Mujercitas
Después de un largo viaje, un padre de familia vuelve a casa y les da una sorpresa a sus chicas.
Supongo que ya no soy tan joven como antes. La noche anterior había caído rendido, tras el largo viaje de vuelta a casa y el reencuentro con mis chicas. Han sido pocas horas de sueño y esta mañana me he levantado agotado.
Aún conservaba al despertar el breve recuerdo -uno de esos recuerdos inseguros de sueño a la fuga- de los labios de Roxana dándome placer a primera hora de la mañana, su cabecita arriba y abajo mientras se afanaba con suavidad, con cuidado de no despertarme. Aun ahora, completamente despierto, no puedo asegurar si fue una fantasía producto de mi deseo tanto tiempo reprimido, o si mi complaciente esposa ha querido darme una cálida bienvenida en mi primera mañana en casa.
En la mesa de la cocina las chicas se están acabando un nutritivo desayuno. Necesitan recuperar fuerzas. Mi regreso por sorpresa las pilló un poco desprevenidas y esta noche no han podido dormir bien. Se nota en las leves ojeras, y en los cojines que han tenido que poner en los taburetes antes de sentarse. Seguramente preferirían comer de pie, pero Roxana, como buena madre anticuada, se muestra muy estricta con sus hijas en cuestión de tradiciones: se come sentada a la mesa y punto. Así que ahí están, dos preciosas adolescentes balanceando las nalgas sobre sus sillas mientras apuran el batido de cacao en su prisa por levantarse.
En cambio, mi pequeña Roxi se muestra fresca y vital; alegre al tener de nuevo a su hombre. Se mueve por la cocina como una gata. Tan sólo una levísima rigidez, un estar más recta de lo habitual, deja entrever que la pasada noche fue la primera sorprendida con mi regreso, y que esta mañana se ha despertado la primera para darme de nuevo la bienvenida. Su noche, desde luego, ha sido más intensa que la de las chicas, pero ella es toda una mujer, no una niña; siempre dispuesta a darle a su hombre lo que su hombre necesite.
Las chicas ponen cara de fastidio en cuanto me ven llegar y sentarme a la mesa. Esperaban escaparse antes de que llegara pero ahora, por arte de magia y del tradicionalismo materno, su desayuno juvenil se ha convertido en desayuno familiar, y toca comentar los pormenores cotidianos de mis cuatro meses de ausencia.
En cuanto me siento Roxana me sirve mi taza de café y sus pastas caseras. Espera en pie, a mi lado, por si necesito alguna cosa más, mientras las niñas, resignadas y ya sin prisas, siguen balanceando sus traseros sobre los cojines mientras me hacen un resumen insustancial de su vida reciente.
De nuevo, al fin en casa.
Tras cuatro meses de trabajo en el extranjero para gloria y beneficio de la empresa, finalmente pude volver a España un mes antes del plazo previsto. Con este tiempo regalado, y queriendo darle una sorpresa a la familia, preferí no avisar a mi esposa del regreso anticipado.
Mi plan inicial había sido llegar poco antes de la hora de cenar, sorprender a mis chicas y llevarlas a un buen restaurante, antes de pasar a una intensa noche de reencuentro en familia. Pero el hombre propone e Iberia dispone: retraso en el avión, retraso en el autobús, retraso en el metro,... Tan retrasado quedó el plan que cuando finalmente, cansado y harto, entre por la puerta de mi casa, tuve que hacerlo en silencio para no despertarlas, pues técnicamente no era ya ese día sino la madrugada del siguiente.
Juro que mi intención en aquel momento era caer muerto en la cama y descansar; tal cual, con ropa de doce horas de viaje, sin tratar siquiera de ponerme un pijama. Pero este nuevo plan también se torció. Era esclavo de mi destino y de nuevo, el hombre propone y la hembra dispone.
En la habitación me esperaba mi colombianita desnuda, con su cuerpo pequeño pero exuberante dormido bocabajo a todo lo largo de la cama. Dormía tranquila, respirando suave sobre la almohada mientras su pelo negro, largo y brillante, caía perfectamente peinado sobre uno de sus hombros. Las tetitas jugosas rebosaban los costados de su cuerpo, aplastadas contra el colchón.
Como siempre en ella, lo que más destacaba eran sus nalgas, ese potente culo latino, de caderas anchas y cachetes prominentes pero tersos, realzados aún más por la estrechez de la cintura. Su trasero giraba por igual cuellos de hombres y mujeres: de hombres, con glotonería; de mujeres, con pura envidia. Es lo que las otras hembras llamarían culona, apreciación que –ya sabéis a que me refiero, chicas– usan las mujeres de culo plano y caderas de tubo para referirse a aquellas que rellenan los vaqueros donde los tienen que rellenar. Su culo destacaba en falda y pantalón. Pero destacaba más en aquel momento, sobre la cama, con un grueso almohadón bajo la pelvis y las piernas ligeramente separadas. Levantado y bien expuesto, en pompa.
No fue casual que la encontrara durmiendo de esta manera, por supuesto. Desde mi partida, al no haberle dicho con exactitud el día de regreso, Roxana había decidido dormir de este modo, por si se diera el caso -maravillas de la intuición femenina- de que volviera ya entrada la noche. Por si quedaba alguna duda de su dedicación, además de su melena perfectamente arreglada y su culo perfectamente expuesto, había colocado en la cama, a ambos lados de su trasero, un bote de vaselina y la pequeña fusta de montar que solía usar con ella en las ocasiones, frecuentes, en que consideraba que mi chica necesitaba un poco más de ánimo.
Creedme si os digo que una hembra dispuesta así resucita al más muerto. El mío pasó de muerto a tieso y salto alegremente de su entierro en toda su longitud en cuanto me hube bajado la bragueta. Escupiéndome en una mano lo iba lubricando de la cabeza a la base, dejándolo reluciente de mi propia saliva, mientras me iba acercando a la cordera que se me ofrecía voluntaria para el sacrificio, esperando inconsciente a que le clavara mi cuchillo.
Con cuidado de no despertarla, subí a la cama colocando las rodillas a ambos lados de las piernas de mi hembrita. Cogí el bote de vaselina, pero lo descarte de inmediato; ya desde antes de mi regreso tenía planeado que en nuestro reencuentro no tenían cabida lubricantes artificiales; en esta primera vez en cuatro meses nada que no fuera mío entraría en ella. Por un momento dude, al encontrarla dormida, ya que sin nada más que la lubricación natural, la suma de mi propio tamaño y el factor sorpresa haría que los primeros momentos fueran para ella un trago difícil. Pero mi duda duró poco, en parte por mi confianza en la fortaleza, física y de carácter, que siempre había demostrado mi chica, y en parte porque una vez me decido a entrar, el que le duela o deje de dolerle me da igual.
Sí eché mano, en cambio, a la fusta. Entre el sopor que sigue al despertar, y el llevar cuatro meses sin su entrenamiento diario, era seguro que mi montura favorita necesitaría el estímulo que únicamente se consigue con la aplicación, dura y seca, de la piel endurecida de becerro sobre la piel suave y tersa de los cuartos traseros de la yegua.
Con la lengüeta de la fusta acaricié su cabeza y bajando suavemente por la cabellera azabache, siguiendo la línea de la espalda, llegué al nacimiento del surco profundo que separa los jugosos glúteos. Aplicando un poco de presión el mango la fusta siguió su recorrido separando las montañas de carne, dejando al descubierto el anito sonrosado, en el que se entretuvo un rato, forzando un poco hacia el fondo para comprobar que la entrada seguía tan apretada como siempre. La lengüeta siguió su camino descendente, pasando por los pliegues abiertos de una concha que empezaba a mostrarse brillante, para perderse debajo del cuerpo de mi mujercita, empezando un vaivén adelante y atrás mientras lengüeta y mango se deslizaban sobre su botón del placer.
Mientras la fusta viajaba entre sus labios inferiores, pude oír a través de los superiores, cerrados y aun dormidos, escapar un gemido ahogado, profundo. Era la única señal que necesitaba. Con delicadeza clave mi boca en su cueva, deleitándome con su sabor, mordisqueando con cuidado los pliegues mientras mi lengua, esporádicamente, salía disparada por debajo buscando su botón. Después de años dedicados a domar su vagina, he logrado en mi esposa una facilidad instintiva, animal, para lubricarse, sólo comparable al de algunas expertas orientales. En poco más que unos segundos, mientras sus gemidos en sueños aumentaban en intensidad, el filete que mi lengua y mis dientes estaban degustando cambio de sabor y textura, más jugoso, más caliente, en su salsa.
Ya había obtenido el lubricante natural que deseaba. Apoyando la fusta cruzada sobre la parte baja de su espalda, abría con una mano su cueva mientras la otra, con dos dedos, escarbaba en el interior recogiendo una generosa cantidad de líquido para, acto seguido, seguir el camino inverso por el valle de sus nalgas y dejarlo caer sobre el rosado anito.
Era éste el agujero que había elegido. Era ésta la razón de que todas las noches de ausencia me hubiese esperado dormida, bocabajo y en pompa. Después de nuestra separación más larga, era la vía más natural de reencuentro. Por este camino entré en ella la primera vez y era el único de sus tres orificios que había sido exclusivamente mío, pues un par de idiotas habían gozado antes de los otros cuando mi hembra era aún una niña fácil de engatusar. Pese a los años de uso, un correcto cuidado lo mantenía prieto; su estrechura y calidez lo convertían en mi entrada preferida y esta era, en el fondo, la única razón que importaba.
Goteando su propio flujo desde mis dedos, un charquito de jugo se fue formando sobre el agujero. Uno de mis dedos lo enterró, girando como una perforadora, hundiendo el fluido y embadurnando el interior de la entrada. Los gemidos pararon para transformarse en un quejido seco, mientras el dulce rostro ladeado sobre la almohada se contraía en un mohín de disgusto como reproche por la invasión inesperada. A todo lo largo del colchón, el cuerpo pequeño, latino y macizo, empezó a contonearse como una serpiente mientras el trasero se balanceaba levemente, intentando escapar del dedo agresor. La gacela empezaba a despertarse y debía darme prisa para sorprenderla.
Un par de giros más y el dedo salió fuera, tan rápido como había entrado: el camino estaba lubricado. Lubricarlo siempre ha sido, es, y será, mi único objetivo. Con la introducción de un sólo dedo ni puedo ni quiero ensancharlo pues, particularmente, me parece una contradicción molestarse en agrandar un camino cuya principal virtud es precisamente la estrechez. Si te apasiona la escalada no subes en teleférico. Aunque al principio le costó aceptarlo, a estas alturas mi esposa ya está acostumbrada a aguantar ese dolor inicial y ofrecérmelo como prueba de su total entrega.
Sin más preparaciones, adelantándome a su despertar, agarre sus muslos y los separe lo suficiente para arrodillarme entre ellos. Con ambas manos como zarpas clave las uñas en la carne de sus nalgas y las separe, dejando expuesto mi objetivo. Apoye la punta sobre la entrada y dejándome caer hacia adelante deje que la gravedad actuara por mí. Instante a instante, con casi noventa kilos de macho español a mi favor, la resistencia natural de su esfínter a la invasión externa fue cediendo y la carne reblandecida se abrió como una flor.
Mientras, mi presa se despertaba confusa. Deje caer mi pecho sobre su espalda para sentir su calor y para que ella se sintiera atrapada y su instinto, femenino y racial, le hiciera entender que la aceptación era el único camino posible. Mis manos habían abandonado sus nalgas que, con su nuevo invitado, no necesitaban más ayudas para mantenerse abiertas. Una de mis manos se había deslizado sobre su costado, buscando el contorno de un pecho y, encontrándolo, se había colado bajo su cuerpo hasta tomar posesión de toda la carne, mientras el pezón se endurecía sobre la palma. Mi otra mano, guiada por la costumbre, había recogido su melena a la altura de la nuca y tirando suave pero firmemente mantenía la cara de mi chica ladeada sobre la almohada. En esta posición, estando ya despierta pero confusa, fui besando y mordiendo su cuello hasta acabar mordisqueando su oreja mientras le susurraba:
- Soy yo, pequeña. Estoy en casa... Ábreme la puerta.
Apreté. Un impulso seco de cadera se unió a mi peso para acabar de romper la resistencia de su retaguardia y clavar, de un solo golpe, la cabeza y un tercio de mi longitud, mientras un gritito, de dolor acostumbrado, salía de su garganta y los ojos se volvían brillantes por el llanto contenido.
La intrusión repentina acabo de despertarla. Buscando con la mirada encontró el bote de vaselina cerrado, y comprendiendo de inmediato lo iluso de pretender que lo usara, cerró los ojos y los puños, respiró profundo y arqueando la espalda se colocó en posición para que terminara de clavarla.
Empecé a presionar con lentitud mientras centímetro a centímetro volvía a experimentar la acogedora sensación de ese conducto apretándome. Roxana permanecía con los ojos cerrados y, ya despierta, no emitía ni el más leve quejido. Su silencio no estaba motivado por el miedo a que las niñas la escucharan, dado que la habitación estaba insonorizada y, en cualquier caso, las nenas ya estaban bien acostumbradas. No, era una cuestión de amor propio; una hembra demostrando a su macho que podía aguantar su tamaño, sin quejarse, en el más estrecho de sus agujeros.
La primera penetración llego a su fin, en su máxima profundidad, con sus nalgas dándome calor apretadas contra mi vientre. Habiendo conseguido ya mi pretensión de sorprenderla, le deje unos segundos para recuperarse. Entonces me incorpore, mis manos bajaron por debajo de su cintura agarrando con fuerza la carne jugosa de sus caderas, y alzando su grupa hasta la máxima altura sobre sus rodillas, empecé a retirarme de su interior.
Ella, anticipando la galopada, hundió la cara en la almohada, mientras yo, ya fuera, cogía la fusta apoyada en su espalda y aplicaba tres azotes, rápidos y firmes, sobre su cadera y me volvía a introducir de golpe, esta vez hasta el fondo, mientras de su boca tapada surgía un lamento amortiguado.
Comencé lento pero constante, afuera hasta que sólo quedaba la cabeza, y adentro hasta el fondo, con la fusta actuando siempre sobre el costado derecho, arriba y abajo con energía cada tres o cuatro penetraciones completas, en un compás casi musical.
Cinco minutos permaneció con la cara aplastada contra la almohada antes de separarse y apoyarse sobre los codos, en la clásica postura a gatas propicia para la entrada por detrás. Solté entonces la fusta y agarrándola de la melena, tome a mi yegua de las bridas y aumentando el ritmo, empecé una cabalgada enérgica que, pese a la excitación acumulada de meses, aun duró sus buenos veinte minutos. Mi potra siguió en ese tiempo su ciclo habitual de sonidos, empezando por los sollozos casi inaudibles, después el sonido de su respiración acelerada y durante los últimos dos o tres minutos, algún leve gemido de placer.
La explosión llegó en una oleada brutal. Clave espuelas a fondo para derramarme en sus entrañas. Tras la descarga aun me mantuve firme unos segundos que aproveche para entrar y salir algunas veces más, bombeando mi semilla lo más profundamente posible en su cuerpo. Perdida ya la consistencia, un azote de mano en su grupa maltratada le hizo entender que se había acabado y cayendo exhausta de costado se giró hasta quedar mirándome por primera vez desde mi regreso.
Los ojos seguían húmedos pero sus labios sonreían mientras mi mano agarraba un pecho que subía y bajaba intentando recuperar el ritmo normal de su respiración.
No dije nada. Ella tampoco: sabía que no había terminado su misión. Unos segundos para recuperar el aliento y se arrodilló ante mí e introdujciendo mi miembro decaído en su boca lo recorrió con la lengua hasta dejarlo reluciente. Por supuesto, los enemas habituales mantenían su ano limpio y dispuesto, pero su mentalidad de esposa entregada no estaba satisfecha hasta que no me dejaba a la salida tan limpio como entré.
Acabada la limpieza, ella misma volvió a introducir mi pene por la bragueta y cerró la cremallera. Entonces, y solo entonces, se irguió en su pequeña estatura y se abrazó a mí mientras descansaba su cara sobre mi pecho con una sonrisa serena y de nuevo lágrimas en los ojos.
-Al fin has vuelto, mi amor.- dijo, mientras me frotaba con su mejilla.- ¿Quieres saludar ahora a las niñas?
Amigos, las mujeres son malas. Un viaje desde el otro extremo del mundo, horas de avión, tren y taxi, retrasos y más retrasos y un reencuentro salvaje; y le bastó una sencilla pregunta para hacerme entender que esa noche aun no podría descansar.
- continuara-
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