Mujer al volante...

No sé qué me pasa. Es subirme a un coche y no soy yo. Todavía tengo dudas de si me vuelvo tonta, si me pongo tonta o las dos cosas a la vez. Vamos, que para mí no hay lugar con más peligro que el Salón del Automóvil.

1.

Los psicólogos dicen que la personalidad cambia cuando una conduce. En general se apunta esto pensando en la agresividad, según he leído. Pero no es mi caso. Lo mío es que es ponerme al volante y volverme tonta. Literal. No queda nada de la actuaria de seguros, tan solvente como sus evaluaciones. El último incidente pasó hoy con Audi 5 Coupé S Line que se compró mi prometido y que me dejó para un viaje corto de trabajo, en un día. El trayecto fue bien. Pero el problema fue al salir del parking de mi oficina. Por desgracias los arquitectos de los actuales edificios corporativos se aprenden la Bahaus de memoria pero se olvidan de hacer lo bastante anchas las rampas de salida de los aparcamientos. Total, que rayé el coche, que apenas tenía tres meses.

El disgusto fue de campeonato. Así que mi estrategia pasó por ir a mi casa antes de devolverle el coche y cambiarme. Me puse la minifalda más corta que tenía. Por suerte puedo lucir unas piernas esbeltas y aún sigo haciendo natación. En realidad las chicas de Canarias nos cuidamos más. Será por ser de un lugar en el que durante nueve meses puedes ir a la playa: las chicas de las islas afortunadas vivimos en una operación bikini perpetua. El caso es que me puse mis mejores tacones, mi falda más escueta y me coloqué justo delante de la raya del coche. Al final, mi Bobby no se enfadó nada.

Yo le llamo Bobby , porque está bobo perdido conmigo. Pero él me llama por mi nombre, Carol. No le gustan nada los nombres cariñosos.  Pero bueno siempre ha sido un poco soso, menos en el coche, claro. siempre se ríe de mí, por cómo conduzco. Por ejemplo, dice que cómo es posible que lo haga con el asiento tan adelantado, que con lo pechugona que soy le voy a pegar con las tetas en el volante, que lo que me ahorro en airbag. Literal. Siempre que me dice eso me pongo de morros, porque sabe que estoy un poco acomplejada por mis pechos y porque como me crecieron mucho y muy rápido tuve que dejar el equipo de voleyplaya a los 14 años, lo que me dio mucha rabia. A veces le replico que me operaré los pechos para reducírmelos, me invento que me duele la espalda y tal. Y claro, las bromitas de Bobby se cortan en seco. Como se acabó mi carrera como jugadora de voley. Pero, claro, eso fue antes de que me fuese a Madrid a estudiar.

Bobby y yo nos casaremos el año que viene, cuando yo cumpla 25. Quiere que deje el trabajo y hacerme muchos hijos. No es que me parezca mal, pero no dejé Tenerife y me vine a Madrid para ser madre amantísima. Al menos, no tan pronto.

De hecho siempre he relacionada mi llegada a la gran ciudad con la independencia y ésta con el coche. Lo primero que hicieron mis padres fue pagarme la autoescuela para que me sacara el carnet. Y allí, con 19 años, conocí a mi Isidro, mi profesor de autoescuela y mi primer novio. En realidad no me gustaba. Era muy joven, apenas tendría dos años más que yo, pero me parecía demasiado bonachón, fofo por dentro y por fuera. Pero en el coche tenía algo, estábamos allí dentro, juntos, en aquel espacio cerrado. Y lo que he confesado al principio, es ponerme al volante, y volverme mucho más tonta de lo que soy.

Isidro me influenció. Para empezar tenía más mundo que yo. Y empezó a pedirme que fuera a la autoescuela cada vez vestida más sexy. Yo antes de Isidro era muy recatada. Y, además, era virgen. Había intentado desflorarme un listillo guaperas vigilante de la playa de Las Gaviotas. Pero yo no le dejé. O a lo mejor es que quiso hacerlo entre unas hamacas. Si hubiera tenido coche en vez de una Yamaha Scooter a lo mejor no hubiera llegado intacta a la Villa y Corte.

El caso es que ya en Madrid en el coche de la autoescuela, un Renault Megane de cuatro puertas, ya no me sentía tan escrupulosa. Sola, en la gran ciudad, sin conocer a nadie, de repente una hora al día, de lunes a viernes, estaba con un hombre en un receptáculo reducido y cerrado. Y ese hombre era Isidro. El primer día notaba que mi miraba de reojo, el segundo fingió ayudarme con el cinturón de seguridad. No debía ser muy mañoso porque se le escapó y al perseguirlo no sé si sin querer o  queriendo pero me acabó rozando un seno y eso que iba disimulado por una gruesa chaqueta de lana. Sentí un escalofrío que me recorrió la espalda.

Aquel día no pasó nada más. Pero al salir, después de una sesión de conducción especialmente desafortunada, Isidro me comentó: ya cuando iba saliendo del coche:

–Mañana ven con ropa más cómoda, para que tengas más libertad de maniobra, sobre todo a la hora de aparcar.

Y eso hice al día siguiente. Aprovechando la llegada primavera, yo me saqué la chaqueta para esperarle y a Isidro se le salían los ojos de las órbitas. ¿Por mi camisetita de tirantes negra? ¿Por la camisa blanca suelta que llevaba encima? ¿Por mi pantalón corto, quizá, demasiado ceñido? No me dio tiempo a dilucidarlo porque en ese momento otro coche de la autoescuela que pasaba por allí se estrelló inexplicablemente contra un pivote de hormigón. Quise intentar que ir a ver qué había pasado pero Isidro me impelió a iniciar la nueva clase práctica.

La clase fue tan mal como la anterior, pero Isidro parecía especialmente volcado hacia mí. Bueno, o eso o sólo quería verme las tetas. El caso es que de alguna manera me sentía a la vez, halagada, indefensa, misteriosamente encantada de la inesperada cautividad temporal que me facilitaba el Megane.

El ladino de Isidro me dijo que para evitar colapsar calles estrechas mejor ir hasta un remoto polígono para hacer las prácticas de aparcar. Pero mientras yo estacionaba el coche en paralelo con un éxito relativo, mi profesor de autoescuela hacía lo propio pero en perpendicular y con su lengua en mi boca. Después de tanto tiempo fue casi un alivio. No, no besaba bien. Pero lo intentaba compensar con la avidez de sus manos, que se colaban por debajo de mis ajustados pantalones cortos, aprovechando su elasticidad, a todas luces no suficiente para frenar sus avances.

Isidro era como un pulpo. Parecía que tuviera no dos brazos, sino seis. Se multiplicaba en mi espalda, bajándome mi camiseta, liberando mis pechos del sujetador, sujetándome por la cintura. Torpe pero multitarea, ese sería un buen resumen de sus magreos. Sí hubiera tenido más talento y otras capacidades, mas allá de la de diversificarse… Pero de alguna manera mi virginidad se había convertido en algo molesto y fue mejor entregarla allí, deshacerme de ella en el asiento abatible. Con lo poco dotado en volumen y diámetro que estaba mi partenaire casi no me enteré de nada. Pero era igual: estaba en Madrid, tenía novio y, lo que era mejor, iba a aprender a conducir, entre otras cosas…

La verdad es que a lo mejor ahora sería mejor conductora si no hubiera pasado la mitad del tiempo de mis prácticas debajo del atribulado Isidro, que no dejaba de sacarle un partido sin precedentes a la combinación de polígonos desiertos y asientos reclinables.

Ninguno de los dos se dio cuenta y dado que el atrevimiento y entusiasmo de mi profesor de autoescuela era inversamente proporcional a las dimensiones de su escaso miembro viril. Yo tampoco me enteraba de mucho. Y eso que para un observador neutral hubiera sido más que obvio que pasaba algo. Isidro siempre decía, medio en broma medio en serio:

–Cariño, los hombres escogemos nuestras novias para provocar la envidia de nuestros amigos.

Y eso quería decir, en pocas palabras, que tenía que vestirme de manera que todos tuviesen que rivalizar por ser mi profesor. Así, que siguiendo las atentas explicaciones de Isidro, de mente tan calenturienta como insuficientes resultaban sus atributos, mis faldas se fueron acortando, mis tacones subiendo y mis escotes agrandándose. Era como una superheroína. Parecía una chica normal en la universidad, estudiando económicas, pensando en especializarme en Seguros, la rama más aburrida de la facultad… Pero durante dos horas, cuando iba a la autoescuela, me convertía en la Increíble Mujer de la Ropa Menguante. Y entre mis superpoderes estaban mis tacones, que levantaban mi culo más de lo que hubieran debido y mis sujetadores que juntaban y elevaban mis pechos tensando al máximo los botones de mis blusas… Mi doble personalidad no sabía lo que significaba la palabra discreta. Había venido al mundo para animar a todos los hombres heterosexuales de la autoescuela y podía aguantar sin pestañear las miradas de odio que me dedicaban las mujeres.

Con este panorama, yo misma dudaba sobre si podría pasar el examen de conducción. Pero Isidro tenía un plan. Había manipulado el cuadro de horarios de manera que nos cayera un examinador amigo suyo. Y estaba tan seguro de que pasaría de que incluso había reservado para esa noche un hotel. Iba a ser nuestro primer polvo en una cama, ignorante, el pobre, de que lo que a mí me ponía como una perra, eran los coches. Pero es lo que pasa cuando jadeas mucho con tu pareja… que hablas poco.

Llegó el día del examen de conducir. Con la gradación que llevábamos evidentemente es día yo llegué a mi apoteosis de estilismos sexys. Llevaba un minivestido verde manzana, que se pegaba a mi cuerpo como una segunda piel, zapatos de tacón a juego y maquillada pensando más en la sesión de hotel que en el examen en sí. Otros alumnos se quedaron pasmados de verme y creo que no mentiría si asegurase que aquel día hubo más suspensos de los normales por culpa de mi espectacular atuendo.

En los exámenes tu profesor se pone en el asiento trasero y el examinador en el del acompañante. El profesor sólo está de testigo, prácticamente. En cuento llegó mi turno me senté al volante, pero pronto me di cuenta de que Isidro no estaba disfrutando de mi atuendo, que estaba nervioso perdido:

–Todo se ha jodido. Han cambiado la escaleta de profesores.

–Pero, Isidro, tú me dijiste…

–Sí, ya sé lo que dije… pero no ha podido ser.

–¿Y quién me ha tocado?

–Antonio Mínguez pero le llaman Tiburón Mingo. Es de origen cubano. Llegó a España hace veinte años como exiliado político. Es un hueso.

A los dos minutos. Tiburón Mingo entró en el coche. Era un cincuentón fornido, calvorota con pelo blanco por encima de la nuca y alrededor de las orejas y un tono de piel café con leche. Parecía no sonreír nunca. Camisa caqui y pantalón con tirantes.

–Señorita…

–Carol – y le di la mano.

–Bien, Carol, ¿ve? Esto es mi café. Lo pondré aquí, en el posavasos delantero. Si en cualquier maniobra el café se derrama, suspendida. ¿Lo ha entendido?

–Glups… sí.

–Perfecto. Arranque e incorpórese al tráfico.

Así lo hice, visiblemente nerviosa. No por mi ropa, ni porque me mirarse. Sino por todo lo contrario. El tipo parecía gélido, distante. Aún así era evidente que yo no le inspiraba indiferencia: lo abultado de su pantalón denotaba lo contrario. Y otra cosa que saltaba a la vista es que Tiburón Mingo se alegraba de verme. ¡Por Dios! ¡Aquello sí que era una mancuerna y no el cordelillo de Isidro. ¿Sería mi escote, por el que se podía ver el arranque de mi canalillo? ¿Me habría puesto demasiado perfume? ¿Se me estaría subiendo la falda más de los deseado cada vez que pisaba aquel maldito embrague, que  a todas luces no era lo único que iba demasiado duro en aquel Megane?

Estaba tan nerviosa que me sudaban las manos. Y entre que el embrague no entraba y que no atinaba nada se me escapó la mano al intentar meter tercera y lo que me encontré fue la pierna de Tiburón Mingo, pero por el simple taco ni aquello era la pierna y más que Tiburón Mingo tendrían que haberlo llamado Tiburón Minga. ¡Aquello le llegaba a medio muslo! ¡ Y qué diámetro! Azorada perdida, quité la mano como si estuviese electrificada. Si faltaba algo para ponerme atacada, era aquella barra de pan.

En ese momento a una niñita se le escapó un cachorrillo que Bichón Maltés que cruzó inopinadamente la calle. Tuve que frenar bruscamente. No es que el café salpicase un poco es que se derramó del todo, sobre todo por lo pantalones de mi exigente examinador.

–Yo, yo… –balbucí aturdida.

–Señorita, esta usted…

…entrenada, entrenada para lo único que había aprendido en aquel curso. Llevé el Megane hacia un callejón poco transitado. Mientras, Tiburón se debatía entre sus pantalones ardiendo y su cabreo desatado. Intentó coger el vaso de café y tirarlo por la ventana. Pero el frenazo en el callejón hizo que lo poco que quedaba se le cayese encima.

–¡Serás.. serás…! –Tiburón Mingo estaba cada vez más cabreado.

–Carol, no digas nada de lo que luego te arrepientas– terció Isidro desde el asiento de atrás. Pero creo que su manera de balbucear temía más bien que se descubriese que lo que me había estado enseñando durante las clases de práctica era sólo el mejor aprovechamiento del aire acondicionado para no sudar mucho durante el metesaca.

–¡Me estoy abrasando!

–No se preocupe. Mire, esto ya se está airando.

Me solté el cinturón de seguridad. Y le sacudí los faldones de la camisa mientras le soplaba.

–¡Deje! ¡No me toque! – y al mismo tiempo intentaba abrir el cierre de su cinturón de seguridad: –esta mierda se ha atascado. Ayúdame a abrirla.

Y eso hice, pero no se por qué, a lo mejor no lo entendí, pero empecé a bajarle la bragueta del pantalón.

–Pero, cariño… quiero decir… ejem… Carol, qué haces? –se atrevió a toser Isidro sin salir de su estupor.

–¡Señorita, deje, eso… deje…

Yo misma cuando recuerdo ese momento no entiendo cómo pude ser tan boba. Estaba claro que hablaba del cinturón de seguridad, pero también que después de haber tentado tamaño salchichón y necesitaba verlo. Tiburón Mingo intentó apartarme pero se lió con el cinturón de seguridad y sus tirantes y no atinó, mientras que yo demostré por qué en el colegio era la primera en trabajos manuales. Le bajé la bragueta de manera resolutiva. Y pronto me entré en materia.

–¡Señorita, por Dios! ¡Por Dios, por Dios! ¡Buffff!

–Deje, lo mejor es que a esto le dé el aire.

–¡Uauuuuuuh!

Tengo que reconocer que a lo mejor el aullido de dolor fue por mi culpa. Pero es que era imposible sacar aquella manguera sin rozarla por mucho que hubiese abierto la bragueta a tope. Seguro que mi sorprendido profesor había visto las estrellas, pero valía la pena para contemplarlo: aquello sí que era un obelisco y no lo que una veía en algunos viajes turísticos. Era como magnético, no podía separar las manos de aquel pollón.

Isidro debió verme con cara de embobada y más asombrada me dejó cuando me espetó:

–Cariño, hagas lo que hagas, que sea seguro –y me tendió un condón.

O Tiburón Mingo era mucho Tiburón o ésa era la prueba viviente de que mi noviete de entonces estaba ya en Tercero de Calzonazos Avanzado. La idea era tan tonta como lo había sido desenfundar aquel pedazo de sable. Pero por alguna razón –¿el efecto coche, de nuevo?– empecé a hacerlo.

–¿Pero, pero qué hace? Señorita, le prohíbo… –pero era evidente que con aquel vestido, cuya minifalda se me había subido y cuyo escote se encontraba cuatro grados por encima de insinuante hacía que mis pechos, apretados, desbordantes, se vieran subiendo y bajando como un claro reflejo de mi agitación interior.

–Tranquilo, será un momento.

Y me puse a ponerle el profiláctico. Pero cualquier situación absurda es susceptible de empeorar. Y la razón es que la talla de preservativo que gastaba Isidro era del todo inadecuada para el calibre de aquel vergón. Con una mano lo aguantaba por la base y con la otra intentaba calarle el impermeable. Pero la desproporción era tal que más que una capelina, aquello no llegaba a gorro de chubasquero.

–Señorita, déjelo, déjelo… –pero su voz ya no era exigente, apenas suplicaba, como si estuviera a punto de perder toda su fuerza. Sólo que aquel Sansón estaba calvo y perdía todo su vigor por otra parte de su cuerpo.

–Espere, examinador, se lo bajaré con las dos manos.

Y a eso me puse a intentar bajar lo que apenas era una capuchita en aquel prepucio desorbitado y palpitante. Con mis dos manitas intenté bajar aquello pero no es posible, era como si mi mera presencia agrandara más aquel pedazo de carne. A más intentaba bajar aquello con mis manos, más difícil parecía que aquello pudiera quedar adaptado con ciertas garantías.

–No, no así, no. Tus manos lo están haciendo arder todavía más. Y estoy sintiendo tus pechos golpeando en mis piernas… Deja de hacer eso, déjalo, por favor… –suplicaba el Tiburón, convertido en sardinilla.

–Carol, no sé yo… –dudaba Isidro, tragando salido.

Yo no veía a Isidro, pero sentía como estaba tragando saliva, sus ojos clavados en mí o, más en concreto, en lo que estaba ocupada, algo que no podría con él. Porque aquello era hacer mantequilla a la antigua mientras que con el insuficiente equipamiento de Isidro, como mucho, se podía licuar margarina.

–Tranquilo, creo que ya lo ajusto... es que si no fuera tan pequeño…

–¡Por Dios, Carol! ¡Para, que la vas a liar! –suplicó mi novio de entonces.

–¡No! ¡Ahora ni se te ocurra parar! –rugió el Tiburón.

Y no paré, pero tampoco duró mucho más. Justo cuando mis despendolados melones de tanto sacudir el bambú decidieron declarar su independencia. En concreto fue el izquierdo, que siguió su tendencia natural y el pezón se escapó, rozando por un momento tan inhiesto fenómeno natural que me llevaba entre manos.

–¡Joder! ¡Joder! –gritó con un vozarrón Tiburón Mingo.

Y eso que de joder, lo que se dice joder, nada de nada. Pero de correrse fue un surtidor. El condoncillo salió como un cohete y se hubiera puesto en órbita si no hubiera acabado estrellado en el parabrisas. Y por fin el saltó el cinturón de seguridad del exigente examinador quien, al menos en cierto sentido, había quedado por fin satisfecho.

–Joder, joder, joder –repetía como un mantra.

Viendo el desaguisado, Tiburón Mingo, concluyó, mientras enfundaba su rifle de largo alcance:

–Bueno, el examen ha terminado. Ya puede descender.

Apagué el motor y bajé del coche, tras limpiar mis manitas en el salpicadero, como pude… que perdida me había puesto.

–Señorita, será mejor que cojamos un taxi.

Isidro salió detrás nuestro:

–Pero, pero… no pueden dejar el coche así.

–Tiene razón –se volvió el Tiburón mulato para responderle–, yo de usted lo limpiaría antes de volver.

Salimos del callejón. Me volví un momento para mirarle: Isidro volvía a entrar en el coche y ponía el limpiaparabrisas en marcha, iluso de él, cuando eso sólo sirve cuando el pringue está por dentro y no por fuera. Bueno estaba claro que no me gustaba por su inteligencia. Fue la última vez que le vi, pero eso ya lo había descontado. Lo que no esperaba era aprobar el examen, teniendo en cuenta lo poco que había conducido. Tiburón Mingo apuntó en los comentarios  añadidos de la prueba: “la examinada ha demostrado una amplia capacidad de maniobra”.

2.

Bobby está siempre muy ocupado así que me pidió por favor que llevara el coche al planchista para arreglar la raya. Como había sido tan indulgente no pude negarme. Los problemas fueron varios: que ese día me dormí y llegaba tarde al trabajo; que, siendo consciente de que tenía que moverme en coche intenté exponerme lo mínimo posible. Evité cualquier falda, me puse pantalones y procuré llamar la atención lo mínimo posible. Pero al salir ante el espejo me di cuenta que el remedio había sido peor que la enfermedad: los pantalones, de la temporada pasada, se ceñían tanto que sólo podía significar una cosa: que algo había engordado al estar lejos de las playas de Tenerife. Eran de tipo pirata y las altísimas sandalias de tacón resaltaban mi bien torneadas pantorrillas. Pero el problema era su veraniega tela blanca, que se pegaba como una segunda piel. Y el tanga naranja que me había puesto debajo era de un tonillo fluorescente que lo hacía más visible que las luces de pista de un aeropuerto. Y eso era la zona sur. En el norte se abría otro frente, ya que mi camiseta de estilo marinero había encogido en el último lavado y se ceñía más de lo que recordaba, además de que era tan corta que casi se me veía el ombligo y con aquel sujetador mis pobres y sufridos pechos parecían a punto de desbordarse por el escote. Miré el reloj, ¡Dios, qué tarde era! Así que decidí solventar el frente norte, me saqué el sostén y salía precipitadamente por la puerta.

Frente al espejo parecía buena idea pero ya en la calle me di cuenta que no lo había sido, sólo por el vistazo que me echó el portero. En casa, los pezones encajaban perfectamente en las rayas azul marino. Pero fue salir y cualquier movimiento hacía que mis pezones coincidieran con las rayas blancas y no con las otras, como si quisieran echar una carrera con mi tanga por hacerse notar. Suerte que con una torera lo disimulé un poco. Vamos, que ahora no asomaban por el escote en pico pero lo hacían por debajo casi de manera más intolerable.

En la aseguradora, todos los hombres me prestaron una atención desmesurada y algunas mujeres me dedicaron todo su desdén. Un guaperas de control de riesgos, Iván, me pidió que le acompañase a un proveedor de seguros de caución. Yo pensé que iríamos en taxi, por eso me quedé de piedra cuando Iván me tendió un casco. Tenían una moto japonesa que conducía como un huno. Vamos que me tuve que pegar a él colgada de su cuello, seguro que sintió mis tetas aplastadas contra su espalda. ¿Se estaría empalmando y eso le haría ir tan rápido o iba tan rápido para que me apretase más contra él? Nunca lo sabremos. Además como teníamos que inclinarnos tanto para adaptarnos a la aerodinámica de la moto, mi pantalón de cintura demasiado bajo claramente revelaba mucho más de lo considerado mínimamente decente. Seguro que cualquier conductor detrás nuestro podía verme el tanga por encima y entre la tela del ceñido pantalón, teniendo en cuenta lo en pompa que quedaba mi culito al recostarme sobre Iván de aquella manera. Yo notaba el aire más debajo del final de mi espalda y algunos coches pitaban sin motivo. O con motivo, según lo que estuviesen mirando. Y todo apuntaba a que por muy rápido que Iván pilotase, me estaba mirando a mí o a lo que se revelaba de mi culito. Sería más lo segundo, pero Ivan no dijo nada.

Tampoco lo dijo el responsable de cauciones que fuimos a visitar. Más que nada porque en cuanto me quité la liviana chaqueta se quedó con la boca abierta y ya no pudo cerrarla. De manera que una reunión que iba a ser difícil para mi empresa al final resultó muy fácil. No, si al final, el taimado de Iván sabía lo que se hacía cuando me pidió que le apoyase.  Más que apoyo, lo que necesitaba, el muy ladino, es que le pusiera dura la polla al interesado. Y al menos, interesado, interesado, le dejé. Pero la cosa no pasó de ahí, claro, puesto que no había un coche por medio.

Pero vamos, entre una cosa y la otra, me pasé todo el día caliente como un radiador pasado de vueltas. Me hubiera gustado cambiarme pero la jornada se alargó y el taller iba a cerrar. Pero es muy difícil acabar tu trabajo a tiempo si cada cinco minutos aparece en tu mesa un tipo babeando que te interrumpe con cualquier excusa cuando en realidad está más interesado en ver si se te transparenta un pezón. Y sí, si los pezones son como los míos, grandes, oscuros y tan sensibles que se endurecen al menor roce, entonces sí que se transparentan, al menos lo hacen cada vez que desatados y libres de cualquier sujeción, coinciden con las líneas blancas de mi camiseta, en lugar de con las azules. Además creo que ese día pusieron el aire acondicionado en la oficina mucho más bajo de lo que recomendaba el manual de salud laboral.

Pero en el trabajo estaba segura. El peligro, no podía ser de otra manera, iba a estar en el coche. Cuando llegué al mecánico, que se denominaba Taller Pirulo, estaban a punto de cerrar. Un tipo barbudo y con un peto tejano suelto de un hombro estaba bajando la persiana, cuando yo llegué con mi Audi tocando el claxon. El tipo me ignoró y siguió bajando la persiana.

Entonces bajé la ventanilla. Cuando el tipejo vio mi melena negra cayendo como una cascada mientras ponía sobre mi frente mi las gafas de sol de Carolina Herrera. Se acercó con andares torpones para tener una perspectiva de cuerpo entero. Y le debió gustar lo que vio porque mientras se relamía se volvió hacía la puerta y rugió:

–¡Pirulo! ¡Una cliente de última hora!

–¡Qué se vaya! –tronó desde dentro. Aquella familia debía ahorrar una fortuna en móviles.

Consciente del problema bajé del coche a ver si hablando con el encargado. Ya me había alejado del coche cuando me acordé de que tenía una reserva por escrito. Regresé y me incliné sobre la puerta abierta, para buscar el papelito en la guantera de la portezuela. Lo hubiera encontrado rápido de no ser mi Bobby tan desordenado y guardar allí tantos tickets de autopista, de zonas azules, verdes, recibos de gasolineras, de garajes… De manera que estuve demasiado tiempo así, inclinada en un ángulo recto perfecto, con mis piernas juntas y apretadas. Sólo entendí lo que había provocado con la sobreexposición de mi rotundo trasero al ver la cara desencajada del Tito cuando por fin di con él y me volví para anunciar mi hallazgo. Había salido y ya no gritaba. Se había quedado sin palabras, tal vez por la combinación de mi ceñido pantalón blanco con mi tanga naranja fucsia, tal vez por todo lo que descubría la cintura baja reforzada por la camiseta demasiado corta, o a lo mejor fueron aquellas sandalias de tacón que levantaban mi anatomía más allá de lo razonable. El caso es que pudiera ser que segundos antes hubiese allí dos hombres pero lo que yo me encontré fueron dos guiñapos.

El encargado, Tito, era bajito, mal afeitado y seguramente su pelo no había visto un peine en años. Me acerqué a ellos con la reserva en la mano.

–Tengo esto.

–No hace falta –articuló el jefe por fin–. Ya he visto todo lo que tenía que ver. Y tú, no te quedes ahí, pasmarote. Sube la persiana.

–Gracias, señor Pirulo.

–Pirulo era el perro de mi padre, señorita. Yo me llamo Clemente. Y tú, Bartolo, acuérdate de cerrar, cuando hayamos entrado.

Introduje el coches con cuidado. No quería hacerle más rayas de las que ya ostentaba. Justo cuando volví a salir un tipo flaco, nervudo con cresta mohicana y que sólo se parecía a los otros dos en las manchas de grasa en la cara le decía a Clemente:

–Jefe, yo me abro. Ya se lo hará con este marrón –en eso se quedó mirándome con los ojos como platos– ¡Qué bombón!

–¿Qué dices de un marrón? –le inquirió el del peto desparejado.

–Nada, no he dicho eso. He dicho camión.

–Había entendido bombón o algo así.

–Tú eres tonto chaval.

Los tres hombres me rodearon, ¿Era su aspecto mugriento? ¿Sus ojos voraces? Parecían no atender nada a lo que les decía. Parecían más preocupados a mis curvas que a la raya de la portezuela que yo me esforzaba en mostrarles, inclinándome todo lo necesario para ello por si alguno se había perdido el espectáculo de fuera. Ya estaban muy cerca, sentía sus respiración en mi cuello y bueno, más abajo, porque Clemente era bajito, bajito.

–Entonces tendrían que pintar toda la puerta, en el mismo tono –pero sentía que no me escuchaban, como poseídos por una magnetismo infernal que, a mi pesar, provocaba yo misma. Sentí la mano del de la cresta rozarme en la cintura.

–¿Hay alguien ahí?

La mano se retiró con prontitud. Clemente se volvió a su gigantón sobrino:

–¡Imbécil! ¿no te había dicho que cerrases?

–Es que estaba cacho buena, jefe y…

–Inspección de Trabajo –siguió la voz, más cerca, avanzando entre los coches y los elevadores.

–¡Hay que esconderla!

–Aquí debajo –propuso el de la cresta.

Me empujaron hacia abajo, pero ya no con las intenciones que secretamente había estado sintiendo hasta ese momento. Me tumbaron en una grasienta plataforma con ruedecitas y la empujaron bajo el coche.

–¡No, esperen! ¡No!

–¡Shissst! Si te descubre el inspector estamos jodidos – me replicó el de la cresta.

Me siguió empujando tan fuerte que sentí como mis pechos rozaban golpeteando los bajos del Audi. Fueron tan bruscos que me pusieron los melones duros como piedras.

Oí los pasos del tipo

–Buenas tardes.

–Buenas… buenas… –balbució Clemente.

–Espero no descubrir nuevas irregularidades, como la semana pasada.

–No, jefe, que va. Todo en orden.

–Ya… ya… todo en orden… ¡cómo esos zapatos de tacón que salen debajo de este coche!

Y tan rápido como me habían metido una fuerza sobre humana me estiró  hacia fuera. Con tan mala suerte que el borde inferior de mi camiseta se enganchó en algún tornillito o saliente de los bajos. El tirón fue tan brusco que a medida que me sacaban salía yo pero mi top marinero se quedó por el camino. Primero me destapó las tetas.

–No, no…

Y luego me pasó por la cabeza, lo que sirvió para ahogar mis protestas y después acabó enrollada en mis muñecas para al final perderse del todo.  Hasta hacía unos minutos sólo era una zorrita calientapollas, ahora era una buscona en top less con las tetas tiznadas de grasa de coche. No podía decir cual de los cuatro estaba con los ojos más desorbitados.

–Esto es una escándalo. Una prostituta. ¡Por Dios, Clemente! ¡Qué será lo próximo!

–Señor inspector, le juro.

–Calle, Clemente, Ya hablaremos mañana, que lo voy a empurar. Ahora llevaré esta señorita a casa.

Y dicho y hecho el tipo me tiró del brazo y me sacó del taller. Era más fuerte de lo que parecía por su estatura media. Me metió en su Nissan Qashqai blanco y me preguntó dónde debía dejarme. Pero yo me eché a llorar.

–Pero que le pasa. ¿Es porque ha perdido el negocio?

A duras penas me rehice.

–Es porque usted se ha pensado lo que no es. No soy una puta.

–Por favor… a esas horas, en un taller mecánico, con tres tipos como esos… ¡y en tetas!

–Pues no. Soy actuaria de seguros. He venido a traer el coche e mi novio y puede que vistiese un poco atrevida… pero no era mi intención cuando salí de casa. ¡Es que hoy me salido todo mal! –y me sorbí los mocos, ya dejando de llorar.

–¿Ah, si? ¿Y cómo se llama su novio?

–Se llama Robert. Pero le llamo Bobby. Y nos vamos a casar el año que viene.

–No me creo nada. Si tiene novio cuénteme algo de él. De él y de usted.

¿Era yo o el tipo me estaba mirando las tetas? No era guapo, cierto, tenía esa vulgaridad aburrida de los funcionarios. Pero el Qashqai olía tan a nuevo…

–Pues mi novio y yo nos queremos. Cuando no están mis compañeras de piso hacemos el amor, porque es un poco parado.

De repente el tipo empezó a frotarme las tetas como con unas toallitas húmedas. Me estaba quitando los manchurrones de grasas y, de paso, comprobando que las seguía teniendo más duras que el granito.

–Pero, ¿qué hace?

–Nada, adecentándola un poco… usted siga hablando de su novio. A lo mejor es una buena chica y me convence.

–Bueno, la verdad es que Robert es un poco aburrido en la cama. Yo sé que lo que más le gusta es que se la chupe. Pero él nunca se atreve a pedírmelo. Yo lo hago a veces, claro, pero… sin dejarle llegar hasta el final.

–Eso ¿qué quiere decir? –me preguntó mientras se regodeaba en la parte superior de mi pezón. ¿Me equivocaba o una de las toallitas se había roto y eso que me rozaba de manera tan agradable eran directamente sus dedos?

–Que siempre le pido que me avise antes de correrse.

–¿Y él la avisa?

–Siempre.

–¿Y esa cara?

–Bueno… Es que me da vergüenza.

–Por Dios, mujer, que ya la he visto casi desnuda.

–Pues que a veces, un par de veces, que había bebido… pues que me hubiera gustado que no me avisase… que fuera un poco cabrón. Pero nunca se lo he dicho, claro.

–Bueno, a lo mejor sí que tiene novio –en ese momento las toallitas no eran más que jirones y me estaba amasando los pechos con más dedicación que cortesía –¡Joder! ¡Estas toallitas son una mierda!

–Espere, le paso más…

Hice el gesto de alargárselas, pero por causalidad o no mis manos fueron hasta su pantalón. Y comprobé que, ciertamente, la caballerosidad había muerto pero que en cambio aquello estaba muy vivo.

–¡Virgen Santa!

–Señorita –se excusó el inspector de trabajo– es que creo que no se da cuenta del efecto que provoca usted en los hombres. Tendría que habérsele ocurrido lo que podían haberle hecho esos tres si no hubiese llegado justo a tiempo.

Pensé que no me hubiesen hecho nada, a menos que me hubiesen metido en uno de los coches. Pero no le dije nada. Al contrario, como una tonta, sin recordar a Bobby, que ya me estaría esperando en casa, le repliqué:

–Tiene razón, señor. ¡Se me abren las carnes al pensar comos esos cerdos se podían haberse aprovechado de mí! ¿Se lo imagina?

–Sí, sí… me lo imagino –me aseguró balbuceando mientras aquella cosa palpitaba debajo del pantalón. Le bajé la bragueta con ese descaro que sólo sentía dentro de un vehículo:

–No quiero que piense que soy una desagradecida.

Ciertamente, se lo estaba agradeciendo a más gente porque vi por uno de los retrovisores como el barbudo Tino no se perdía nada de aquel numerito. Me había escapado viva del taller pero a él nadie iba a quitarle una buena paja.

–No, no, es usted un ángel. Soy yo el que tengo que disculparme. ¡Cómo pude pensar que era un zorrón!

–Debió ser por mis tetas. Creo que las tengo demasiado grandes.

–No, no… son perfectas –aseguró el tipo sin dejar de masajearlas de manera salvaje.

Empecé el sube y baja de manera eficaz. Era de un tamaño considerable, pero no como la minga de Tiburón. Me incliné sobre ella y cuando tenía su glande a flor de mis labios le miré con un sonrisa de niña buena y me quise asegurar:

–¿Me avisará, verdad? ¿Será bueno?

–Sí, sí… – y dejó una de mis tetas para bajarme la cabeza y me apresurase.

Me dediqué con fruición. La brusquedad de su pelvis, su mano como garra en mi cabeza y sus gruñidos me presagiaron lo que era evidente: no me avisó. Aquello fue como un grifo de granizado roto. Pero no me dio igual. Para mí, lo que pasa en un coche se queda en el coche. Debió ser un momento de debilidad, un cabronismo puntual, porque luego el lujurioso inspector se portó bien. Me llevó a casa. Y cuando volví al taller días después Clemente me explicó que no les había multado y que entendían que había sido gracias a mis buenos oficios –Tito les debía haber contado su experiencia de mirón pervertido– así que no me cobraron y con el dinero del taller me compré un modelito para Bobby. Clemente, quiso algo más, pero le dije que no. No había entendido que lo que me ponía no eran los talleres, sino los automóviles.

3.

Hacía dos meses que no veía a Bobby. Quedaba poco para la boda y el había tenido un punta de trabajo en su consultora Me había citado a pasar un fin de semana romántico en una remota casa de las montañas que tienen sus padres.

A pesar de que Bobby es en exceso apasionado en el lecho y, por ello, demasiado rápido para dejarme plenamente satisfecha, me hace mucha ilusión verle después de tanto tiempo. Además, mi novio me había dejado su nuevo Porsche 911 Carrera 4 para ir a verle y me sentía superconfiada en el GPS para llegar a mi destino. Entonces...

Entonces, a medida que me alejaba de las carreteras más transitadas, me di cuenta de que el GPS que parecía tan moderno y tal, no daba pie con bola. De manera que busqué un sitio donde preguntar. Además, como me había parado a hacer dos cafés, estaba cayendo la tarde. Sólo encontré una pequeña tienda de cebos y aparejos pesqueros, con un par de abueletes sentados a la puerta y un tipo sacado de la revista Caza y Pesca , joven, robusto, al lado de una Toyota 4x4 Pick-up, con botas de montaña, tejanos y camisa a cuadros, remangada hasta debajo de los codos.

Tal vez no debí salir del coche porque no iba vestida para paletos como aquellos sino para degustar una sofisticada cena en la lujosa cabaña de mi novio. Un vestido tan rojo como escotado, escotado en una uve profunda, resaltando mis pechos y mi pelo negro, que caía sobre mi espalda. ¡Se ceñía tan bien a mis caderas que sentía un placer perverso, incluso sólo dando unos pasos! Las piernas, enfundadas en unas medias negras, las más caras que tenía. Les expliqué que iba a una casa en Laguna de la Roca, conocida como Mas Fonda. Los dos abueletes, a penas pudieron contestar, porque al verme se quedaron con la boca abierta y no pudieron cerrarla. Sólo el de la camisa de leñador atinó a explicarme, aprovechando para pasarme una mano sobre los hombros que la casa se encontraba al otro lado del lago, por una carretera larga y estrecha sembrada de curvas, muy peligrosa a esas horas de la tarde, cuando la niebla empieza a subir desde la laguna. Angustiada por el panorama y preocupada por rayar el nuevo coche de mi novio le pregunté si no habría un camino más corto.

El tipo tenía un voz grave, que parecía que salía de lo más profundo de aquella camisa de franela. Respondió que sí, que había un atajo por un sendero del bosque... pero que me haría falta una mapa de la zona para indicármelo. Ni corta ni perezosa volví al coche, pero fue ver todos aquellos carenados del Porsche y no puede evitar sacudir las caderas un poquito más de lo necesario. Me sentía… cómo decirlo, un poquito mala. Cogí un mapa de la guantera, sin percatarme, o tal vez sí, de que al hacerlo y tener que rebuscar hasta encontrarlo, igual que había pasado en el taller, puse mi culito tan en pompa que el vestido rojo parecía a punto de reventar. Se me marcaba todo el tanga, del tipo brasileño. Sin comentar que, además, la falda se me sube y mi agradecido público puede ver por la apertura posterior de la falda, que no llevo pantys sino medias, que acaban en unos muslos tan níveos como apetecibles. Cuando volví hacia ellos con el mapa y mi cadencioso caminar uno de los abuelos ha tenido que coger su inhalador para no ahogarse hiperventilando.

De la cintura mi aventurero particular sacó un pequeña linterna de bolsillo. Me dijo que se llamaba Tomás. Y fue muy amable al explicarme el camino. Lo que no entendí es que pusiera tanto énfasis en iluminarme las tetas cada vez que yo me inclinaba para ver mejor el plano. ¿No hubiera sido mejor que enfocase el mapa? Así yo lo hubiera comprendido mejor.

Tomás fue tan amable que me acompañó al Porsche y hasta me abrió la puerta, con un especie de caballerosidad rural. ¿Podía haber evitado entrar tan lentamente, que la falda se me subiese tanto y que mis muslos quedasen tan al descubierto, mostrando no sólo el final de mis medias sino incluso los ligueros de lujo con los que quería halagar a Bobby? ¿Podía haberle ofrecido sólo un vistazo rápido en vez de dejar que se recrease mientras subía tan y tan despacio? Sí. Pero mi estado era tan… tan… Vamos, que sólo sentir el tacto del cuero de los asientos de cuero en mis desprotegidos muslos me daban ganas de zorrear. Además, iba a ser sólo un poquito.

–Un placer ayudarla, señorita.

Un amor. Así que me combé un poco sobre el volante para poder ofrecerle un algo de mi escote. ¿Qué menos podía hacer ante tanta amabilidad?

Seguí sus indicaciones. Camino a la derecha. Tres kilómetros, desvío hacia la colina entre los dos arces y luego otra vez a la derecha. El camino cada vez tenía más baches, y la suspensión del Porsche hacía que cada vez sintiese más el cuero en mi culito, que ya no estaba tan seco como cuando había comenzado el viaje. Entre el encuentro con los paletos y tanta vibración me encontraba cada vez más excitada.

Y de repente… el Porsche estaba en un fangal. El sendero se había acabado de repente y ahora el coche se encontraba hundido en dos palmos de barro. Las ruedas giraban pero el deportivo no se movía. Abrí la portezuela, pero no quería salir con mis inmaculadas ropas y quedar toda enfangada. ¿Podía tener peor suerte? En eso empezó a sonar el móvil. Contesté con el sin manos.

–Sí.

–Soy yo, bomboncito. Te estoy esperando aquí, viendo chiporrotear la chimenea y saboreando un brandy. ¿Tardarás mucho?

–No, Bobby, pero ya estoy cerca. Más de lo que crees.

–No tardes, amor.

–No lo haré – y además no quería. Conocía la relación de Bobby con el brandy. Si me retrasaba más encontraría a Bobby totalmente bebido y me dejaría tan caliente como su chimenea e igual de desatendida.

Acaba de colgar cuando hoy un poderoso motor que se acercaba y con más luces que un ovni. Era un ranchera, con una hilera de focos sobre la carlinga. Era la Toyota de Tomás.

Bajó con la firmeza que le caracterizaba. No le importó mancharse sus botas de montaña en el fango.

–Temí que se confundiera. Y veo que así ha sido.

La puerta del Porsche abierta y todos aquellos faros iluminándole no podía ocultarle nada. Y con la falda tan subida tan poco. Creo que hasta pudo ver mi diminuto tanga negro. Debía de parecer tan sexy y desvalida a la vez…

–Espere, la cogeré en brazos y la sacaré de aquí.

Me levantó como si nada y como si no le importase si mi falda me tapaba algo mientras me llevaba en brazos. Y era evidente que le importaba porque no dejaba de mirar y luego de hacer ver que no miraba. Me parecía muy divertido. Me dejó en la caja de la pick up y me dijo que iba a echar un vistazo al coche. Pero antes me volvió a echar otro a mí… como fascinado por mi piernas, mis medias y mis ligueros… Y creer que habían estado pensados para que mi Bobby no se durmiese. Bueno, al menos Tomás se mantenía alerta.

Cuando volvió su diagnóstico fue definitivo:

–Mañana habrá que llamar a una grúa para sacar el coche. Si quiere, ahora la llevo hasta Mas Fonda.

No sé por qué lo hice. O, mejor dicho, sí lo sé. Lo hice porque estaba en la furgoneta Toyota, en el cajón, sintiendo como piel calentaba la fría plancha, porque estaba dentro de un vehículo, aunque hiciera tanto frío y él me tirase el abrigo y el bolso a mi lado.

–Gracias por llevarme, pero antes –¡sería boba!– podría mirarme… es que creo que me he dado un golpe, aquí en la pierna – y me subí más la falda, como si aún no hubiese visto todo lo que necesitaba ver para estar de lo más excitado aún.

El tipo se quedó perplejo. Parecía no entender. ¿Me habría confundido? ¿Sería gay?

–Señorita, no… no soy médico…

Me eché a reír.

–De eso ya me he dado cuenta. Y también de que eres la persona que aquí se hace cargo de los problemas. Y yo… sigo teniendo un problema.

De un salto entró en cajón y se abalanzó sobre mí. Pese a que yo le había indicado mis piernas, Tomás me abrió el escote y empezó a comerme las tetas. No, todo apuntaba a que no era gay.

Tomás no era muy hablador. Después de ponerme los pezones como teas, me besó el cuello, la boca y sus brazos me rodearon con una fuerza inusitada. Si hubiera querido escapar no hubiera podido. Pero no quería. Quería que me lo hiciese allí… en la furgoneta, pese a que pensaba que tal vez, sólo tal vez, me había puesto una trampa porque desde la primera vez que me vio quería que todo acabase como acabó: apartando mi tanga de un tirón y follándome con él puesto, clavándomela sin contemplaciones, sin sacarse el pantalón, copulando a la intemperie como animales, haciéndomela sentir a fondo y en el fondo. Había zorreado, sí, y ahora me estaban dando lo que tan trabajosamente me había buscado justo al perderme.

Tomás podía haber durado más pero es el problema de estar tan buena como estoy yo. Que la mayoría de los hombres se endurecen pronto pero acaban también pronto… Como Bobby o como el propio Tomás. Aunque con Tomás fue mejor así. Digan lo que digan… abierta de piernas a la intemperie hace bastante frío.

Bobby estaba borracho cuando llegué, como yo pensaba. Así que no hicimos nada esa noche. No me importó, claro. Tomás había puesto todos sus músculos a trabajar, y cuando digo todos digo todos, y me había arrancado un par de orgasmos con una facilidad que muchos quisieran. Pero a lo mejor no fue él. A lo mejor fueron él y la pick up. A lo mejor soy una mujer que de verdad sólo puedo disfrutar con tríos chica-chico-coche.

Quedan dos semanas para mi boda. Y Bobby me ha pedido que vaya verle a un partidillo en una liga de aficionados donde juega. No he podido decirle que no. Y menos con la amabilidad de sus compañeros que se han ofrecido a pasar a recogerme por casa con la furgoneta que lleva al grueso del equipo. El campo está al otro lado de la ciudad, cerca de la casa de Bobby pero lejos de la mía. Así que me llevarán ellos. Eso será mañana. Y esta noche no puedo dormir. Yo, siete u ocho tíos y una furgoneta en un trayecto de más de media hora… Una combinación explosiva. No sé qué ponerme… No quisiera parecer una buscona pero tampoco que no voy a animar al equipo de mi novio. En fin… no me imagino qué sucederá. O sí lo pienso y no me gusta reconocerlo. Espero que no intenten propasarse porque sí lo hacen, con lo tonta que me vuelvo yo en cuanto subo a un vehículo, no sé qué podría pasar.