Mosquita muerta

Cayó en mis manos un regalo que no busqué, ni conocía las instrucciones, pero aprendí... y me cambió para siempre

MOSQUITA MUERTA

No era gran cosa, la verdad. Todo en ella era corriente incluyendo el nombre, María, pero me permitió explorar un mundo desconocido para mí que fue más placentero de lo esperado. Era compañera de trabajo, un hábitat donde no suelo buscar sexo y menos pareja. Marcos, un colega de departamento sí se había tirado a tres chicas de la compañía, pero ni tengo su físico, ni sé imitar su labia. Solamente soy tan cínico como él, pero eso no suele abrir piernas.

María era una administrativa del departamento contable, tímida, poco dada a relacionarse con compañeros de otros departamentos, como era mi caso. Sabía que había cumplido los treinta porque entrando una tarde en Contabilidad me encontré con el pastel que le habían comprado, así que la felicité con un par de besos, poniéndose colorada como un tomate. También sabía que estaba casada y tenía un hijo y que era eficiente en su trabajo, sobre todo disciplinada y cumplidora. Algo que también aproveché en mi beneficio.

A finales de febrero conmemorábamos el aniversario de la empresa con una fiesta de obligada asistencia. Los socios solían alquilar algún local de cocina aceptable y precio moderado en el que cenábamos de pie, charlando unos con otros, para pasar a la fiesta propiamente dicha donde el baile, la bebida, las proposiciones y algunos escarceos eran los protagonistas.

Tampoco había demasiada actividad pero la poca que se producía solía tener a Marcos de instigador. Aquel año, mi amigo dio en la diana, marcando la cuarta muesca en su revólver, así como hice yo, pero lo mío no fue premeditado.

-Llevo días preparando el terreno y pienso tirarme a Merche.

-Ni de coña, –respondí –no sólo está casada, además es devota de no sé qué virgen de no sé dónde y miembro de una congregación religiosa. Por más buena que esté, es inaccesible.

-Tú déjamelo a mí.

Eso hice, dejárselo a él mientras contemplaba el espectáculo. Durante casi dos horas estuvo tonteando con ella más o menos amistosamente, hasta que decidió lanzar el ataque para lo que me solicitó ayuda. Necesito que me entretengas a Montse.

En una empresa cercana a los cien trabajadores, hay de todo, como en la Viña del Señor. Si realizáramos un ranking con las sesenta y tantas chicas de la compañía, Merche estaría sin duda en el top cinco, no así Montse que era más simpática que guapa. Pero, solidarizado con mi amigo, no le iba a hacer ascos a un buen ágape si éste era factible, por más que no me encontrara en mi hábitat natural de caza.

Tuve claro que no lograría nada con mi pareja de baile al poco de haberla apartado de su amiga y mi amigo. Supongo que por ello, no forcé la máquina en ningún momento por lo que la velada fue relativamente tranquila, hasta que inexplicablemente la mujer se encendió. Podría ser por el alcohol aunque no bebió tanto, o simplemente era una calientapollas, pues es lo que hizo la última hora, hasta que decidió dejarme tirado como a una colilla. Siendo justo, no habíamos pasado de cuatro abrazos en bailes más o menos cálidos, pero su cercanía había sido muy obscena así que me dejó palote y sin premio.

Yo también decidí largarme de la fiesta, pero antes de tomar el coche tuve que pasar por el baño. Curiosamente, el local también tenía lavabos públicos en el exterior, en una puerta colindante a la entrada principal, a los que me dirigí pues los interiores estaban llenos, donde me encontré con la sorpresa del año.

-De verdad, no puedo hacerlo. –Abrí los ojos como platos. En el cubículo del fondo, de los cuatro que tenía aquel aseo, había alguien, una mujer de la que había reconocido la voz.- Por favor, Marcos, hemos llegado demasiado lejos.

-¿No pensarás dejarme así?

-No puedo hacerlo –insistía. –Sabes que estoy casada, conoces a mi marido.

Pero se hacía el silencio y se oían suspiros y roces, así que decidí moverme sigilosamente, pues ver como mi amigo se tiraba a la beata en un baño público me puso a mil. No pude ver nada, ya que las puertas llegaban al suelo, pero escuché claramente toda la sinfonía.

-Tú también lo estás deseando, estás tan caliente como yo. –Marcos por favor, no debo. Más suspiros, sonidos de ropa, de brazos, pero ella mantenía su negativa, hasta que mi compañero planteó una alternativa. -Al menos hazme una mamada.

-Vale, te lo hago con la boca, –aceptó al cabo de unos minutos mientras mi polla cobraba un tamaño sideral –pero con una condición. Ni una palabra a nadie.

Oí una cremallera, ropa moviéndose, hasta que Marcos profirió el primer suspiro. Pero lo más excitante para mí, además de imaginar sin poder ver, fue escuchar los sonidos de succión de la felatriz, acompañados de algún que otro gemido.

El lunes siguiente, Marcos, no solamente me relataría con pelos y señales la mamada de la mujer, expulsada sobre un buen par de tetas, pues no me dejó correrme en su boca, sino que lo aderezaría con una foto tomada con el móvil en la que sus labios eran profanados por una barra de carne. Tenía los ojos cerrados, concentrados, por lo que no se dio cuenta de la toma de la instantánea.

Pero volvamos al viernes. Salía antes que ellos del cubículo, para que no se dieran cuenta de que habían tenido un espectador, ¿cómo se le llama a un mirón auditivo?, con un empalme de tres pares de cojones. Y allí me la encontré, al lado de mi coche, haciéndole señas a un taxi que no se detuvo.

-¿Quieres que te lleve a casa?

-No hace falta, gracias, eres muy amable.

-No me cuesta nada. Venga, sube al coche –ordené más expeditivo de lo que hubiera aconsejado la buena educación. Noté la sorpresa en María, pero obedeció dócilmente.

Me sorprendió la dirección que me dio, pues pensaba que vivía en mi barrio, así que me explicó que desde hacía unos meses vivía con su madre. No incidí en el tema, pero era obvio que se había separado de su marido. Preferí preguntarle por la fiesta y qué tal se lo había pasado. Bien, fue su escueta respuesta, confirmándome su conocida timidez, pues costaba arrancarle algo más que monosílabos. Su actitud sentada a mi lado, además, era vergonzosa. Temerosa, incluso, sensación que se agudizó cuando la miré, repasándola sin compasión, pues mi excitación se mantenía despierta.

Llevaba un vestido de una pieza cubierto con una chaquetita corta, por la cintura, sin abrochar. No tenía demasiado escote, pero sus pechos, medianos, potenciados por el cinturón que los cruzaba, me parecieron apetitosos. También sus piernas, enfundadas en unas medias color carne de las que veía menos de medio muslo.

El instinto me llevó a atacar cuando nos detuvimos en un semáforo, poco antes de llegar a su casa. Has venido muy atractiva esta noche. Bajó la cabeza, profiriendo un escueto gracias. No arranqué cuando las luces cambiaron a verde. Estábamos en el carril derecho de una calle que tenía tres, así que no molestábamos a otros vehículos en caso de que aparecieran. ¿Sabes qué me apetece? No respondió, agarrándose las manos entre sí, como una niña pequeña pillada en falta. Me apetece besarte. Mantuvo la cabeza baja, sin mirarme, pero tampoco negaba. Nunca me había encontrado con nadie así, por lo que continué acosando. Giré mi cuerpo, alargué la mano para tornar su cara hacia mí, siguió mirando bajo cuando esperaba que me mirara a los ojos, me acerqué y la besé.

Tardó en reaccionar pero no me pidió que me detuviera ni que la dejara marchar. Simplemente se dejó hacer pasiva. Quiero acabar la noche bien y quiero hacerlo contigo. Suspiró profundamente, nerviosa, pero no se apartó ni me rehuyó cuando la tomé de la nuca y la besé de nuevo. Abrió la boca pero no me devolvía el morreo, así que empujé mi cara hacia adelante para aprisionar su cabeza contra el respaldo del asiento. Mi lengua entró en su boca pero no encontró a su gemela. Sus brazos se mantenían inertes. Los míos, en cambio, comenzaron la expedición. Mi mano izquierda coronó su pecho, llenándola, acompañada por la derecha que en una posición incómoda tomó el otro.

Saca la lengua, ordené, a lo que obedeció instantáneamente, entrelazándola con la mía. Ahora sí era un morreo. El poco escote del vestido me impedía avanzar en mi excursión, por lo que deslicé mi mano por su vientre hasta sus muslos, que acaricié unos minutos antes de colar la mano por debajo de su falda. Mantenía las piernas cerradas, cual adolescente adoctrinada para no permitir al chico llegar al tesoro, así que ordené de nuevo. Abre las piernas. Otra vez obedeció, moviéndolas tímidamente. Colé la mano ascendiendo despacio hasta llegar a su ingle, que acaricié suavemente para pasar el dedo también por la paralela.

Mi mano derecha, invertida, había logrado colarse en su pecho pero la posición era muy incómoda. Fue entonces cuando la izquierda se encontró con una muralla. De tela y algodón. Al llevar medias tipo panty no pude colar la mano, pero no noté los labios de su sexo pues llevaba salvaslip. Habitual en muchas mujeres, me di cuenta que era más grueso de lo acostumbrado. ¿Tienes la regla? Asintió, lo que me detuvo de golpe. Mierda, pensé, pero la mamada escuchada me tenía desbocado así que decidí obviarlo. O cambiar de juego.

Puse el coche en marcha hasta aparcarlo en una zona con cierta penumbra. Volví al ataque, pero al comportarse con tanta pasividad decidí ser egoísta, además de activo. Me desabroché el pantalón, sacando mi durísimo miembro de su encierro, tomé su mano derecha posándola sobre él y nos abandonamos a juegos adolescentes. Yo sobándole las tetas por encima del vestido. Ella masturbándome rítmicamente, hasta que quise más.

Repetí una frase que había oído hacía media hora. Al menos, hazme una mamada. No tuve que insistir. Agachó la cabeza y se la metió en la boca. Chupaba mecánicamente con la mano derecha aguantando el tallo. Tuve que pedirle que lo hiciera despacio, pues es como me gusta que me la coman, degustándola, pero estaba tan caliente que no iba a durar mucho.

Quise repetir también el modus operandi de mi amigo, corriéndome en sus tetas, pero para ello debía desabrocharle el vestido por la cremallera posterior y no me apetecía detener el juego. Así que opté por una alternativa que no siempre resulta del agrado de la felatriz. Pero no se apartó. Recibió mi descarga con naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo.

Cuando consideró que ya había acabado, levantó la cabeza, aún con mi simiente en la boca. Esperaba que abriera la puerta para escupirla o sacara un pañuelo de papel para soltarla, pero se quedó quieta como si de enjuague bucal se tratara. Entonces comprendí. Trágatelo. Inmediatamente, la nuez de su cuello se movió, dejando pasar el líquido hasta su estómago.

Tumbado en el sofá de casa, al día siguiente, rememoré el episodio, sorprendiéndome aún por su comportamiento. Nos habíamos despedido ante su portal con un casto beso, como si nada hubiera ocurrido. Solamente sonrió suavemente cuando le dije, a modo de despedida, que me había gustado mucho acabar la noche con ella.


A diferencia de él, no conté nada a Marcos sobre mi fin de fiesta, el lunes en la oficina. Algo en mi interior me empujaba a mantenerlo en secreto, como si la protegiera. Tampoco me acerqué a ella pues quitando una pausa para tomar café fui bastante de bólido toda la mañana.

Estaba próxima la hora de comer, cuando la vi pasar por el pasillo central hacia el departamento de compras. No giró la cabeza hacia mí, pero sí la mirada, que coincidió con la mía. Vestía falda y blusa, indumentaria que en su caso prácticamente podía considerarse su uniforme, pues pocas veces la vi en pantalón. También es cierto, que no solía fijarme en ella especialmente.

Cuando notó mi mirada, bajó la vista automáticamente, en un gesto inesperado para mí, pero excitante. Supuse que había ido a entregar alguna factura o a preguntar por algún importe, así que no debía demorarse demasiado en aquella zona, por lo que estuve pendiente de su vuelta. Cuando ésta se produjo, me levanté, cruzándome con ella, pero no me detuve. Me bastó un gesto con la mano para que me siguiera.

La esperé en el pasillo que daba acceso al almacén durante diez o quince segundos. Se detuvo delante de mí, mirándome pero no a los ojos, así que le pregunté:

-¿Cómo estás? –Bien. Seguíamos en el maravilloso mundo de los monosílabos. -¿Quieres que tomemos una copa al salir? –Vale. -¿A qué hora te va bien? –A la que te vaya bien a ti.

La noticia es que había pronunciado una frase de ocho palabras, pero seguía delegando en mí cualquier decisión, ¿no tenía opinión?

-¿Siempre dices que sí a todo? –Aún con la mirada gacha, se frotó ambas manos delante del cuerpo, en un gesto ya conocido por mí. Al no responder, insistí: -¿Si te digo que me chupes el dedo, lo harás?

Su respuesta no me dejó ninguna duda. Levantó la cara ligeramente, cerrando los ojos, abriendo los labios para recibir su alimento. Levanté el dedo índice y lo apoyé entre ellos. Lo rodeó, húmedamente, para comenzar a chuparlo hambrienta.

Dediqué el minuto que le permití complacerme en mirarla detenidamente. La encontré atractiva, sobre todo chupándome el dedo. De cara infantiloide, con labios finos y nariz recta, peinaba su oscura cabellera lisa al estilo Cleopatra, hasta el cuello. De cuerpo, era un poco ancha de caderas y hombros, pero no estaba gorda. Además, tenía buenas tetas, medianas o por encima de la media.

-Espérame delante del bar de la esquina cuando salgas esta tarde, pero no entres en él –ordené quitándole el juguete para volver a mi sitio.

Salió a las 6, acompañada de otros compañeros, pero me demoré expresamente más de veinte minutos en recoger y salir a buscarla. Desde la ventana, la vi de pie, esperando impaciente. Cuando llegué a su lado le ordené seguirme sin mediar saludo ni ningún gesto de cortesía. Anduvimos dos calles hasta llegar a un bar que no solía frecuentar nadie de la empresa.

Estaba poco concurrido, unas diez personas en un local de quince mesas, así que elegí una del centro. Pedí dos cervezas y esperé que nos las trajeran. María repetía el gesto nervioso con las manos.

-Te has separado de tu marido recientemente, ¿verdad? –Asintió. -¿Qué ha pasado? –Bajó la cabeza mirándose las piernas, ofreciéndome un leve movimiento de hombros como única respuesta. Entendía que no quisiera hablar de ello, pero insistí. -¿Se ha cansado de ti? –Seguía sin contestar, así que la tomé de la barbilla, obligándola a mirarme. -¿O te has cansado tú de él? –Como tampoco soltó prenda, sentencié: -Creo que no te daba lo que necesitas. ¿Es eso?

Me sostuvo la mirada, pero era nerviosa, incómoda. Ni afirmaba ni desmentía, así que cambié de tercio.

-Corrígeme si me equivoco, pero estoy convencido que necesitas un hombre fuerte que te lleve por el buen camino, recta, que te diga qué debes hacer, cuándo debes hacerlo y cómo debes hacerlo. ¿Me equivoco? –Asintió de nuevo, sin darse cuenta que afirmar una pregunta negativa era contradictorio, pero lo tomé como la confirmación de mi percepción. -¿Quieres que sea yo ese hombre? –Tardó unos segundos, inquieta, pero asintió de nuevo con un leve movimiento de cabeza. –No te he oído.

-Sí.

Desconozco por qué me había elegido a mí, por qué creía que yo podía ser el amo dominante al que someterse, pues ni tengo experiencia en ello ni creo dar esa imagen. Tampoco soy, además, el típico triunfador guaperas por el que pierden el norte muchas mujeres, caso de Marcos, por ejemplo. Pero en esas estábamos y el juego me excitaba.

-¿Estás dispuesta a obedecer mis órdenes? –Asintió por enésima vez. -¿A comportarte como una verdadera sumisa, te pida lo que te pida? –Otro movimiento de cabeza vertical.

Volví a mirarla detenidamente, recorriéndola como si de una mercancía se tratara. Se me ocurrían un montón de cosas para mandarle, pero decidí ir paso a paso. Vete al baño y quítate el sujetador, fue mi primera orden. Un par de minutos después, reaparecía con los pezones taladrando la tela de la blusa. Tendí la mano para que me lo entregara. Estaba ruborizada, pero el brillo de sus ojos denotaba excitación. La dureza de sus pezones, lo confirmaba.

Estiré la mano derecha, estábamos sentados de lado, en forma de L, para posarla sobre el pecho izquierdo. Suspiró, apartando los brazos para facilitarme el trabajo. Lo sopesé, sintiendo su buen tamaño, para acabar pellizcándole el pezón. Dio un leve respingo, pero no emitió sonido alguno. Repetí la operación con el otro par, que subía y bajaba acelerado fruto del cambio de respiración.

Desabróchate un par de botones. Sus ojos se abrieron como platos. Esperaba que mirara en derredor, pues estábamos sentados en el centro de la sala y era probable que algún comensal nos estuviera mirando, pero no lo hizo. Obedeció, dejando tres botones desabrochados. Desde mi posición no podía verlos, para ello debería ponerme de pie a su lado.

¿Estás excitada? Asintió de nuevo, pero aún di una última vuelta de tuerca a la situación. Llamé al camarero para que cobrara las consumiciones. Este se acercó diligente, pero al darse cuenta del espectáculo que le ofrecía la chica, prefirió quedarse de pie a su lado en vez de atenderme por el mío que hubiera sido más lógico. El hombre tenía una razón de peso para elegir la más incómoda opción. El amplio canalillo le ofrecía una visión prácticamente completa del pecho de la clienta.

Demoré el momento haciéndole un par de preguntas al tío que me respondió nervioso sin mirarme, mientras los pechos de mi compañera subían y bajaban a mayor velocidad a medida que los interminables segundos avanzaban.

El hombre seguía allí, como un pasmarote, cuando anuncié que nos íbamos. No disimuló una obscena mirada a María cuando vio que yo tomaba el sujetador de encima de la mesa. Cruzamos el salón tranquilamente, ella delante, mientras ahora sí notaba sucias miradas en aquel par de piezas. La tomé de la cintura poco antes de llegar a la puerta, para bajar la mano y acomodarla sobre su nalga derecha.

En el primer portal que encontramos, la obligué a entrar, aprovechando que una abuela salía de él. La apoyé contra la pared, ordenándole soltarse otro botón para mostrármelos. Los amasé satisfecho. Tenían el tamaño idóneo y los pezones estaban bastante centrados, sobre todo debido a la excitación que, como confirmaría más adelante, los levantaba.

Abre las piernas. Colé la mano encontrándome de nuevo con un panty de nylon. Clavé las uñas y lo rompí. Si no quieres que vuelva a hacerlo, ponte medias con goma en el muslo. Asintió suspirando. Aparté el tanga, empapado, para colar los dedos. Sus piernas se abrieron más y adelantó el pubis. En cuanto acaricié aquella charca, gimió intensamente.

A escaso centímetros de mí, me pareció preciosa, jadeando con los ojos cerrados. Se lo dije. Creo que esbozó una sonrisa, pero la excitación le impidió dibujarla claramente. Sóbate las tetas. Sus gemidos aumentaron mientras su cabeza se levantaba como si buscara aire en la superficie. Estaba muy cerca de la meta, así que me detuve.

-¿Te has corrido? –Negó suspirando. -¿Quieres correrte? –Sí, verbalizó suplicante. –Te correrás cuando lo merezcas o cuando yo lo considere oportuno. Y hoy aún no has hecho méritos para ello.

Me aparté medio metro desabrochándome el pantalón. No tuve que ordenarlo. Se arrodilló en el suelo, engullendo mi falo en cuanto asomó orgulloso.

María no era una gran felatriz. Lo comprobé la primera noche y lo confirmé en aquel portal, pero le ponía ganas, voluntad, aderezada por la excitación que la consumía. Así que opté por instruirla, marcándole la velocidad que a mí me gustaba, calmada, y ordenándole lamerme los huevos cada cierto tiempo. Hasta que la detuve de nuevo. Vámonos.

No le permití abrocharse ningún botón al salir a la calle. No se veía nada de frente pero yo, que había vuelto a tomarla de la cintura, tenía una visión completa de su pecho derecho. Anduvimos un par de calles en las que nos cruzamos con poca gente, pero más de uno se dio cuenta del indecente escote y la miró con deleite. Hasta que llegamos a una parada de autobús donde acababa de detenerse uno, vaciándola. La apoyé contra la marquesina, separé las solapas de la blusa para desnudarlas, las sobé hasta ordenarle que sus manos sustituyeran a las mías, mientras mis dedos percutían de nuevo en su entrepierna.

Ni suspiró ni gimió. Directamente comenzó un concierto de jadeos, profundos y musicales, que amenazaban con llevarla a la última parada en breve. Apuré tanto como creí oportuno, evitando su explosión, lo que provocó que se venciera hacia adelante apoyando su cabeza en mi hombro mientras protestaba con otro suspiro lastimero.

-Estás caliente como una perra, -afirmé en su oído, mientras mis dedos acariciaban sus ingles y muslos, pero ya no su sexo. -¿Crees que mereces correrte? –No contestó, así que repetí la pregunta: -¿Has hecho méritos para correrte? –No, fue su dócil respuesta. -¿Qué tienes que hacer si quieres correrte? –Obedecer. -¿Harás lo que te ordene? –Sí. -¿Cualquier cosa? –Cualquier cosa.

El cuerpo me pedía arrodillarla allí en medio o darle la vuelta y ensartarla, pero mi excitación no debía nublarme la vista. La llevé hasta un parque cercano donde nos sentamos en un banco. Ya había oscurecido, por lo que elegí uno iluminado por una farola. Volví a descubrir sus pechos.

¿Te masturbas? A veces, respondió. Hazlo, ahora. Separó las piernas y coló la mano para comenzar a acariciarse. Cerró los ojos, gimiendo, pero se lo impedí. Mírame a la cara mientras te tocas. Sus ojos, inyectados en sangre, se clavaron en los míos, mientras jadeaba. No quiero que te corras. Se detuvo al instante, cerrando las piernas así como los ojos, mordiéndose el labio inferior.

-Te prometo que hoy tendrás el mejor orgasmo de tu vida, pero aún debes esperar un rato. –Metí un dedo en su vagina, penetrándola solamente para embadurnarlo, y se lo ofrecí para que lo chupara. Lo limpió hambrienta. Repetí la operación tres veces más, pero tuve que cambiar de juego pues dudé que lograra aguantar otro tacto. Sácame la polla, ordené.

Vi acercarse a una chica corriendo, enfundada en un ceñido traje de running bastante llamativo que le marcaba un cuerpo trabajado, pero no avisé a María. Había engullido mi miembro, saboreándolo con lentitud, como yo le había ordenado. La deportista no se detuvo, pero aminoró la marcha sorprendida al pasar a nuestro lado. Te están mirando, dije cuando llegaba a nuestra altura, por lo que instintivamente levantó la cabeza para detener la mamada, pero la sostuve, no te he ordenado parar. Ambas chicas se miraron, pero la respuesta de mi compañera fue engullir más profundamente, hasta que me derramé.

Levantó la cabeza cuando tiré de su cabello, miró hacia la chica que se alejaba, después de que yo se la señalara con un gesto, volvió la vista hacia mí, esperando instrucciones, así que ordené, traga.

Tomó una profunda bocanada de aire cuando vació su boca, respirando aún muy acelerada. Sus pechos desnudos se mecían al son de sus pulmones, pero su mirada era anhelante, suplicándome poder correrse también.

-Abre las piernas y enséñame el coño. Creo que hay demasiado pelo para mi gusto.

Obedeció rápida, confirmándome lo que había notado al acariciarla. Las medias rotas cubrían sus muslos, así solamente necesitó apartar el tanga para mostrarme una bonita flor rosada, brillante por la abundancia de flujo. Tiré del tanga con fuerza, rompiéndolo, pues no me permite ver bien. Gritó a la vez que abría más las piernas para aumentar la exposición de su intimidad. Un triángulo de pelo negro bastante amplio coronaba su pubis. Tomé un mechón con dos dedos, tirando de él sin pretender arrancarlo pero sí que notara el escozor, avisándola que era la última vez que le permitía tal descuido.

-No quiero ni un solo pelo en todo tu cuerpo, solamente cabello. Nos vamos a casa –anuncié levantándome.

María no pudo ocultar la decepción en su rostro pues se vio sin premio a pesar del esfuerzo realizado, que había sido más del que yo esperaba. Desanduvimos el camino hasta mi plaza de parking en el trabajo, agarrados por la cintura y sin permitirle abrocharse la blusa.

Entra, ordené, cuando lo hube abierto y me dispuse a cruzar media ciudad hasta el piso de su madre. Parados en el segundo semáforo, le ordené levantarse la falda y abrir las piernas para acariciarle el sexo, que seguía licuado.

-Si hubieras estado a punto, te hubiera devuelto la comida, pero no pienso ensuciar mi lengua en un coño descuidado. –Lo siento, pronunció suspirando. –Pero te permito acariciarte mientras me la chupas de nuevo. –Había tenido que desalojarla pues el semáforo cambiaba a verde y debía poner primera. –Pero recuerda, ni se te ocurra correrte.

Tuvo ocupada la boca y los dedos los diez minutos de trayecto, aunque tuvo que detener el trabajo de estos últimos varias veces para no acabar. Paré en doble fila delante de su portal. Puedes bajar. Me miró como un perro abandonado, pero obedeció, abrochándose la blusa. Yo también bajé acompañándola hasta la puerta cual caballero. Se sorprendió, aunque vi que le gustaba. Metió la llave en la cerradura, empujó la puerta y se giró para besarme, despidiéndose de mí, pero la empujé dentro. Entonces le ofrecí su premio.

-Aunque has cometido un error grave, por ser tu primer día lo voy a obviar. Date la vuelta y apóyate contra la pared. –Me miró sorprendida. Ahora sí miró en derredor llegando a preguntarme, ¿aquí?, pues podía sorprendernos algún vecino o su propia madre. –Si quieres correrte debe ser aquí y ahora. Si prefieres esperar a la próxima ocasión, tú misma.

Dudó unos instantes antes de decidirse a apoyar ambas manos en la pared, pero su respiración desbocada la delataba. Tiré de sus nalgas hacia atrás para llegar cómodamente, levanté la falda para acomodarla sobre su espalda, tanteé el terreno buscando el orifico par apuntar y entrar de una sola estocada. Jadeó con fuerza. La agarré de las tetas, una en cada mano, para lo que volví a desabrochar la blusa, y percutí con ganas.

-Ahora sí, ahora puedes correrte. Me has demostrado ser una buena chica, obediente y entregada. Una buena sumisa que hará todo lo que yo ordene y obedecerá todos mis caprichos.

Fue prácticamente instantáneo. Su vagina se contrajo, violentamente, mientras gemía, jadeaba, babeaba, resoplaba, se agitaba y no sé cuantas cosas más. Nunca había presenciado un orgasmo de tal intensidad.


Me había caído del cielo un juguete nuevo, que no había pedido y del que no conocía del todo las reglas de uso. La teoría es muy sencilla. Ordenar y ser obedecido. Pero la práctica no es tan simple. ¿Cuáles son los límites? ¿Hasta dónde puedes llegar? No me quedaba más remedio que tomar la estrategia de prueba-error. De momento, parecía que todo lo puesto en práctica el día anterior la excitaba.

Para el día siguiente le había puesto deberes. Depilarse completamente el pubis. No tuve ninguna duda de que obedecería, así que fui pensando en nuevas órdenes, más allá de follármela tantas veces y de tantos modos como me apeteciera. La segunda obligación sería cambiar su vestuario.

El martes llegué a la oficina a media mañana pues había tenido una reunión con un cliente. De pie, desde mi cubículo, podía verla, teóricamente concentrada en su labor, aunque percibí claramente que había estado atenta a mi llegada. Fui al office a prepararme un café, cuando me la encontré entrando conmigo en la salita. Una chica de compras, Ángela, salía en ese momento dejándonos solos. Maria se dirigió al fondo de la pequeña habitación para que nadie la viera, se levantó la falda, bajó el tanga hasta medio muslo y mirando al suelo me mostró las medias color carne con goma y el pubis completamente aseado.

-Así me gusta, que obedezcas mis órdenes. Luego te premiaré por ello, -sonrió ligeramente –pero tranquila que no haremos nada en el trabajo. No quiero ponerte en un aprieto, así que vístete antes de que alguien te vea.

Obedeció, pero la sorpresa vino cuando se acercó a la máquina, pulsó el botón de café express, tomó el vaso de plástico del dispensador cuando éste se hubo llenado y me lo tendió. Gracias, fue mi único comentario, cuando debería haberle preguntado cómo sabía qué café tomaba yo. Pero salió de la sala dirección a su departamento.

Hoy en día hubiera sido mucho más fácil, pero hace diez años no existía whatsapp, así que era habitual utilizar sms para no pagar por una llamada de móvil. Un buen ejemplo de mi inexperiencia en estas lides fue que no había caído en la cuenta de pedirle su número de teléfono, pues la tenía a mano en la oficina, algo en lo que reparé volviendo de comer, pues debía planear y organizar la tarde con mi juguete.

Podía llamarla directamente a su mesa, pero tanto la distribución de su área de trabajo como la mía eran en cubículos de 4 o 6 personas juntas, así que ni quería que nadie me oyera ni que la oyeran a ella, por más parca en palabras que fuera. Afortunadamente para mí, fue ella la que tomó la iniciativa, demostrándome estar mucho más versada que yo en el tema. A media tarde, cruzó el pasillo central como había hecho el día anterior, pero en vez de dirigirse a algún departamento, se desvió hacia el almacén. Comprendí la estrategia al instante, así que dejando pasar unos minutos, me levanté para acompañarla.

En cuanto me vio aparecer, se arrodilló en el suelo y bajó la cabeza. Me excitó de una manera malsana, pero mi cerebro aún funcionaba, así que la apremié a levantarse rápidamente pues ya te he avisado que no haremos nada aquí. Te recogeré dónde ayer, pero lo haré en coche.

De nuevo la tuve media hora esperando. Detuve el coche y entró, volviendo a sobarse las manos infantilmente. Desnúdate, fue mi primera orden. Como cada vez que le daba una, parecía dudar unos segundos, pero obedecía rápidamente. Chaqueta, blusa, sujetador, falda y tanga pasaron al asiento posterior, acompañados de su bolso. Acaricié su sexo, mientras conducía, ya húmedo por la excitación.

-Los otros coches te están mirando. ¿Te gusta exhibirte?

-Me gusta obedecerte.

Sonreí complacido, mientras el conductor de una camioneta de reparto soltaba sandeces a su lado. Salimos del centro de la ciudad, pues temí acabar provocando algún accidente o tener algún problema con otro conductor, para dirigirnos a la playa. Estacioné en una zona tranquila en la que había otros coches pero parecían desocupados. Seguí acariciando su sexo, alabándolo pues ahora está perfecto, le dije, subiendo a sus tetas alternativamente. Pero el juego al que dediqué más rato fue a penetrarla con un dedo para hacérselo chupar lleno de flujo.

Mientras, quise conocerla mejor, sobre todo sus hábitos y disponibilidad, pues a fin de cuentas se trataba de una madre de familia que no vivía sola. Así, supe que se había separado hacía menos de medio año, que había tenido dos amos anteriores a su marido, aunque éste no lo había sido, pues no le iba el juego. Supuse que allí había una de las razones de la ruptura.

Respecto a sus horarios, se mostró completamente abierta. Su madre cuidaba del niño, lo llevaba al cole, lo recogía, le hacía la cena, así que podía llegar tarde cuando yo decidiera. Los miércoles y un fin de semana alterno, el crío estaba con el padre.

Todo esto me lo explicó respondiendo mis preguntas con monosílabos, mientras mi dedo percutía o era limpiado. También quise conocer sus límites, pero no había ninguno, solamente se centraba en obedecer.

-¿Puedo darte por el culo? –Asintió. Por lo que entendí, su ex marido nunca se lo había hecho, pero los amos anteriores sí. ¿Pegarte? Asintió. ¿Entregarte a otros? Asintió. Todo le parecía bien, algo que confirmó pronunciando la única frase larga de la noche:

-Haré cualquier cosa que ordenes, solamente deseo obedecerte.

-Sal del coche y rodéalo. –Fue mi primera orden de prueba. No se lo pensó. Abrió la puerta, descendió completamente desnuda, obviando medias y zapatos, caminó hacia su derecha hasta volver a llegar a la puerta donde se quedó quieta, esperando, con la cabeza baja y las manos entrelazadas. –Las manos detrás.

Así estuvimos un rato, yo mirándola, ella esperando, ofreciendo su cuerpo a cualquier peatón que paseara por la zona. Pero no pasó ninguno. O yo no me di cuenta.

No sé quién estaba más excitado, pero yo lo estaba mucho, así que le ordené arrodillarse en el suelo. Bajé del coche y me acerqué a ella. Sus pechos subían y bajaban al son de una respiración acelerada, mientras sus rodillas estaban bastante separadas para dejar abiertas las piernas.

Me paré delante, obligándola a girarse hacia mí, me desabroché el pantalón y me saqué la polla, durísima. Chupa. Acercó la cabeza, sin mover las manos, y la engulló. Con verdadera ansia, gimiendo. Miré en derredor, deseando que alguien nos viera, pero no se dio el caso.

Debería haber aguantado para continuar el juego, pero estaba muy excitado, así que decidí cambiar de planes. Acogió mi simiente jadeando, para tragársela cuando se lo ordené. Pero la mantuve unos minutos lamiéndome, sobre todo los huevos, hasta que me di por satisfecho.

La hice entrar en el coche, pues había decidido proseguir la fiesta en casa, pero al sentarse en el asiento reparé en la ingente cantidad de flujo que desprendía, así que no le permití mancharlo. Arrodíllate en el asiento, irás de espaldas hasta mi piso. No debía ir cómoda con las rodillas al filo del asiento y el culo expuesto, a pesar de permitirle agarrarse al reposacabezas, pues quería evitar que frenando se pegara una torta.

Ahora sí la miraban otros vehículos, pues llamaba mucho más la atención, pero ella no podía verlo pues la obligué a cerrar los ojos para sentir mejor mis dedos acariciándole la charca que tenía por coño. Avísame para no correrte. Lo hizo en tres ocasiones, en que volví a dejarla con la miel en los labios.

Al llegar al aparcamiento de mi edificio, utilicé uno de los dedos embadurnados de flujo para penetrar su ano. Entró con gran facilidad, mientras gemía con ganas. Metí un segundo. Ahora sí noté la estrechez del conducto, lo que también sintió ella pues aumentó el volumen de sus gemidos a la vez que movía las caderas buscando una penetración más profunda.

Otra vez me detuve al acercarme a su orgasmo. Olí mis dedos, apestaban, así que se los tendí. Chupa. No se lo pensó dos veces, aunque al notar el sabor se detuvo un segundo, para sorber con ganas a continuación.

Salimos del coche, cada uno por su puerta, pero no le permití vestirse. Aunque estuve a punto de no hacerlo, tomé su ropa. Cruzamos los veinte metros que nos separaban del ascensor con mis dedos acariciando su vagina desde detrás. Para facilitármelo, andaba con las piernas ligeramente abiertas, como si montara a caballo. Dentro del elevador, le di de beber dedos de nuevo.

La paseé por todo el apartamento, mostrándole las dos habitaciones, el baño y la cocina, sin dejar de acariciarla. Me senté en el sofá y le ordené traerme una cerveza de la nevera mientras tomaba el mando de la tele. No se lo pedí, pero se arrodilló en el suelo antes de entregármela, gesto que me encantó.

Así la tuve más de media hora, sin hacerle el más mínimo caso, hasta que le tendí la botella vacía para que la llevara de nuevo a la cocina. Repitió posición al volver, pero le ordené desnudarme. Me quitó la camisa, pantalón, zapatos y calcetines, pero no el bóxer pues es como suelo estar en casa. Le indiqué donde debía dejar la ropa sucia y volvió a mi vera.

Alargué la mano y le acaricié los labios, que abrió por su debía chuparme los dedos, aunque no se lo ordené. Acaricié su barbilla, bajé a su cuello, sopesé los pechos, hinchados y duros, pellizcándole los pezones, mientras le decía lo guapa que estaba, dócil e indefensa. Una sonrisa de orgullo atravesó su semblante.

-¿Estás excitada? –Mucho. Alargué la mano para llegar a sus labios inferiores. Seguía licuada. Los acaricié, así como su clítoris, pero poco tiempo.

Volví a abandonarla un buen rato, hasta que ordené, chúpamela. Se lanzó sobre mi polla desesperada, casi arrancándome el bóxer, jadeando poseída. Se la había tragado fláccida, pero era tal su entusiasmo que la envaró en pocos segundos. Cuando consideré que ya estábamos ambos a punto, la aparté tomándola del cabello para que apoyara cara y pecho sobre el sofá, ordenándole separarse las nalgas con las manos, anunciando, voy a darte por el culo.

Aún no la había tocado y ya gemía. Acomodé el glande en su orificio, empujé pero no entró. Le di una nalgada, relaja el culo. Jadeó. Volví a probar. Pero no lograba entrar. Aunque me encanta, el sexo anal no es plato del gusto de muchas chicas, así que estoy poco versado en ello. Mi falta de experiencia y los ocho años que llevaba aquel orificio inmaculado, se lo pregunté, no ayudaban. Tuvo que ser ella la que sostuviera mi miembro con decisión mientras mantenía la mano izquierda en la nalga correspondiente. En cuanto la cabeza encontró la entrada, encajamos para avanzar lentamente. El anillo anal es la puerta propiamente dicha, así que cuando mi polla lo superó, me caí dentro fácilmente.

María jadeaba, aumentando la velocidad y escapándosele algún grito a medida que yo aceleraba o percutía más profundamente. Estaba en el Paraíso, pero ella también. No aguantaría mucho, pero la sorpresa vino de mi compañera. ¿Puedo correrme? Preguntó entre gimiendo. Córrete perra. A los pocos segundos explotó berreando, soltando roncos sonidos guturales que nunca había arrancado a ninguna amante. Pero no me detuve. Percutí y percutí hasta que mi simiente anegó aquel conducto de salida.

La chica sudaba, boqueando con la cara ladeada, mientras yo me mantenía quieto, cómodo, en aquella posición. Hasta que un calambre en la pierna me obligó a salir y sentarme en el sofá. María me miró de reojo, contenta. Le devolví la sonrisa. Pero aún se me ocurrió una última cerdada. Límpiamela.

Cumplió. La chica no dejaba de sorprenderme.


El miércoles tenía un viaje a Madrid, así que no la vería. Por un momento se me ocurrió que me recogiera en el aeropuerto, pero preferí ordenarle que estuviera en mi casa el jueves a las 7.30 de la mañana.

Llegó puntual, uniformada de María, un tema que debía cambiar, pensé. La hice pasar para que me acompañara al baño. Me acababa de levantar, así que la recibí en bóxer y con la polla erguida debido a la necesidad de mear.

-Sácamela, tengo que mear.

Se arrodilló a mi lado, bajó el bóxer y la tomó, apuntándola hacia el inodoro después de unos segundos de indecisión. Al momento comprendí, por lo que le pregunté si alguna vez le habían meado en la boca. Asintió. Me pareció asqueroso, pero también me lo había parecido que me limpiara la polla con la lengua después de darle por el culo, así que me lo anoté para una próxima vez.

-¿Puedo mearte en la boca?

-Puedes hacerme lo que quieras. –Pero ya estaba acabando, así que solamente le ordené limpiármela, acto que acabó convirtiéndose en una mamada. Tragó, cuando se lo ordené, pero no le permití levantarse del suelo hasta que necesité que me frotara la espalda mientras me duchaba. Me tendió la toalla y me secó, acabando arrodillada de nuevo al acabar.

Mientras me vestía la mandé a la cocina a hacerme un café. Tómate también uno si quieres. Me esperaba arrodillada con dos tazas sobre el mármol.

Salimos juntos hacia el trabajo pero la descargué dos manzanas antes de llegar para que no nos vieran hacerlo juntos. Antes de bajar le anuncié que la esperaría a las 2.30 en el coche para llevarla a comer. Se le iluminó la cara.

Salí media hora antes y me compré un sándwich. A la hora acordada, apareció en el parking para dirigirse hacia mi coche donde yo la esperaba. Montó, pero no arranqué. Hoy comerás polla. Se lanzó a por ella hambrienta, aunque antes de comenzar la mamada le ordené desabrocharse la camisa y sacarse las tetas para poder sobarlas hasta hartarme mientras ella comía. Cuando se hubo llenado el estómago le tendí una llave de mi casa.

-Esta tarde tengo lío, así que espérame en mi apartamento. –Señalé la puerta para que bajara, pero antes le di una última instrucción. –Ah, hazme algo de cena.

Los jueves juego a fútbol sala, así que no llegué a casa hasta pasadas las 9. Después del partido solemos tomarnos una cerveza, costumbre que no pensaba cambiar a pesar de que alguien me esperara y de que me gustara mucho el espectáculo preparado.

En la mesa del comedor, sobre un mantel individual, estaba dispuesto un plato con ensalada de pasta, cubiertos y servilleta perfectamente alineados, coronado con una copa de vino tinto. Al lado, solamente ataviada con medias hasta el muslo y zapatos, María esperaba arrodillada con las manos detrás.

Desconocía cuanto tiempo llevaba en aquella posición, pero si había sido diligente preparando la cena, podían ser más de dos horas. No se lo pregunté. Solamente la felicité por haber sido una buena chica, acariciándole la cara y el cabello, como si de un perro fiel se tratara.

Fui a mi habitación, me desvestí para volver al comedor en bóxers. Iba a sentarme a la mesa cuando quise tomarle la temperatura. Desde detrás, colé la mano entre sus piernas para acariciarle vagina y ano. Nunca había conocido a una mujer con tal cantidad de flujo.

Comí tranquilo, explicándole cuatro anécdotas del trabajo y del partido, cual pareja madura. Cuando hube acabado, la felicité por sus dotes caseras, culinarias hubiera sido una mofa pues se trataba de una simple ensalada, avisándola que antes de irse debía recoger la mesa.

-Pero antes debo premiarte pues has sido una chica obediente. Acompáñame al sofá –ordené levantándome. Ella me siguió gateando. –Prepáramela que quiero follarte.

Arrodillándose delante de mí me quitó el bóxer para ponérmela dura, pero le ordené hacerlo arrodillada sobre el sofá, a mi derecha. Así, mi mano se colaba entre sus piernas para masturbarla o llegaba perfectamente para pegarle alguna nalgada, algo que descubrí que le encantaba, pues emitía un pequeño grito acompañado de uno de sus roncos jadeos.

Era tal su nivel de excitación que tuvo que detener la mamada varias veces pues los gemidos le impedían chupar bien. Por lo que me harté. Arrodíllate en el suelo como una perra. Obedeció al instante, ansiosa pues iba a correrse en un par de estocadas. Se la metí en el coño, pero no te corras aún. Al tercer envite gritó, ¡ya!, por lo que la saqué, ordenándole darse la vuelta para chupármela. Engullía desesperada, jadeando poseída. Volví a penetrarla, esta vez por el culo. No me costó pero aumentó en mucho el placer que yo sentía. Ella, en cambio, aguantó varios golpes de cadera hasta que me avisó de nuevo. Me detuve, girándola. Comió desbocada, sin importarle lo más mínimo el sabor. Hasta que reanudamos la penetración, vaginal esta vez. Pero no duraba ni cinco segundos.

Entonces decidí acabar, pero usaría su recto y sus nalgas. Entré profundamente y me paré para propinarle una nalgada. Jadeó con la penetración, gritó casi orgásmica con el manotazo. Me retiré y repetí la operación, de nuevo, otra vez, otra. A la séptima u octava bramó enloquecida que se corría. No la detuve, pues dudo que hubiera podido hacerlo. Al contrario, percutí con ganas pues yo también estaba cerca.

En cuanto me vacié, su cuerpo se venció hacia adelante, cayendo yo sobre ella. Nos habíamos desacoplado, pero movió el culo para acercarlo a mi polla mientras se la encajaba de nuevo con la mano. Empujé para volver al hogar, mientras le decía al oído lo contento y orgulloso que estaba de ella. Un suave gracias, gemido, fue su plácida respuesta.


Durante dos semanas el juego siguió sin especiales variaciones. Algunos días la exhibía, otros íbamos directamente a mi casa, pero más allá de confirmar que se corría con la misma intensidad anal o vaginalmente, sobre todo si iba acompañado de nalgadas, no avancé demasiado.

Además, acostumbrado a vivir solo, yo tenía una agenda propia con amigos y familia, así que no nos veíamos a diario. Los dos fines de semana tampoco, pues el que tuvo a su hijo lo dedicó a estar con él, mientras el otro, yo tenía programado un viaje a Andorra para ver a mis padres.

Los lunes aparecía ansiosa, sobre todo el segundo, así que el tercero decidí ningunearla, a ver por dónde iban los tiros. Noté su mirada clavada en mí todo el día, incluso provocó que nos cruzáramos un par de veces, pero no le hice ni caso. El martes sí hablé con ella, pero no fue intencionado. Me la encontré en el ascensor al llegar. Fue casual pues yo subía del parking mientras ella entró en la planta baja. Me miró nerviosa, pero al no decirle nada reaccionó de un modo inesperado para mí, desesperado. Se arrodilló en el suelo y se llevó las manos a la espalda.

Tiré de ella en la octava planta, pues no quería que se abriera la puerta y los compañeros la vieran así. Solamente ordené: Espérame en el rellano de mi casa. Sus ojos sonrieron, aunque no sus labios.

Aunque tenía copia de las llaves de mi apartamento, obedeció sumisa. Llegué sobre las 7 y media y allí estaba, arrodillada sobre el felpudo. Vivo en un bloque con únicamente un piso por planta, así que no debería ser descubierta por nadie, pero nunca se sabe pues alguna vez mis vecinos del piso superior bajan caminando los cinco pisos del bloque. Estaba vestida.

La hice entrar, gateando a mi lado, después de desnudarse y entregarme su ropa. Seguí ninguneándola por espacio de una hora, viendo la tele mientras ella se mantenía arrodillada a mi lado. Hasta que me digné dirigirle la palabra.

-Quedamos en que yo ordenaba y tú obedecías, ¿no es así? –Asintió. –En cambio, esta mañana en el ascensor de la empresa, has tomado una iniciativa que yo no he ordenado. –Tenía la cabeza baja y se frotaba las manos en su gesto habitual, aunque ahora lo hacía en su espalda. –Es obvio que no has esperado a recibir órdenes, por lo que podemos considerarlo como una desobediencia. Y sabes tan bien como yo que la desobediencia debe ser castigada. –Hice una pausa teatral, pensando en el castigo más adecuado, aunque hacía horas que lo tenía decidido. –Hoy no te follaré. Hoy no te correrás. No he decidido aún cuando volverás a hacerlo. Dependerá de tu comportamiento y entrega, evidentemente. De momento ve a la nevera y tráeme una cerveza. A cuatro patas, como la perra que eres.

Aquel culo ancho pero bien formado desapareció en la cocina, para asomarse de nuevo a los pocos segundos con mi cerveza en la boca. La tomé, babeada, por lo que sequé la boquilla con su cabello. Mientras me la tomaba, le ordené chupármela. Tarea a la que le dedicó toda su energía hasta que decidí cambiarla de posición, súbete al sofá, para tener acceso a su vagina y nalgas.

La masturbé para acercarla al orgasmo, pero pronto cambié a nalgadas. Gemía con ganas mientras me trabajaba la polla, pero no iba a dejarla llegar. Cuando me corrí, la obligué a mantener mi simiente en la boca, sin tragársela. Al rato, me levanté, ordenándole apoyar las manos sobre la mesa del comedor para dejar sus nalgas expuestas. Como siempre, había dejado las piernas un poco abiertas, así que mis dedos se colaron en su intimidad, acariciándola. Gemía, pero no podía abrir la boca para no derramar mi semilla. Le solté la primera nalgada, con fuerza. Ahogó el grito. La segunda, más fuerte. Otro gemido ahogado. Acaricié de nuevo su sexo. Otra nalgada.

Perdí la cuenta. Pero cuando sus caderas se movían compulsivamente adelante y atrás, sus nalgas estaban completamente moradas y su sexo empezó a gotear, nunca lo había visto en una mujer, me detuve. La agarré del cabello, mírame. Tenía los ojos completamente húmedos. Ya puedes tragártelo. Obedeció con otro gemido. Vístete y vete.

Tenía pensado permitirle correrse el viernes, pero me surgió un imprevisto y cancelé mi sesión de tortura con ella. Tuve la sensación que se ponía a llorar cuando se lo comuniqué el mismo mediodía. En cambio, la cité el lunes en mi casa antes de ir a trabajar. Tú serás mi despertador a las 7.30.

Alargué la mano para tomar el despertador digital y ver la hora. 7.31. La cabeza de María se movía rítmicamente sobre mi miembro, hinchado por su labor pero también por las imperiosas ganas de mear matinales. Por un momento se me ocurrió hacerlo en su boca, pero me contuve. La llevé al baño donde la tomó para apuntar en el inodoro, pero cambié de opinión, así que detuve el chorro y le ordené. Quiero acabar en tu boca. Acercó la cara a escasos centímetros de mi glande, abrió la cavidad y esperó.

Nunca se me había ocurrido que alguien pudiera mearse sobre otra persona, menos que ésta estuviera dispuesta a beberse sus orines. Ya no me quedaba mucho líquido, pero acogió y tragó dócilmente. Cuando la fuente se agotó, reanudó la mamada con apetito renovado. Ahora fue mi semen el que la atravesó.

-Prepárame el café mientras me ducho. Cuando acabes ven para frotarme la espalda y secarme.

Antes de abandonar el piso palpé su sexo para confirmar que seguía licuado. Hoy tendrás tu premio, le anuncié.


Llevábamos más de un mes juntos, viéndonos tres o cuatro días por semana, en fin de semana no, cuando decidí cambiar un aspecto que cada vez me disgustaba más. Así, la tarea que le encomendé fue tener su piso vacío aquel miércoles por la tarde, echar a su madre vamos, pues quería ver su vestuario.

Me mostró un apartamento grande de cuatro habitaciones, dos baños, amplia terraza y una cocina casi tan grande como el comedor presidida por una mesa central. Me explicó que su padre había sido constructor, el bloque en que nos encontrábamos lo había edificado su empresa, por lo que se quedó el ático. Cuando murió, un seguro de vida cuantioso permitió a la viuda mantener el nivel económico.

María se iba soltando cada vez más conmigo, aunque cualquier explicación que me daba debía ser arrancada con pinzas. Pero entre mis preguntas y su mayor confianza, pude conocer la historia mientras me mostraba donde vivía. Pero no era eso lo que yo buscaba, así que le pedí que me llevara a su habitación. Sus ojos se iluminaron, estoy convencido que su sexo se humedeció, previendo nuevos juegos, pero no sería tan fácil.

-Abre los armarios y muéstrame tu ropa.

Me miró sorprendida pero obedeció. Un armario empotrado de cinco puertas almacenaba todo su vestuario. La primera puerta, la izquierda, contenía ropa de invierno en cuatro estantes, con zapateros en la zona baja. La segunda, chaquetas, abrigos y algunas americanas. La tercera era la más amplia pues eran dos puertas, donde estaban dispuestas las faldas y blusas que solía vestir en el trabajo. Al menos había quince de cada, en tonos claros, oscuros, lisos, estampados. La quinta puerta, era un cajonero donde estaba toda la ropa interior, joyeros, maquillajes y porquería variada.

-Muéstrame la falda más corta que tengas.

Me miró sorprendida, pero reaccionó al instante. No encontró ninguna, pues todas le llegaban por encima de la rodilla, hasta que del primer armario sacó un vestido de lana, de cuello alto, pero corto de falda. Póntelo. Iba a desnudarse cuando le ordené ponérselo encima pues no quería perder más tiempo. Le llegaba hasta medio muslo y no tenía mangas, pero pronto vi que se estaba asando.

-Esta es la medida máxima a la que quiero tus faldas a partir de mañana –ordené. –Ahora quiero ver alguna camiseta ceñida.

Se dio la vuelta, rebuscó en los cajones, pero todo lo que encontraba eran camisetas interiores, de tirantes la mayoría. ¿No tienes ningún top? Pregunté. Nerviosa, buscaba y buscaba pero no aparecía nada que se le pareciera. Finalmente la conminé a quitarse el vestido, así como la blusa y falda de monja, para dejarla en ropa interior. Se puso una camiseta interior e hice que se mirara en el espejo.

-Vistes como una monja pero eres una perra. Así que a partir de ya vas a mostrarle al mundo lo que realmente eres. No quiero volver a verte con prendas del siglo XIX. ¿Ves como se te marca la figura con esta camiseta? ¿Cómo destacan tus tetas? Así quiero verte a partir de ahora. –Dicho esto le pegué una buena nalgada que la hizo gemir.

También le hice mostrarme la ropa interior, pero aquí sí solía usar conjuntos más o menos provocativos. Así como las medias, la mayoría con goma.

-Vístete, nos vamos. –Me miró sorprendida, sin duda esperando jugar en su habitación, pero mis planes no iban por allí. ¿Qué quieres que me ponga? Preguntó. –Lo que llevabas está bien.

No la toqué en el ascensor ni en el coche, por más deseosa que ella estuviera. Conduje hasta el centro comercial más próximo y la guié hacia las tiendas de moda. Vamos a renovar tu vestuario, le dije, ya sabes qué quiero que te compres.

Entramos en tres tiendas. En la primera se probó un par de prendas pero no me gustaron. En la segunda sí compramos, pagué yo. Tres faldas, dos camisetas de manga tres cuartos, una blusa entallada y un vestido corto de escote en pico. Cada pieza que se probaba debía salir a mostrármela para que yo diera el visto bueno.

La tercera tienda fue la más divertida, aunque solamente se compró dos prendas. Un pantalón ceñido y un top morado. Había vuelto a entrar en el probador para ponerse su ropa de nuevo cuando entré con ella. Estaba en ropa interior así que le pregunté si le gustaba la ropa que se había comprado. Asintió, aunque lo que realmente le gustaba era comprarse lo que yo decía.

-Bien, agradécemelo.

Giró la cabeza para mirar a través de las cortinas. Estaban echadas pero siempre queda una ranura hasta la pared, que no le permití ajustar. Se arrodilló en el suelo, me la sacó y cumplió con su labor, hasta que le llené la boca. Ya puedes vestirte mientras voy a pagar esto, pero no lo hice. En cuanto llegó a mi lado, le tendí las dos prendas y le ordené pagarlo ella. Quiero que preguntes, además, si tienen el top con inscripciones obscenas. Se giró hacia mí con los ojos abiertos como platos, pero seguí caminando hacia la caja tranquilamente.

Tendió la ropa a la dependienta. Esta la desmagnetizó y la embolsó. Iba a decirnos cuánto costaba la compra, cuando María intervino con serias dificultades para vocalizar. ¿Perdón? Inquirió la desconocida, así que mi chica repitió la pregunta, ahora vocalizando más abiertamente, por lo que la vendedora pudo ver claramente que las dificultades para hablar se debían a algo espeso alojado en su boca.

María pagó, ruborizada, mientras la chica la miraba sorprendida, negando tener prendas con inscripciones obscenas. Abrí la puerta del coche al llegar al parking, ordenándole arrodillarse detrás de ella para quedar protegida de miradas extrañas. Al fin y al cabo, estábamos en su barrio.

-Lo has hecho muy bien. Ahora quiero que vuelvas a chupármela, pero no te tragues el semen aún.

Tardé más de veinte minutos en correrme de nuevo. Me excitaba que me hubiera rebozado la polla con mi propio semen, pero necesité llevarla al límite de nuevo, quítate las bragas y mastúrbate mientras chupas, para que su ansia musicada con constantes gemidos me llevaran a puerto.

Paré ante su portal pero aún no la dejé bajar. La había estado acariciando todo el camino pero seguí sin permitirle correrse. Le acomodé la falda para que le cubriera los muslos de nuevo y le ordené escupir las dos lechadas sobre ésta. Obedeció, dejando la prenda verde decorada con una mancha blancuzca aproximadamente en mitad de la tela.

-Cumple mañana con tus obligaciones y tendrás tu recompensa –me despedí echándola del coche.


Aquel jueves de primeros de abril, María fue la comidilla de la empresa. La modosita administrativa de contabilidad había aparecido ataviada con una blusa ceñida que le marcaba un buen par de tetas y una falda estampada que mostraba más de la mitad de sus muslos. No era un vestuario extraño en la mayoría de mujeres de la oficina, pero sí era novedoso en ella, por lo que los compañeros masculinos le dedicaron miradas obscenas mientras las compañeras cuchicheaban sorprendidas.

Incluso Marcos posó sus ojos sobre ella, confiándome que sería su próxima presa. Lo animé a ello, como había hecho otras veces cuando me avisaba que se iba a pasar por la piedra a alguna compañera, pero no solté prenda del juego que me traía entre manos.

Aquella noche la invité a cenar en un restaurante que me habían recomendado. La recogí delante de su casa, alabándola por lo guapa y excitante que estaba, y solamente le ordené quitarse la ropa interior. Sus senos se dibujaban perfectamente a través de la ceñida tela, perforada por pezones permanentemente erguidos. No pasaron desapercibidos por los camareros del local ni por otros clientes. Incluso leí claramente en los labios de una mujer como la calificaba de zorra, ante la insistente mirada de su pareja.

-La mujer de la mesa de la derecha, la del vestido azul, le acaba de decir a su marido que pareces una zorra. –Se ruborizó pero no dijo nada. -¿Qué te parece? ¿Eres una zorra?

-Soy lo que tú quieras.

La miré directamente a las tetas y continué:

-Te queda tan ceñida esta camiseta que se te marcan las tetas perfectamente. Parece que no lleves nada. La verdad es que para ir así por el mundo, casi podrías quitártela y enseñarías lo mismo.

Levantó la vista, mirándome sorprendida, sin duda preguntándose si iba a pedirle que se la quitara en medio de aquel comedor. Su respiración se intensificó, aumentando el vaivén de aquel par de globos.

-¿Qué te parecería si te ordenara quitártela? –Bajó la mirada, excitada, para asentir a continuación antes de responder que obedecería cualquier orden que le diera. La tuve un rato en ascuas, mientras su respiración se aceleraba por momentos. -¿Estás excitada? –Mucho. -¿Quieres quitarte la camiseta? –Quiero obedecerte. Sonreí satisfecho. –Buena chica. Así me gustas, obediente.

Pero no iba a provocar una situación embarazosa para mí, pues nos echarían del restaurante al momento, así que opté por algo un poco menos atrevido.

-Quiero que vayas al baño y te masturbes, pero no quiero que te corras. Cuando estés a punto paras y vuelves. Mientras te tocas, usarás tus flujos para acariciarte los pezones por encima de la tela, dejándola húmeda. –Los ardientes colores en las mejillas de mi compañera y el acelerado movimiento de sus pulmones, me demostraron que no necesitaría estar en el aseo demasiado tiempo para llegar al no-orgasmo, pero quise más. –Tanto al ir como al volver, quiero que pases por el lado de la mujer de azul y mires lascivamente a su marido.

María se levantó temblando. Titubeó en los primeros pasos pero obedeció diligentemente. La mirada que le dedicó la mujer en el trayecto de ida fue asesina, pero cuando la vio reaparecer con los pezones atravesando la tela casi transparente insinuándose a su pareja, pensé que se levantaba y se le echaba encima. Pero no ocurrió. Prefirió soltarle un exabrupto a mi chica, que se sentó tiritando.

-¿Cómo ha ido? –No respondió. Tenía la mirada baja y respiraba con cierta dificultad. -¿Qué te ha dicho?

-¿Qué miras, puta? –verbalizó en un susurro.

-Tiene razón, te has comportado como una puta. ¿Eres una puta? –No respondía, así que insistí. -¿Lo eres?

-Soy lo que tú quieras.

Aún la torturé un rato más. Pedí un café solo que me tomé degustándolo mientras María se mantenía con la cabeza gacha esperando indicaciones. Al salir del local, la tomé de la nalga sin ningún pudor, notando las miradas de los comensales acribillándonos.

Al llegar al coche, la empujé contra la carrocería, obligándola a apoyar las manos sobre el capó para darme la espalda. Le abrí la blusa para que sus tetas se mecieran libres. Le levanté la falda para mostrarme sus rotundas nalgas. Le acaricié el sexo desde detrás, arrancándole intensos jadeos, hasta que le solté la primera nalgada, preguntándole qué eres. Gimió pero no respondió. Repetí golpe y pregunta. Una puta. Otro golpe, misma pregunta. Una puta. Al noveno cachete no pudo responder, pues un intenso orgasmo la sacudió de arriba abajo.

El juego me había parecido la hostia, pero mi perfil de amo dominante que cada vez estaba desempeñando mejor apareció implacable. No le había dado permiso para correrse, así que me había desobedecido. Por lo que si quería mantener intacta mi autoridad sobre ella, debía castigarla.

-No recuerdo haberte dado permiso para correrte.

-Lo siento, no he podido evitarlo –suplicó.

-Aquí te quedas. Vas a tener que volver caminando a tu casa. Dedica el paseo a pensar en qué debes mejorar.

Suplicó, sollozó incluso, disculpándose para que no la abandonara allí, pero hice caso omiso. Monté en el coche y allí la dejé, a más de una hora de su barrio a pie.


Al día siguiente no le hice ni puto caso. Noté su mirada pendiente de mí pero la ninguneé completamente. Incluso a media mañana se acercó al office cuando me levanté a tomar café, pero fui acompañado de Marcos y otra compañera, así que no llegó a entrar en la pequeña sala.

El lunes apareció con el vestido de una pieza, pero seguí distante, como si no la conociera, hasta que me la encontré al lado de mi coche a última hora de la tarde. En cuanto estuve a un par de metros de ella, bajó la cabeza y se levantó la falda para que pudiera ver que no llevaba bragas.

-¿Qué haces aquí?

-Te necesito.

-¿Y?

-Haré cualquier cosa que me pidas. Te obedeceré en todo y nunca más volveré a desobedecerte. Te lo prometo.

-¿Cualquier cosa?

-Cualquier cosa.

-¿Y si te pido que subas desnuda a la octava planta…? –No me dejó terminar. Quitándose el vestido por encima de la cabeza, comenzó a caminar hacia el ascensor, desabrochándose el sujetador. Tuve que detenerla. –No te he dicho que lo hicieras. Te he preguntado si lo harías.

Bajó la cabeza, aunque pude ver sus ojos húmedos por la tensión, se arrodilló en el suelo y rogó, por favor.

No podía tenerla en aquella situación mucho rato, pues aún quedaban compañeros en la empresa, además de los inquilinos de las otras siete plantas del edificio, que podían aparecer en cualquier momento para recoger sus vehículos, así que la invité a entrar en el coche.

Me puso burrísimo tenerla completamente desnuda después de que se arrodillara en el suelo suplicando, pero le ordené taparse con el vestido cuando el coche cruzaba el dispensador del ticket, pues hay cámaras de vigilancia y no quería que el vigilante nos convirtiera en la comidilla de la empresa.

Conduje un rato sin rumbo, planeando el castigo, pues es obvio que debo castigarte, asintió prometiéndome fidelidad eterna, hasta que decidí continuar el juego del último día, pues era la manera más coherente de demostrarme obediencia.

Entró en mi apartamento gateando después de haberla obligado a subir desnuda por la escalera. Me trajo la cerveza como una perra y esperó a que le echara el hueso. Pero no lo hice. Llamé a mi hermana, con la que estuve al teléfono más de media hora pues debíamos coordinar una fiesta de mis padres. María se mantuvo en posición, desnuda, arrodillada con los brazos entrelazados a la espalda y las piernas abiertas.

Al rato, le ofrecí mis pies para que los chupara, límpiame los dedos, ordené, hasta que la hice ascender hasta mi polla, pero no le permití que la tocara. Solamente los huevos. No sé cuantificar el rato que estuvo lamiéndomelos, pero vi entera una tertulia deportiva. Cuando consideré que ya debía estar licuada, la levanté ordenándole apoyar los brazos en la mesa del comedor para ofrecerme sus nalgas. Palpé su sexo por detrás, confirmando que estaba empapada, pellizqué sus pezones, retorciéndoselos hasta que se quejó por el dolor, y la tomé del pelo, acercándome a ella para avisar al oído que hoy solamente sería castigada, nada de placer.

-Pobre de ti que te corras, no me verás nunca más, ¿entendido? –Asintió. -¿Qué eres para mí?

-Lo que tú quieras.

Cayó la primera nalgada. Chilló a la vez que gemía. ¿Qué más eres? Tu sumisa. Otro golpe. Pregunté de nuevo. Puta, perra, esclava, nada, criada fueron sonando respondiendo a cada bofetada en su cada vez más irritada piel. La masturbé, la agredí de nuevo, la penetré anal y vaginalmente, seguí pegándole, la arrodillé para que me la chupara, encajándole la polla tan profundamente como fui capaz, tosió, tuvo una arcada, se llevó una bofetada por no haber aguantado el rato que yo había considerado adecuado. Engulló de nuevo, ansiosa por satisfacerme, hasta que me corrí.

La levanté tirando de su pelo. La puse en la posición inicial y retomé las nalgadas, mientras recitaba calificativos de nuevo con la boca anegada. Tuvo espasmos vaginales, me suplicó correrse, pero se lo prohibí. Como colofón, la metí en la bañera estirada en posición fetal y oriné sobre ella. Asquerosidad que aguantó estoicamente, placenteramente me atrevo a afirmar, pues no dejó de gemir ni un segundo, hasta que el agua corriente sustituyó mis orines. Fue entonces cuando tuve con ella el primer acto se cariño de la noche.

Levántate, ordené, para lavarnos mutuamente, frotándonos con la esponja. Cuando nos secamos, no la conminé a arrodillarse en el suelo. Le pregunté si quería quedarse a dormir. Me encantaría, respondió con la mayor sonrisa que había visto nunca en la cara de una mujer, así que nos encaminamos abrazados hasta mi habitación. Yo no tenía hambre, ella me dijo que tampoco, así que nos tumbamos bajo las sábanas entrelazados mientras me susurraba gracias, gracias por perdonarme.


Pronto aprendí que este tipo de juegos son ascendentes, deben avanzar. En una relación de pareja tradicional también existe una evolución, tanto en la vertiente afectiva como en la sexual, pero en una relación basada en la dominación de otra persona, el dominante se cansa de repetir las mismas órdenes y el sumiso necesita nuevos retos. Lo confirmé entrando en el tercer mes de relación.

Había exhibido a María infinidad de veces, la había castigado física y verbalmente, había cumplido todas las órdenes que le había dado, fueran pequeñas o grandes, fáciles o difíciles, pero noté la llegada del aburrimiento, pues las acciones acaban siendo reiterativas.

Cada vez me sentía más cómodo en mi nueva situación, ordenando y siendo obedecido, además de permitirme tener sexo cada vez que me apetecía, como me apetecía, donde me apetecía, sin necesidad de salir a buscarlo. Por lo que tuve claro que no podía dejarlo caer en el hastío, pues María era el 50% y participaba del juego voluntariamente.

Entré en chats de dominación, leí relatos, me informé, pero cada persona es un mundo y hasta ese momento guiarme por mi intuición me había funcionado, así que mantuve la relación conduciendo por la misma carretera.

María parecía una sumisa de manual. Lo que más la excitaba era obedecer, necesitada de encontrase en situaciones levemente embarazosas y recibía los castigos complacida. Siguiendo esta fórmula, llegaba a orgasmos intensísimos. O así había sido, pues últimamente la notaba menos intensa.

Tenía que darle otra vuelta de tuerca.

Era miércoles, yo no había ido a la oficina, ya que había tenido visitas fuera de la ciudad, pero en casa, por la mañana pues había venido a despertarme, le había dado las instrucciones precisas. Ya eran casi las 8 cuando llegué al punto de encuentro, una esquina de un parque muy concurrido en un barrio de muy bajo nivel. Como esperaba, vestida con una blusa ceñida y una falda de piel negra más corta de lo que últimamente era habitual, parecía una puta en pleno escaparate. Que no llevara ropa interior, sobre todo por lo que al torso se refiere, aún la hacía más apetecible, a la par que descarada.

Subió en el coche rapidísimamente, nerviosa y muy sofocada, mirándome ansiosa esperando instrucciones. Pero no arranqué.

-¿Cuántos te han preguntado cuánto cobrabas?

–Siete.

-¿Y qué les has dicho?

-Lo que me has ordenado. No puedo hacerlo hasta que llegue mi chulo.

-¿Y qué contestaban?

-Intentaban convencerme. Uno me ha ofrecido 100€.

-¿Nada más? ¿Ninguno te ha metido mano?

-Tres. Dos el culo y uno las tetas.

-¿Se han dado cuenta que no llevas bragas?

Negó, respirando cada vez más profundamente. Como cada vez que subía al coche, se había desabrochado un par de botones de la blusa para que yo pudiera verle las tetas, ni que fuera lateralmente, y se había abierto de piernas mostrándome su rasurado pubis.

Alargué la mano y se lo acaricié. Suspiró profundamente, mientras mis dedos chapoteaban en aquel marasmo. Con la otra mano tomé uno de sus pechos preguntándole si estaba muy excitada. Asintió con un leve movimiento de cabeza, pero su respiración y el charco que tenía por vagina lo confirmaban. La masturbé un rato, mal aparcados en aquella esquina, mientras la avisaba que los siete clientes potenciales que había desestimado la estaban mirando, mirando atentamente como tu chulo te calma las ansias.

Jadeaba con fuerza, con los ojos cerrados, su cuerpo se movía buscando una mayor fricción en labios y pezones, hasta que me pidió permiso para correrse. Me detuve automáticamente, soltando ella el acostumbrado lamento, gemido entre dientes.

-Las putas no se corren. Menos delante de sus futuros clientes. -Llevé los pringados dedos a su boca para que me limpiara y arranqué.

Estábamos muy lejos de nuestros barrios respectivos. Si había salido puntual de la oficina, tenía más de media hora de trayecto en metro, supuse que había estado expuesta cerca de una hora. Ahora teníamos otro cuarto de hora hasta la próxima estación del viaje, así que la invité a ensalivarme el miembro, orden que obedeció rauda.

Aparqué con más facilidad de la prevista en una calle transversal, mientras la invitaba a bajar del coche abrochándose uno de los botones, justo para que sus tetas no asomaran completas. Al girar la esquina, entramos en un sex-shop de cartel verde.

El local era tópico, además de decrépito. Anticuado en cuanto a decoración, tenue en el pasillo de acceso y en el del fondo que daba acceso a las cabinas. La sala central estaba presidida por vitrinas laterales llenas de películas, juguetes y disfraces, con una góndola acristalada en el centro de la sala exhibiendo consoladores de variados colores y formas, la mayoría de tallas desorbitadas.

Pero lo realmente decrépito eran los clientes de la tienda. Una docena de hombres de edades comprendidas entre los cuarenta y los sesenta, que miraron a mi compañera como si de un trozo de carne se tratara, hambrientos pues no parecían haber probado bocado en años. Un par se acercaron a ella más de la cuenta pero ninguno se atrevió a tocarla, sin duda por mi presencia.

Comenté con María varios juguetes que podríamos utilizar, aunque yo tenía claro cuál había ido a buscar. No me pareció que la excitaran especialmente los vibradores o consoladores, sí en cambio los disfraces pero a mí no, por lo que los descarté, así que pedí al dependiente directamente lo que tenía en mente.

En cuanto me lo mostró, expuesto en la vitrina posterior al mostrador, María me agarró la mano complacida. Pero si la gag ball le gustaba, cuando el chico me tendió la fusta negra, noté claramente el escalofrío que recorrió el cuerpo de mi víctima.

Salimos de la tienda ansiosos por estrenar las nuevas herramientas, sobre todo María, pero el destino me puso delante una maldad. Un hombre mayor, sucio y vestido con harapos, se nos acercó cuando estábamos llegando al coche pidiéndonos limosna.

-No tengo suelto, -respondí –pero puedo ofrecerte algo mejor.

Levanté la falda de mi chica para mostrarle las nalgas al desgraciado. ¿Quieres tocarlas? Asintió babeando, con los ojos abiertos como platos. Alargó la mano derecha, tapada con un cochambroso guante sin dedos, y apretó, mirándome incrédulo. Toca, toca, le animé, le gusta. El tío se envalentonó, agarrándola con ambas manos. No vi qué había hecho con la jarrita de plástico que nos había tendido hacía escasos segundos.

María me miraba paralizada, excitada, así que opté por aumentar la apuesta. Le desabroché el botón que ella se había abotonado al salir del coche, aparté la tela, mostrando al mundo aquel par de mamas llenas. Ahora sí que los ojos del hombre se salieron de sus órbitas, preguntándome incrédulo si también podía tocarlas.  Claro que sí, están para eso. Con rudeza, alargó ambas manos para asir su premio, que sobó baboso. Ahora sí caía saliva por su mentón.

-¿Quieres hacerte una paja? -Pregunté, a la vez que tenía que agarrar a la asustada chica de las nalgas para que no se fuera hacia atrás.

El hambriento indigente asintió presuroso, se sacó un miembro oscuro como la noche para sacudirlo frenético mientras sobaba y babeaba. En menos de un minuto se derramó, manchando el muslo de María. Aprovechando su estado casi místico, lo empujé, tirándolo al suelo de espaldas, mientras ambos entrábamos en el coche a toda prisa para escapar de aquel callejón.

La costumbre llevó a mi compañera a abrir las piernas al sentarse en el vehículo, esperando que mis dedos la acariciaran. Cumplí con el hábito, confirmándome que el juego había aumentado su excitación, llevándolos de nuevo a su boca para que me los limpiara de su ingente flujo. Entonces vi la mancha de semen en el muslo izquierdo, muy cerca de la rodilla, pero me dio asco tomarlo con mi dedo así que al parar en el semáforo ordené.

-Chúpalo.

Me miró interrogativa, después de haber reparado en la semilla del indigente, dudó, pero acabó levantando la pierna para acercarla a su lengua y engullirla ante mi amenaza de dejarla en su casa y no estrenar los nuevos juguetes.

-Buena chica. Te has ganado tu premio, así que puedes comerme la polla hasta que lleguemos a mi apartamento.

No le ordené desnudarse al salir del coche en el parking de mi edificio, pero sí arrodillarse al llegar al ascensor y entrar en mi casa gateando. Las medias evitaban que se pelara las rodillas pero me parecía divertido verlas siempre manchadas por el roce.

Le quité la blusa para que sus tetas colgaran, pero no la falda pues me ponía bastante el conjunto con la media hasta medio muslo. Le ordené esperarme en el comedor mientras me desvestía, arrodillada, con la fusta y la bola delante de ella, sobre la mesita, para que también salivara. Cuando volví, solamente vestido con el bóxer, respiraba ligeramente agitada y su mirada brillaba, anhelante.

-Sigue chupando mientras preparo los juguetes. –Me bajó la prenda y engulló hambrienta, jadeando a cada lamida, mientras de pie desenvolvía la ball gag . Se la tendí para que la viera pero su respuesta fue chuparla como si de una perrita se tratara. Me encantó el gesto, sobre todo porque la veía más excitada que últimamente. Le encajé el artilugio en la boca, abrochándolo por la parte posterior de la cabeza. Estás preciosa, la alagué, acariciándole la cara que me acercaba buscando mayor contacto. Bajé por su cuello, amasé los pechos, sucios por las manos del viejo asqueroso que te ha sobado, me arrodillé a su lado para llegar a su entrepierna y la palpé.

Afirmar que su sexo estaba encharcado es quedarme corto. Sus labios, además, estaban hinchadísimos. Bastó con tocar suavemente su clítoris para que rugiera como una perra en celo en un extraño concierto de gruñidos y mugidos sofocados por la bola intrusa.

Ni se te ocurra correrte, amenacé. Su respuesta fue repentina. Movió la cabeza negando, en rápidos gestos compulsivos que más que negar, me avisaban, hasta que se levantó de un salto para liberar su vagina de mi mano.

Dobló el cuerpo hacia adelante, como si le doliera la barriga, juntando ambas piernas, cruzándolas, mientras densos flujos rodaban por ellas y gruesos goterones de saliva caían al suelo.

La tomé del cabello, arrodillándola de nuevo. ¿Si te acaricio de nuevo podrás aguantar? Negó con la cabeza. ¿Si te follo podrás aguantar? Negó con mayor vehemencia. ¿Y si te follo el culo? Negó por tercera vez. Pues solamente me dejas una alternativa.

La agarré del cabello obligándola a seguirme gateando, abrí la puerta del balcón y la dejé fuera, encerrada. No estábamos en un abril especialmente frío, pero a las 9 de la noche debía haber menos de 15 grados, así que estar casi desnuda a la intemperie tenía que bajarle la temperatura corporal por narices.

Cuando una hora después abrí la puerta para que entrara, tenía la piel de gallina y salivaba intensamente, pero lo alucinante del juego fue reparar en la mancha de flujo que había dejado en la baldosa. Metí la mano entre sus piernas para medir la temperatura, pero aquello no había bajado lo más mínimo. Solamente su epidermis había perdido temperatura. Además, respiraba con cierta dificultad debido a la acumulación de saliva y a los incontrolables jadeos que la asolaban.

Le acerqué la polla a la cara, para que chupara, pero la bola se lo impedía así que optó por frotarse contra ella con mejillas y labios, desesperada. Por un momento estuve tentado de quitársela y darle el gusto, darme el gusto, pero decidí acabar la función con el kit completo.

La apoyé en el sofá, con las manos en la espalda, entrelazadas, y las rodillas en el suelo, tomé la fusta, se la mostré pasándosela por la cara, nuca, espalda y entre las nalgas, hasta que la levanté blandiéndola, para que zumbara en el espacio.

¿La oyes?, pregunté. Rugió asintiendo. Azoté el aire un par de veces más, sin tocarla, pero no por ello dejaba de gemir, hasta que sin avisarla impacté en su nalga derecha. Mugió, moviendo las caderas lateralmente. El segundo cayó en la izquierda. Rugió con más fuerza, comenzando a acelerar la respiración. Blandí un par de veces la fusta en el aire, impacientándola, hasta que la agredí de nuevo.

Al séptimo azote perdió el control de sus caderas, que se movían espasmódicamente, mientras desconocidos sonidos guturales atravesaban la bola de plástico. Supe que no aguantaría muchos golpes más antes de correrse, así que posé la fusta entre sus labios vaginales, como si la montaran, a la vez que me agarraba la polla y apuntaba a su ano.

A penas atravesé el anillo, las convulsiones del músculo me avisaron que el orgasmo de mi perra era inminente. Córrete puta, ladré mientras mi pene la profanaba completamente.

Inmediatamente, asistí al orgasmo más bestia, brutal, vehemente, descontroladamente intenso que había visto en mi vida. Lo recuerdo ruidoso, incluso, a pesar de la mordaza que la sometía. También me pareció extremadamente largo, pues no dejó de convulsionarse, de rugir, hasta que me corrí en su estómago y la descabalgué.

Volví a su lado tendiéndole un vaso de agua, que deglutió ávida cuando le quité la bola. No tuvo fuerzas para levantarse pues las piernas aún le temblaron un rato, así que la dejé descansar mientras preparaba un poco de cena.


La fusta y la bola dieron bastante juego unas semanas hasta que añadí un nuevo juguete. Inicialmente pensé en unas esposas, pero en un sex shop al que fui solo, hallé una especie de muñequera que le ataba las manos a la espalda. No me hacía falta atarla pues era obedientemente dócil en este sentido, pero la idea que se me había ocurrido sería más eficaz si la dejaba completamente inmovilizada.

Tenía un viaje de trabajo de dos días a Valencia, en que pasaría una noche fuera, así que la invité a acompañarme. Tuvo que cogerse dos días de fiesta a cuenta de vacaciones, pues ninguno podíamos justificar que viniera conmigo, pero obedeció mi orden sumisa.

Mayo había llegado anticipando el verano, así que la recogí delante de su casa vestida con la falda corta de piel y una blusa fina, ceñida a su cuerpo. No llevaba sujetador, tampoco tanga, pero sus pechos quedaban protegidos por el top morado que le había comprado hacía un par de meses. En la primera área de servicio en que paramos para desayunar, la hice bajar sin blusa, para captar las miradas envidiosas de viajantes, camioneros y ejecutivos.

Al volver al coche, me vació los huevos en el aparcamiento, pero le prohibí tragarse mi lefa. Le coloqué la bola y arranqué. De esta guisa entramos en la capital del Turia hora y media después, colorada de piel, encharcada de sexo.

Nos dirigimos directamente al hotel, tomé la habitación, subimos por la escalera del parking para que nadie la viera y la dejé en la habitación. Arrodillada en el suelo, sometida con la bola pringada y las manos atadas a la espalda.

Después de la primera reunión, pasé a visitarla antes de salir a comer. No se había movido. La felicité por ello, pero la abandoné de nuevo, a pesar de las caninas muestras de efusividad que me profesó.

Reaparecí a primera hora de la tarde. Temblaba. La acaricié tomándole la temperatura. Cerró las piernas en un gesto instintivo que entendí como ganas de orinar. Le pregunté si lo necesitaba a lo que me respondió afirmativamente meciendo la cabeza. Aguanta.

Acabadas las dos visitas de la tarde aparecí de nuevo en la habitación. Parecía no haberse movido, pero ya no solamente le temblaban las piernas. Su cuerpo tiritaba y gemía en lamentos quejosos acompañados de regueros de lágrimas que surcaban sus mejillas. Había una mancha en el suelo, pero no olía a pis. ¿Te has meado? Pregunté. Negó con la cabeza, pero me miraba suplicante. Acaricié su sexo, licuado, del que vi caer alguna gota. ¿Quieres mear? Asintió vehemente. Primero deberás hacer algo por mí.

Sin quitarle la bola le ordené limpiar la mancha con los labios, déjalo limpio y te llevaré al baño. A los dos minutos, el suelo brillaba. La agarré del cabello y la arrastré hasta el lavabo, pero la obligué a entrar en la bañera. Con suavidad le apoyé la cabeza contra la pared, sin soltarle el pelo con la mano izquierda, para que sus nalgas quedaran expuestas. Le mostré la fusta que sostenía con la mano derecha y le propiné el primer azote. ¿Quieres mear? Rugió gritando, asintiendo. Otro azote. Pregunté de nuevo. Mugió. Azoté.

Conté diez golpes, con sus respectivas respuestas, hasta que penetré su ano con el mango de la fusta. Allí lo dejé mientras María gemía suplicante. Entonces ordené, mea.

Un amplio chorro amarillento resonó violento contra el suelo lacado de la bañera, mientras la chica liberaba un grave quejido temblando sin parar. Cuando se agotó el manantial, le quité la bola. Sorprendentemente, una espesa masa blancuzca y espumosa se le escapó entre los labios, mezclándose con el charco orinal.

Le acaricié el sexo desde detrás pero de nuevo le prohibí correrse. Cuando me avisó que llegaba, me detuve, desalojé el mango de su recto y se lo tendí para que lo limpiara, arrodillada en la bañera. Sin dejarla salir, abrí el agua para llenarla, invitándola a un baño relajante pues hoy te lo has ganado. Aprovéchalo, pues en media hora bajaremos a cenar.

La dejé tranquila un buen rato mientras veía las noticias en el canal 24 horas tumbado en la cama descansando, hasta que decidí que la actualidad ya me había penetrado suficientemente. Me levanté y me dirigí al baño. María estaba hundida en un mar cálido, con los ojos cerrados, como si durmiera, pero los abrió automáticamente al sentirme cerca.

-¿Qué tal el baño?

-Muy bien, gracias por permitírmelo. Y gracias por traerme a Valencia, me has hecho muy feliz.

-Me alegro que te guste, pero sabes que no es con palabras como debes agradecérmelo.

Asintió congelándosele la sonrisa, a la vez que se incorporaba levemente, esperando instrucciones. Pero no se las di hasta que hube entrado yo también en la bañera, quedando de pie entre sus piernas, pues era larga pero no lo suficientemente amplia para tumbarnos ambos.

-Quédate quieta, pero abre la boca –ordené agarrándome el miembro par apuntar. Ahora fui yo el que meó, mientras María acogía y tragaba. En cuanto le pegué las últimas sacudidas, la chica se incorporó lo justo para llegar a mi pene y limpiármelo con la lengua.

Nos duchamos juntos mientras el agua sucia se perdía por el desagüe, me secó, yo no la sequé a ella, y nos preparamos para bajar a cenar.

Al tratarse de un hotel que solíamos frecuentar los ejecutivos de la empresa, no quise exhibirnos demasiado, a pesar de que ella lo deseaba más que yo. La vestí con otra falda mínima que le había regalado hacía pocas semanas, blanca, y una blusa entallada sin ropa interior. Estaba preparada para matar, pero si no desabrochabas ningún botón ni abría las piernas descaradamente, pasaba por una joven atrevida, pero no obscena.

Así que cenamos tranquilamente mientras le preguntaba qué quería hacer o ver de Valencia. Más allá de la playa de la Malvarrosa y la ciudad de las Artes y las Ciencias, no conocía gran cosa, así que debía actuar yo de Cicerone. Pero ambos sabíamos que le importaba bien poco donde la llevara pues su voluntad era mi voluntad y su deseo era obedecer, satisfacerme.

Ya que no lo había hecho en la cena, decidí exhibirla, así que nos dirigimos al puerto deportivo donde hay varios locales nocturnos que no están mal. No es la zona principal de la ciudad en cuanto a pubs y discotecas, pero en verano suele tener buen ambiente. En el trayecto en coche le estuve acariciando el sexo que seguía licuado, pero sin permitirle correrse, algo a lo que se había acostumbrado pero que me permitía cegarla y tenerla aún más a mi merced.

Tomamos la primera copa en un local poco concurrido, así que más allá de bailar y sobarla un poco, no jugamos demasiado. Cambiamos de local, donde la hice entrar sola. Este tenía más afluencia pero un lunes de mayo no tiene aún la vida que me convenía para mis intenciones, aunque ya pudimos entrar un poco en materia.

Le ordené acercarse a la barra esperando que alguien la invitara. Gracias a su provocativo atuendo y a ser la única chica sola del pub, no tardó en tener compañía. La orden era tontear con el primero que le entrara, fuera quien fuera, fuera como fuera. Obedeció, pero el tío era demasiado guapo, el típico tiburón nocturno, así que pronto opté por plegar velas.

Estaba cerca de ellos, también en la barra, para escuchar lo que se decían. María se mostró abierta al encuentro, aunque solamente le había pedido ser una calientapollas, sin darle pie a mucho más. Cumplió con creces, mirándome de reojo buscando mi aprobación cuando el tío la invitó a bailar, dejándose tomar por la cintura, caderas incluso, pero poco más pues cuando el tío se envalentonó, aparecí al rescate llevándomela de ahí.

Mientras calentaba al incauto, había logrado que el barman me aconsejara un local más propicio para mis juegos. Le comenté que me acababa de separar y que necesitaba un poco de marcha, más estando de paso por la ciudad. Tenemos un local en la zona de Cánovas frecuentado por separadas, lo dijo en femenino, donde no te resultará difícil llevarte a alguna loba al hotel, me confió el camarero dándome las señas.

Allí nos dirigimos. La hice entrar unos minutos antes que yo para dirigirse a la barra y esperar acontecimientos. Tampoco estaba muy concurrido pero supe enseguida que allí si jugaríamos al juego que yo había ideado. Si había treinta clientes, dos tercios eran hombres. María parecía el putón de la sala, pero no era la única.

Justo acercarme yo a la barra, un tío de cuarenta y largos con bigote recortado y mirada felina la asolaba. No era atractivo pero sí estaba hambriento, acostumbrado a nadar en aquel mar de peces necesitados. Como había hecho en el local precedente, me quedé cerca para que ella se sintiera tranquila, a la vez que podía escuchar parte de la conversación.

El tío no tardó ni cinco minutos en tomarla de la cintura, acercándosele mucho para hablarle al oído. María no daba ningún paso pero tampoco paraba al hombre, lo que lo envalentonó así que pronto su mano bajó a sus caderas o subió por su espalda. Se acabaron la copa y salieron a bailar. Aprovechando que la siguiente canción era lenta, el tío la tomó de las caderas directamente mientras ella se apretaba a su cuerpo clavándole las desprotegidas tetas en su torso. Si el tío no se había dado cuenta de que no llevaba sujetador, algo improbable, ahora las debía sentir perfectamente.

Le dijo algo al oído, mi chica asintió, dijo algo más y aprovechó para bajar las manos y asirla de las nalgas descaradamente. Trató de besarla en el cuello, pero ella se apartó por lo que volvieron a la barra. Pidieron otra copa sin que el tío la soltara, ahora de la cintura. Aprovechando que María me miró buscando mi asentimiento le hice un gesto con ambas manos para que se soltara un botón de la blusa. Vi como se sonrojaba, pero obedeció disimuladamente cuando el tío se giró para tomar las bebidas de la barra.

Cuando la encaró, tendiéndole el combinado, le miró las tetas sin disimulo. Si el hombre hubiera sido más alto, posiblemente se las podría haber visto, pero al tener estaturas parecidas, solamente podía verlas si se ladeaba pues el escote se ahuecaba ligeramente. Si el gesto, tal vez involuntario de la chica, ya no era de por sí invitador, dos pezones durísimos amenazando con cruzar la tela confirmaban que aquella tía había ido a por pan y mojar, así que el tío ya no se anduvo por las ramas.

La tomó del culo descaradamente, acercándola, mientras le susurraba lo guapa que era y la invitaba a ir a un lugar más tranquilo. Yo no podía oírlo claramente, pero era obvio que por allí iban los tiros. María no asentía pero no frenaba los avances por lo que la besó en el cuello aprovechando para sobarle la teta izquierda.

Mi compañera me miró, coloradísima, buscando instrucciones, pero no le di ninguna. No le había ordenado pararlo, así que desconocía hasta dónde iba a llegar. El tío prosiguió sus avances, llegó a agarrarle las dos tetas, encontrándose con que la única negativa de la tía que se iba a tirar en breve era besarlo. Por un momento me pareció que el hombre bajaba la mano a la entrepierna de su presa, pero no se atrevió. Me hubiera gustado que hubiera notado su desnudez, pero debía ser consciente de que ya estaban dando demasiado el cante, así que optó por invitarla a un lugar más discreto.

Eso pude oírlo, así que asentí con la cabeza para que María aceptara. Salieron del local con la mano derecha del maromo sobándole el culo. A penas les dejé diez metros y salí tras ellos. Justo se acercaban a un coche blanco, cuando les alcancé.

-Hola cariño, ya es hora de volver a casa.

El tío me miró como si fuera un marciano, a la vez que trataba de sujetarla por la cintura cuando se dio cuenta que María avanzaba hacia mí.

-No sé quién eres pero esta chica está conmigo.

-No creo que esté contigo pues es mi mujer y he quedado con ella en recogerla aquí al acabar una cena de negocios.

El tío nos miró a ambos, alternativamente. A María como a una puta, a mí como a su chulo, llegando a preguntarnos ¿de qué coño va esto? No respondí. Tomé a mi chica de la cintura y comenzamos a andar hacia nuestro coche.

Le habíamos quitado el juguete a un hombre vulgar que pocas veces debía encamarse con mujeres como esta, así que bramó indignado:

-Eres un cabrón. Y tú una puta, que se viste como una ramera y se deja sobar por cualquiera. Hijos de puta.

Pero no nos detuvimos. Preferí preguntarle a mi mujer si se había vestido como una ramera y se había dejado sobar por aquel mierda. Sí, lo he hecho, he obedecido a mi hombre. Buena chica, respondí, metiendo la mano por debajo de la falda para notar su sexo empapado a pesar de hacerlo desde detrás.

Al entrar en el coche le ordené abrirse la blusa completamente y sobarse las tetas mientras yo zambullía mis dedos en sus entrañas. Había tomado la fusta del asiento trasero y se la puse sobre los muslos, aumentando así su excitación.

-Has estado a punto de follarte al madurito, eh. –Suspiraba. –Te hubiera gustado abrirte de piernas en su coche. Chupársela. Has estado a punto. -No respondía con palabras. Lo hacía con gemidos, hasta que le pregunté directamente. -¿Querías follártelo? ¿Qué te follara?

-No –suspiró.

-¿Entonces qué estabas haciendo?

-Obedecerte.

-Así que si te hubiera ordenado follártelo, ¿lo hubieras hecho?

-Sí.

-O sea que el tío tiene razón. Eres una puta, una ramera.

-Soy lo que tú quieras.

En ese momento me avisó de que iba a correrse, así que quité los dedos de sus entrañas y se lo prohibí. Aún no. Como tantas otras veces, un gemido lastimero me confirmó que me había obedecido.

Circulé por la ciudad unos veinte minutos aunque antes le había atado las manos a la espalda para que no se tocara. Llevaba muchas horas caliente como una perra y temí que cualquier roce le provocara el orgasmo. Ahora el juego consistía en exhibirla desnuda, pues llevaba la blusa abierta, por lo que me acercaba a los pocos coches que circulaban por la ciudad a aquellas horas, mientras debía aguantar la fusta sobre sus muslos con las piernas completamente abiertas, para que se te ventile la calentura.

El punto álgido llegó cuando nos detuvimos en un semáforo al lado del camión de las basuras. El conductor le dijo de todo incluido guapa, mientras avisaba al compañero, un moro uniformado en verde fluorescente encargado de acercar los contenedores al triturador posterior, que también se sumó a la fiesta. Fueron menos de treinta segundos, pero tenerlos a escasos centímetros del coche, con el cristal bajado, oyendo los soeces improperios, aceleró aún más su respiración. Los tíos, además, de acercaron para tocarla, pero no lo permití pues no las tenía todas conmigo de poder salir de allí indemnes. Aceleré en el momento que las manos del moro entraban en el habitáculo.

-¿Estás caliente? –pregunté acariciándole las ingles.

-Basta, por favor, no puedo más.

-¿Quieres correrte?

-Lo necesito. Haré lo que quieras, pero déjame correrme, por favor.

Tomé la fusta y la golpeé en el muslo. Gritó jadeando. Le di otro, recordándole que yo era el único que tomaba decisiones, que ella simplemente obedecía. Jadeaba con fuerza, más próxima aún al clímax, pero ver un motorista de la policía municipal me llevó a cometer la última locura de la noche.

Aceleré como si de un niñato con un coche tuneado se tratara, haciendo chirriar las ruedas y dando un giro prohibido en la siguiente bocacalle. No tardé en ver la moto con la luz azul encendida detrás, así que le obligué a seguirme un par de manzanas más hasta que me detuve en el lateral, al lado de un pequeño parque infantil.

El agente bajó de la moto, parada detrás de nuestro coche, y se acercó por mi lado quitándose los guantes pero no el casco. Al asomarse para notificarme que había hecho una maniobra prohibida y que conducía demasiado rápido, se quedó a media frase al ver a María a mi lado, prácticamente desnuda, respirando aceleradamente.

-¿Decía agente? –pregunté como si yo no pudiera ver lo que él estaba viendo. El hombre balbuceó una par de inteligibles vocablos, así que le ayudé. –Creo que me estaba diciendo que he cometido alguna imprudencia y que tendrá que multarme.

-Sí, sí, eso… -trató de serenarse el hombre, mirando a María sorprendido, a mí como a un bicho raro.

-¿Sabe qué pasa? –continué. –El coche no es mío, es de mi empresa, y si me multa me podrían despedir. Además, mi jefe no sabe que estoy en la ciudad con su hija y, claro, si se entera, el despido será lo más suave que me ocurrirá. ¿Comprende? –El tío alucinaba más aún. Hasta que llegué al cénit. -¿Qué le parece si lo solucionamos de otra manera?

Los ojos del policía se clavaron en los míos, interrogantes. Podía leer claramente en ellos como el hombre se debatía ante el pastel que tenía delante y las consecuencias de sus actos. Llevaba anillo por lo que supuse que estaba casado. Así que le ayudé.

-Lleva toda la noche pidiendo polla. Su padre la tiene por una santa, pero es la tía más zorra que he conocido en mi vida. Si corría tanto es porque ella me lo ha pedido, que la llevara al hotel y le diera su merecido, pero creo que no le importará hacer un pequeño alto en el camino para compensar a un servidor público que se mata por sus conciudadanos currando de sol a sol.

El tío seguía alucinando, pero su mirada era cada vez más lasciva. Sus ojos estaban fijos en las apetitosas tetas de aquella zorra que se mecían al ritmo de una respiración endiablada. Le faltaba un último empujón y se lo di.

-La chupa de vicio. Sólo tiene que darle la vuelta al coche y bajarse la cremallera. Nadie se va a enterar.  Venga, vale la pena. ¿A quién le amarga un dulce?

El agente se irguió, mirando a ambos lados de la calzada, pero estábamos en una zona muy tranquila, al lado de un parque, pasada la media noche, así que era difícil que alguien se diera cuenta de lo que estábamos haciendo.

Mientras rodeaba el coche por detrás, María preguntó con un hilo de voz, ¿quieres que se la chupe? La miré tomando la fusta para acariciarle con ella los pezones. Cerró los ojos reanudando los gemidos.

-Quiero que se la chupes. Pero no quiero que te tragues su semen. Hazlo por mí y te prometo que tendrás el mayor orgasmo de tu vida.

En ese momento el policía apareció al lado de María. Abrió la puerta a la vez que se abría la bragueta del pantalón, de la que asomó un miembro muy blanco, ya enhiesto. Mi chica giró el cuerpo hacia él y, sin dudarlo, la engulló.

Las manos del tío cobraron vida, sobándole las tetas, ansioso, mientras gemía al ritmo de las succiones de la felatriz. Yo colaboré verbalmente, preguntándole qué tal, a que la chupa de vicio la niña de papá, sabiendo que mi lenguaje excitaba más a María que al poli, que también gemía desbocada.

No duró ni dos minutos, pero berreó como un toro, agarrando a la chica del cabello para que no lo abandonara en el último momento. María esperó paciente a que el tío se retirara, cuando lo hizo le ordené mostrarme la simiente del hombre, que acababa de cerrar la puerta del coche dando por acabada la función.

-Asómate para enseñárselo y se lo escupes en los zapatos. –Abrió los ojos sorprendida, pero se giró hacia él abriendo la boca, a lo que el agente le dijo algo tipo buena zorrita, no pude oírlo bien, y escupió, manchándolo completamente según me confesó.

Arranqué quemando rueda, mientras me reía como un loco. Al aparcar en el parking del hotel, le acaricié la cara, lo has hecho muy bien hoy, estoy orgulloso de ti.

Saqué la bola de un bolsito que llevaba en el maletero y se la puse. Me sorprendió que no hubiera cámaras en los accesos al alojamiento pero no vi, así que la llevé casi desnuda hasta la habitación, pues le había levantado la mini falda para mostrar sexo y nalgas y seguía con la blusa abierta, además de estar atada de muñecas y boca.

Al entrar, la tiré sobre la cama ordenándole ponerse en posición. Se incorporó con dificultad, hasta que asentó las rodillas al filo del colchón quedando erguida. Tiré de la blusa pero no podía quitársela pues llevaba la muñequera de cuero atada a su espalda, así que hice un ovillo con ella alrededor de sus brazos, pues quería tener el máximo de carne disponible.

Tomé la fusta y se la mostré. Jadeaba respirando profundamente. Se la tendí, delante de la cara. Lámela. La recorrió con los labios pues no podía sacar la lengua. La bajé hasta sus pechos, acariciándolos, hasta que me desplacé a su entrepierna que también recorrí con el juguete. Tenía las piernas muy abiertas y doblaba el cuerpo hacia atrás, para mantenerse erguida y para aumentar la respiración.

¿Quieres correrte? –Asintió moviendo la cabeza. -Hoy te has portado muy bien, me has demostrado lo fiel que eres y te mereces el mayor premio, así que tal vez no debería azotarte. –Le tendí la fusta de nuevo, para que la lamiera, limpiándola de sus jugos esta vez. –Te dejo elegir. ¿Quieres que te azote o prefieres que no lo haga?

Exhaló un suspiro. Pero no me di por vencido, pues retrasar su clímax lo intensificaba.

-No me estás obedeciendo. Necesito una respuesta. Un sí o un no –ordené imperativo apartando la fusta de su cuerpo.

-Sí –acabó rogando. Al menos sonó a eso el mugido que profirió a través de la bola.

No esperé ni un segundo. La vara impactó en su nalga con violencia provocando un grito que si la bola no hubiera amortiguado, hubiéramos tenido un problema con Seguridad del hotel. Cayó un segundo golpe en la otra nalga. Un tercero, un cuarto. Sus piernas temblaban, así que la empujé agarrándola del brazo para que cayera de espaldas. Me miraba desbocada, con las piernas abiertas mostrándome una flor más roja que rosa, brillante por la ingente cantidad de flujo.

Acomodé la punta de la fusta en la entrada, ascendí hasta su clítoris, acariciándolo, continué por su estómago hasta que llegué a sus pezones. Era tal la velocidad de su respiración que me era prácticamente imposible atinar en ellos. Levanté la fusta y golpeé un pecho. Gritó de nuevo. El otro también, con un poco más de fuerza pero sin llegar a la intensidad de los dados en las nalgas. Bajé a su sexo de nuevo, a su clítoris, e hice un tanteo. Lo golpeé suavemente, pero su cuerpo se tensó como si le hubiera sobrevenido una descarga eléctrica.

Me arrodillé a su lado, pellizqué el pezón izquierdo pues era el que me quedaba más a mano, y golpeé de nuevo en su sexo, esta vez entre los labios. Volvió a sacudirse con furia, soltando lágrimas y babas. ¿Quieres más? Asintió, respirando cada vez con mayor dificultad.

Le pegué en la cara interior del muslo, en la exterior de la otra pierna, pero la respuesta no era tan intensa. Así que ataqué de nuevo su sexo. Una parte de mí me pedía azotarla con más fuerza pero temí lastimarla, así que opté por percutir con golpes firmes, consecutivos, que la sacudían en espasmos que recorrían todo su cuerpo.

Esa noche María tuvo el orgasmo más intenso de toda su vida. Fue tal la violencia de sus espasmos que tuve que desabrocharle la bola de la boca pues por poco se ahoga. Cuando logró calmarse un poco, le di la vuelta y le reventé el culo por enésima vez agarrándola del cabello para que se irguiera. Ella también se corrió por segunda vez, pero el orgasmo no tuvo nada que ver con el precedente.

Exhaustos ambos caímos derrengados en la cama. Ella se me acercó, reptando, tratando de abrazarme pero las ataduras se lo impedían, así que la tomé del cabello para pasarle la mano por debajo del cuello y quedar apoyada sobre mi pecho. Me susurró un gracias, mientras me besaba en los labios, la barbilla, en los pezones.

Sonreí. ¿Aún no has tenido bastante? Quiero agradecértelo. Bajó por mi torso hasta mi polla, que aún estaba medio viva y se la metió en la boca, chupando de nuevo, lamiendo, limpiando. La dejé hacer pero estaba fatigado, así que le ordené parar.

-No te la saques de la boca, –me lo pensé mejor –quiero que hoy duermas en este posición, para despertarme así mañana por la mañana.

Cumplió con su cometido. Y si no lo hizo, pues dormí seis horas como un tronco, tuvo la astucia de metérsela en la boca de nuevo antes de que yo despertara.

Como cada mañana, lo hice con la bufeta llena, así que lo verbalicé, tengo que mear. Su respuesta fue abrir un poco la boca para liberar carne, dejando solamente el glande acogido, esperando. Me miró un segundo, como si me avisara que ya estaba a punto, y cerró los ojos, esperando el jarabe.

Se lo bebió todo, aunque no pudo evitar derramar alguna gota que luego lamió diligente sobre mi piel. La desaté. Tuve que hacerle un masaje en los brazos para que entraran en calor pues los tenía entumecidos después de tantas horas inmovilizados.


El viaje a Valencia supuso el punto más álgido en nuestra relación. Tenía otro plan para ella, convertirla en el juguete inaccesible de Marcos, pues quería lograr una victoria, ni que fuera simbólica, sobre mi amigo y compañero, pero hechos externos la abortaron.

Desde que Marcos me había dicho que la nueva María, la que vestía como yo ordenaba, aunque él no lo supiera, sería la siguiente muesca en su revólver, decidí jugar con él. Las instrucciones que mi chica tenía eran muy sencillas. Debía permitir cualquier avance del playboy de la empresa, tontear con él, hacerle ver que la enorgullecía sentirse deseada, pero darle largas, no pasar de tonteos más o menos intensos.

Estábamos en pleno juego cuando fuimos a Valencia, por ello le resultó fácil alternar con desconocidos, además de excitante. Cada vez que mi amigo me comentaba algún avance, ridículos la mayoría para un tío experimentado como él, me partía de risa interiormente. Sobre todo, cuando avanzado mayo, Marcos comenzaba a estar realmente harto de perseguirla además de herido en su orgullo de macho alfa de la manada.

Pero llegó el último lunes de mayo y todo se fue al traste.

Apareció en casa por la mañana, sin que se lo hubiera ordenado, y en el rellano de mi apartamento me soltó aquella frase tan manida pero tan aterradora: tenemos que hablar.

-Hace casi un año que me separé de Carlos pero este fin de semana he decidido volver con él. –La miré sorprendido por encima del café con leche que yo había hecho para ambos. No tuve que pedir que se explicara mejor pues continuó: -Aunque yo he vuelto a mi juventud contigo, a sentir cosas que hacía casi una década que no sentía, mi hijo lo ha pasado muy mal. Me he sentido egoísta y mala madre muchas noches, sobre todo de fin de semana cuando no podía estar con él. Tal vez no lo comprendas, pero cada vez que me ha preguntado cuando volveremos a estar juntos papá y mamá se me ha partido el corazón. Así que este fin de semana he decidió darle otra oportunidad a Carlos.

-¿Estás segura de que esto es lo que te conviene? –Asintió. -¿Le quieres? –Volvió a asentir, hasta que aclaró:

-No estoy segura de que es lo que más me conviene a mí, pero estoy convencida que es lo mejor para nuestro hijo. Quiero a Carlos. Le quiero porque es un buen hombre, un buen padre, alguien ideal para formar una familia, que debe estar al lado de su hijo.

-Tal vez deberías pensar en ti también.

-Estos últimos meses sólo he pensado en mí. En mi placer. Y te agradezco lo mucho que me has dado, –me miró sonriente, forzando los labios como disculpándose –pero tú y yo no tenemos ningún futuro como pareja, más allá de disfrutar del sexo como nunca lo había hecho. –Hizo una pausa antes de sentenciar. –Y mi hijo necesita un padre.


Han pasado once años desde aquella conversación en la cocina de mi casa. Seguí trabajando en la empresa dos años más, viéndola cada día con sus faldas hasta las rodillas y blusas más amplias, pero sin cruzarnos palabra si no era imprescindible. Cambié de compañía. También de sector y busqué otras metas, hasta que me casé.

Mi matrimonio duró poco pues inconscientemente buscaba otra sumisa. Ni lo fue con la intensidad que yo buscaba en la cama, ni lo fue en casa, pues mi machismo cavernícola, palabras literales, la llevaron a abandonarme.

Aunque la he buscado, no he vuelto a encontrar a otra María. He jugado con sumisas, incluso he pagado por ellas, pero no he vuelto a sentir lo que sentí aquellos meses.

Hasta esta tarde.

Estaba sentada en una cafetería del centro con un adolescente que se le parecía bastante, sobre todo en la forma de los ojos. No ha cambiado demasiado. Parece conservar la misma talla de ropa y no he visto ninguna cana. Sí he apreciado, cuando me he acercado para saludarla, pequeñas arrugas al lado de ojos y labios. Maduras, bellas.

El chico se ha levantado, tomando una chaqueta y un skate, y se ha despedido de su madre con un beso en la mejilla. Ahora es la mía, me he dicho. Me he acercado y la he saludado con el tópico, ¡qué casualidad, cuánto tiempo!

Sus ojos se han iluminado al verme, alegres. Después de ponernos al día someramente, se ha hecho el silencio. Iba a levantarme, pues parecía que no quedaba más tela que cortar, cuando me ha agarrado de la muñeca y me ha dicho anhelante:

-Aún conservo la ropa que me compraste.

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