Monsieur Patoux, el patrón

Mi mujer encontró un empleo para cuidar unas niñas. Una invitación de los patrones a la montaña fué el inicio de experiencias nuevas y tórridas...

Monsieur Patoux, El Patrón

Corría el verano del 95. Habíamos llegado a Vevey y estábamos alojados en casa de un amigo de adolescencia que había hecho carrera de músico en Suiza. Estaba casado con una Terapeuta muy rubia no muy bonita pero inteligente y deseable. Sabíamos claramente que no podríamos permanecer mucho tiempo en su casa pues eran muy independientes de modo que iniciamos la búsqueda frenética de un empleo para mi mujer pues, para mí, sin documentos legales era muy difícil hacerlo.

Unos días después, encontramos un aviso buscando una chica para cuidar unas niñas y encargarse de algunas tareas domésticas. Pese a que mi mujer nunca había tenido necesidad de trabajar en nuestro país, cuando tomamos la decisión de irnos a Europa sabíamos que muchas cosas cambiarían. Fuimos a la entrevista y mi mujer logró el empleo sin mayores contratiempos. Era lógico, la paga era una miseria aunque le proporcionaban un bonito cuarto. Mejor dicho, debía pernoctar pues el trabajo era en un pueblito cercano a Vevey a unos 25 minutos en tren y, claro, en Suiza, el tiquete de tren es carísimo. Debía ocuparse de 4 preciosas niñas cosa que, al principio, fue difícil porque no conocía el idioma y dos de las niñitas no eran ninguna perita en dulce.

Antes de continuar, mi mujer, Sandra, es realmente una preciosura. Un poco más de 1.65, cuerpo divinamente proporcionado en el cual se destacan unos ojos negros hemosos, unos senos grandes y erguidos con un pezón pequeño y oscuro y unas piernas torneadas que se desprenden de un culo que parece un manzana. Por supuesto, suele ser blanco de miradas y, sin duda, más de uno quisiera tirársela. La dueña de casa, una señora alta, rubia, muy sensual pero altiva y, seguramente, desconfiada. El marido, un tipo de unos 45 años, muy amable y cálido, propietario de una empresa de decoración, nos ofreció unos vinos tintos y se mostró mucho más amplio que su señora.

Así se inició el trabajo con mi mujer trabajando de lunes a viernes y viniendo a Vevey los fines de semana. Yo encontré un pequeño cuarto que decoré lo mejor posible con los pocos, casi nulos, medios con que contábamos. Cada fin de semana era esperado con ansias. Pasábamos casi todo nuestro tiempo en nuestro "pequeño palacio". Nos mirábamos largamente, hablábamos de nosotros y allí, desnudos, nos acariciábamos con dulzura hasta terminar en largas cogidas plenas de espasmos y de jueguitos lujuriosos que siempre adoramos. La filmaba masturbándose y, lentamente, inmovilizábamos la cámara y nos filmábamos en todo tipo de poses. A ella le encantaba situarse sobre mí de espaldas a la cámara y observar, en el televisor, como mi verga entraba y salía de su chochita. Yo la ponía contra el vidrio de la ventana y fantaseábamos que alguien nos veía tirar y se masturbaba observándole los pechos. En el sofá ella se situaba dándome la espalda y se clavaba todo mi palo al tiempo que se friccionaba el clítoris que ofrecía de frente a la ventana sobándose alternativamente los pechos y pellizcándose los pezones. Era delicioso compartir orgasmo tras orgasmo y mirarnos con toda la lascivia posible hasta caer rendidos.

Un fin de semana, sus patrones (más él que ella, diría yo) nos invitaron a cenar y a cantar con nuestros amigos músicos. A una abundante cena siguieron canciones y vino tinto a manos llenas. Creí notar un especial brillo en los ojos de Monsieur Patoux cada vez que miraba a mi Sandra. Ella, con las mejillas coloradas por los vinillos, guardaba discreción pero se manifestaban pequeñas actitudes que me producían una extraña mezcla de celos y excitación. Por cierto, yo había insistido que Sandra fuera muy sexy. Llevaba una blusa negra escotada que permitía apreciar la voluptuosidad de sus pechos la que se hacía más evidente y atractiva cada vez que se inclinaba. Su falda, no muy corta, pero lo suficiente para mostrar sus muslos perfectos cada vez que cruzaba la pierna. Imaginé como vestiría durante la semana, si el señor Patoux, ya sin impedimentos, la observaría deseándola, quizás dejándole entrever su deseo y, también, expresándoselo. ¿Cómo actuaría ella? ¿Qué sentiría? Pasé varios días devanándome los sesos imaginando locuras que me sumían en un cierto desespero pero que no me impedían masturbarme cada vez que podía.

Un nuevo fin de semana llegó. Mis preguntas, muy disimuladas al principio y, poco a poco, más directas, empezaron a aflorar. A un inicial disgusto, sucedió la aceptación de ciertas miradas, de mucha amabilidad, de que la señora llegaba tarde y, entonces, Monsieur Patoux abría botella de vino y, entre charla y charla, se entonaban sin que nada diferente sucediera.

Sin embargo, mi curiosidad y una sensación de morbo extremo me empezó a invadir. Quería escuchar más. Quería que, cierto o no, ella me contara lo que mi mente elucubraba cada vez con mayor frecuencia e intensidad. Imaginaba que él la observaba cuando ella se desvestía, talvez cuando se bañaba. A través de alguna ventana, por una rendija, miraría cómo sus manos deslizarían el jabón por cada centímetro de ese delicioso cuerpo. De pronto ella, sabiéndose observaba, haría círculos de espuma en sus pechos, acariciándose los pezones y bajando sus manos a su pubis para frotarse el clítoris, Quizás…. Ahora sí que me estaba carcomiendo el coco con tantos pensamientos. El domingo, una vez más, hicimos el amor toda la mañana. Chupé su coño haciéndola venir decenas de veces, la penetré con frenesí total, la coloqué de espaldas a mí y la insté a que imaginara que otras manos asían sus tetas desde atrás, que dos hombres la poseían para lo cual le hundí un vibrador que pedí por correo hasta hacerla gritar. Mi insistencia daba frutos pues su rostro se contraía en una mueca de lascivia, sus ojos despedían un fuego nuevo y sus jadeos aumentaban llegando a orgasmos cada vez más continuos y sentidos. En la tarde tomamos unas copas y el tema volvió a ocupar el primer plano.

Ese brillo que empezaba a descubrir en sus ojos se hacía más intenso y, poco a poco, aceptó que él la miraba con innegable deseo, que ella se hacía la que no era con ella, pero, ¡al fin!, que sentía cierta excitación al notar su interés. Esa confesión me dio pie para urdir un plan que colmara mis bajos instintos. Insistí en preguntarle si nunca había imaginado algo con Monsieur Patoux, si no creía que él la podía observar a hurtadillas, si no era posible que la viera a través de la ventana, si ella usaba ropa insinuante en la casa, si él miraba algo en especial de ella, sus tetas, su culo... Cuando la acompañé al tren, entonaditos por las copas, me quedé cachondísimo y noté su cachondez. Camino a casa iba imaginando que quizás esa cachondez la condujera a darle rienda suelta a esos impulsos que se adivinaban en sus ojos. En cada llamada, cada día, le preguntaba cómo iba todo queriendo escuchar, sin duda, que algo había sucedido. Sin embargo, nada parecía acontecer. La sorpresa fue que el viernes mi mujer me llamó para decirme que sus patrones le habían propuesto acompañarlos a la montaña el fin de semana. Pese a que las dudas se agolpaban en mi cabeza, me pareció injusto privarla de algo diferente a su trabajo. Al fin de cuentas, en nuestra precariedad económica no habíamos pasado de alguna cena con amigos. Opté por pasar mi primer fin de semana sólo y en continuar dándole rienda suelta a mis fantasmas

El lunes, cuando la llamé, la noté turbada. Evadió, al máximo, referirse al fin de semana de montaña, "bien", "rico" fueron sus respuestas. Algo en mí me decía que algo había sucedido. No fue sino hasta el sábado por la noche que pude saberlo. Cenamos con amigos y llegamos a casa medio tronados pues habíamos bebido ron. Yo ardía de ganas de poseerla y empecé a besarla y a estimularla con mis mejores armas. La desnudé muy lentamente acariciando con intensidad sus senos, sus nalgas y su coñito húmedo y cálido. Me deslicé desde su boca lamiendo su cuello, su espalda, tomé sus senos desde atrás y devoré su culo metiendo mi lengua hasta donde llegada y succionándole ese delicioso orificio. La incorporé y desde atrás le clavé mi verga con todo el ahínco posible. La embestía con fuerza, sus nalgas chocaban contra mis testículos acompasadamente y sentía su torrente de miel envolviéndolo. Jadeaba como loba en celo mientras yo le repetía una y otra vez si Monsieur Patoux se la había comido rico.

Ella aceleraba su ritmo, erguía su trasero para sentir más adentro del coño mi verga furiosa. Tras varios silencios, disimulados por su intenso gemir, dijo ¡sí! Me gustó, fue rico. Le retiré la verga, la giré, así sus brazos con mis manos y se lo clavé de frente, con más fuerza, con deseo inusitado con todo el morbo que ese sí me producía. Quise saberlo todo y la interrogué, le demostré cuánto me excitaba que se lo hubiera dado a Patoux y le pedí suplicante que me describiera lo acontecido. Aún con duda, con cierta desconfianza empezó… El chalet perdido en la espesura de la montaña. Las niñas donde la abuela pues querían descansar de ellas ese fin de semana.

La señora Patoux que tenía una reunión y a la hora de partir no había llegado pero arribaría un poco más tarde y, al final, la confesión de que ella no iría que su reunión era en Bretaña pero que pero…la suerte estaba echada. Patoux había, como interpretando mis fantasmas, logrado una oportunidad única. ¿Qué sentiste al saberte sóla y próxima a pasar la noche con Patoux lejos del mundo? "No sé. Primero me asusté pero me sentí excitada. Era algo nuevo, desconocido, no sabía qué podía pasar" Pero, querías, deseabas, de alguna forma, que te abordara, que te hiciera suya? "No exactamente. Pero si quería que me deseara, que me lo dijera, que intentara algo". Sigue, cuéntamelo despacio y con detalles

"El viaje fue tranquilo. Hablamos de las niñas, de Madame Patoux, de la empresa, de su vida y un poco de la mía. Al llegar, me ofreció de beber; elegí un whisky puro como tanto me gusta. Tomamos 3 o 4 tragos y, luego, decidimos preparar la cena. Había trufas y mientras yo preparaba la salsa, él se dedicó a la carne. Luego preparamos la ensalada y descorchamos una botella de Bourgogne. Mientras estaba lista la carne, él me dijo que si quería ducharme. Me pareció bien pues quería cambiarme y vestirme para la cena. Me condujo a mi habitación y me enseñó el baño. El haría, por su parte, lo mismo en su habitación. Tardé un poco.

La ducha estaba deliciosa. Al salir, me acordé de ti, enfundé mi blusa blanca cortita y una pequeña falda sin medias. Estuve tentada de no ponerme sostén pero con la blusa eran tan evidentes mis pezones que me dió corte. Bajo la falda llevada una diminuta tanga. Me perfumé por todas partes y salí. La chimenea ya crepitaba y la mesa estaba adornada con flores y velas. Me sentí como en una cita de amor. El ambiente era fresco y mi excitación crecía paulatinamente. –Bienvenida- dijo y retiró la silla para que me sentara. Le agradecí y tomé posesión de mi lugar. Sirvió el vino, brindamos…-por ti- dijo. Gracias. No sé si quise decir por los dos pero no me atreví. Cenamos haciendo comentarios de cosas comunes. Bebimos dos botellas con la cena y ya mis mejillas estaban ardiendo. Luego, me ofreció un Armagnac como digestivo y, la verdad, entre charla y charla, nos bebimos media docena de copas. Nos sentamos en el salón. El en el sofá, yo en un sillón frente a él. Continuamos hablando cada vez de cosas más personales.

De nuestros matrimonios, de las familias y de nuestra vida sexual. Continuamos con whisky. La mezcla de licores ya me estaba haciendo girar la cabeza. En un momento nos miramos. El miró mis senos, directamente, sin disimulo y me dijo lo bellos que eran, lo que soñaba con admirarlos. Me excité, me sentí completamente mojada. Mis pezones se manifestaron y sentí un poco de vergüenza pero no los oculté. Me fascinaba ver como me los miraba. Levantó su mirada a mis ojos y casi suplicante me dijo si se los dejaría ver. Mirándolo fijamente, como poseída por un demonio inexplicable, empecé a desabotonar mi blusa. Lenta, muy lentamente. Sus ojos refulgían, estaba totalmente inmóvil esperando la aparición total de mis pechos. Al llegar al último botón, deslicé mi blusa hacia los lados y la dejé caer.

Continué mirándolo. Ahora sus ojos centelleaban, se llevó la mano derecha a su entrepierna y su rostro adquirió ese semblante propio de la excitación a tope. Me gustó. Me excitó ver que sobaba su verga y quise que fuera mi mano la que la sobaba. Sin pensarlo mucho, llevé mis manos a mi espalda y desabroché mi sostén. Bajé sus tirantes y dejé ante él todos mis senos. Sus ojos ahora parecían salir de sus órbitas al tiempo que lisonjeaba a muerte la preciosura de mi anatomía y la perfección de mis pezones, su lengua parecía saborearlos y el masaje a su miembro aumentaba. Creí que me pediría acercarme o que intentaría venir hacia mí, pero no se movió. Sólo me dijo, mirando mis piernas, si podía continuar. Me puse de pie y bajé, con movimientos calculados y correspondiendo a toda la lascivia de su mirada, el cierre de mi falda.

La dejé caer y deslicé mi tanga quedando completamente desnuda. Sentí que mi rostro explotaba del calor y sentí mis pezones inflamados y duros. Atiné a decirle que ahora quería lo mismo de él. Su rostro se iluminó y, tal como yo, inició un lento despojo de su ropa. La camisa, los zapatos, luego se incorporó se quitó el pantalón y, por último, se bajó el sleep dejando ante mi vista su imponente verga. Aunque no la tiene mucho más grande que la tuya, es más gruesa.

La tenía supererecta. No pude evitar fijar mi mirada en ese falo ni desear tocarlo y, más aún, sentirlo en mí. Extasiado mirando mi cuerpo, retomó su verga, ya desnuda ante mis ojos, y pareció ofrecérmela. Me acerqué y casi instintivamente tomé su falo entre mis manos y empecé a pajearlo. Me tomó del cabello y me acercó a su boca sedienta y me besó con fuerza. Sentí su lengua y le ofrecí la mía, sus manos se adueñaron de mis pechos y los acariciaron con ansia desesperada. Me tumbó en el sofá y clavó su boca en mi ávida cueva. Me succionó con movimientos profundos avivando mis ganas y, en un instante, subió de nuevo a comerme a besos y me levantó las piernas. Ya jadeante, las abrí lo más que pude y recibí todo el grosor de su verga dentro de mí. Rodeé su cuello con mis brazos y empecé a seguir su ritmo desenfrenado con un gusto que superaba mis expectativas.

Me comió durante largos momentos como no queriendo abandonar mi gruta. Masajeaba con desespero mis tetas, las chupaba, mordía mis pezones, me cojía del culo juntándome al máximo contra su poderoso falo y haciéndome degustarlo en toda su erección y potencia. Mi orgasmo fue total y pleno y mis gritos desencadenaron su torrente de leche dentro de mí. Lo que siguió es indescriptible. Fue una noche de dos cuerpos entrelazados en toda clase de posiciones, bufando como animales, penetrándose hasta el fondo del fondo como buscando algo más adentro. Sentí su verga taladrarme, romperme, le ofrecí mi cuerpo insaciable sin reparo alguno, se lo mamé con delicia chupando sus huevos y recibiendo en mi boca toda la fuerza de sus derrames.

No sentí cansancio, sólo quería seguir sintiendo sus manos por todo mi cuerpo y su verga metiéndose una y otra vez dentro de mi chocha cuando no era su boca chupándome toda o sus dedos masturbando incansables mi clítoris… Casi no dormimos. Pero continuaré mañana porque tú te dormiste.