MÓNICA: Sección de Contactos
Una mujer joven y casada, responde a un anuncio de contactos, dispuesta a satisfacer su deseo de estar con alguien de su propio sexo. Sin embargo, esa no era la única fantasía que iba a cumplir...
Esa semana tenía turno de mañana en el hospital, era el horario que más me gustaba porque me permitía disfrutar de toda la tarde para mí. Juan, mi marido, no llegaba hasta pasadas las ocho, así que aprovechaba esos momentos para darme algunos pequeños placeres en la intimidad.
Eran pasadas las dos cuando terminé con el último paciente, tenía demasiado apetito como para esperar a llegar a casa, así que decidí comer algo ligero en el restaurante de la clínica. Nada más entrar me dirigí directa a la barra con pocas ganas de entablar conversación, pero no había hecho más que sentarme cuando oí a Horacio.
¿Qué pasa Mónica? ¿No pensarás comer sola estando yo aquí?
Gustosamente le hubiera contestado que sí, pero al fin y al cabo era imposible no encontrármelo siendo compañeros, así que me senté con él.
Horacio se consideraba un soltero de oro. Neurocirujano de reconocido prestigio e hijo de un famoso catedrático con la misma especialidad, se creía irresistible, avalado, si bien es cierto, por un innumerable número de conquistas, entre ellas parte de la plantilla de doctoras y enfermeras del hospital. Yo me había incorporado a ese puesto hacía cuatro años, tras terminar mis estudios de Psicología y aprobar el ingreso como residente. Después de tres años de prácticas, ya llevaba uno como titular y aunque lidiando con la prepotencia de algún que otro Psiquiatra, tenía bastante libertad para desarrollar mi trabajo. Su voz me sacó de mi ensimismamiento.
Tienes mala cara, ¿problemas con tu maridito? Te he dicho muchas veces que una mujer como tú comete un grave error limitándose a un solo hombre... además sabes que sigo a tu entera disposición, de hecho estoy seguro de que sigues excitándote recordando nuestro encuentro, no entiendo como te niegas a repetirlo.
Sus palabras me trajeron a la memoria las imágenes del momento al que hacía alusión. De ello haría cerca de un año, tras meses de cortejo y acoso, a raíz de una discusión con Juan, había accedido, despechada, a las proposiciones de Horacio, recordaba como tras besarme y tocarme atropelladamente, me había penetrado con su minúscula verga, para correrse apenas tres minutos después, dejándome perpleja al exclamar: "Estos polvos de aquí te pillo, aquí te mato, son una maravilla". Creo que sobra decir por qué no repetí...
De pronto noté como una mano se posaba sobre mi muslo izquierdo, supongo que la mirada que le dirigí fue bastante contundente, ya que fue retirada ipso facto. En ese momento un camarero se acercó para tomarnos nota.
Gracias, pero no quiero nada, he perdido el apetito.
Dicho esto me marché, dejando allí pasmado tanto a Horacio como a su enorme e injustificado ego.
Esta insatisfactoria infidelidad, fue el pistoletazo de salida al que siguieron muchas, algunas me proporcionaron gran placer, sin embargo, había emprendido una búsqueda sin fin, gobernada por los deseos más hedonistas y poseída por un ansia de acumular más y más experiencias.
Tenía el coche en el taller, así que marché paseando hacía mi apartamento, situado en el casco antiguo de mi ciudad, Valencia. El verano no había hecho más que empezar y las calles se llenaban de mujeres ligeras de ropa y de hombres más exaltados de lo habitual. Recién cumplidos los veintiocho, me sentía en mi máxima plenitud, apenas aparentaba unos veintitrés. El pelo negro ligeramente ondulado casi por la cintura, los ojos verdes y rasgados y un cuerpo delgado, pero con todas las curvas necesarias, me hacían objeto de múltiples miradas y piropos, unos más educados que otros, por supuesto. Más de diez años atrás, estando todavía en el instituto, había ejercido como modelo, hasta que una mala experiencia con un incontrolable empresario, había hecho que me decidiese a dejarlo. No obstante, de aquellos tiempos, había heredado un andar seguro y felino, que ejercía una poderosa atracción tanto en hombres, como en mujeres.
Ya en casa, después de darme una merecida ducha, me dispuse a comer algo mientras hojeaba el periódico del día anterior. No podía concentrarme en leer las noticias, así que pasé las páginas llegando casi al final, donde estaba la Sección de Contactos. Debo reconocer, que hacía tiempo que rondaba por mi cabeza la idea de tener un encuentro con alguien de mi propio sexo, pero no había surgido la ocasión, así que decidí ser yo misma la que saliera a su encuentro. Seguí mirando, hasta que dentro del epígrafe "Chica busca Chica", di con lo que andaba buscando.
Mujer de 30 años, delgada, deportista, atractiva y con buen nivel intelectual, busca ídem para vivir nuevas experiencias.
NUEVAS EXPERIENCIAS... eso sonaba bien, justo lo que yo quería...
Sin tiempo que perder marqué el número de móvil que figuraba en el anuncio, sólo tres tonos después, una femenina voz se escuchó al otro lado.
¿Diga?
Hola. Llamaba por el anuncio, la verdad es que estoy interesada en conocerte...
De acuerdo contestó -. Si te parece podríamos concertar una cita, por cierto ¿en qué parte vives?
En la zona centro, cerca de la Plaza de la Reina.
Estupendo, ya que no estamos lejos. Podríamos quedar en la cafetería Jamaica que hay frente a la estación del Norte... a propósito, mi nombre es Marta.
Encantada Marta, yo soy Mónica. Conozco el sitio, ¿qué tal te va mañana por la tarde?
Bien - dudó un poco, sorprendida por mi rápida proposición, pero no se acobardó , termino de trabajar a las cinco, ¿te va bien a las cinco y media?
Perfecto, allí estaré. ¿Cómo nos reconoceremos?
Bueno, te diré que soy rubia, alta y llevaré un traje de chaqueta. ¿Tú?
Morena, pelo largo, delgada.
De acuerdo entonces. Nos vemos mañana a las cinco y media.
Hasta entonces Marta.
Colgué un tanto nerviosa, tal vez había ido demasiado al grano, pero no me importaba, sentía una imperiosa necesidad de enfrentarme a ese nuevo reto. El resto del día pasó rápido, así como mi siguiente jornada en el hospital. A las tres ya había llegado al apartamento y después de comer algo, comencé a asearme. Tras algunas dudas, opté por un rasurado completo de la zona púbica, después elegí un vestido corto, entallado, que siempre usaba sin sujetador y unas minúsculas braguitas blancas de encaje. Quería estar preparada por si se daba el caso...
Me sentía demasiado inquieta, así que salí con tiempo de sobra y con paso tranquilo me dirigí hacia la cafetería. A las cinco y cuarto ya estaba sentada frente a un humeante café. Las mesas del local estaban plagadas de parejas o grupos que charlaban animadamente, la única persona sola era yo, pensé que no tendría ningún problema para localizarme.
La reconocí nada más asomar por la puerta, el pelo liso y rubio le llegaba a la altura de los hombros y, a pesar de llevarme un par de años, su cara aniñada destacaba bajo el sobrio maquillaje. Un sastre de verano color hueso y una cartera de cuero completaban su indumentaria, confiriéndole un inconfundible aire de ejecutiva. Antes de entrar, hizo un barrido con la mirada, hasta fijar sus ojos en mí, entonces levantó levemente las cejas a modo de interrogación, a lo que respondí con un afirmativo movimiento de cabeza.
¿Mónica?
La misma. Tú eres Marta, ¿no?
Sí...
Las dos sonreímos nerviosas mientras nos dábamos dos besos a modo de presentación. Permanecimos allí charlando casi una hora, nos reímos mucho mientras me contaba las variopintas experiencias que había tenido desde que publicó el anuncio, confesándome lo infructuoso de su búsqueda hasta el momento. Durante todo ese tiempo yo la miraba, sin dejar de pensar en lo hermosa que era. De un tamaño similar al mío en cuanto a peso y estatura, éramos, sin embargo, totalmente opuestas. Tenía la piel bronceada y los ojos oscuros; la boca, aunque no era gruesa, enmarcaba unos dientes blancos, perfectamente alineados y su nariz, pequeña y surcada de pecas le daba un aire de conejillo travieso que la hacían adorable. Sin embargo, lo que llamó poderosamente mi atención fue su busto; nada más sentarse, se había despojado de la chaqueta, quedándose con un escueto top bajo el que sobresalían unos pechos grandes, redondos, generosos, que eran toda una invitación. Definitivamente, si alguna mujer podía excitarme, sin duda era ésta. Por lo que me dijo a continuación, debí causar idéntico efecto en ella, ya que su dulce expresión se volvió increíblemente pícara al afirmar.
Eres la primera desconocida a la que voy a proponer esto, pero me gustas. Vivo aquí mismo, en el tercer piso, ¿te gustaría subir?, me apetece ponerme cómoda...
Un escalofrío atravesó todo mi cuerpo, acompañado de un ansia incontenible de tenerla en la intimidad. Pude sentir como mis braguitas empezaban a humedecerse.
Está bien. Vamos.
Aunque podía haber esperado a que trajeran la cuenta, coqueta por naturaleza, con independencia del sexo al que tuviese que seducir, preferí levantarme y pagar en caja. Quería que disfrutase de una vista completa, que desease aquello que ya muy pronto iba tener y lo conseguí, ya que al lanzarle una mirada furtiva la descubrí con la vista clavada en mis caderas, redondas y prietas por el deporte, tenía las mejillas enrojecidas y sus ojos brillaban encendidos. Me hizo un guiño al sentirse descubierta y se levantó, comenzando a recoger sus cosas para subir.
Tenía un lujoso apartamento decorado con muebles de diseño, estilo minimalista y funcional. Ya en el salón, me invitó a tomar asiento en un enorme sofá modular.
Dame unos minutos.
Desapareció por una puerta contigua, que yo supuse sería el domitorio, pude escuchar el sonido de su móvil y cómo mantenía una breve conversación, cuando regresó sólo llevaba sobre la piel un leve camisón de seda que le marcaba todas las formas. Los pechos ya libres, se mecían al ritmo de sus pasos mientras sus pezones me apuntaban desafiantes, las caderas apenas destacaban, escuetas como las de una adolescente. Se dejó caer a mi lado, a continuación, con una mano comenzó a acariciarme el pelo y las mejillas, bajando después por la barbilla y el cuello, trazando sinuosas sendas con sus dedos. Tomándome por la nuca, me atrajo hacia ella depositando leves besos en mi boca carnosa y palpitante. La recibí ansiosa, entreabierta, disfrutando de sus juegos pausados, dejándola succionar mis labios, pellizcarlos con los suyos, absorberlos, hasta que sentí su lengua avanzar entre mis dientes y tomándola por la cintura la recibí golosa, cambiando su ritmo y volviéndolo más y más apasionado.
Mis manos resbalaban por la seda, descubriendo volúmenes nunca antes probados, guiadas por un continuo de curvas y redondeces, recorriendo maliciosamente su cuerpo, pero evitando las zonas más sensibles, ella por su parte se entretenía acariciándome las piernas, subiendo desde las pantorrillas hasta los muslos, recreándose en la cara interna de éstos, pasando de uno a otro casi rozando mi sexo. En un instante me detuve y tomando su rostro entre mis manos la aparté e hice que se recostara en el respaldo del sofá, así, dejé caer los tirantes del camisón, que fueron escurriéndose por sus brazos, mostrando unos soberbios pechos, no tan erguidos como en la cafetería, ya que sin el sostén cedían un poco debido al elevado tamaño, pero sin perder ni un ápice de atractivo. Como el resto de su cuerpo estaban bronceados y coronados por unas amplias aureolas color café con leche; los pezones, enormes como chupetes, parecían hechos para dar de mamar a toda una legión de hijos... sin poderme contener comencé a acariciarla, amasando y apretando aquellos deliciosos senos, que rebosaban mis manos y que pedían ser colmados de atenciones. Sentía como se estremecía y unos ahogados gritos salían de su garganta. Me incliné hacia ella y mi boca se afanó por satisfacerla, recorriendo aquellas aureolas, rodeándolas, haciendo presión con mi lengua en los pezones, tratando de esconderlos, para después succionarlos y morderlos con firmeza, como a mí me gustaba que me hicieran. Me sentía emborrachada de tanta voluptuosidad, aquello era nuevo para mí y me gustaba, me gustaba mucho.
Esta vez fue Marta la que tomó la iniciativa, hizo que me levantara y me pusiese frente a ella, que permaneció sentada, mi sexo quedó entonces a la altura de su boca mientras me dirigía una mirada de gatita juguetona. Empezó a subir las manos por los lados de mis piernas, para tropezar en su camino con la orilla del vestido, siguió avanzando quedando éste enrollado en la cintura y comenzó a palpar mis nalgas apretándolas, con las puntas de los dedos peligrosamente clavadas en la raja que las divide. Después me bajó las braguitas dejándolas paradas a medio muslo y se detuvo para observarme. Sin rastro de vello, el pubis se mostraba ante sus ojos; por debajo de los labios mayores hinchados y de un rosa intenso, asomaban los menores formando una delgada línea. Entonces, llevó su mano hasta la entrada de mi vagina y dando una suave pasada, la sacó satisfecha, para después chuparse los dedos empapados de flujo. Volvió a tomarme por las nalgas e hizo que me acercara a ella hasta quedar pegada a su cara, después sacó su lengua y con la punta comenzó a rozar la piel que recubre el clítoris, suavemente, sin descubrirlo, tratando de conocer mi grado de sensibilidad. Cada vez que me tocaba sentía como me erizaba por completo, con los ojos entornados, dejé caer mi cabeza hacia atrás para concentrarme en aquellas placenteras caricias, disfrutándolas.
Estando de esta guisa, escuchamos un ruido, alguien estaba entrando en la casa.
Vístete, es mi marido.
Sentí como la sangre se me helaba en las venas. Dicho esto, corrió hacia la habitación con el camisón colgando hasta la altura de la cadera. Lo más rápido que pude me subí las braguitas, bajé la falda del vestido y me senté en el sofá.
Si el susto había sido grande al sentirnos descubiertas, este se multiplicó por diez al ver aparecer ante mis ojos a un tipo de casi dos metros de altura y más de cien quilos de peso.
Hola no pareció sorprenderse demasiado -. ¿Nos conocemos?
¿Qué tal? Soy Mónica. Una amiga de Marta.
En ese momento ella reapareció, se había colocado una veraniega bata de estar por casa. Su cara estaba brillante por el sudor y los labios, aún henchidos, hacían evidente a mis ojos lo que había ocurrido, por suerte él no pareció darse cuenta de nada. Ella se echó en sus brazos y lo recibió con un sonoro beso.
Él es Bruno, mi marido. Bruno, ella es Mónica, una amiga.
Me levanté para darle dos besos y cuando lo hice, aprovechó para lanzarme una mirada que me recorrió entera. No puedo negar que me pareció un hombre tremendamente atractivo, tendría unos cuarenta y cinco años, pero muy bien llevados, era moreno, con aspecto latino y trasmitía mucha seguridad. Nos acomodamos los tres en el sofá y empezamos a hablar de cosas banales. Yo no dejaba de lanzarle miraditas a Marta pidiendo socorro, sin embargo, lo único que denotaban sus ojos era satisfacción. Ella miraba a Bruno como una niña buena que entrega unas calificaciones brillantes a su padre. Por su parte, él nos miraba a las dos, y mientras charlaba divertido sus ojos se posaban alternativamente en nuestros cuerpos. Fue entonces cuando algo hizo clic en mi cabeza, después de horas sin acordarme de él, Juan, mi marido, volvió a mi memoria, recordé cuántas a veces habíamos fantaseado sobre la idea de introducir un tercer elemento en nuestros juegos, preferentemente una mujer. A continuación, también recordé que, nada más subir a su casa, me había extrañado al oír a Marta conversar apresuradamente mientras se cambiaba y até cabos. Cuando volví a la realidad, hacía rato que ellos se habían quedado en silencio. Bruno, más experimentado, notó que me había dado cuenta; entonces sonrió y lanzó al aire una pregunta.
¿Jugamos?
Me quedé pensando un instante, por una parte me enojaba que no me hubieran hecho partícipe de sus planes desde el principio; por otra, tenía frente a mí a dos personas, extremadamente apetecibles. Ella, tan condenadamente dulce y femenina. Él, otra de mis fantasías, un hombre maduro, corpulento, con una fuerte presencia. De inmediato, volví a humedecerme pensando en lo que estaba por venir. Les miré y asentí. "Juguemos", me dije a mí misma.
Ya en el dormitorio, Bruno se acomodó en un sillón dispuesto a observarnos, Marta se despojó de la bata y poniéndose detrás de mí, me desabrochó la cremallera del vestido y lo dejó caer caderas abajo, después, inclinándose, me quitó las mojadas braguitas.
Tumbadas en la cama, una frente a otra, nos besamos hambrientas, palpando ansiosamente, tratando de saciar el creciente deseo. Con las piernas entrelazadas, su muslo frotaba mi inflamada vulva, mientras el mío hacía lo propio. Marta retiró los labios para aplicarlos sobre mis pechos duros como piedras, y yo bajé una mano para acariciarle el costado, el vientre, el nacimiento del vello, escaso y suave; retiré la pierna y le pasé los dedos por los labios mayores, pellizcándolos; después los introduje lentamente en su lubricada vagina, mientras con el pulgar le masajeaba el clítoris. Pude observar como le dirigía una mirada a Bruno, y a continuación, dando un giro de 180º se colocaba sobre mí, quedando las cabezas encajadas en nuestros respectivos sexos, mientras las bocas empezaban a devorar aquellos sabrosos manjares.
Cuando pensaba que iba a estallar de placer, ella se apartó y sentí como unas enormes manos estiraban de mis piernas hasta dejarlas colgando de la cama, después, elevándome los muslos, Bruno comenzó a introducirme su enorme falo, primero abriéndose paso lentamente con el glande, para después meterlo de golpe en toda su extensión; quería sentirlo muy adentro y atenacé su cuerpo con mis piernas. Marta se aposentó de nuevo sobre mi cabeza y con la lengua la penetré una y otra vez, saliendo sólo para succionar su erecto botón; mientras, las manos de Bruno se perdían ya entre los glúteos y sus dedos acariciaban mi agujero por encima, rodeándolo. El placer dado y recibido fluía formando una cadena, que se completaba en un círculo perfecto, cuando sus bocas se buscaban por encima de mí, fundiéndose en apasionados besos.
Las envestidas cesaron mientras Bruno deshacía el nudo con el que mis piernas lo atrapaban, depositándolas suavemente sobre el colchón.
Ahora vais a ser mis perras dijo con voz firme y lasciva.
Obedientes, nos situamos a cuatro patas en la orilla de la cama, dejando las piernas ligeramente abiertas, mientras nuestros culitos se agitaban juguetones. Yo quedé a la izquierda de Bruno, que con una mano empezó a explorarme, buscando la entrada de mi cedida vagina e introduciendo en ella, primero dos dedos, después tres y a continuación toda la palma formando un cono. Simultáneamente, su lengua, ancha y plana, propinaba lametazos sobre mi ano, para después introducir la punta en mi anillo prieto pero deseoso de ser visitado. Una vez lo hubo cubierto de saliva, apartó la cara y con el dedo pulgar de la mano que le quedaba libre, lo penetró, iniciando un movimiento sincronizado en ambos agujeros; después retiró la mano que ocupaba mi vagina y la sustituyó por su poderosa verga, entrando y saliendo con furia. Sentí entonces, como la cadera de Marta se pegaba contra la mía y mientras él seguía castigando mi ano, comenzaba a tomarla a ella, que unió sus jadeos a los míos. Pasaba de una a otra alternativamente propinándonos leves palmadas en las nalgas, dejándonos ansiosas cada vez que salía de una para atender a la otra.
En uno de los momentos que esperaba impaciente mi turno, no fue mi coño lo que tomó, sino que ascendió por él hasta llegar al ano; éste ya se encontraba dilatado producto de sus continuas arremetidas con el dedo, pero aún así, de pensar en el tamaño de su miembro me entró un sudor frío. Marta me acariciaba la nuca, la espalda, me besaba tranquilizadora.
Con un movimiento seco introdujo, primero el capullo, provocándome un dolor agudo, y después, poco a poco, todo el tronco hasta llegar a la base, conforme entraba y salía el dolor daba paso a un gusto cada vez más intenso. Mientras me sodomizaba, estimulaba mi clítoris con sus dedos, haciéndome enloquecer. Marta se colocó abierta frente a mí y comencé a lamerla con un ritmo frenético y desesperado. Así continuamos, inmersos en un coro de jadeos. Sentía que el final estaba cerca, Bruno envestía cada vez más rápido, Marta me apretaba la cabeza contra ella con fuerza y yo estaba invadida por oleadas de placer cada vez más intensas. Nos unimos en un éxtasis conjunto, apoteósico, devastador.
Progresivamente fuimos ralentizando nuestros movimientos hasta quedar quietos, mudos, relajados, y por fin, sudorosos, nos dejamos caer sobre la cama, con manos y piernas entrelazadas formando un ovillo humano, agotados, pero todavía con ánimo para prodigarnos generosas caricias de agradecimiento...