Multiviolación

...debía estar en medio de la nave, con mis vaqueros y mi camisita, mi piel blanca, mi pelo rubito y mis ojos azules, muerto de miedo, cuando uno de ellos, que estaba despierto, reparó en mi y se levantó con un grito...

Multiviolación

Mi historia arranca hace dos años, cuando, poco después de cumplir 18 años, me ofrecieron servir de correo para traer a España cierta cantidad de cocaína. Se trataba de volar a Thailandia, vía Senegal, y volver por el mismo camino. Yo era de buena familia y teóricamente no tenía problemas de dinero, pero me apetecía mucho hacer un viaje de aquel tipo, liberarme de mi familia y ser yo mismo, sin tener que pedir dinero a mis padres. Quería conseguir la independencia económica, y qué mejor que empezar con dinero fresco, y además conseguido en un viaje a un país tan exótico. Qué lejos estaba entonces de saber hasta qué punto me iba a cambiar la vida aquel viaje.

En el viaje de ida todo fue bien: contacté con el camello thailandés, que me entregó una bolsa de viaje dotada de un doble fondo hermético. Pero a la vuelta del viaje, al posarse en Senegal el avión, nos informaron de que tendríamos que hacer noche en la capital porque el aparato tenía que ser revisado, dado que el capitán había observado ciertos problemas durante el vuelo. Yo me eché a temblar, porque se supone que no debería pasar otra aduana que la española, en donde yo tenía un "contacto". Pero en Senegal, donde sólo debía ser una parada técnica, no tenía a nadie conocido, y si nos hacían pasar la aduana...

Mis peores temores se cumplieron. Nos hicieron desalojar el avión, y allá que fuimos todos con nuestros equipajes de mano; el experto policía no tardó ni cinco segundos en darse cuenta de que yo llevaba lo que no debía: se me notaba a la legua en lo nervioso que estaba.

Los acontecimientos se precipitaron. Me llevaron a la Jefatura de Policía de Dakar, la capital; allí me cachearon y me metieron en una celda. Me visitó el cónsul español en cuanto se enteró, a las pocas horas, y prometió hacer todo lo posible para que saliera de allí cuanto antes, aunque sería difícil porque me habían pillado "con las manos en la masa".

Serían las ocho de la tarde cuando el juez decretó mi ingreso en la prisión de Dakar. Cuando llegué, observé que aquello era lo más parecido a un barracón, probablemente diáfano en su interior. En cuanto entré, escoltado por dos policías, me di cuenta de que estaba en lo cierto: ante mí se abría una enorme nave de no menos de 100 metros de profundidad por 20 de ancho. Era casi de noche, pero a través de la poca luz que entraba por las ventanas enrejadas, me di cuenta de que había dos hileras de literas, una a cada lado del pasillo central.

Tras de mí se cerró la reja, y los policías se retiraron mientras murmuraban algo entre ellos, con unas risitas. Avancé, temeroso, por medio del pasillo. En cada una de las camas yacían hombres, todos negros, tumbados con poca ropa, muchos sin ninguna, sesteando en el caluroso crepúsculo del verano africano. Debía estar en medio de la nave, con mis vaqueros y mi camisita, mi piel blanca, mi pelo rubito y mis ojos azules, muerto de miedo, cuando uno de ellos, que estaba despierto, reparó en mi y se levantó con un grito. No entendí lo que decía, pero pronto intuí que no era nada bueno. Se fueron incorporando los presos, uno tras otro, y me fueron rodeando. Vi en sus ojos el deseo de lujuria, y me sentí aterrado. El que me había visto se acercó a mí, resuelto, y me dio un tirón de la camiseta, que saltó hecha trizas. Otros dos negros acercaron una mesa como de un metro de largo a donde yo estaba, muerto de miedo. Otro negro, un gigantón, me agarró del pelo y me hizo tumbarme en la mesa, bocarriba, de tal forma que la cabeza casi me colgaba por un extremo y por el otro el filo me quedaba a ras del culo.

El gigantón, con su enorme mano, me dio un tremendo jalón en los pantalones vaqueros, que saltaron hechos añicos, llevándose también tras de sí los andrajos que en otro tiempo fueron unos slips. Dos de los presos me sujetaron las piernas y me las abrieron hasta quedar éstas en una posición de ángulo obtuso, casi en 160º. Vi entonces con horror como el gigantón se sacaba de los calzoncillos una enorme polla y me enfilaba el culo. Mi agujero, que era virgen, no dejaba entrar nada, a pesar de los esfuerzos del gigante, así que gritó algo y dio la vuelta hasta situarme su cacharro en los labios. Yo no quería abrir la boca, pero un tipo que estaba al lado del gigante me puso un cuchillo en la garganta; entendí el mensaje y abrí los labios. Una catarata de carne me invadió la boca. Creí que me iba a ahogar, con aquel pedazo de vergajo que amenazaba con impedir mi capacidad de respirar, pero el gigantón sólo quería que se lo lamiese un poco para lubricarlo. En mi culo, entre tanto, otro tío me lo estaba chupando con su lengua, y confieso que se me abrió el agujero de par en par del gusto que me estaba dando. El gigantón dio la vuelta a la mesa y, ahora sí, me embistió con su enorme polla. Sentí un dolor vivísimo, pero al tiempo un placer inenarrable: aquel pedazo de acero de carne me estaba traspasando, pero también transportando a un paraíso hasta entonces desconocido para mí.

Simultáneamente veía que varios de aquellos negros se acercaban a mi cara con sus pollas enhiestas y masturbándose. Uno de ellos me enchufó su nabo en la boca justo en el momento en que se corría: un torrente de líquido espeso me llenó la garganta, sintiendo que me ahogaba. Tragué cuanto pude para evitarlo, y lo conseguí con gran esfuerzo. Pero apenas acababa de retirarse éste cuando otro, con un vergajo considerable, me lo enchufaba en la boca y se corría también de inmediato. Otro llegó tras éste, y otro, y otro, y yo apenas tenía capacidad para tragar. Así que seguí tragando la leche que podía, y el resto la mantuve en la boca. Por cierto que me pareció que tenía un sabor agradable, ligeramente salado... Ahora eran dos los negros que me enchufaban a la vez sus pollas, peleándose porque ambos estaban a punto de estallar. Abrí la boca al máximo y recibí a los dos, que se descargaron dentro de mi boca, en la que ya me rebosaba la leche. A éstos los mantuve un poco dentro, porque la sensación de aquellos grandes pedazos de carne negros embutidos en una gran cantidad de leche dentro de mi pequeña boca de rubito europeo se me antojaba sumamente morbosa. Los goloseé y los rechupeteé, y se debieron dar cuenta de que me gustaba, porque dijeron algo a los demás. Miré con dificultad hacia atrás, y vi una cola larguísima, de no menos de 120 hombres, todos con sus vergas en las manos, esperando que les llegara el turno. Yo, deseoso de más, alargué los brazos hacia las pollas de los dos más cercanos, que se colocaron de inmediato a cada lado de la mesa, bifurcándose la larguísima cola en dos hileras, una tras cada uno de ellos. Acaricié con mis manos aquellos cilindros de palpitante carne negra y hermosa, haciéndoles una paja, mientras dos colegas suyos se corrían en mi boca. Cuando éstos acabaron en mi lengua, atraje con mis manos a los dos a los que pajeaba; ya listos, desaguaron de inmediato entre mis dientes, exclamando no sé qué en su idioma cuando vieron mi lengua chapotear a ambos lados de mi cara, en las mejillas, buscando los trallazos que se me escapaban.

Mientras, el gigantón que me trabajaba el culo seguía metiéndome los 28 centímetros de polla que tenía, poniéndome el culo al rojo vivo en aquel mi estreno "con picadores", valga la expresión.

Uno tras otro, aquellos 120 negros (supe con certeza el número en días sucesivos) fueron metiéndome sus grandes, ansiosas pollas en la boca, siempre cuando estaban a punto de correrse y tras haberlos pajeado previamente a dos manos. La leche me rebosaba por los labios, formando un reguero por la nariz, las mejillas, las orejas, el pelo y, finalmente, el suelo. Procuraba tragarme todo lo que podía, porque estaba fascinado por aquel sabor que cada vez me parecía más delicioso, pero era tal la cantidad de leche que eyaculaban en mi boca que era materialmente imposible tragársela toda. La cara entera la tenía llena de leche: los ojos, la nariz, las mejillas estaban pletóricas de aquella sustancia espesa que no cabía ya en la boca, la garganta, el estómago.

Apenas quedaban ya tres o cuatro por correrse dentro de mi boca cuando vi que el negrazo que me jodía jadeaba como un loco: se salió de mi culo y corrió hasta mi boca; allí se corrió, encima de mi lengua, que a estas alturas emergía, ansiosa, entre un mar de leche que llenaba por completo mi orificio bucal. Se corrió como un bestia, diez o doce trallazos que me parecieron los más deliciosos de todos, y aún pude meterme aquel pollón, como pude, dentro de la boca, desalojando con ello parte del néctar que atesoraba en su interior. Pero chupetear aquel vergajo enorme, chorreante de leche, era algo que no iba a dejar pasar.

Los dos o tres que quedaban se me corrieron en la cara, dejándome ciego momentáneamente. En la oscuridad, entonces, me dediqué a intentar tragar lo que tenía en la boca, aquel mar de leche que me atoraba. Con cuidado fui metiendo dentro de mí lo que pude, que no fue todo: estaba hasta arriba, sentía mi barriga llena de líquido, un líquido espeso y viscoso, extraordinariamente sabroso.

Al día siguiente el cónsul me visitó en la cárcel y me prometió que me sacaría de inmediato. Yo le contesté:

--No, señor cónsul –y puse mi cara más compungida--, he cometido un delito y quiero purgarlo; debo permanecer aquí hasta que cumpla mi pena.

Así fue como pasé dos años en Dakar: si la primera noche fue una multiviolación, el resto de las noches de aquellos dos años fue un festín, para mí y para todos los presos. Durante esos dos años todas las noches repetíamos la escena, con variantes, pero chupándosela y tragándome la leche de todos y cada uno de los presos. Llegué a tal punto de necesidad que durante el día también iba en busca de mi ración de leche, acercándome a alguna cama, y siempre había alguno con dosis extra de semen que se la dejaba chupar y se me corría dentro. Se divulgó la noticia, en plan "radio macuto", por otras cárceles de Senegal, y pronto llegaron nuevas remesas de presidiarios, todos negros, que pedían el traslado a aquel penal, antes poco apetecido por los reclusos, y ahora "de moda". Llegaron a haber 180 negros en aquel barracón, hacinados pero contentos, porque a cualquier hora, en cualquier momento, sabían que tenían la pequeña pero ansiosa boca de un europeo rubito presta a mamársela hasta el final.

A tal punto llegó mi fama que los guardias, cuando estaban francos de servicio, se metían en el barracón para que les lamiera sus vergajos. Venían compañías enteras de policías y soldaditos, todos con el único fin de que el putito rubio se las mamara uno a uno, o dos a dos.

No sé cuantas veces chupé un rabo durante esos dos años, pero probablemente no fueron menos de catorce o quince mil. Por eso, cuando hace dos semanas, me dejaron salir por haber cumplido mi condena y volví a España, estoy que no sé que me falta. Desde entonces he chupado algunas pollas en los parques y los urinarios, pero no hay comparación entre los nabos blancos y los negros, ni en el sabor de la leche, incomparablemente mejor en el de los negros. Así que comprenderéis que tenga en la mano un billete de ida para Thailandia. Allí me espera ya un "contacto" que me facilitará una maleta llena de coca; volveré vía Senegal, aunque él no sabe que mi billete no llegará hasta Madrid, sino sólo hasta Dakar. Allí pasaré la aduana, y me aseguraré de que el policía se dé cuenta de que llevo "algo". Pronto estaré, de nuevo, chupando mis amadas pollas negras de Senegal...