Mundos paralelos. Capítulo 3

Saga de fantasía épica erótica. En donde Daniel descubre que alguien llamado Zorto tiene mucho que contarle.

Tras aquel extraño ritual o ceremonia, Daniel fue llevado por un corredor hacia una habitación.

La estancia, como todo lo que había visto hasta entonces, estaba construida con bloques de piedra, las paredes decoradas con tapices, el suelo cubierto con una mullida alfombra. Todo iluminado con varios fuegos procedentes de gruesas velas que parecían flotar en el aire. Pero Daniel prestaba atención sobre todo a su cuerpo, a su nuevo cuerpo.

Se notaba alto, mucho más alto que antes. Sentía al caminar la fuerza de poderosos muslos cuyos músculos se agitaban, tensaban y relajaban con cada paso. El vaivén de dos pechos enormes y musculados le producía una risa interior. Tensó su vientre y sintió como los músculos abdominales se replegaban y contraían poderosos, crujiendo. Pero, flanqueando su pecho, le asombraba aún más poseer unos hombros tan anchos y gruesos. Sentía sus brazos pesados, llenos de músculos que nunca antes había sentido. Si hacía fuerza con el puño sentía como un torrente de fuerza bruta se desplegaba alrededor de sus antebrazos, ascendía por sus bíceps y se extendía alrededor de su espalda y cuello. Numerosas cicatrices le tensaban la piel y, de vez en cuando, un pinchazo de dolor en alguna articulación al andar le indicaba que tenía una herida mal curada.

Y luego estaba la espada. Cuando acabó la ceremonia, descubrió una vaina vacía sujeta a un cinturón en su cadera. El filo del arma pareció buscar el descanso en su interior. El arma pesaría unos diez kilos y, sin embargo, la notaba ligera y equilibrada entre sus manos.

Vestía unas botas de piel anudadas con cordones entrelazados, una pequeña falda bajo la que sentía un miembro y unos testículos que golpeaban entre sus muslos al andar y una cota de malla compuesta de anillas entrelazadas en su torso. Y la corona.

La corona. Recordó que aquel tipo manco que recogió su espada le había llamado “mi señor”.

¿Señor de qué? Daniel no entendía nada mientras había sido conducido por varias mujeres desnudas procedentes del baile que había tenido lugar en el otro lugar abierto cubierto de columnas. No tenía ni idea de qué había ocurrido con aquel cadáver mutilado sobre los escalones pero le encantó alejarse de aquel espectáculo tan horrendo de sangre y vísceras y miembros separados. No ignoraba que era su espada la que estaba manchada de sangre pero prefería no pensar en ello.

Y todas las preguntas que se arremolinaban en su cabeza, en cuanto al lugar donde se encontraba, el tiempo y, más que nada, quién era él, tenían menos importancia que el cadencioso menear de nalgas de las bellas mujeres a las que siguió hasta la estancia. El tintineo de los abalorios que se entrelazaban sobre sus cuerpos desnudos marcaba con arrolladora sensación lúbrica el movimiento de sus culos, sus caderas y sus piernas. Largos cabellos castaños, rojizos, rubios y morenos se agitaban en sus melenas tupidas y ocultaban sus espaldas. Pechos de todos los tamaños, grandes, altivos y de pezones erectos, como si las mujeres estuvieran excitadas, se bamboleaban al son de sus andares. Daniel sintió como la tela de su falda se alzaba cuando su miembro fue engrosándose, reflejando su excitación.

La estancia en la que se encontraban, aparte de estar iluminada con velas suspendidas en el aire y decorada con tapices de motivos violentos, tenía una gran bañera de metal cubierta de agua humeante.

Una de las mujeres corrió una ligera cortina sobre la puerta de la estancia. Daniel se hallaba solo en la estancia con cinco mujeres desnudas.

Dos de ellas, mientras musitaban suaves palabras melodiosas que parecían ecos de una canción, le fueron desnudando. Daniel se puso tenso. Nunca antes había sentido suaves dedos femeninos sobre su piel, aunque esta no fuese realmente la suya. Odiaba admitir que a sus dieciocho años aún seguía siendo virgen.

Daniel se fijó en las dos mujeres que le desnudaban. Las dos féminas, de rasgos bellos y delicados en sus rostros, evitaban mirarle a los ojos mientras acariciaban su piel y desanudaban los cordeles de sus botas. Su espada fue cogida de la vaina con reverenciosos movimientos y depositada cerca de él. Su falda fue retirada y no se extrañó al ver una verga medio erecta en su lugar.

El tamaño de su aparato si le hizo tragar saliva. Enorme y gruesa como su antiguo antebrazo, con un glande rosado, agujereado con un anillo dorado. En apariencia, el miembro parecía curtido en lides que él jamás había conocido. La bolsa escrotal, cubierta de un suave vello, retenía dos testículos grandes como huevos de gallina. Todo en su cuerpo parecía hecho a lo grande, sin escatimar músculos y poderío. Varias pulseras, colgantes, anillos, arandelas y tachuelas, de los que no tenía conciencia de tener encima, fueron retirados de su cuerpo. Algunos colgaban pero otros le atravesaban orejas y cejas, pezones y glande. Los dedos de las mujeres, al parecer expertos en aquel despojar de atuendos y abalorios, provocaban en su piel cosquillas y una excitación que no conseguía calmar y que se reflejaba en su respirar entrecortado, su verga alzándose y un enrojecimiento de sus mejillas que no pudo disimular.

Una de las mujeres, cuando estuvo desnudo, se fijó en sus temblores. Se postró de inmediato al suelo, temerosa, y la otra hizo lo mismo. Cinturas estrechas, caderas anchas y cabello esparcido en sugerentes mechones sobre el suelo. Tres mujeres más, rodeando la bañera de metal, también cayeron al suelo.

—¿Hemos fallado, mi señor?

—¿Fallar… fallar en qué? —preguntó notando como su garganta estaba seca por la emoción.

—En la ceremonia de desnudaros.

Daniel se acuclilló sobre la mujer de cabello negrísimo junto a él y la hizo incorporarse. Unos ojos grandes, de tupidas pestañas, coronados por cejas perfiladas quisieron desviar su mirada.

—No, mírame.

La mujer, una muchachilla al juzgar por su pequeña nariz, labios gordezuelos y pequeño mentón, aguantó su mirada con dificultad. Daniel deslizó sus dedos pulgares (enormes, con uñas aún sucias de restos de sangre) por la mejilla, trazando una línea convergente sobre sus labios. Deslizó sus dedos alrededor del fino cuello, atravesando abalorios de tibia temperatura, en contraste con la ardiente piel de la muchacha. Sus dedos se detuvieron sobre el inicio de un pecho y giró una mano para deslizar sus uñas sobre la piel, rodeando una areola oscura que se replegó de inmediato alrededor del pezón, el cual adquirió el tacto y la forma de un guijarro marrón. Era la primera vez que acariciaba una teta. Sintió como algo tiraba de su verga. Era la entrepierna de la joven. Su verga presionaba sobre un mullido bosquejo de vello oscuro, suave y algodonado. Daniel sitió como le faltaba el aire y se mareaba.

Miró de nuevo hacia la muchacha. En sus ojos brillantes y de pestañas entrecerradas percibió el deseo sexual con total claridad.

Pero Daniel dio un paso atrás, avergonzado.

—¿Mi señor? —susurró la joven, tomando el retroceso de Daniel como una muestra de desprecio. No acusó, sin embargo, muestra alguna en su rostro. Había sido bien disciplinada ante el rechazo del monarca.

Daniel no supo que contestar. Su verga estaba enhiesta, dura como una roca. La sangre le bullía en el pecho y su corazón latía furioso. No tenía más deseo que el de poseer a aquella muchacha, hundir su miembro en su cuerpo y tomar entre sus labios sus pechos tersos e hinchados.

—¿Mi baño? —acertó a decir Daniel señalando la bañera, encaminándose hacia ella.

Las demás mujeres se levantaron de inmediato y le ayudaron a entrar dentro. El agua caliente no calmó su excitación. Su enorme cuerpo hizo que varios chorros desbordasen por los bordes. Aunque la bañera era grande, tuvo que recoger sus piernas, alzando sus rodillas fuera del agua.

Las manos femeninas agarraron telas de tacto suave y cubiertas de jabón que procedieron a restregar sobre su piel.

El extremo de su polla también sobresalía del agua, aunque la espuma, para alivio de Daniel la ocultó al poco. Las mujeres le estaban frotando con suavidad pero firmeza con las rudimentarias esponjas, librándole de sangre reseca y sudor. El contacto de tantas manos delicadas, de dedos largos y finos sobre todas las partes de su cuerpo, le hizo mantenerse tenso en una excitación que gradualmente le estaba volviendo paranoico.

Sentía su verga agitarse y revolverse dentro y fuera del agua con cada fricción sobre su piel. Se sentía encendido a más no poder y cuando las manos se ocupaban de su cara y cabeza y cuello, la tensión le hacía casi desfallecer. Recordó las veces que iba a la peluquería del barrio y las peluqueras le hacían tumbar sobre el sillón reclinable, apoyando su cabeza sobre la palangana, antes de cortarle el pelo. El agua caliente y los dedos femeninos de la peluquera sobre su cabello enjabonado le excitaban sobremanera. La tibieza de aquellos dedos corriendo sobre su cabello le producía ardores en su entrepierna que trataba de disimular con una sonrisa tensa y los ojos cerrados. Pero ahora no eran dos manos sino diez las que se ocupaban no solo de su cabeza sino también del resto de su cuerpo desnudo. El masaje acompañado de las suaves caricias le resultaba dulcemente insoportable. La excitación era tan fuerte que se mantenía en tensión absoluta. Jamás Daniel había experimentado tanto placer reunido a la vez que crecía su desasosiego.

Cuando unas manos se ocuparon de su verga, empuñando la base para desplegar del todo el capullo, ocurrió lo inevitable. Un grito quejicoso salió de sus labios a la vez que eyaculaba un geiser de esperma. Su cuerpo se agitó entre espasmos. Agarró los bordes de la bañera con sus manos mientras tensaba su cuerpo sintiendo como se vaciaba entre estertores cargados de jadeos.

Gritó desaforado, extasiado, desbordado.

Un hombre barbudo y cubierto de armadura de cuero abrió la cortina de inmediato, portando una espada desenvainada, corriendo hacia la bañera. Las mujeres se apartaron tras la bañera, chillando asustadas.

—¡Mi señor! —gritó alterado el hombre.

Se detuvo ante el espectáculo. Daniel siguió la mirada del hombre y vio a una de las mujeres, cubierta su cara y cabello rubio de esperma pringoso, intentando aparentar tranquilidad, pero con el miedo instalado en sus ojos, cubiertas sus pestañas de fluido denso y viscoso. Una suave sonrisa se abrió bajo la barba y surgieron luego varias carcajadas.

Carcajadas gruesas, hondas, que reverberaron por la estancia.

—La cena está lista, mi señor; le esperamos —dijo el hombre mientras daba media vuelta entre risas y desaparecía tras la cortina.

Daniel sintió como la vergüenza unida a la sensación de paz por haber dejado escapar la tensión tras el orgasmo, le teñían de rojo la cara. Señaló a la muchacha morena que antes acarició. La mujer dio un respingo, asustada.

—Las demás, marchaos. Tú, quédate conmigo.

Obedecieron sus órdenes al instante.

—¿Cumplirás mis deseos cualesquiera que sean? —preguntó Daniel a la muchacha cuando se quedaron solos.

La mujer asintió, con la cabeza gacha.

—Ven. Entra conmigo en la bañera y siéntate en el borde.

La muchacha hizo lo que se le dijo. Daniel se incorporó y se sentó al otro extremo. No sabía cómo pero ver aquel cuerpo femenino, delicado, de curvas pronunciadas y mirada sumisa, le estaba excitando de nuevo. Sintió como su verga se revolvía entre sus muslos, deseosa de ser usada de nuevo. Pero Daniel hizo caso omiso de aquella sensación acuciante.

—Mírame.

La joven alzó la mirada hacia él. Tenía una mejilla salpicada de semen que Daniel limpió con un dedo. El cuerpo de la joven se estremeció, como si esperase una reprimenda. El rubor que teñía sus mejillas ensalzaba aún más su belleza. Se obligó a no abalanzarse sobre ella para poseerla. Daniel apoyó sus brazos sobre las rodillas y entrelazó sus dedos temblorosos.

—Dime quién soy.

—Eres mi señor —respondió la joven con un titubeo, como si no supiese cual era la respuesta correcta. Se revolvió sobre el borde de la bañera al oír gruñir a Daniel, impaciente.

—No, no. Cómo me llamo yo.

—El monarca Zorto III, mi señor.

—Zorto, vale. ¿Y tu nombre?

—Clare, señor.

—Muy bien, Clare. Dime, ¿en qué año estamos, dónde nos encontramos y qué cojones se supone que hago yo, tú y todos aquí?

La mujer parpadeó confusa.

—No temas entrar en detalles. Habla, Clare. Como si fuera tonto.

La mujer intentó disimular una sonrisa que a Daniel le hizo palidecer de deseo. La mujer habló.

Las palabras surgieron de su boca despacio, pronunciadas aún con miedo.

Daniel-Zorto sintió como el asombro le embargaba. Se alegró de estar sentado y con las manos quietas porque sintió como todo se revolvía y volvía patas arriba en su cabeza.



Daniel no dejaba de darle vueltas y más vueltas a lo que Clare le había contado mientras se acomodaba en trono del comedor. Una gran mesa en forma de U dominaba otra estancia de piedra del palacio donde se hallaban y del que Clare le había hablado. Tapices con más motivos violentos decoraban las paredes así como grandes cirios suspendidos en el aire y a los que Daniel prestó ahora algo de atención, pero sin averiguar el truco para que flotasen.

Cuando se hubo sentado, todos los demás, unas dos docenas de hombres rudos, greñosos y de largas barbas, con cuerpos igual de fuertes que el suyo, tomaron asiento y retomaron a voz en grito las conversaciones que se habían muerto al entrar Daniel.

Le cosquilleaba algo en el estómago al ver a toda aquella gente, grandes hombres de voces ostentosas y maneras burdas rendirle las muestras exageradas de pleitesía que le prodigaban. Era algo parecido a orgullo, a vanidad. No ocultó una sonrisa de satisfacción. Por primera vez en su vida era el centro de todos, el mandatario último, el señor de toda aquella gente.

Daniel se volvió hacia su esposa, la reina Fadith, situada a su izquierda. La descripción que Clare le había hecho de su belleza se quedaba realmente corta. Alta, de cabellos tan rubios que parecían brillar, anudados varios mechones en forma de trenzas que sujetaban su larga cabellera lisa a su espalda. Un rostro hermoso y perfecto componía su cara, realzada con joyas prendidas a su cabello y que refulgían sobre su frente y mejillas. Ojos enormes, poblados de pestañas largas y sensuales miraban a Daniel con curiosidad.

—¿Das la orden, querido?

Daniel frunció el ceño sin saber a qué se refería aquella diosa ataviada con una toga fina de colores dorados y que permitía adivinar unas formas femeninas sumamente apetitosas.

—¿Orden dices? —murmuró.

Fadith señaló con la mirada a todos los comensales situados en la gran mesa.

—Claro, querido, la orden para darles de comer. ¿No querrás instaurar el ayuno antes del gran día, verdad?

—Sí, sí, comer, claro —alzó las manos en alto y vociferó— ¡Qué comience la cena!

Todos se giraron hacia él reflejando estupefacción. Los gritos cesaron y las conversaciones murieron al instante.

—¡A comer se ha dicho! —repitió teniendo claro que algo llamado protocolo había sido destrozado por su ignorancia.

Una salva de hurras nació del extremo de la gran mesa y se fue propagando con mayor intensidad. Daniel estaba henchido de emoción. Le aclamaban a él, a un tímido adolescente virgen y escuálido demudado en señor de todo aquello.

Del fondo de la sala comenzaron a aparecer jóvenes y muchachos desnudos portando grandes bandejas con carne humeante y jarras de licor. Daniel se estremeció al ver de nuevo a Clare, con su cuerpo desnudo, portando una gran tinaja de barro sobre la que fue escanciando vino aromático en las copas de los invitados.  La reina no fue ajena al interés especial que Daniel mostraba por aquella joven a la que sus ojos parecían acariciar las curvas femeninas con esmero.

—Querido —se inclinó sobre Zorto cuando Clare se fue acercando—. Esa esclava será toda tuya esta noche si quieres. Pero, antes, atiende a tus consejeros al menos esta noche.

Daniel se giró hacia su esposa. En ella vio un ceño fruncido y unos ojos entornados. ¿Celos, envidia? Y qué la había llamado, ¿esclava? Tomó entonces conciencia de que le estaban hablando a su lado. Había más personas, hombres y mujeres, sentados en la gran mesa que le miraban con curiosidad. Todos estaban vestidos, ellas con ropas más o menos sugerentes y ellos con togas blancas; pero todos ellos con amuletos y medallones que simbolizaban poder y escala social. Comprendió que solo los esclavos iban desnudos. Prestó atención a lo que le decía un hombre anciano de larga barba plateada que tenía entre sus manos una copa de metal.

—… os decía, mi señor, que la batalla de mañana, aun habiéndose planeado por vuestros guerreros y su divina cabeza, me parece algo injustificado.

Daniel se mordió la lengua para evitar preguntar a qué batalla se refería el viejo.

—¿Osáis poner en duda la estrategia del señor? —oyó gritar a su derecha cuando un hombre fornido y cubierto de armadura de metal respondió airado.

Varios ancianos más junto al que había hablado comenzaron a enumerar razones por las que no debían comenzar mañana la batalla. Apenas comían y solo daban ligeros sorbos de sus copas, al contrario que los hombres que tenía a su derecha, grandes, rudos y de barbas tupidas que manchaban con la grasa de los trozos de carne que devoraban a la vez que hablaban.

Clare la había contado algo acerca de todo ello en la bañera. Por lo visto, él y sus hombres —suponía que los que había a su derecha y que le defendían entre eructos y masticando con la boca abierta— habían conquistado aquellas tierras hacia poco tiempo. Eliminaron al anterior monarca y se hicieron dueños y señores del palacio donde se encontraban. Clare relató cómo Zorto y sus guerreros acabaron con la tiranía del anterior monarca y él tomó como esposa a la viuda de su enemigo. Las palabras de la joven hablaron de ejecuciones en masa para eliminar a los opositores. Hizo un retrato de él plagado de virtudes que ahora Daniel sospechaba que sólo eran palabras bonitas. Supuso, a la vista de cómo se comportaban sus guerreros a la mesa, volcando copas y respondiendo airadamente con insultos y gritos, que el tal Zorto III no era del agrado de ninguno de los antiguos moradores. También puso en duda que el antiguo marido de la reina Fadith fuese un tirano.

—¡Basta! —vociferó al cansarse de todos aquellos gritos, golpeando la mesa con sus puños. Un crujido de la mesa y muchas copas derramadas y platos volcados hicieron callar no solo la discusión de viejos y consejeros sino también al resto de comensales de la enorme mesa.

—¡Tú! —señaló con la mirada a un anciano lívido al ver ira en su mirada. Realmente estaba harto de no comprender nada de lo que allí sucedía—. Explica por qué mañana no debemos ir a la… a la guerra.

—Pero, mi señor… —protestó uno de sus guerreros.

Daniel le miró con la rabia instalada en su cara. El guerrero palideció y calló al instante. Daniel se volvió de nuevo hacia el viejo.

—La batalla de mañana está perdida de antemano, mi señor. Nuestro ejército aún no se ha recuperado y está compuesto de hombres sin experiencia o tullidos. Solo vuestros guerreros pueden hacer frente a las hordas de extranjeros y, sinceramente, la diferencia es abrumadoramente...

—Bien, vale —le hizo callar. Se giró hacia el guerrero al que se había dirigido antes—. Ahora tú: ¿qué tienes que decir?

—Esos viejos son cobardes y solo saben lamentarse y quejarse, mi señor. Escupen conjuros que nada pudieron contra nosotros y se esconden tras los muros sin ofrecer batalla digna. Su majestad sabe bien que nosotros nos valemos y bastamos para aplastar cualquier ejército sin la ayuda de nadie más. ¡Esfídor empuñado por usted es garantía suficiente de victoria!

La espada que Daniel portaba a su cintura, siseó y la notó revolverse en su vaina. Así supo que Daniel se estaba refiriendo a su arma. Esfídor era el nombre de su espada.

Un rugido de vítores surgió de las gargantas de sus guerreros que incendió al aire de ánimos y esperanza. Esperanza que no compartieron de ningún modo los ancianos junto a su esposa, murmurando entre sí.

—Bebe, mi señor —le acercó la copa Faith hacia él—. Quizá sea cierto lo que pregonan vuestros guerreros y mañana la victoria sea segura.

Daniel estaba confuso. No acertaba a comprender a qué hordas de enemigos se referían ni porqué había comenzado aquella guerra. Pero estaba totalmente seguro de que aquello no era ninguna broma y lo que mañana sucediese no iban a ser efectos especiales ni amables escenas de guerra como en las películas de cine. Tomó la copa y se la llevó a sus labios.

Pero, en cuanto el líquido entró en su boca, notó el mismo regusto amargo y avinagrado que sintiese la primera vez que aterrizó en este mundo. Escupió el licor y volcó la copa.

—¡Está asqueroso! —bufó limpiándose la barba con el dorso de la mano.

Por suerte, un esclavo vertió con rapidez vino en su copa. Daniel no se dio cuenta de las miradas que intercambiaron Faith y sus consejeros. Miradas de desconcierto y rabia. El espectáculo que se inició a continuación, hizo olvidar a Daniel aquel incidente con rapidez. Incluso la batalla que tendría lugar mañana.

La mesa rodeaba un estanque rectangular de unos cuatro por seis metros cubierto de agua adornada con nenúfares y plantas acuáticas que los esclavos habían sorteado con más o menos suerte al servir la comida. Ahora, dos mujeres desnudas, sin adorno alguno en sus cuerpos, de formas exuberantes y cabello recogido en grandes trenzas a la espalda, entraron en el estanque. El agua les llegaba hasta la mitad de las pantorrillas.

Uno de los ancianos, el que portaba la barba más larga y tupida, se levantó, dio varias palmadas para acallar el murmullo de todas las mesas y habló con voz grave:

—Que dé comienzo la danza bélica ritual del buen augurio.

Las dos mujeres se inclinaron en un gesto reverencial hacia donde se encontraban ancianos, guerreros y monarcas y luego se enfrentaron.

Faith suspiró aliviada al ver a su esposo absorto en aquellas dos esclavas desnudas de cuerpos sugerentes. Parecía haber olvidado su intento de envenenarle nuevamente. Aún no comprendía cómo había podido despertar hacía unas horas cuando bebió por completo la copa llena del veneno que sus consejeros le proporcionaron y que debía causarle una muerte rápida y fácil. Aunque sí tenía que admitir que el Zorto que había despertado era muy diferente del que conocía. Casi parecía un extraño. Parecía haber olvidado todo, como si el veneno solo hubiese afectado a su memoria. Y por eso le había administrado una dosis doble en su copa cuando estaba escuchando a sus consejeros.

Y esa era otra, ¿desde cuándo Zorto pedía hablar a uno de sus consejeros? Los despreciaba y solo los mantenía con vida gracias a que ella ofrecía su cuerpo a cambio de sus vidas.

Al menos en algo no había cambiado al verle concentrado en el los movimientos de las esclavas en el estanque: era el mismo súcubo libidinoso que desfallecía por una mujer desnuda agitando sus pechos y caderas.

Las dos mujeres se acercaron entre sí y, abrazándose, se dieron un beso en los labios. Sus manos recorrieron el cuerpo de la otra sobando sus atributos y estrechando el espacio entre ellas.

Daniel no encontraba forma de poder quedar sentado en la silla sin esconder la fuerte excitación que le dominaba. No podía dejar de mirar a las dos bellas mujeres prodigándose caricias, restregando sus pechos y vientres contra el otro cuerpo. Era como ver una película porno en directo, pero en público. No sabía dónde colocar las manos y resolvió coger la copa entre ellas, bebiendo sin dejar de prestar atención a las lúbricas caricias de las jóvenes.

De repente, vio aparecer a dos jóvenes también desnudos, portando grandes timbales sujetos a su cintura. Se situaron a ambos lados del estanque. ¿Marcarán con sus sonidos los tocamientos?, pensó divertido.

Cuando, a una orden del anciano que había anunciado el inicio de la ceremonia, la melodía empezó, el espectáculo erótico dejó de tener ese carácter. Golpes cadenciosos y graves envolvieron la estancia con su ominoso retumbar. La mesa vibraba con los sonidos y los platos se estremecían con cada golpe.

Las mujeres se separaron. Las dos acusaban cierta excitación del roce, reflejado en sus pezones erectos y labios hinchados. Se agacharon y barrieron con sus manos el agua, en una danza que parecía sincronizar el ruido del agua revuelta con los sonidos graves de los timbales.

El hombre anciano habló. Su voz era más grave y rasposa, como si arañase el aire.

—Desde tiempos inmemoriales, el hombre ha perseguido el poder. El poder del amor, el poder de la batalla, el poder de la gloria.

Daniel sonrió. Las dos jóvenes se movieron en círculos, agachadas y barriendo el agua, trazando olas que tenían forma circular. Sus redondos culos se abrían a la vista de todos, y sus cavidades femeninas expuestas para deleite de todos los machos. Sus pechos colgantes, meciéndose como péndulos le hicieron tragar saliva con celeridad. Daniel sintió como la copa temblaba entre sus manos. Una esclava apareció rápido para llenar la copa al suponer que Daniel pedía más vino.

Faith miró a su esposo con el ceño fruncido. ¿Desde cuándo el gran Zorto se ponía tan nervioso  al ver a dos mujeres desnudas agachadas? ¿Acaso no había poseído a cientos de mujeres a su antojo desde que usurpó el trono? No entendía la enorme excitación que recorría el enorme cuerpo que tenía al lado. Le vio tragar vino aromático con la misma ansia que siempre, mostrando el mismo interés lúbrico por la ancestral ceremonia que él había modificado a su gusto. ¿Acaso realmente el veneno administrado horas antes había cambiado tanto al gran Zorto III?

El ritmo de timbales se aceleró. También las palabras emitidas por el anciano fueron dichas con mayor celeridad.

—El hombre busca conquistar lo inconquistable, conseguir lo imposible, poseer lo que desea. Hoy, ahora, aquí, damos gracias a los dioses por la posibilidad de alcanzar lo que ansiamos. ¡Que comience la ceremonia!

Las dos mujeres terminaron sus movimientos en el mismo lugar de partida. Sus manos quedaron dentro del agua. El ruido de timbales cesó y hubo silencio absoluto solo roto por el agua calmándose y la respiración sonora de las jóvenes.

Los timbales sonaron con un gran golpe y las jóvenes cogieron algo del fondo del estanque y se alzaron con un salto hacia atrás, portando cada una de ellas una espada de filo estrecho, empuñada con sus dos manos.

—¿Qué? ¿Cómo? —susurró Daniel estremecido al ver los filos mojados reflejando los brillos siniestros de las velas.

Faith sonrió para sí. Una idea extraña le surgió en la mente al oír los balbuceos de Zorto. Pero debía estar segura del todo de que estaba en lo cierto, por muy estúpido que fuese lo que estaba pensando.

El choque de espadas le hizo dar un respingo a Daniel sobre su silla. Sonó como si fuera muy real, como si aquellas dos jóvenes de formas rotundas y sensuales redondeces quisiesen matarse de verdad.

Cuando una de las espadas mordió un muslo exquisito, de fina piel, sintió como la sangre se le revolvía. La sangre brotó de la herida de la joven que jadeó, acusando el dolor. El agua revuelta del estanque acogió el reguero de líquido carmesí, tiñéndose de un rojo que provocó que Daniel parpadease confundido.

¿Por qué dos jóvenes tan guapas se mataban? ¿Por una absurda ceremonia? Peor aún, ¿en honor a los dioses? Recordó entonces el cuerpo mutilado que había visto esparcido en los escalones cuando despertó en este mundo. Entrañas, vísceras, miembros y mucha sangre. La excitación que había sentido al ver aquellos cuerpos femeninos tan perfectos se tornó en susurros de rabia. Las dos jóvenes se lanzaron una hacia la otra, desesperadas.

Contempló con horror como la joven herida en la pierna arrastraba el miembro, tratando de defenderse ante los continuos intentos de la otra muchacha de matarla. El ruido de los aceros entrechocando, estridentes y portadores de muerte, así como el ulular y el siseo de las hojas de las espadas al barrer el aire le revolvieron las tripas a Daniel.

Todo, sin embargo, acabó al instante cuando la hoja se hundió firmemente en el cuello de la joven herida, incapaz de defenderse por más tiempo de las estocadas. Un borbotón de sangre brotó de sus labios aún hermosos. La otra esclava, con un rápido deslizar, seccionó el resto del cuello al sacar la espada. El cuerpo cayó arrodillado al agua. La sangre manaba a chorros del cuello decapitado. El torso se estremeció unos instantes y luego se derrumbó sobre el agua. El estanque pronto se tiñó del mismo color purpúreo. Los nenúfares y plantas acuáticas, arrastrados a los bordes del estanque con la pelea, también estaban teñidos de gotas sanguinolentas.

Daniel inspiró varias veces para ahogar la sensación apremiante de vomitar.

Cuando la joven se presentó frente a él, con su cuerpo desnudo marcado por rasguños menores y salpicado de gotas carmesíes de distintos tamaños, sintió como el asco y la repugnancia se abatían sobre él.

—Seré feliz si me aceptáis en vuestro lecho, mi señor. Os traspasaré mi valor con suma generosidad —murmuró la joven inclinándose junto a la mesa.

Daniel estaba lívido. Faith le miró con una sonrisa y pensó que el veneno, por poco tiempo y cantidad que hubiese estado dentro de su boca antes de escupirlo, estaría haciendo su efecto. Pero maldijo para sí cuando Zorto asintió débilmente. Seguía vivo, sin duda. Un ligero sentimiento de satisfacción, sin embargo, se abrió en ella, sin encontrar una causa aparente para alegrarse de que aquel monstruo siguiese vivo.

Un griterío procedente de la masa de guerreros fieles a Zorto se levantó como un huracán, ensordeciendo con sus cánticos y vítores, contentos con la violenta ceremonia.

Dios mío, pensó Daniel, ¿qué coño es todo esto, a dónde he llegado?

—Ginés Linares—

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