Momentos cotidianos 2

Noche incierta después de ser usado por mi Amo

(16.8.2009. Anocheciendo)

Son las últimas horas de la tarde de uno de los días calurosos de este verano imprevisible. El balcón está entreabierto. Desde la plaza llegan los últimos cantos de los pájaros, que se van silenciando conforme la sombra arrebata territorio al sol en los árboles sobre los que se han posado para dormir. Suena el ruido del tráfico. No veo nada. Todo está oscuro para mí. Sólo siento. Y espero. Una tira de tela negra da dos vueltas alrededor de mi cabeza y me ciega los ojos.

--A cuatro patas en el sillón--, me ha ordenado mi Amo mientras, recién llegado a casa, le lamía los pies intentando relajarle después de una larga jornada laboral.

Le he recibido igual que cada tarde, arrodillándome desnudo ante él y besándole los zapatos en señal de sometimiento, adoración y pleitesía. Él también ha actuado como siempre. Se ha tumbado en el sofá y ha encendido la televisión mientras yo sacaba de la nevera y le servía un pequeño aperitivo y una cerveza que ya tenía preparados en la cocina. Tras dejárselos en la mesita, me he desplazado hasta sus pies, le he descalzado, le he quitado los calcetines y lentamente he acercado mi lengua hasta sus dedos y he comenzado un masaje suave y húmedo que sé que le descarga las tensiones acumuladas.

Aunque es un hombre extremadamente limpio, el sudor de todo el día da un sabor salobre e intenso a sus pies, que mi boca recorre con toda delectación. Introduzco cada uno de sus dedos entre mis labios, los ensalivo y lamo durante un rato, para ir pasando luego la lengua entre ellos, dejándolos limpios de toda suciedad y libres de cualquier tensión. Cuando creo haber logrado mi objetivo paso a las plantas, ligeramente callosas, en las que me aplicó con más fuerza, recorriéndolas centímetro a centímetro, presionando en largas, lentas y profundas lamidas que intentan añadir el masaje a la caricia. Ha sido entonces cuando me ha ordenado que me colocara a cuatro patas, dispuesto para mi tortura y su disfrute. Nuestro disfrute.

Y así estoy ahora. Con una rodilla apoyada en cada brazo del sillón, las piernas bien abiertas, el sexo semierecto colgando en el vacío, la cintura sobre el respaldo, la cabeza cayendo hacia el suelo y, al final de los brazos bien estirados, las manos, que se sujetan con fuerza a las patas del mueble. Tenso, esperando lo que haya de llegar. El Amo me ha tenido un rato en esa posición mientras seguía viendo la televisión y, por el olor que me llegaba hasta la nariz, fumando un canuto. Cuando ha terminado --he escuchado moverse sobre el cristal de la mesita el cenicero donde lo ha apagado-- se ha levantado del sofá y acercándose a mí me ha vendado los ojos dejándome ciego. Lo último que he podido ver han sido sus pies descalzos delante de mi cabeza. Luego todo ha sido oscuridad.

La escucho andar por el pasillo y trastear en algún armario, seguramente el de mi celda, donde guarda los instrumentos con que me castiga y me disfruta, luego regresa junto a mí. Los pasos se paran muy cerca. Pasan unos segundos en los que sólo oigo el canto de los últimos pájaros de la plaza y el ruido del tráfico, amortiguado, porque ha cerrado el balcón. Una mano se posa en mi lomo y me recorre la espalda llegando hasta el cuello, que aprieta ligeramente en un gesto de cariño y autoridad. Me acaricia con suavidad la cabeza afeitada. Baja otra vez rozándome con un dedo la espina dorsal, lo que me eriza la piel, para acabar masajeándome el agujero, que intento relajar y abrir por si desea penetrarlo. Sopesa mi sexo, que cuelga indefenso entre los muslos abiertos, y me aprieta los testículos con la mano. Yo arqueo la espalda, buscando su contacto, pero me suelta de repente. Otra vez la distancia.

El primer azote de la vara cae de repente sobre la parte alta de mis muslos haciéndome soltar un gemido de dolor. Levanto un poco la cabeza buscando aire y mis manos se aferran con fuerza a las patas del sillón. "Cuenta", es la única palabra que sale de la boca de mi Amo, y a continuación, espaciados pero regulares, una docena de azotes hacen temblar mis nalgas. Cada uno de ellos es primero como un latigazo eléctrico que entrara hasta lo más profundo de mi cuerpo para irse calmando luego lentamente, aflorando el dolor a la superficie y perdiéndose como en un lento eco que se disuelve sobre la piel. Pero mi Amo no da tiempo a que el dolor acabe de irse, pues a cada azote le sucede otro, más fuerte si cabe que el anterior, y en cada ocasión mis manos se aferran con más desesperación a la madera a la que se sujetan, temeroso de no ser capaz de llegar al final del castigo sin rendirme. Una rendición que a él le decepcionaría y a mí me avergonzaría.

Al llegar a la docena, para. Escucho sus pies desnudos arrastrándose por el parqué. Le siento delante de mí. Le huelo. Noto su calor junto a mí. Me sujeta de la barbilla, levanta mi cabeza y su polla, ya dura, presiona sobre mi cara reclamándome para que le preste la atención que siempre debo al sexo de mi Señor. Abro la boca y lo busco sacando la lengua. Encuentro su capullo y me lo introduzco entre los labios. Con glotonería lo chupo, lamo, restriego y absorbo. Sé que en ese momento la única dedicación a la que me debo es a darle placer y a ello me entrego con toda energía. Me lo meto hasta lo más profundo, hasta que la siento palpitar en el fondo de mi garganta provocando la arcada, para sacarla luego poco a poco, apretando los labios alrededor de ella y moviendo la lengua todo lo que la situación me permite mientras respiro acelerado por la nariz. Ansioso y babeante.

Me la saca de la boca, se coloca de nuevo detrás de mí y vuelvo a sentir la vara que se clava en mis nalgas. Otra vez me cuesta llegar al último de la docena de azotes que me da en cada tanda. Así una y otra vez. No sé cuantas, quizás seis o siete. Varazos y mamadas que se suceden con regularidad. En una de las ocasiones, cuando regresa desde mi boca a mi espalda, noto que me acerca la polla dura al agujero de mi culo y juega con ella en mi esfínter. Me abro para sentirla, pero únicamente quiere jugar, insinuarme que si quisiera podría follarme en ese mismo momento con un solo golpe de cadera, que me tiene a su disposición, totalmente entregado, sin otra voluntad que dejarme hacer para su placer. Pero no sigue por ese camino y continúa con los azotes. No puedo evitar los gemidos. Los nudillos se me deben estar poniendo blancos por la fuerza con que me sujeto a las patas del sillón. Aún vendados, cierro los ojos y frunzo el ceño debajo de la tela esperanzo la caída de la vara, con la única esperanza de que a los doce tormentos acabará el dolor que me recorre el cuerpo entero a cada azote y podré soltar por fin un suspiro de alivio mientras estiro el cuello y abro la boca a la espera de la polla de mi Amo, que cada vez llega más tensa y crecida a mis labios.

La siento inmensa. Parece que va a estallar en mi garganta en cualquier instante. Acelero la mamada manteniéndola en el fondo y lamiéndola al tiempo con la lengua, subiendo y bajando mis labios babeantes por su bálamo con insaciable voracidad, en un intento de hacerle alcanzar el orgasmo, que es mi placer. Pero considera que aún no ha llegado el momento y me la saca de la boca antes de correrse. Durante unos instantes adelanto los labios buscándola ansioso en el aire, pero encuentro sólo el vacío. Espero entonces que caiga de restalle de nuevo sobre mi culo la caña con su mordida cruel. En lugar de eso escucho otra vez los muelles del sofá en el que mi Amo se ha dejado caer.

--A tu celda a cuatro patas, perro--. Dice con su laconismo habitual.

Lentamente incorporo la cabeza y el tronco, retiro las piernas de los brazos del sillón y poso los pies en el suelo, para caer inmediatamente de rodillas, agotado. Doblegado y entregado a mi Dueño, perfectamente conocedor de que ahora puede hacer conmigo cuanto desee. Lo que quiera. Incluso no hacer nada. Tengo los huesos anquilosados, los músculos entumecidos, las nalgas y muslos ardiendo, la boca babeante y llena de mucosidades y el colgajo arrugado por el dolor. Aún así no dudo ni un instante en obedecer su orden y me dirijo automáticamente a mi celda, el cuarto en el que debo permanecer mientras mi Amo no solicita mi presencia en otro lugar de la casa. Aunque todavía llevo los ojos vendados conozco bien el camino, y apenas me cuesta un par de choques con los muebles salir del salón, recorrer el pasillo y llegar sin contratiempos al camastro, en el que me tiendo, soltando, al fin, un hondo suspiro que me relaja.

Pasan unos minutos en los que no escucho nada. Ya se ha debido hacer totalmente de noche, porque los pájaros han enmudecido por completo. En la casa también es todo silencio. Tendido encima del colchón me cierro en posición fetal de cara a la pared. Me acaricio las nalgas y los muslos, que me escuecen, y con las yemas de los dedos recorro los surcos abultados que ha dejado la vara. Cuando me quite la venda podré verme las marcas en el espejo del baño, y como siempre encontraré en ellas motivo de envanecerme por haber sido capaz de darle placer a mi Amo con mi sacrificio. Coloco las manos entre las piernas y me acaricio el sexo, que ahora está duro y babeante.

Se apodera de mí una somnolencia de la que me saca el ruido que comienza a hacer mi Señor al moverse por la casa. Escucho cómo se abre la puerta del baño y el chorro de su meada al caer en el retrete. El ruido que hace la cisterna. La cortina de la ducha. El agua que cae y el calentador del gas que se ha encendido en la cocina. Acaba de ducharse y se dirige descalzo a su habitación. Abre el armario. Mueve las perchas. Se debe estar vistiendo, porque no alcanzo a oír ningún movimiento, sólo una tos medio apagada. Lo siguiente son de nuevo sus pies que se acercan a mi habitación. Ahora lleva zapatos.

Sin decirme una palabra me coloca unos grilletes en las muñecas y me sujeta las manos al cabecero de la cama. Comprueba que la venda no se ha movido demasiado, la ajusta y la aprieta un poco. Sus dedos rozan ligeramente las marcas de nuestro goce común, las mismas que yo he acariciado hace un momento, y sintiendo revivir el escozor de los varazos desearía que nuestros dedos se juntaran a través de esos surcos que nos unen. Estiro el cuerpo esperando que continúe. Me tiendo boca abajo abriendo las piernas y dejando mi culo a su alcance. Para lo que quiera. Por si quiere. Pero él no me hace ni caso. Me deja en esa posición, sale del cuarto y cierra la puerta tras de sí.

Ahora me doy cuenta de que no se ha corrido. ¿Habrá salido de caza y se traerá a alguien para gozarlo en su cama mientras yo, como tantas otras veces, deberé escuchar impotente su goce desde mi encierro? ¿Querrá tan sólo tomar un par de copas y me usará cuando regrese? No lo sé. Nunca lo sé.