Movida en la oficina
En un día especial, ocurren cosas especiales en la oficina.
Cada mañana tu cuerpo te avisa de que un día más estas vivo; después de un estado de inconsciencia, de una muerte dormida con horas de caducidad, abres los ojos, miras al techo de tu dormitorio, exhalas el primer suspiro de la jornada y te pones en marcha.
No he puesto el despertador pero, aun así, despierto casi a la misma hora de siempre, minuto más minuto menos, es ya la costumbre. Me incorporo, apoyando la espalda al cabezal de la cama y me encuentro frente al reflejo del espejo que cuelga en la pared. Me muestra mis ojos hinchados, subrayados por ojeras, el pelo hecho una madeja y un bulto bajo las sabanas en forma de pirámide. Mis manos buscan a tientas, buceando por las telas hasta dar con ello. Tengo una trempera mañanera. Y es una fenomenal, como nunca había tenido antes. Asgo mi polla, palpitante y durísima; esto hay que aprovecharlo.
Desnudo, bajo el chorro tibio bien regulado del agua de la ducha me la machaco con ansia, escrutando en mi memoria una candidata que sirva para estimular mi imaginación durante mis plegarias a Onán. Mis pensamientos divagan desde esa actriz que tanto me gusta, aquella profesora de historia que nos ponía nerviosos a toda la chavalería, para acabar encontrándome con ella: Ojitos Azules. Recordar cómo se contonea con esa ropa que sugiere más que muestra, llevándose el boli a los labios y chupeteando la punta. La veo mirándome con lascivia, con ganas de sexo y yo se lo doy. Me arranca la ropa, me muerde los labios y me agarra la polla con fuerza, tirando de ella hacia sí. La tomaría con fuerza, la penetraría profundo hasta hacerla gritar. Es en ese momento cuando me corro en la mampara. El chorro de semen impregna el mojado cristal traslucido e inicia un recorrido descendente para desaparecer bajo el enjuague del grifo de mano antes de llegar a su destino ¿Es eso lo que nos espera a todos nosotros?
El sol reina un firmamento de sereno azul turquesa. Hay poco tráfico y se puede circular plácidamente. Bajo los cristales y dejo que el aire inunde el habitáculo. Con un gesto espontaneo, conecto la radio. Suena una emisora de música clásica. No soy melómano pero da igual, pongo el volumen a tope y dejo un rastro sonoro de violines, flautas y tambores. Piso el acelerador y llego a los doscientos pero después aminoro. Divertido, empiezo a hacer zigzag. Ahora caigo en la cuenta que es una pasada el conducir, sentir la velocidad, desplazarte tan rápido y cómodo. ¡Desde que aprobé la práctica no experimentaba esta sensación!
Supongo que por deformación profesional, pero inconscientemente me he dirigido a mi trabajo, un edificio de cristal que alberga oficinas de distintas firmas. En las calles aledañas he detectado algunos coches propiedad de los curritos, de los jefes, ni rastro. Cuando entro, veo rostros conocidos y algunas ausencias. Aparentemente, para un observador distraído, las cosas parecen transcurrir como normalmente pero, en realidad, se respira una atmosfera festiva y especial. El Señor Seriedad, abandona su rictus circunspecto para adoptar una postura más acomodada, reposando sus pies en lo alto de la mesa. Cara Larga charla animadamente con Gruñón, y la Señorita Tiquismiquis camina de un lado para otro, atendiendo todas las conversaciones que puede y dejando escapar risas estentóreas ante cualquier comentario que crea jocoso. ¡Quién la ha visto y quién la ve! ¡Tan recatada, tan parca en expresión y emociones! Algunos han descolgado los cuadros donde se reproducen los regios retratos de la saga de gerifaltes de la empresa y, como si de una diana se tratase, hacen puntería con los botes de corrector; la máxima puntuación es acertarle en la nariz. Rápidamente, los rostros unidimensionales al oleo se cubren de manchas blancas. El francotirador más certero resulta ser Pelota Oficial. Mister Horas Extras, que hasta ahora estaba desaparecido, irrumpe por la puerta principal con un carrito del super rebosante de botellas de licor. Un enjambre lo rodea y se sirve cogiendo del cuello los envases para beber a morro. Uno de ellos no es el Señor Seriedad, que lleva por lo menos un cuarto de hora dándole a su petaca, pero no como aquella vez que le llevé la correspondencia, cuando le pillé sirviéndose un trago laaaaaargo que veloz omitió, antes incluso de que los sobres cayeran sobre su mesa, guardando el cuerpo del delito en el cajón, pero que no evitó sus ojos achispados evidenciando el vicio de darse un respiro escocés en horas lectivas. Ahora, no solo la duración de los tragos ha aumentado más si cabe, sino que, lo hace delante de la concurrencia, con la que comparte whisky y risas, que ya empiezan a generalizarse en el que antes era el hogar de la disciplina, la seriedad y la meticulosidad para desempeñar las tareas exigidas. El alcohol desinhibe y este sentimiento se extiende como pólvora caliente: llega gente de afuera, ajena a la empresa a unirse al acontecimiento, todos colaboran trayendo alguna botella, hasta corren las parduscas de cava, dándole un toque de celebración a esta fiesta improvisada. En el transcurrir de esta jornada laboral (?), actos y costumbres, más bien privados, irrumpen desprovistos de cualquier recato y vergüenza, como reivindicándose. Las personas que aquí han pasado horas, días, semanas, años, se empiezan a desembarazar de sus mascaras, sus apariencias, y su velada hipocresía, macerada sobre las conveniencias sociales, conjugándola con gente anónima y desconocida que apoya y magnifica este espíritu. Aunque, advierto divertido que, mientras el alcohol corre con gran caudal públicamente entre los presente, mucha gente, demasiada diría yo, se arremolina en las puertas del lavabo formando un trasiego de entradas y salidas. Curiosamente, todos los salientes hacen profundas inspiraciones nasales y se frotan nerviosamente la nariz. Parece que algunas sustancias se ciñen a los convencionalismos a pesar de esta circunstancia excepcional. Desde hace algunos años antes de mi recién inaugurada veintena, anido un deseo de experimentar y descubrir todo aquello qué me es desconocido, sin embargo los riesgos y sobretodo la falta de oportunidad siempre me han mantenido inmóvil ante mi curiosidad dejando un poso acomplejado de inexperiencia. Pero considero que hoy la ocasión lo merece y, decidido, me dirijo con paso firme hacia los servicios que aparecen abarrotados de gente que espera diligentemente en fila india ante las puertas cerradas de los ocupados retretes; los urinarios, generalmente vacios, puntualmente ocupados breves instantes para los que realmente entran allí para mingitar. Antes de poder pensar cómo voy a montármelo, el prójimo que me precede en la tanda, seguramente embriagado por el ambiente de distensión propiciado por los ingredientes que he nombrado antes, se presenta espontaneo y se apresta a invitarme a “un tiro ahí dentro”. Cuando llega nuestro turno, nos encerramos los dos en el minúsculo aposento y mi nuevo e improvisado compañero describe dos líneas de polvo blanco sobre la taza del retrete. Tras mi anfitrión, yo imprudente, aspiro la mía, para después preguntar qué es. Pero mi compadre ya ha vuelto a la sala, seguramente para aprovechar los efectos de la droga, desde su primer segundo hasta su último minuto. Yo, primerizo en estas lides, espero expectante los síntomas, dispuesto a explotarlos con todos los demás, esta vez de una forma más activa. Salgo de los servicios y al pasar por la puerta entreabierta de los femeninos, acierto a oír un sonido furtivo y lejano, como un grito amortiguado nacido desde el fondo de la garganta de un animal desbocado. Me pregunto si las alucinaciones auditivas forman parte de la cosecha que arraiga y brota de esos pálidos arados. Me introduzco con sigilo como un intruso curioso en los reservados exclusivos para damas (otro tabú hecho añicos para añadir a la lista de hoy) y, a medida que avanzo paso a paso, el sonido se hace cada vez más audible, tomando forma humana, oteando sus grietas y aristas se descubre como un gemido, un aullido de placer desesperado, irresistible e inexcusable. Dentro de la cabina de un wáter, descubro a Don Puntilloso montando a horcajadas a Doña Mojigata. Con los pantalones en los tobillos, la sostiene contra la pared mientras la somete a constantes arremetidas que provocan los incontinentes sollozos de ella. Ante esta escena de impúdica lujuria, empiezo a sentirme excitado, acompañado de una sensación de sopor e ingravidez deleitosa que se aviene a una posible pérdida de control: empiezo a ser consciente de que voy drogado. Soy incapaz de precisar de qué forma y desde cuanto tiempo, pero cada vez somos más los espectadores de este antaño polvo escondido. Noto presencias a mi alrededor que dan palmas y jalean a la pareja. Ellos dos siguen a lo suyo y reaccionan con más entusiasmo ante su nuevo público: Doña Mojigata abraza a Don Puntilloso, rodeando su espalda con sus brazos, para mantener mejor el equilibrio y sintonizar con el ritmo de su pareja. Mientras el retrasa sus caderas para la próxima envestida de su polla, ella coge ímpetu con su cuerpo suspendido para recibirla hasta el fondo, cosa que ocurre entre vítores y aplausos. Los dos amantes se deshacen en besos ansiosos y húmedos. Dejo el alboroto a mis espaldas y me encamino a la sala, sintiéndome más ligero, pero intranquilo, nervioso: tengo un peso entre mis piernas, noto mi polla como una carga, un peso estricto y robusto, una daga de carne ardiente que exige saciarse a todo el sistema nervioso. Lo que acabo de ver me ha puesto malo y la droga no ha hecho más que redundar en este efecto aumentándolo, inundándome de un deseo obsceno y voraz. Siento que el timón de mi cerebro se deja mecer por la deriva y el capitán del barco ebrio de ron deambula por una cubierta zozobrante. A pesar de esta incertidumbre que me embarga y me agarrota por momentos, me siento feliz, a gusto paladeando esta agradable desazón interior, pero hay una nota discordante, una carga ilegítima un peso caustico que arrastro y me impide esta plenitud artificial absoluta: mi erección es muy fuerte, imperativa, mi miembro exige saciar su concupiscencia de una forma inmediata y urgente. Tal vez debería haberme esperado en el baño a recoger las migajas de Don Puntilloso. Se comentaba aquí que el carácter áspero de Doña Mojigata se debía a que “está mal follada” y que “esa tía necesita más de un hombre” para recuperar la alegría y el tiempo perdido. Antes de cambiar el errático rumbo de mis pasos y desandar lo andado, veo algo, un objeto que encuentro fuera de lugar (¿otra vez las drogas? ¡Joder, sí que es buena esta mierda!). Reposa en el suelo de cualquier manera, como un deshecho arrojado al aire, desprendido, rechazado. Exhibe un fuerte color magenta y se presenta con finos hilos de encaje, lustrosos tirantes y generosa copa. El sujetador tirado en el suelo parece describir una sonrisa. Esta visión me aturde más, me confunde pero cuando alzo la vista, el puro desconcierto empieza a convertirse en una sensación frecuente y dándole un extraño ápice de normalidad a la extraordinaria situación. En toda la sala la concurrencia ha dado rienda suelta al libertinaje, la lujuria y el desenfreno, se ha superado un punto de no retorno y la cosa cada vez va a más. Veo a gente desnuda acoplando sus cuerpos sobre las mesas, en las sillas, rodando por el suelo, o la fotocopiadora, un tópico que nunca creí que llegaría a presenciar en esta antiguamente fría y seria oficina. Corbatas, americanas, zapatos, ropa interior… Aparecen abandonados, olvidados en cualquier rincón, colgados con irreverencia de alguna silla o flexo, despojados por inútiles, desterrados por su condición actual de estorbos. Hay parejas, tríos, cuartetos… Todos tienen libre disposición de tomar cuerpos ajenos, no hay protestas, no hay quejas ni rechazos, solo hay unas ganas infinitas. Los pocos que aún permanecen vestidos, se desprenden de sus prendas con prisas y comienzan una sesión sexual delante de todos con un simple cruce de miradas o un roce como pretexto y punto de partida. No sé si es una ensoñación o espejismo, pero veo el panorama desde la distancia, como aquella vez que nos reunimos los amigos con los que compartí los primeros cigarrillos (en realidad yo solo di una calada y la tos me impidió continuar) y celebremos una velada delante del televisor para ver nuestra primera peli porno: estábamos con los ojos como platos, embelesados viendo aquellas imágenes prohibidas en silencio y todos erectos. Mi excitación invade cada vez más mis neuronas y mi capacidad de reacción, tengo unas inmensas ganas de follar y, de repente, me veo sumergido en una orgia. Tengo que quitarme este peso de encima y esta es la oportunidad para hacerlo a lo grande. Pero lo apremiante de esta obligación autoimpuesta me desborda por momentos, ¿Por dónde empiezo? ¿Me quito primero la ropa o inicio la búsqueda de algún pretendiente? Antes de encontrar una solución para aclarar mis dudas, una figura asalta mis pensamientos revelándose como una respuesta luminosa, un deseo largo tiempo esperado, una fantasía que hoy, en un día fantasioso se convierte en realidad: Al fondo de la sala, titubea unos instantes pero finalmente se detiene. Anda sola por la estancia, desaliñada, cubierta de ropas a punto de desprenderse: el escote esta exageradamente acentuado porque no lleva sostén. Examinando candidatos ideales para gozar de un polvo desprejuiciado y sin compromiso, sus ojos recorren la estancia hasta que se encuentran con los míos. Sus pupilas azules me llaman, me gritan reclamando sexo. Sin dejar de mirarme, Ojitos Azules empieza a desnudarse.
Al caminar hacia ella me siento en la cuerda floja a cada paso que doy. Como si de un reflejo se tratara, también me voy quitando la ropa. Sin delicadeza ni mesura, arranco los botones de la camisa y me quito las zapatillas sin desatarlas. Esquivo los cuerpos que retozan en el suelo, a dos de ellos superándolos de un salto hasta que por fin doy con ella y nos fundimos en un profundo beso. Cierro los ojos y noto su lengua nerviosa enredándose con la mía. Mis manos reptan desde su cintura hasta el comienzo de la protuberancia de sus pechos, tersos y abundantes. Ella me sujeta la base del cuello y, simultáneamente, se ocupa de quitarme los pantalones, no sin cierta dificultad, pues mi polla erecta impide desembarazarme de esta prenda de una forma limpia y rápida. Despegamos nuestras bocas y hecho mi cabeza hacia atrás. Sin abrir aun los ojos, siento multiplicadas las sensaciones que asaltan mi cuerpo con más intensidad. Empieza a morderme un pezón con suavidad, alternando mordeduras más fuertes que siento exageradas, hasta el tuétano. Húmeda e inquieta, la lengua intrusa, rebusca en el interior de mi oreja mientras los incisivos la atrapan, sometiéndola a una leve presión. Dedos, yemas, palmas recorren cada centímetro de mi piel, manos exploran rincones recónditos de mi cuerpo descubriendo zonas erógenas que ni yo sabía que tenía. Vuelvo a besar, mi lengua se agita como un pez fuera del agua en paladar ajeno. Envuelto en este clímax, consigo discernir de menos a más, lentamente soy consciente de que algo no encaja, hay una nota discordante que desentona en este cúmulo de éxtasis ¿Cómo puede morderme los dos pezones y besarme a la vez? Al abrir los ojos, me encuentro comiéndome la boca con la Señorita Tiquismiquis que se deja llevar por el momento, ida de gozo y placer. Me doy cuenta que la juventud es un grado en esta liza pues estoy rodeado de cuerpos desnudos que abordan sin recelo el mío. Un grupo bebe sediento de mis encantos a mi lado, arrodillados ante mí, de frente y por la espalda me besan, me muerden, me lamen… Me siento mareado, tanta lujuria me descoloca, se desborda por mis poros, colapsa mi cuerpo, no estoy acostumbrado a tanto, es demasiado. Detecto a Ojitos Azules, otra presa valorada, rodeada por una parroquia que la alaba, inundándola de placer. Ver como abusan de ella y la reacción de su cara que no puede solapar su desenfrenado deleite, me excita más y más, una desazón exagerada que se inflama y parece solidificar la sangre que colapsan las venas de mi polla. Mi corazón late en su interior de una forma convulsa y violenta, sensible incluso a la brisa. Tímidamente, una caricia recorre la base, desde mis huevos hasta la punta de mi capullo. Después, una boca hace una llave estrangulándola desde la mitad, iniciando un furioso recorrido de entrada y salida, que a veces se detiene en el frenillo y cosquillea el prepucio, bloqueándome en un estremecedor regocijo. En mi vida me habían hecho una mamada igual. No puedo permanecer quieto ni reprimir mis primeros gemidos espontáneos. Tengo que ver a la autora de esta obra de arte y bajo la mirada. Mi sorpresa es ver como Paticorto, un empleado gris y eficiente, casi invisible por la falta de voluntad que impregno sus actos desde que fue consciente de su baja estatura, se aplica en una exquisita felación.
En mi carrera hacia el orgasmo, tras una interminable travesía en espiral que no hacía más que aumentar el equipaje de mi inabarcable apetito sexual, alcanzada la cúspide y, tras el tránsito de una llanura sensitiva, donde me creo capaz de dominar mis sentidos y domar mi gula carnal, se precipita cuesta abajo, más pesado que la gravedad, hacia la inminente colusión del trayecto. La eyaculación se abre paso en mi interior, doblando mis rodillas, sacudiendo mis piernas, acelerando mi corazón que golpea mi pecho como la maza de un severo juez que dicta la más rigurosa sentencia. Pero ese momento, la llegada al clímax supremo la tengo reservada, esa meta que me llenara de satisfacción exprimiéndome por dentro tiene nombre y apellidos: Ojitos Azules. Me zafo de los brazos, piernas, bocas que profanan cada fisura de mi pellejo e intento acercarme a ella. Dos tíos le están comiendo las tetas y un tercero el coño; otro la está dando por el culo. En medio del desconcierto, siento una punzada de celos. Tropiezo con alguien y me precipito al piso. Pero no caigo al suelo, sino encima de partes de diferentes cuerpos que se arremolinan entorno a mí. Se me echan encima como chacales hambrientos. En un batiburrillo de sensaciones que me embriagan distingo mordiscos en el interior de mis muslos, un beso negro compartido por varios amantes sin rostro, bocas que se disputan mi polla, lametones friegan las plantas de mis pies y escudriñan entre mis dedos para acabar chupándolos, extremidades que se aferran a mí y me envuelven en una cubierta de piel calida. El suelo está cubierto por un océano de cuerpos conectados entre sí que gimen y retozan, variando el ritmo de su obscena danza a merced de una marea que nos recoge a todos. Incorporarse de aquí se convierte en un movimiento lento y costoso, es tentador permanecer tumbado, dejándose hacer de pasivamente por la muchedumbre, sintiéndome deseado por dos cifras de personas. Pero tengo que follarme a Ojitos Azules.
Emerjo por fin del amasijo de cuerpos y siento un frescor que nace en la base del cuello y se desliza hasta la rabadilla: alguien se ha corrido en mi espalda. Dando zancadas con tiento, para no pisar a nadie y esquivando las manos que intentan cazarme para su deleite común, me dirijo raudo hacia mi objetivo para concluir lo que antes habíamos iniciado, se lo debo, me lo debe, tenemos que acabar esto juntos. Alguien me agarra la polla y estoy a punto de correrme; logro zafarme y, en un acto de constricción, reservo mi lívido. Supero una columna de espaldas divisando de soslayo el núcleo del bukkake: la chica arrodillada, Diva Presumida, parece una figura de cera derritiéndose a chorretones, su silueta está completamente difuminada, empapada, barnizada por todos los hombres que en círculo la rodean. Diva Presumida se relame complacida. Empiezan a emerger geiseres de semen por todas partes, pero aun no ha llegado mi turno. Ya puedo distinguir el rostro del sujeto que le procura un griego a Ojitos Azules, es Don Perfecto, empleado engreído y exigente que solapa sus errores achacándolos a otros, en alguna ocasión me ha tocado a mi tal honor. Prepara a su presa, disponiéndola a cuatro patas, listo para penetrarla analmente, oteando el orificio que persigue profanar de nuevo. Pero, alcanzando mí destino, embisto al ingrato de un empellón y cae metros más allá, al lado de Seboso, que lo rodea con sus anchos brazos velludos y accede a rellenar su agujero trasero, que hasta ese momento, siempre se mantuvo virgen.
Impaciente, agarro por los hombros a Ojitos Azules y la penetro violentamente. Ella no puede reprimir un aullido (¿o es Don Perfecto?). Me la estoy follando con un ritmo endiablado, me entrego a la faena con dedicación y premura. Todas sus carnes vibran ante mis envestidas y hago esfuerzos por retener mi eyaculación. Entro sin dificultad en su interior, su vagina fluye lubricada, dilatada en su justa medida, abraza mi polla. En la sinfonía de gemidos, consigo distinguir el suyo, y, deformado por el placer y los decibelios, creo oír mi nombre y una única demanda que me pide más y más. A través de las ventanas, se divisa en el horizonte un punto luminoso que se hace cada vez más grande a medida que avanza. Sigo clavándosela hasta el fondo, a veces paro y hago movimientos circulares en su interior. Su coño chorrea como una catarata. Rechazo proposiciones de extraños a manotazos y evito que nadie se acerque a mi Ojitos Azules. Estoy a punto de correrme pero intento posponer ese momento lo más que puedo. La blancuzca luminosidad ya puebla la sala, iluminando los rincones, los surcos de todas las anatomías que el sudor proporciona un brillo especial. No dejo de follármela, no menguo la velocidad sino que la aumento. Siento mis testículos enrocarse y surgir de ellos una fuerza que recorre el interior de mi bajo vientre y se precipita a mi polla. Todo está iluminado, ya casi solo se distinguen los contornos de las siluetas. Sé que ha llegado el momento y la saco. En ese momento brota un chorro a presión, generoso en su caudal, que no parece menguar nunca. Inundo cuanto hay a mí alrededor en un radio de varios metros, mi polla convertida en una manguera sin control lo cubre todo de un manto blanco, lechoso e indiscriminado. Ahora todo está blanco, el fulgor me obliga a entrecerrar los ojos, pero antes, soy testigo de cómo las gotas de semen, filtradas por el haz blanco, brillan como si fueran estrellas, como perlas fugaces que centellean por el espacio para aposentarse luego sin abandonar su resplandor. El orgasmo febril, se mantiene unos segundos, haciéndome estremecer. Las paredes comienzan a vibrar, el suelo tiembla, un estrépito lejano comienza a ser más audible hasta hacerse atronador.
Si todo hombre anhela morir cumpliendo al menos uno de sus deseos, yo puedo decir que, no conseguiré otros pero este se ha consumado. Lástima que no pueda repetir.