Mr. Smith

El nuevo profesor de inglés, maduro y heterosexual, aprenderá con la ayuda de un pequeño grupo de alumnos que dentro lleva una verdadera puta.

MR. SMITH

El trabajo se acumulaba sobre el escritorio y en vez de poner manos a la obra, no podía pensar en otra cosa que no fuera sexo.

Sexo, vergas, cuerpos jóvenes y sensuales, perversos en su corrompida inmadurez. Cómo había permitido que las cosas llegaran tan lejos?. Me lo preguntaba una y otra vez, y en ninguna de ellas tenía los huevos suficientes como para admitir, ni siquiera ante mí mismo la desnuda verdad.

Profesor Smith – dijo después de golpear la puerta la Srta. Moreno – tiene usted unos minutos?

La sangre se me fue a la cabeza de forma inmediata. Los muy cabrones habían cumplido su amenaza. Me habían reportado con la directora y ahora venía a cortarme la cabeza.

Por supuesto, Srta. Directora – dije fingiendo una calma que por supuesto no sentía – pase usted.

La regordeta mujer entró en mi pequeña oficina, llenándola con su perfume dulzón, aroma de flores marchitas, casi tan marchitas como su apergaminado rostro.

Profesor Smith – comenzó tras tomar asiento – tengo un asunto muy delicado que tratar con usted.

El aire se condensó en mis pulmones y el corazón dejó de latir por unos segundos. Asentí frente a la mujer, animándola a continuar mientras yo libraba mi propia batalla por respirar.

Hay un grupo de muchachos – dijo ella enarcando las cejas, tal vez notando mi rostro ceniciento, mi cuerpo tenso – que han venido a mi oficina esta mañana a comentarme algunos sucesos.

El tiempo se detuvo por completo. La mujer seguía hablando. Lo sabía porque notaba los movimientos de sus delgados y pintarrajeados labios, pero mi cerebro había dejado de registrar los sonidos. Me trasladé seis o siete semanas atrás. Una soleada mañana, una mañana como muchas otras, que había comenzado como comenzaban todas, despidiéndome de Ingrid, mi esposa, tras desayunar juntos y partir cada uno a sus respectivos trabajos. Ella como diseñadora gráfica, contenta con el reto de su primera gerencia, obtenida tras muchos años de esfuerzo y motivo por el cual nos habíamos mudado a esta ciudad. Yo, con mis clases de literatura inglesa, redescubriendo en un nuevo colegio que los estudiantes de preparatoria parecen ser todos iguales, por más que uno cambie de colegio.

Tal vez parezca cínico, pero a mis gloriosos 45 años, casado durante casi 20 años y sin hijos, tenía la suficiente experiencia académica como para no esperar que aquel maravilloso y exclusivo colegio fuera diferente del resto en los que había enseñado. Y no me equivoqué.

Nuestros muchachos forman parte de una generación muy prometedora – dijo la Srta. Moreno al presentarme a la veintena de chicos en mi primer día de clases. Los miré a todos, buscando con cierta esperanza ese brillo distintivo en alguno de ellos. Chicos adinerados, bien alimentados, me sonreían amistosos aunque yo sabía que me evaluaban a su vez.

Así comenzaron mis clases en el Saint Peters, y un par de semanas después, comenzó mi propio y particular calvario.

Tratando de ser honesto, debo confesar que probablemente yo mismo tenga también algo de culpa. Siempre he sido un hombre demasiado tranquilo, hasta apocado, podría decirse. De estatura media, pálido y miope, los deportes nunca fueron mi fuerte. Los chicos siempre eludían escogerme en sus equipos y mi nulo interés y escasas habilidades físicas tampoco eran un aliciente para que lo hicieran. Fui relegado de inmediato y los libros fueron mi natural refugio. A pesar de todo, sobreviví a aquellos años, pero estos chicos parecían olfatear los restos de aquel antiguo yo y por culpa de eso comenzó todo.

Profesor – dijo un chico alto de anchos hombros y largo pelo castaño – no estoy de acuerdo con esta nota.

Apenas habían pasado dos semanas y tras haber efectuado mi primera evaluación los resultados habían sido desastrosos. Aquellos muchachos, por muy generación exitosa que parecieran, en cuestión académica estaban muy por debajo de la media.

Oliver - dije tras leer su nombre en el examen que blandía molesto ante mis ojos – porqué no está de acuerdo?

Pues porque estoy reprobado – dijo como si mi pregunta fuera una reverenda estupidez.

Miré sus ojos castaños, la mirada hostil, el cuerpo en franca actitud provocadora. Me recordó a aquellos chicos que siempre eran más altos y más fuertes que yo, y el miedo que siempre les había tenido. Pero este es sólo un chico, me recordé a mí mismo, y yo soy un adulto, y tengo la autoridad.

Pues lo siento, Oliver – dije evitando su furibunda mirada – procure prepararse mejor para el próximo examen.

Tras él, media docena de muchachos comenzaron a reclamar airados, y ante semejante griterío, casi pierdo el poco aplomo que había mostrado hasta el momento.

Y lo mismo va para todos los que hayan reprobado – dije tratando de mantener la voz firme y con un toque autoritario, que la verdad estaba lejos de sentir.

El murmullo de desagrado fue general y decidí abandonar cualquier tipo de discusión. Di por terminada la clase y abandoné el aula con aire autoritario. El resto del día lo pasé corrigiendo algunas pruebas y aunque parezca mentira, pensando en alguna forma de ayudar a los muchachos. Tal vez algún trabajo de investigación, la elaboración de algún ensayo o algo que les permitiera reponerse. Para cuando me di cuenta, ya había pasado de largo la hora de salida. La mayoría de los maestros se habían ya marchado y me dirigí al solitario estacionamiento en busca de mi auto.

Necesito hablar con usted – me interceptó Oliver, mi alumno reprobado.

Del susto, solté el maletín y todos los papeles cayeron al piso. Me arrodillé para juntarlos, mientras trataba de disimular lo nervioso que me ponía el que ese alumno en particular me hubiera esperado, agazapado entre los coches, para hablar conmigo. Delante de mí, y sin hacer el menor intento de ayudarme a recoger el tiradero, como cualquier persona normal hubiera hecho, Oliver permanecía de pie. No podía ver su expresión, pero vi que se agarraba la entrepierna, con ese gesto tan macho y tan animal que suele significar mil cosas, pero que generalmente te deja la sensación de que el que lo hace manda y quiere provocarte. Aparté la mirada rápidamente.

Voy de salida – dije incorporándome – ahora no tengo tiempo.

Entonces lo acompaño a su casa y hablamos en el camino – dijo con una sonrisa que no me infundió la menor simpatía. De pronto intuí que sería mejor que ese chico no conociera mi domicilio y acepté entonces dedicarle unos minutos en la oficina.

Regresamos a la oficina. En el pasillo oscuro, tropezó detrás de mí, tal vez deliberadamente. El contacto de su cuerpo en mi espalda fue sorpresivamente desagradable, tal vez porque el muchacho pegó sus caderas a mi trasero de una forma poco habitual que logró ponerme aun más nervioso. Las llaves resbalaron de mis manos con el empujón, y con la escasa luz tuve que tantear el piso con las manos para localizarlas. Mi rostro tocó de pronto la mezclilla de sus pantalones, y por la altura, sospeché que debía ser justamente en su bragueta. Salté hacia atrás, con la consecuente risilla burlona de Oliver.

Tranquilo, profesor – dijo inclinándose en el piso – aquí están las llaves.

Al entregármelas, sus dedos tocaron mis manos, otra vez de una forma poco habitual, casi como acariciándolas y las aparté horrorizado. No entendía el cariz que estaba tomando aquella pequeña entrevista, o tal vez sí lo entendía, pero no quería verlo. Con la puerta por fin abierta, me refugié tras el escritorio, sintiéndome de nuevo en control de la situación, al menos por un instante, porque Oliver, en vez de dejar la puerta abierta como era habitual, la cerró, corriendo el seguro.

No quiero que nos interrumpan – explicó ante mi gesto interrogativo y preferí no contradecirlo.

Me quedé en silencio. Oliver no se sentó frente al escritorio, como hubiera sido lo normal, sino que comenzó a pasearse por la pequeña habitación, tocando mis libros y mis cosas, y me sentí de pronto violento con su actitud.

Será mejor que hables – le dije con cierta rudeza – te dije que llevo prisa.

Me sonrió de nuevo, aunque sus ojos eran fríos y mostraban ira.

Tú te callas, pendejo! – estalló de pronto – porque no me tienes nada contento, hijo de puta!

Sus palabras me dejaron frío. Su enojo me asustó todavía más. Del bolsillo sacó una navaja que brilló peligrosa ante mis ojos. Con dos pasos rápidos, se situó detrás de mí y tomándome de los cabellos jaló mi cabeza hacia atrás, descubriendo mi garganta. La navaja presionó mi cuello, su voz acarició mis oídos.

Mr. Smith – dijo suavemente – tienes mucho que aprender esta noche – me lamió el lóbulo de la oreja mientras la navaja acariciaba mi mentón – y soy un maestro mucho mejor que tú para enseñar.

A partir de ese momento, todo se salió de control. Me paralicé y dejé de actuar como el adulto que era, y me convertí simplemente en algo atemorizado y sin voluntad. No hay pretextos y no hay razones, no hay cómo explicarlo. Sólo sucedió.

Oliver iba preparado con una cuerda, pero al ver mi pasiva actitud y mi miedo simplemente la dejó sobre el escritorio, como una amenaza silente y convincente de que a la menor tontería sería atado y todo sería peor. Dio vuelta a mi silla de tal forma que quedara frente a él. Tal como temía, se bajó la cremallera de los pantalones, y por la abertura, su pene a medio parar apareció.

Primera lección – dijo sin mayor preámbulo – como mamar bien la verga del alumno.

Empujó mi cabeza sobre su sexo. El olor característico, pero jamás olfateado tan de cerca, fue lo primero que registré. El glande estaba descubierto y colgaba a escasos centímetros de mi boca. La abrí sin pensarlo mucho. Me dije a mí mismo que mi vida corría peligro, que la navaja podía cortarme, que estaba indefenso ante su juventud y su fuerza, pero eran puras mentiras. Deseaba mamar aquella verga. Deseaba someterme a su poder y su capricho. Y él lo sabía.

Pronto, la joven herramienta de Oliver estaba erguida como sólo a los 18 años se puede conseguir. La punta gorda y sedosa golpeaba la parte interna de mi garganta, con una sensación de sofoco que lejos de provocarme asco me gustaba.

Sabía que serías un excelente alumno – dijo soltándome la cabeza, viendo que no era necesario que me la sostuviera para lograr que yo me metiera el enorme vergajo en la boca.

Los pelos de su pubis, abundantes para un joven de su edad, me acariciaban los labios y la nariz, mientras Oliver suspiraba de placer y yo me debatía entre el placer y la culpa de lo que estaba haciendo.

El orgasmo, tempestuoso y repentino me tomó por sorpresa. El semen me llenó la boca, y con el acre y salobre sabor me vinieron unas ganas intensas de vomitar. Oliver no me lo permitió.

Te tragas toda la leche – dijo entre suspiros de placer – y al ver mis intentos de zafarme para escupir me soltó un golpe en la sien que me hizo ver estrellas, pero logró su objetivo. Comencé a tragar, primero con asco, pero tras el primer trago, con cierta resignación y finalmente con relativo gusto.

Oliver, satisfecho, me ordenó limpiarle bien la verga con mi lengua, y seguí lamiendo y chupando hasta conseguir dejarla limpia. Sólo entonces se sentó frente a mi escritorio y encendió un cigarrillo.

Sabes que no está permitido fumar aquí – le recordé de forma automática.

Tampoco está permitido que los profesores les mamen las vergas a los alumnos – contestó sin apagar el cigarrillo.

Me sentí avergonzado y tan humillado que me puse de pie para marcharme. Oliver observó mi entrepierna, donde una evidente erección me delataba.

Y además te encantó hacerlo, verdad puto? – dijo sin perder la sonrisa, exhalando el humo por su respingada y bonita nariz.

Me marcho – le avisé envalentonado.

Me tomó de un brazo y dándome media vuelta me propinó una sonora cachetada, que me dejó el rostro ardiendo y una intensa sensación de humillación.

Será mejor que regreses a tu sitio y esperes a que yo decida lo que puedes o no puedes hacer – dijo simplemente.

Volví tras el escritorio y esperé tal como me indicó. Frente a mí, con la bragueta aun abierta y el pene de fuera, Oliver terminó el cigarrillo y comenzó a acariciarse. Intentaba no verlo, pero era un imán tan poderoso que mis ojos volvían una y otra vez a su entrepierna.

Se te hace agua la boca, pinche puto – dijo cuando gracias a su fogosa juventud volvió a estar erecto.

No contesté, pero mi silencio le daba toda la razón. Comencé a salivar nada mas de ver la recta y gorda verga de Oliver asomando de aquella forma tan impúdica de sus pantalones.

Desnúdate – dijo sin dejar de acariciarse.

No siquiera me había imaginado que la cosa podía llegar más lejos. En ese momento tuve plena conciencia de ello. Pensé por un momento en negarme, pero ambos sabíamos que no tenía el menor caso, así que obediente comencé a quitarme la ropa, sintiendo su intensa mirada, arrepintiéndome de pronto por no haber hecho mas ejercicio, pesándome la edad como nunca antes me había sucedido.

Todo – dijo al ver que aun me aferraba a mis calzoncillos.

Tras caer éstos también, recibí la orden de girar hacia un lado y hacia el otro. Si en ese momento creí sentirme avergonzado y humillado, no fue nada comparado con su siguiente orden.

Empínate y ábrete las nalgas – ordenó simplemente.

Todavía dudé un par de segundos, pero comprendí que deseaba hacerlo. Deseaba que me viera, deseaba que me usara, que me ordenara cosas y obedecerle en todo. Un maduro profesor de inglés, serio y responsable, abierto de nalgas frente a la miraba perversa y libidinosa de uno de sus jóvenes estudiantes.

Oliver se acercó para mirar de cerca. Me acarició las nalgas y poco después el culo. Me sentí desfallecer de humillación y de placer.

Te han cogido alguna vez? – preguntó metiéndome un dedo mojado en saliva.

No – contesté con un gemido de placer y dolor – jamás.

El dedo adentro, entrando y saliendo, desflorando mi culo virgen de 45 años, jamás usado.

Pues entonces es hora de la segunda lección – anunció – cómo cogerse al puto profesor de inglés y romperle el culo por primera vez en su vida.

Sus palabras me hicieron apretar el culo instintivamente, cosa le causó mucha gracia.

Pero primero, vamos calentando el cuerpo para que reciba con gusto su dotación de verga – dijo, y tras sus palabras, una sonora palmada que prendió como fuego en mi blanco trasero.

Se dedicó entonces a alternar caricias y golpes. Tras una docena de nalgadas, sus manos tocaban mis nalgas ardientes, y yo agradecía la caricia serena y el toque delicado, aunque poco después viniera una segunda tanda de nalgadas, y así sucesivamente. El calor en mi parte trasera comenzó a aumentar, mas aun cuando sus dedos tocaban la sensible zona de mi ano, y tras meterme uno, dos y hasta tres dedos, comencé a sentir que mi culo aflojaba, que ya no estaba tan tenso, que deseaba más y más, y que no había cosa que deseara más que ser cogido.

Oliver llegó entonces a la misma conclusión. Me ordenó mamarle la verga, nada más por aplazar lo que tanto deseaba y hacerme sufrir, aunque finalmente recibí la orden de empinarme y esperar para ser cogido.

Recargado en mi escritorio, con las nalgas doloridas y expectantes, abiertas cómo me ordenó, esperé. Su verga se aproximó lentamente, y tras unas cuantas sacudidas, comenzó a penetrarme. El dolor, esperado y temido, no llegó. La cabeza entró con cierto esfuerzo, pero después de eso, su entrada fue sencilla. La verga me entró de lleno, completa, enloquecedora, dueña de mi culo y de mis ansias, y me replegué a sus deseos.

Te encanta la verga – dijo mi joven jinete, cabalgándome impetuoso y bajé la cabeza, aceptando su humillante apreciación.

Tampoco duró mucha esta vez. Tras algunos empujones y violentas sacudidas, mi alumno me llenó el culo de leche y satisfecho me abandonó. Yo era preso de la mayor excitación de toda mi vida. Comencé a masturbarme como un loco, como un poseso, deseando alcanzar el placer que tanta falta me hacía.

Así no, - ordenó Oliver, dueño absoluto, incluso de mi placer – siéntate en tu sillón, abre las patas de modo que pueda verte el culo y métete esto – ordenó mientras ponía en mi mano un enorme consolador.

Obediente tomé el lugar indicado. La verga de plástico parecía tan real, con venas y protuberancias incluidas. Me senté en el sillón y empujé las caderas hacia abajo, de modo que Oliver pudiera ver mi agujero, enrojecido y hambriento, y humillado y avergonzado procedí a empalarme a mí mismo con el grueso artefacto.

Esta vez sí hubo dolor, pero lo gocé de igual forma. Empujé firmemente la gruesa cabeza, dilatándome el ano hasta un límite desconocido para mí hasta entonces, y una vez adentro, el resto resbaló con mucha más facilidad. Cuando el enorme consolador estuvo por fin dentro, dejé escapar un contenido y prolongado suspiro, que la cegadora luz de un flash interrumpió de repente. Para mi sorpresa, Oliver acababa de tomarme una foto.

Tranquilo – explicó al ver mi cara de desconcertada angustia – es una cámara digital, bajaré las fotos en mi computadora y nadie mas las verá.

Tuve que creerle en ese momento, aunque sabía perfectamente que no había ninguna garantía en su promesa. Siguió disparando fotos, y aunque traté de ocultar el rostro, él se encargó de captarlo perfectamente. Con el dildo enterrado en el culo, me hizo dar la vuelta, mostrando mis nalgas bien abiertas, mi culo dilatado, el consolador enterrado a medias, profundamente, casi afuera, ahora de pie, ahora sobre mi escritorio, y por último masturbándome, mientras el consolador abandonaba finalmente mi ano enrojecido, que totalmente abierto dejaba escapar restos de semen mientras me venía copiosamente sobre mi propio abdomen.

Oliver se marchó. Ni siquiera se tomó la molestia de despedirse. Llegué a casa y afortunadamente mi mujer aún no llegaba. Me di una ducha y me tomé un par de pastillas para dormir y no pensar. Lo peor de todo fue darme cuenta que a pesar de sentirme horrorizado por lo sucedido, me excitaba tremendamente recordarlo. Inventé una excusa para ausentarme un par de días, pero finalmente volví al trabajo y a las clases. El peor momento fue enfrentarme al grupo de Oliver. El muchacho, por el contrario estaba de lo más tranquilo. Sonreía con superioridad y arrogancia, y para mi completo horror, había un pequeño grupo de jóvenes que parecían estar al tanto de lo sucedido, pues sonreían de la misma forma. Lo comprobé esa misma tarde a la hora del almuerzo.

Mr. Smith – dijo Oliver interrumpiendo mi almuerzo – necesito de su ayuda.

Jovencito – le regañó uno de los profesores con lo que almorzaba diariamente – no es momento para molestar.

Debo insistir, es importante – continuó Oliver, esta vez con la mano sobre su sexo, asegurándose que sólo yo pudiera verlo – y si gusta le explico porqué – amenazó mirándome a los ojos.

Será mejor que vea que quiere – dije poniéndome de pie nervioso, alejándome de la mesa con Oliver detrás.

Me sudaban las axilas y me sentía mareado. La peor de mis pesadillas parecía materializarse.

Se puede saber qué pasa? – dije jaloneándolo un poco, desesperado y asustado al mismo tiempo.

Para empezar quítame las manos de encima, pendejo – contestó agresivo – que aquí el que manda soy yo.

Qué te hace estar tan seguro? – contesté aun molesto.

Las pinches fotos de tu culito abierto y lleno de leche, que puedo enviarle a todo el puto personal de este colegio, incluida la señorita directora, por no hablar de tu linda mujercita – amenazó.

Me sentí mareado, casi enfermo. Oliver aprovechó mi debilidad y me llevó hacia el taller de dibujo, último de la fila de salones en el pasillo, desierto a aquella hora. Apenas entré, supe que las cosas definitivamente se estaban complicando. Cuatro amigos de Oliver nos esperaban en el salón y apenas la puerta se cerró detrás de mí, supe lo que querían.

Chicos – dijo Oliver con festivo entusiasmo – el que quiera una buena mamada, que se saque la verga!

Los chicos vitorearon alegremente mientras yo palidecía al verlos abrir sus braguetas. Oliver me empujó al piso, obligándome a arrodillarme. Ni siquiera conocía sus nombres, y ahora tenía ante mí sus penes. Aquello era una locura. El primero, un chico moreno, me metió la verga en la boca sin darme tiempo siquiera a considerar la idea. Su glande pronto se hinchó en mi boca, y sus compañeros lo alentaban vigorosamente a que me la metiera hasta el fondo, cosa que hizo sin la menor consideración a las arcadas que eso me provocaba. Oliver me sostenía por el pelo, empujándome sobre el sedoso y velludo monte de su pubis, impregnándome la nariz con el aroma de su sexo. Los demás reclamaban su turno, y se fueron sucediendo uno tras otro. Ya no sabía ni cual verga chupaba, medianas, grandes, delgadas y gruesas, todas eran una y todas eran distintas. El timbre que avisaba el fin del almuerzo puso punto final a la improvisada orgía oral de los muchachos. Me limpié la boca, con restos de semen y saliva.

No creas que todo terminará aquí – dijo Oliver palmeándome el trasero – nos vemos mas tarde para hacerle a tu culito lo mismo que le hicimos a tu boca – susurró despidiéndose, con la absoluta y vigorosa aprobación de todos los demás, que también quisieron enfatizar sus intenciones palmeándome las nalgas al ir saliendo del salón.

Las horas del día se me hicieron eternas. Mil veces decidí escaparme, renunciar a mi empleo e inventarle cualquier excusa a mi mujer para abandonar la ciudad, pero mil veces tuve que darme cuenta de lo caliente que me ponía que las horas fueran pasando y el momento de tener a todos aquellos chicos torturándome se acercara. El culo me punzaba y tuve que hacer acopio de todo mi control para no treparme por las paredes.

En la última de mis clases, cuando ya no sabía ni lo que decía, Oliver me acercó un papelito. Me indicaba la dirección de su casa. Sus padres estaban de viaje y todo lo demás quedaba sobreentendido. Le avisé a mi mujer que me demoraría en llegar a casa, y tras mil indecisiones toqué el timbre de Oliver. Parecían estarme esperando. Los chicos, en distintos grados de embriaguez y desnudez estaban más que listos. Con la ayuda de muchas manos ansiosas, terminé desnudo en medio del gran salón iluminado por un impresionante candelabro y por la evidente excitación de aquellos cinco chicos, liderados por el perverso Oliver.

No sabía ni por donde empezar, pero ellos se hicieron cargo. Aquellos chicos no sabían de preliminares. Uno me metió la verga en la boca, y otro comenzó a toquetearme el culo, mientras los demás miraban y me pellizcaban los pezones, tratándome de puto y otros epítetos parecidos. Oliver, a dos pasos, se acariciaba la verga, mostrándome que estaba en condiciones de detener o empeorar mi delicioso suplicio.

Cómele el culo – ordenó Oliver al chico que se entretenía manoseando mi trasero.

Estás loco? – contestó la voz a mis espaldas – lo tiene peludo y yo detesto los culos peludos.

Todos estallaron en carcajadas, y de algún modo aquello me hizo sentir mortificado.

No sabes lo que dices, pendejo – dijo Oliver empujándolo a un lado – te enseñaré.

Oliver me abrió las nalgas completamente, mientras los demás miraban atentamente. Mi ano latió bajo la ardorosa mirada de todos los presentes. Me sentí completamente abierto, expuesto y vulnerable, pero aun así me estremecí al sentir la lengua del chico lamiendo aquella parte tan sensible de mi cuerpo.

Los sonidos de chupeteo y la enloquecedora sensación que provocaba en mi cuerpo parecieron contagiar a todos ellos. De pronto se empujaban los unos a los otros por mamarme el culo. Alguno no se limitó a lamer y me mordió las nalgas, mientras iban enloqueciendo y exigiendo más y más a cada momento.

De acuerdo – dijo el cabecilla haciéndose a un lado – pueden cogérselo.

Fue como si el león de la manada diera su visto bueno para que el resto comenzara con el esperado festín. Los chicos se abalanzaron sobre la carne, mi carne, con el ímpetu propio de su edad. La primera verga me penetró dolorosamente, mientras Oliver reclamaba para sí mi boca. Con esfuerzos, traté de olvidarme de lo que sucedía en mi trasero para concentrarme en aquel perfecto y erguido cilindro de carne, sedosamente duro.

Perdí la cuenta de los orgasmos, de las vergas, de las veces que uno u otro me la metían. Eran chicos, eran jóvenes potentes y vigorosos, se divertían con mi cuerpo y yo encontré un lugar cálido y secreto que desconocía que existiera. Un lugar donde el placer y la culpa se mezclaban, donde podía abandonarme y dejar que otros me utilizaran, y utilizarlos a mí vez, de tal suerte que el alumno enseñaba y el maestro aprendía.

Cuando exhausto me desmadejaba sobre la alfombra y los chicos, relajados y satisfechos por fin me dejaban en paz, Oliver me tomó de la mano y me hizo subir las escaleras, mientras los demás permanecían en el salón. Me llevó a una habitación, al parecer, la recámara de sus padres. Me acostó en la enorme cama, sobre un suave edredón azul. Me besó la boca y las tetillas con infinita suavidad, casi como si fuera una chica. Después de los violentos encuentros anteriores, el cambio me dejó perplejo y desconcertado. Me relajé, sumido en el placer de sus suaves y tiernas caricias. Me dio la media vuelta y me penetró despacio, haciéndome sentir el largo y el grosor de su miembro. Desee haber estado más limpio, sin tanto semen chapoteando en mi culo, pero eso parecía no importarle. Esta vez no acabó tan rápido como las veces anteriores, y cuando finalmente terminó, permaneció dentro de mí hasta que su pene se fue poniendo flácido y finalmente escapó de mi escocido culo.

Mr. Smith – dijo poniéndome de pie – las cosas no siempre serán así – y remató con una cachetada que me hizo ver estrellas.

Aturdido, sin entender qué había sucedido, solo acerté a mirarlo estupefacto.

Eres una puta – dijo con la voz calma de disfrazada de violencia – y nada puedes hacer para cambiarlo.

Me llevó a rastras hacia el salón nuevamente.

Alguno quiere repetir? – preguntó lanzándome al piso nuevamente. Traté de incorporarme, pero ya uno de los muchachos me sujetaba mientras otro me metía la verga en la boca. Todo comenzó de nuevo y el torbellino me tragó.

Esa tarde regresé a casa maltrecho y dolorido, pero muy consciente de lo mucho que aquel abuso, totalmente consentido de mi parte, me causaba placer. Podía haber hecho seguramente miles de cosas, desde imponer mi autoridad, levantar una denuncia o simplemente cambiarme de ciudad, pero no lo hice, simplemente porque no quise. Volví al día siguiente a clases e ignoré olímpicamente las miraditas burlonas de Oliver y sus amigos. Ellos sabían perfectamente que yo no diría nada sobre lo sucedido, y si aun tenían alguna duda, bastaba simplemente con mirar bajo el escritorio, donde mi bragueta delataba el estado en que me ponía simplemente el estar frente a ellos.

Oliver se acercó al final de la clase.

A la hora de la comida, detrás de las canchas de tenis – dijo simplemente.

Acudí a la cita. Dos chicos nuevos estaban recargados en la pared del fondo, donde el maestro de deportes suele guardar los implementos de su clase. Oliver apareció poco después. Hubo cierto intercambio de billetes y sólo entonces Oliver sacó la llave del almacén.

Cómo la conseguiste? – preguntó uno de los muchachos, y Oliver sólo sonrió, jactándose de tener buenos contactos.

Entramos todos en el recinto. Los chicos no se atrevían ni a mirarme y yo estaba tan cohibido como ellos.

A trabajar – dijo Oliver empujándome hacia el piso, de forma que quedé arrodillado frente a la bragueta de uno de los chicos.

No tenía el menor caso negarme a hacer algo que definitivamente deseaba hacer con toda el alma. Le abrí la bragueta y saqué el flácido pene del muchacho, que pese al susto inicial, alcanzó una rápida erección. El otro, motivado por lo que veía se sacó la verga y comencé a alternar entre uno y otro, logrando que se vinieran en cuestión de minutos. Satisfechos, se marcharon mientras yo esperaba de rodillas que Oliver me pidiera hacerle lo mismo. En vez de eso, me ordenó que esperara. A los pocos minutos apareció el conserje del colegio. Era un hombre como de 40 años, negro como la noche y con cara de pocos amigos. Lo había visto un par de veces solamente, y me preocupó que me encontrara de rodillas y sin poder explicar qué hacía allí.

Gracias por la llave – dijo Oliver devolviéndosela al verlo llegar.

El tipo la tomó mientras me miraba con ojos escrutadores.

Adelante – dijo Oliver señalándome – puedes reclamar tu pago.

El tipo se acercó bajándose ya la cremallera de los pantalones. Una enorme y oscura verga, larga como una serpiente asomó por la abertura abierta. Mi primer miembro adulto pensé cuando abría la boca para acogerlo. Tardó más en ponerse duro, pero cuando lo consiguió, el resultado era impresionante. Ni siquiera lograba metérmela completa. Oliver nos miraba extasiado.

Puedo cogérmelo? – preguntó el negro a Oliver después de varios minutos de mamada.

No fue el trato – respondió el muchacho, como si fuera mi dueño o mi padrote.

Lo sé – negoció el otro – pero ya se te ofrecerá algún otro favor y nos ponemos a mano.

Tras pensárselo un poco, Oliver estuvo de acuerdo. El negro me llevó hasta un banco y me bajó los pantalones y los calzones. Mis blancas nalgas parecieron encantarle, y me las acarició con rudeza, abriéndolas y cerrándolas, fascinado con mi ano. Tras un escupitajo para lubricar, procedió a ensartarme, mientras Oliver se acercaba para mirar más de cerca.

Reviéntale el culo – dijo simplemente, y el negro aceptó encantado la encomienda.

El grueso e hinchado glande se abrió paso trabajosamente, y tras dolorosos y tensos minutos, el tronco terminó encasquetado en mi cuerpo. Con los dientes apretados, aguanté el suplicio de sus embates, sus dedos en mis caderas, los arañazos en mis pezones, mientras el querido Oliver terminaba sacándose la verga, incapaz de aguantar la excitación de verme en aquel trance para masturbarse furiosamente frente a mi cara, y acompasando su disfrute con el del conserje, me bañó la cara con su leche, excitado de escuchar los estentóreos gemidos de placer del negro, que también me llenaba el culo con la suya.

Esta vez no pude volver a la clase como si nada hubiera pasado. Con trabajos lograba caminar. Me reporté enfermo y pedí la tarde libre. No asistí al colegio el resto de la semana. Mi mujer, preocupada, ofreció quedarse para cuidarme, pero la convencí de que no era nada grave y finalmente me recuperé. Decidí que las cosas no podían continuar así.

Volví a la escuela y hablé con Oliver. De forma contundente le dije que todo terminaba. No me volvería a prestar para sus sucias prácticas. Se rió en mi cara. Dijo que si no aceptaba continuar, me acusaría con la directora de abuso sexual y un sinfín de otras cosas, y que por supuesto le sobraban testigos para probarlo, por no hablar de las fotografías. A pesar de la amenaza, me mantuve firme en mi desición.

Profesor, está usted bien? – preguntó la directora, sacándome de mi abstraído sueño.

Si, si claro – contesté.

Ella carraspeó, aclarándose la garganta.

Como le iba diciendo – continuó – hay un grupo de chicos que se han acercado a hablar conmigo de un asunto muy, pero muy delicado.

Diga usted – dije palideciendo, sintiendo que el piso se abría a mis pies y me tragaba.

No se como decirlo – dijo abochornada.

Simplemente dígalo – le rogué, deseando que la pesadilla llegara a su fin, y temiéndolo al mismo tiempo.

Ella se puso de pie, dándome la espalda.

El caso implica cierto escándalo sexual – dijo, y me sentí desmayar – pero no quiero entrar en detalles, por el bien de los estudiantes y la reputación del colegio.

Lo entiendo – dije empezando a recoger mis cosas del escritorio.

Y le pido su máxima discreción – continuó ella implacable – y su apoyo, claro, para sustituir al elemento pernicioso, del cual ya me he deshecho.

No entiendo – dije sencillamente.

Mejor así – dijo ella – lo único que necesita saber es que un mal maestro, un ser perverso sin duda, intentó a abusar de unos inocentes chicos, y le pido su ayuda para apoyar a estos muchachos en sus estudios para que logren superar tan horrible momento.

Dicho lo cual hizo pasar al grupo de inocentes y atribulados chicos. Oliver el primero de todos.

Los dejo para que empiecen con las clases especiales – dijo la directora – y profesor, no se preocupe por los demás alumnos, que ya he encontrado un sustituto para sus clases de inglés. Me preocupan mucho más estos muchachos, que sin duda alguna lo necesitan.

Apenas se cerró la puerta, los chicos se abrieron la bragueta y me mostraron físicamente lo mucho que me necesitaban.

Si te gustó, házmelo saber.

altair7@hotmail.com