la piel de un bebé. Sentía que sus genitales estrujaban y estrujaban cada vez más el mío, como si tratara de vaciar toda mi vida a través del acto sexual. Aquella sensación puso a flaquear mis fuerzas, junto al roce de su monte de venus contra mis testículos, que se sentían aplastados por el peso de su cuerpo. Pero  eso a nadie le importa cuando se tiene a un orgasmo viniendo en camino. Comenzó a acelerar sus  movimientos, tanto así que sus nalgas parecían ser azotadas por una correa. Era como si se estuviera desquitando conmigo.

Como no sabía que morder o de qué agarrarme, sujeté sus brazos junto a su vientre con mi brazo izquierdo, mientras que con el otro le volteaba la cara para besarla. O manoseaba sus voluminosas tetas que se le habían pasado por alto a mi boca. Tuve que ladear un poco mi cabeza y su cuerpo, para alcanzar a engullir sus pechos. Quise tragármelos, pero sus dimensiones hacían que no entraran todo en mi boca. Los lamía, los pellizcaba, mordía su carne y succionaba sus pezones tratando de sacarles savia materna o si era  posible su propia alma. Me divertía con ellos. Me tomaba de la cabeza como si estuviera dándome de lactar. Fué cuando una contracción  de su interior hizo que los dos llegáramos al tope del éxtasis. Ella me avisó dándome un mordisco en las orejas, al tiempo que me susurró un "muérdemelas por favor" (se refería a sus senos) y yo le avisé con una eyaculación dentro de su cuerpo.

Permanecimos en silencio y sin separarnos por cinco minutos. Nuestros órganos sexuales sin despegarse, recuperaron sus tamaños habituales en ese lapso, así como también recuperamos el aliento, y el sentido de la conciencia. Luego, como dos extraños que siempre fuimos, nos vestimos y bajamos hasta la estancia. Nunca más pronunciamos una palabra entre los dos. Al llegar a la estancia, dos personas sentadas reclamaban al parecer  nuestra presencia. Nadie dijo nada en ese rato, sólo hubo miradas de frustración, culpa, odio y arrepentimiento. Cada uno sabía que había hecho el otro. Y así debió ser, porque cuando se peca nunca hay nada que decir, ya que las palabras no salen.

Mi madre y yo simplemente abandonamos el castillo. Dos meses y medio después, una carta procedente de Verona, me hizo comprender lo que tenía que entender. La Sra Grande, ya divorciada comunicaba a mi madre que esperaba un hijo mío.

Lo que ellas no habían comprendido era que ya había nacido el "Casanova"......