Mundos paralelos. Capítulo 2

Saga de fantasía épica erótica. En donde Daniel comprende que algo raro ha ocurrido porque no está muerto.

Un aroma denso y penetrante a incienso fue lo primero que sus sentidos le informaron. Palmas y gritos. Sonidos graves y tintineos de metal.

Daniel pensó que la sala de urgencias de aquel hospital era muy rara. Los ruidos iban y venían, como si le tapasen las orejas. Luego se fueron haciendo más fuertes. Palpó bajo sus manos un metal duro, tibio al contacto de su mano. Notó un regusto extraño en la boca, como a vinagre mezclado con limón. Movió la lengua, aún con los ojos cerrados y notó como le faltaban varias muelas.

Hostia puta, pensó, el tipo ese me ha jodido bien de lo lindo. A ver cómo le digo a papá que tengo que ponerme dientes nuevos. ¿De dónde coño sacamos el dinero?

Abrió los ojos y entonces Daniel sí flipó aún más.

No estaba en una habitación de hospital. Seguro.

A menos que se hubiesen llevado el techo, cambiado las paredes por columnas de piedra engalanadas con telas carmesíes, las luces por antorchas colgadas de las columnas, todos los enfermeros se hubiesen quedado en calzoncillos y las enfermeras bailasen desnudas salvo pulseras y colgantes metálicos en sus cuellos y muñecas y cinturas. Un humo espeso, azulado y picante invadía todo a su alrededor.

Notó como algo le ceñía la frente. Pensó que era una venda que le cubría la cabeza.

Estoy loco, pensó. O eso o el golpe en la cabeza me

ha

dejado idiota.

Las mujeres bailaban despacio, alrededor de los hombres, apostados cada uno sobre una columna. Se fijó en que ellos no llevaban calzoncillos sino taparrabos de cuero, simples pedazos de piel oscura que no ocultaban los  miembros, algunos erectos. Botas anudadas a sus pies completaban sus atuendos. Por alguna razón, no prestó atención inmediata a las mujeres desnudas, con sus redondeces femeninas revoloteando y sus caderas meciendo unas nalgas sedosas, en consonancia con unos muslos torneados y luciendo finos tobillos. Las armas que pendían de las cinturas de los hombres inmóviles llamaban más su atención. Espadas enormes, cuchillos afilados, hachas de doble filo que reflejaban la luz de las antorchas.

Qué cojones es esto.

Daniel notó que estaba sentado y tenía apoyadas sus manos en algo. Cuando bajó la mirada se encontró con sus dos manos sobre el extremo de la empuñadura de una espada ancha y de guardas adornadas con algo que parecía oro. Pero lo que más le impactó fueron sus dedos.

Dedos anchos, gruesos, sucios. El dorso de sus manos estaba surcado de un vello oscuro. Y estaban manchados de sangre.

Sangre.

Recorrió con la mirada el filo de la espada y contempló gruesos cuajarones de sangre seca y cabellos adheridos. Sintió como las tripas se le revolvían.

Soltó

la espada asqueado

y el arma cayó por unos escalones de piedra hasta el centro de la estancia, produciendo tintineos agudos al rebotar en la piedra.

Las mujeres detuvieron su danza y los hombres apostados sobre las columnas volvieron sus miradas sorprendidas hacia él.

Daniel se levantó y notó como algo no iba bien al sentir fuertes músculos en sus muslos. Levantó la vista y se encontró con que sus brazos habían engordado varias veces, apareciendo músculos y cicatrices sobre sus antebrazos. Sus bíceps estaban tensos y duros, protuberantes. Sintió como un enorme pecho se hinchaba en su torso, acogiendo el aire viciado del ambiente, cargado de incienso y esencias.

—¡

Qué hostias pasa aquí! —gritó. Y una voz grave, potente, de cantante de ópera, salió de su garganta.

Se llevó las manos al cuello y notó como también había crecido, destacándose gruesos músculos como maromas. Hizo caso omiso a las miradas asombradas de hombres y mujeres. Una barba corta pero densa y fuerte le crecía hasta la nuez. Se llevó la mano a la cara ante el asombro de los presentes y palpó unos maxilares tensos seguidos de una barbilla gruesa. Su nariz, que pensaba que estaría rota por el puñetazo del garrulo, era ahora más grande y recta. Incluso se llevó las manos detrás de la cabeza para palpar un cabello grueso y denso, largo y rubio. Cuando se llevó la mano a la cabeza, notó un tibio metal.

Se quitó la corona y miró el objeto entre muda estupefacción. Notó su boca entreabierta.

Un hombre, de cabellos plateados y manco pero de cuerpo robusto y cubierto de cicatrices, abandonó su posición frente a la columna y recogió la espada del suelo. El metal siseó de forma

ultrahumana

entre sus manos y se agitó como si tuviese vida propia. La hoja pareció combarse como una serpiente entre los humos de la estancia, inquieta, rabiosa. El tipo subió rápido los escalones que lo separaban de Daniel y le tendió el arma con expresión servil, bajando la mirada.

—Su arma, mi señor —murmuró.

Daniel no se fijó en el arma que parecía desembarazarse del puño de aquel hombre manco. Había descubierto, sobre los escalones, el cadáver desmembrado y sajado de un cuerpo humano. Entrañas esparcidas por los escalones y sangre aún húmeda regando la piedra.

Daniel alargó la mano para señalar el cuerpo, temblando de puro terror. La espada tendida por el hombre manco, sin esperar a ser recogida, saltó por sí sola hacia la mano de Daniel que la empuñó en un acto reflejo. El metal adquirió su alargada y ancha forma original con un siseo agudo y se alzó en el aire.

Docenas de gargantas masculinas prorrumpieron en un grito al unísono que retumbó por toda la estancia, haciendo vibrar hasta la piedra sobre la que estaba Daniel de pie. Las mujeres se postraron al suelo frente a él y Daniel notó como también varias personas a sus costados, en quienes no había reparado hasta entonces, también se inclinaron en su dirección.

El arma se alzó aún más en el aire, como si Daniel la sostuviera en alto y los gritos aumentaron de volumen hasta ensordecerle.

Y, aunque estaba sintiendo las piernas temblando de miedo y el vientre revolviéndose de asco al oler la sangre del cuerpo mutilado bajo él, un cosquilleo parecido a orgullo ascendió de su columna vertebral y le hizo alzar la cabeza hacia la espada. El extremo puntiagudo apuntaba a una noche cuajada de estrellas donde dos lunas llenas, una de ellas roja como la sangre que ensuciaba la hoja de la espada, le hicieron bizquear aún más asombrado.

Estoy muerto o estoy loco, pensó Daniel. Pero bendita muerte o locura la que ha creado esto.

—Ginés Linares—

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