Mutua atracción
Lo que no sabemos de nuestras compañeras de trabajo.
Aquella mañana, en la oficina, Anabel me había pedido que la ayudara con el ordenador. Tenía algunos problemas y no sabía cómo resolverlos, y yo le eché una mano, aunque ella no había aprendido a solucionarlos. Me preguntó si me importaría explicárselo más detenidamente esa misma tarde en su casa. A cambio me invitaba a un café. Accedí encantado, pues estar cerca de esa mujer me ponía cachondo, y esperaba poder hacer algo más que tomar café con ella.
Fui a su casa y mientras tomábamos el café estuvimos charlando un rato. Vestía una falda larga, con botones a lo largo de la parte delantera, algunos de los cuales estaban desabrochados y dejaban ver parte de sus piernas, aunque yo trataba de no fijarme demasiado para no parecer descarado. Sentados en el sofá, ella cruzaba y descruzaba las piernas, dejando ver en ocasiones sus muslos que yo imaginaba morenos y bien torneados. Luego nos sentamos delante del ordenador en dos sillas con ruedas. Mientras yo le explicaba sobre la pantalla lo que debía hacer para que el problema de la mañana no volviera a plantearse, nuestros hombros se rozaban. A veces, al extender yo la mano para señalar algún punto, ella también extendía la suya y ambas entraban en contacto; otras veces ella giraba su silla y sus piernas chocaban con las mías. “Perdona”, decía, “no te preocupes” decía yo pero pensaba “hazlo todas las veces que quieras, pero si te abres de piernas para mí, mejor”. Estaba muy excitado por su proximidad y por los continuos contactos que tenían nuestros cuerpos.
Al cabo de un rato entendió ya la solución y en señal de agradecimiento posó suavemente sus labios en mi mejilla, en un beso silencioso que se prolongó unas milésimas más de lo que hubiera sido normal. Yo giré mi silla hacia ella y mis labios coincidieron con los suyos. Ella no los retiró y yo tampoco. Nuestros ojos, muy próximos, se miraban y decían lo que nuestros pensamientos sabían. Tímidamente asomé mi lengua introduciéndola entre sus labios. Ella aceptó el envite y abrió la boca. Nos fundimos en un apasionado beso mientras nos abrazábamos. Al ser giratorias, las sillas se movían sin control, pero Anabel se levantó de la suya y se sentó sobre mis rodillas. Me fijé que ahora tenía desabrochados más botones de la falda que antes (ignoro cuándo lo había hecho), lo que me dejaba ver completamente sus hermosas piernas, sobre las que puse mi mano mientras ella me abrazaba por el cuello, unidos todavía por nuestras lenguas en un beso de frenesí. Sin prisa, fui recorriendo su piel desde las pantorrillas hasta un poco más arriba de las rodillas, mientras mi otra mano la sujetaba por el talle. “No pierdes el tiempo, forastero”, dijo con una sonrisa, en alusión al recorrido de mi mano. “Me llaman el explorador” respondí, mientras, audaz, mi mano desabrochaba un par más de botones, desplegaba la tela de la falda y proseguía hacia los muslos, rodeándolos y notando la suavidad de la piel. Ella volvió a besarme apretando su cuerpo contra el mío; podía notar el relieve de sus senos sobre mi cuerpo y eso me excitó mucho más. Yo seguía con mis roces, alcanzando incluso las nalgas que también acaricié aunque con más dificultad.
Al rato, Anabel se levantó y se arrodilló delante de mí. Manipuló mis pantalones y me los quitó, me quitó también la ropa interior, dejando a la vista el falo enhiesto por la excitación apuntando al techo. Lanzó un silencioso ¡oh! admirativo, me miró con una sonrisa, y acto seguido, sin mediar palabra, se inclinó sobre la polla y comenzó a hacerme una mamada. Yo me estiré en la silla para disfrutar de aquellos momentos. Sujetaba a Anabel por la cabeza, acompañando sus movimientos. Su lengua era experta en aquellos menesteres: a veces recorría toda la superficie del glande y a veces empujaba la cabeza tanto que todo el miembro desaparecía en su boca. La sensación era de intenso placer. Luego volvió a concentrarse en la punta del capullo, y con su mano asió el tronco de carne palpitante, haciéndome una paja. Al rato pude notar cómo bullía la eyaculación, y notaba que las pelotas me hervían, prestas a soltar su carga de espeso líquido germinador. Se lo hice saber a Anabel, que aún pareció aplicarse más a su labor, ralentizando las lamidas sobre el capullo y suavizando su frotamiento alrededor del pene. Pero yo ya no lo podía retener más y con un espasmo de goce dejé escapar el blanco chorro de semen dentro de su boca, que se abrió sorprendida ante aquella riada que la inundaba. Reaccionó de inmediato, ciñendo sus labios de nuevo alrededor del miembro, introduciéndolo más a fin de no dejar escapar ni una gota de aquel elixir que le era dado probar. Con la mano apretaba el mástil tratando de exprimir al máximo aquel manantial que parecía no tener fin. Fue una corrida de aúpa. El esperma no cesaba de fluir, en una avalancha que parecía no acabarse nunca. Cuando finalmente cesó y el miembro entró en franca retirada, ella se aplicó a lamer todo lo posible a fin de limpiar hasta el último milímetro del fantástico animal.
Cuando acabó se incorporó y me tendió las manos para que también yo me levantara. “¿Qué te ha parecido?”, preguntó. “Fantástico”, dije yo. Y era verdad, pues pocas veces en mi vida me había corrido de esa manera, mientras una mujer me la chupaba. Estábamos de pie, juntos, yo desnudo de cintura para abajo, ella vestida, aunque con la falda desabotonada hasta arriba, mostrando sus hermosas piernas. “Ven”, dijo, y cogiéndome de la mano me guió hasta el dormitorio. “Aquí estaremos más cómodos”. Se dio la vuelta y me besó la cara, más que besos eran caricias con los labios, mientras susurraba palabras como “quiero que vuelvas a ponerte cachondo”, “demuéstrame lo que sabes hacer”, “me vuelves loca”, o “siempre he querido hacerlo contigo”. Luego comenzó a moverse a mi alrededor, acariciando mi cuerpo mientras me iba desabrochando la camisa. Cuando el pecho quedó al descubierto posó en él sus labios y continuó con un masaje labial sin dejar de acariciar mi espalda con sus manos. Luego fue bajando y bajando hasta que su cabeza se encontró a la altura del miembro. Lo besó y comenzó a lamerlo de nuevo, buscando su reanimación. En pocos minutos mi máquina volvió a estar en plena forma, lista de nuevo para la acción. Ahora era mi turno.
Hice que se levantara y quedamos de nuevo frente a frente. La cogí por la cintura y la acerqué a mí. Besé su cuello y comencé a quitarle la blusa; quedó ante mí el panorama de su busto envuelto en un sujetador de encaje que me apresuré a quitarle. La vista de sus dos hermosos senos hizo que el miembro aún se empinara más, apuntando hacia el techo. Comencé a acariciar aquellos dos fascinantes promontorios rematados por unos pezones erectos, síntoma de que Anabel también estaba muy excitada. La piel estaba erizada por el placer que mis manos le estaban proporcionando. Luego le quité la falta y quedó vestida únicamente con unas braguitas que permitían adivinar la oscuridad de su sexo. Pasé una mano por entre la tela y lentamente acaricié su monte de Venus, introduciendo un dedo en el interior, provocando un temblor de placer en su cuerpo, que ahora tenía a mi disposición.
Me agaché ante ella y le quité la prenda. Avancé la cabeza y mi lengua se introdujo levemente en su interior. Ella me sujetó por el cabello apretando su pelvis contra mi cara para que llegara lo más adentro posible. Estuvimos así un buen rato. Luego ella me pidió que lo dejara pues iba a correrse y quería hacerlo sintiendo dentro de sí la potencia de mi máquina.
Nos tumbamos sobre la cama y comenzamos a acariciarnos mutuamente; sus hermosos senos ejercían sobre mí una poderosa atracción y en ellos concentré mis roces, sintiendo aquella piel suave bajo mi mano, notando los pezones tiesos por el deseo y el placer. Anabel había atrapado el miembro entre sus muslos, y lo frotaba moviendo las piernas lo que me proporcionaba un gusto indescriptible. Al rato me pidió que la penetrara pues estaba a punto y no podía seguir sin sentir como la “empalaba”, según su propia expresión. Yo no deseaba otra cosa, así que me puse entre sus piernas, de rodillas sobre la cama, la cogí por la cintura y la fui acercando hacia el dardo candente en que se había convertido mi polla. Ella la atrapó con las manos y fue dirigiendo la punta de aquel misil hacia el pórtico prodigioso que se abría para mí. Lentamente el miembro fue desapareciendo en su interior al tiempo que ella exhalaba un suspiro de satisfacción colmada, al notar cómo aquella lanza iba tomando posesión de su cuerpo. Ella enroscó las piernas a mi alrededor y yo la sujetaba por la espalda. Comencé a moverme rítmicamente, y casi instantáneamente ella empezó a convulsionarse presa del orgasmo que tan a punto tenía. Presa del frenesí, me pidió que no me detuviera, que continuara. Con movimientos firmes y cadenciosos seguí con mi tarea, saboreando cada instante. Fue una culminación, pues Anabel siempre me había atraído, aunque no había imaginado que yo a ella también. Inclinando la cabeza, mis labios podían alcanzar sus tetas, y mordisqueé sus pezones, mamando de ellos. Estuvimos en esa posición hasta que ella alcanzó el segundo orgasmo, que igualmente sacudió su cuerpo con estremecimientos y gemidos.
Luego, cuando se hubo recuperado, Anabel me empujó hacia atrás y ella quedó sentada sobre mí, ensartada todavía por el miembro, pleno de vigor y ansioso de continuar. Se removió un poco para mejor adaptarse a la posición, y luego comenzó a cabalgar sobre el brioso animal que la poseía. Su deseo parecía no acabarse, y follaba como si estuviéramos al principio y no se hubiera corrido ya dos veces; en cambio yo comenzaba a notar próximo el gran momento, el hormigueo que sube desde la planta de los pies hasta el estómago, buscando una salida. Yo trataba de contenerlo todo lo posible, pero mi deseo de acostarme con Anabel se estaba viendo satisfecho y sabía que no se iba a terminar con aquella sesión. Me incorporé para atrapar con los labios sus tetas y me predispuse a correrme: dejé que el impulso que animaba a la locomotora que invadía el túnel de Anabel latiera unos minutos más, y luego disparé mi cañón de lava blanquecina en su interior. Fue un potente chorro el que proyecté; el impacto del esperma lanzado hizo que Anabel, que no estaba avisada, levantara la cabeza sorprendida por aquel torrente que la invadía y que la quemaba las entrañas. Enseguida comenzó a moverse más deprisa a fin de extraer hasta la última gota del preciado elixir, para apurar el licor que manaba y manaba de aquella fuente que parecía inagotable. Era tanto el placer que yo sentía que creo que estuve corriéndome durante varios minutos, sin que dejara de fluir el preciado líquido que todo lo inundaba. Finalmente, agotado, me dejé caer hacia atrás. Ella “desmontó” y acto seguido se metió el falo en la boca, succionando y lamiendo toda su superficie. Dijo que le encantaba el sabor del semen, y que el mío era especialmente sabroso. Inclinada sobre el miembro derrotado, yo acariciaba sus cabellos y su espalda, estirando la mano para llegar también a sus nalgas, en tanto ella daba buena cuenta de cualquier resto de eyaculación que pudiera quedar.
Quedamos tumbados sobre la cama. “¡Vaya polvo!”, dijo. “Ya lo creo” respondí yo. Estuvimos charlando unos minutos y me confesó que hacía tiempo que yo le gustaba pero que no se había atrevido a decirme nada, de lo cual se arrepentía porque lo de aquella tarde había valido la pena y era una lástima no haber dado ese paso mucho antes; dijo que nunca antes había follado tan bien ni se había sentido tan satisfecha. Dejó entrever que si por ella fuera la sesión no se había terminado, pero que estaba a mi disposición cuando yo quisiera, que se sentía mi amante... Le dije que a poco que yo me repusiera, podíamos seguir y que follar no era la única manera de pasarlo bien. Estuvo de acuerdo y me abrazó. Nos quedamos amodorrados durante unos minutos.
Yo sentía la calidez de su cuerpo junto al mío, y un profundo bienestar me invadió. Pero también un cosquilleo en la entrepierna que denotaba que quería seguir disfrutando con Anabel de aquella estupenda tarde de sexo. La abracé y comencé a frotarme contra su cuerpo, sin prisa, lenta y suavemente. Ella se dejaba hacer, disfrutando de las caricias de mi cuerpo en el suyo. Ella también participaba besando mi cara, mis ojos, mis labios... Sus manos frotaban mi espalda, deslizando sus dedos a lo largo de la columna, llegando hasta las nalgas y, sujetándome por ellas, apretarme contra ella. El miembro había adquirido ya unas proporciones respetables, y al estar totalmente empinado quedaba atrapado entre mi cuerpo y el suyo; ella se frotaba contra aquel tronco, acariciándolo con su vientre. Luego deslizó una mano y comenzó a darme un masaje en las pelotas, caldeadas por el deseo creciente de culminar un nuevo orgasmo. Estuvimos acariciándonos un buen rato, en diversas posturas. A veces yo me ponía sobre su cuerpo, ella me atrapaba el cilindro, yo le agarraba las tetas y entre ellas colocaba la punta del capullo, haciéndome así una paja; es uno de los mejores métodos para masturbar a un hombre: con las tetas de una mujer. Otras veces ella se ponía sobre mí, pero a la inversa, es decir con la cabeza sobre mis genitales, de modo que su vagina quedaba al alcance de mi lengua; hacíamos así un 69 estupendo. Cuando hubimos recorrido toda la geografía humana de nuestros respectivos cuerpos tanto a besos como con caricias, quedamos de nuevo tumbados. Anabel tenía entre sus manos el descomunal miembro, rojo por la pasión, y lo agitaba muy suavemente; yo había reposado mis manos en sus senos. Sus labios estaban entreabiertos. Un ligero sudor perlaba su frente. Su respiración algo entrecortada. Parecía estar totalmente entregada a mí. Le pedí que se pusiera a gatas sobre la cama. Yo me coloqué tras ella, acariciando la piel de sus muslos y de sus nalgas. Deslicé un dedo por la ranura que las separaba y deslicé la polla por aquel secreto camino. Ella bajó el cuerpo y alzó las caderas con lo que la entrada de su sexo quedó expedita para el animal furioso que llamaba a su puerta. Lentamente situé la cabeza del misil y empujé hasta que gran parte desapareció en su interior. Luego metí otro poco más. “¡Qué gusto!”, exclamó. Sin previo aviso acabe de clavar mi lanza en su territorio y un profundo suspiro salió de su garganta. Casi inmediatamente unas sacudidas me indicaron que se estaba corriendo. Le pregunté si era así y respondió que se había puesto muy cachonda con los previos y que estaba a punto de caramelo. Yo, por mi parte, me concentré en follarla bien a gusto, sujetándola por las caderas, imprimiendo un ritmo frenético al émbolo que entraba y salía de su cuerpo. Antes de que yo alcanzara el orgasmo, Anabel volvió a correrse…