Moldeando a Silvia (37)
Joven empresaria es convertida mediante el chantaje en una esclava sexual
ADVERTENCIA
Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)
fedegoes2004@yahoo.es
Capítulo 37
DOS HOMBRES Y UN CASCABEL
A pesar de que llegó a casa agotado, no pudo descansar. Su mente se iba hacia las cosas que debían estarle pasando a Silvia y no encontraba manera de desconectar. Ese descanso que se había tomado, con la excusa de que volvería a verla en el Ambigú, hacia que supiera todavía menos de ella, aumentaba su desinformación. Dio vueltas y vueltas en la cama sin conseguir controlar la excitación, tenía que haber algo más que se pudiera hacer…
Casi comprendía a Jorge, a Quique y a Pablo. Comprendía la aventura humana y sexual tan excitante que debía ser poseer a una mujer como Silvia, exprimirla a orgasmos. Su pene solía apoyar con insistencia esas tentaciones, pero además de pene tenía cerebro, y este le decía que era imposible hacerle a alguien lo que le estaban haciendo a aquella chica sin pagar un alto precio, y además de cerebro tenía corazón, y de algún modo Silvia le simpatizaba; hacía mucho, mucho tiempo que era atrozmente injusto todo lo que estaba sucediendo.
Y sí que había algo que aún podía hacer: compartir la información con aquellos que podían estar interesados en contribuir a su causa.
Decidió empezar por lo fácil, Carmen estaba abiertamente de su parte y poseía una inteligencia con la que merecía la pena contar. La conversación fue corta, la avisó del “evento” del Ambigú y ella declinó ir, preveía lo que iba a pasar y que no le sería agradable de ver, aunque le agradecía la información y podía contar con su respaldo.
Como esperaba, Alberto fue bastante menos fácil de tratar. Imposible no estar prevenido después de las “puntualizaciones” que le hiciera en el café Iniesta. Tardó una eternidad en coger el móvil, y cuando lo hizo, el “Sí” que murmuró fue tan de mala gana, que delató que había estado a punto de no cogerlo.
Si le pillo en mal momento me lo dice, y me indica cuándo le llamo, pero dentro de pocas horas ya no tendrá sentido hacerlo.
Déjate de memeces con el usted y ve al grano. Estoy preparando un pequeño viaje y tengo prisa.
Esta noche le tienen preparado a Silvia…
Ya, ya –Interrumpió Alberto-, noticias frescas. Eres el tercero que me llama con lo mismo, ya lo hicieron Jorge y Quique antes que tú. Es reconfortante ver que mi lugar es respetado. No, no pienso ir, estoy preparando un pequeño viaje de trabajo; no firmé la exclusiva con “Publicidad Setién” ¿Recuerdas?
Disculpa, no se me ocurrió que ya te hubieran llamado…
Discúlpame tú a mí –Volvió a interrumpir Alberto-. No tengo nada en tu contra –Añadió con tono más calmado-, al contrario, pero de veras tengo prisa. ¿Era eso todo?
Sí, sólo quería asegurarme de que lo sabías y de que estás invitado a ir, lo que hagas es cosa tuya.
Pues gracias por la información. Estaré de vuelta mañana a media tarde. Te llamaré para que me pongas al corriente.
La línea se cortó y Pedro no pudo sino sentirse desconcertado. Jorge y Quique habían llamado a Alberto ¿Por qué? Y Alberto… ¿Tan desinteresado se sentía por todo aquello que estaba buscando trabajo en otra parte? ¿Era así cómo pretendía resolver el asunto, largándose?
Pero en todo caso, ya si había hecho todo cuanto le era posible hacer, pretender meter en su agenda el puesto de cada uno en la empresa, era una estupidez. Ahora sí que era el momento de intentar echar una siesta.
Alberto, en realidad no tenía tanta prisa, pero tampoco tenía ganas de hablar. Hacía sólo un par de horas que había conseguido enfriar el problema y encajar las piezas del puzzle, o al menos situar la suya entre ellas.
Era evidente que el “Proyecto Silvia” sólo era viable con un grupo de personas reducido y discreto. Tan pronto la muy zorra cató rabo, quiso que le follaran hasta el cerebro, y la adicción de Jorge hizo el resto. Y si todo el mundo lo sabía todo, lo poseía todo y después, para colmo, hasta colgaba en Internet lo que le parecía… Había pocos finales posibles.
De un día para otro se había encontrado con que el grupo cerrado y discreto se había sobredimensionado hasta lo inconcebible, y que toda la información se derramaba en todas direcciones, hasta que cualquier día acabara por llegar a lugares sensibles. Y en mitad de todo ese embrollo aparecía Pedro, blandiendo el estandarte de la justicia, y de la legislación vigente… Si no estuviera metido hasta el cuello en aquel descomunal disparate, se moriría de risa.
No, si el grupo se volvía ingobernable, estaba claro lo que había que hacer, lo que todo el mundo iba a hacer en un momento u otro: Pensar en sí mismo, intentar ser de los primeros en quitarse de en medio, y dejar tras sí la mayor cantidad posible de pruebas de inocencia.
Sabía las páginas de Internet que debía mirar para enterarse del anecdotario sexual de Silvia, y tendría además la versión de Pedro, podía permitirse el viaje, que en realidad no era de trabajo; Alberto Cifuentes no viajaba para entrevistas de trabajo, los empresarios viajaban cientos de kilómetros para entrevistarlo a él.
Follarla, había sido maravilloso, y más aún por la intensidad con la que lo habían hecho, pero aquello no se le quedaba atrás. Verla titubear, antes de poner un pié en la acera, la mirada de súplica que le dirigió, cómo clavó sus ojos húmedos en él, suplicando una contraorden, una caricia, una tregua…. Verla así, enfundada en el tacañísimo vestido de látex negro (el mismo del “homenaje” a su padre en la empresa) ese que tras ver la escena, se precipitó a pedir prestado. ¡Seguro que le traía malos recuerdos ese traje, había sido su bautismo como puta para un grupo de personas, y ahora lo sería para otro!
Ver sus tetazas rebosar sobre el látex, cómo casi mostraba la mitad de ambos erguidos pezones, con los anillos hacia arriba y las cadenitas perdiéndose hasta el cuello, le produjo un éxtasis absolutamente comparable al de follarla. Para colmo, bajo ambos pezones resaltaban las protuberancias en el tejido de ambas cadenitas con sus correspondientes cascabeles.
Lo del guardapolvos había estado muy bien, tenía su morbo exhibirla en toda su desnudez para después taparla hasta los ojos, pero él prefería la permanente frescura del traje de látex, la apertura, la rotundidad con que la ofrecía. Y era lo más adecuado para lo que tenía en mente. Él le sostuvo la mirada y le dijo con tono burlón:
- ¿Tienes alguna duda de que vas a salir? Si es así, intento aclarártelo…
Y no, no la tenía, instantáneamente su pié descendió a la acera y echó a andar delante de él. Le había dejado puestos los guantes, que casaban bien con el vestidito, y por supuesto sus bonitos zapatos de tacón y tiritas de cuero, que le acentuaban el contoneo de sus caderas. Además, eventualmente, los guantes podían resultar de utilidad en las próximas horas.
Ver el acompasado cimbrearse de ese culo, sólo medio cubierto, y pugnando por escapar de su ceñidísima prisión, hizo que le invadiera una sensación de placer casi místico. Echó a andar, unos metros delante de él, con la escasa rapidez que le permitía su oscilante calzado.
No, no había engordado, el traje le tapaba menos de arriba porque ella lo había bajado todo lo posible, había arriesgado los pezones con tal de ocultar el más sutil y malvado de sus juguetes: le había insertado un vibrador en el coño, con una cadenita del que pendía otro cascabel, varios centímetros por debajo del que colgaba de su clítoris. Se había bajado la falda al máximo para intentar que no se viera.
Naturalmente, nada de aquello sería posible si antes de salir, no le hubiera abierto el bolso y puesto las pilas con dos gruesas rallas de cocaína. Había tiempo para divertirse a fondo, mientras hacía caja, pero no para desperdiciar descansando; también aprovechó para meterse otra él mismo. A Silvia le brillaron los ojos al esnifar y enseguida fue otra vez capaz de moverse, y de vestirse, y de obedecer. Estuvo aún más entregada y dócil de lo habitual, tras la “lección de humildad” recibida. Aceptó el vestido, con el estoicismo de quién recibe una ofensa previsible, pero cuando lo tenía casi puesto y la inundó su olor, cuando entendió que desde la noche que la folló media empresa con él puesto, no había conocido lavadora, una lágrima amenazó con rodar por su mejilla.
- Chica, perdona la molestia –le dijo él, como si quisiera restarle importancia- para lo que te va a durar limpio, pensé que no merecía la pena lavarlo.
A pesar de que le pareció inspirado, no se rió por la broma, ni tampoco lloró, se limitó a terminar de enfundarse en el minimalista vestido de látex con aire sumiso. Fue una delicia ver el miedo, el nerviosismo en sus ojos cuando le presentó el juguetito que llevaba en el coño. La dejó creer que era un simple consolador.
- He decidido que, mientras estés conmigo, de vez encunado me gustará que salgas taponada, así que será bueno que te vayas acostumbrando.
Se lo insertó en la vagina, con gesto renuente, y tuvo que acudir él a ayudar, para fijar los cierres que aseguraban el supuesto consolador a los anillos de los labios de su coño. Ella, histéricamente, casi intentó volver a abrirlos, pero él la detuvo.
- Piénsalo, mujer, es lo mejor –le dijo con aire paternal-. ¿Quieres arriesgarte a tener que agacharte a recogerlo, en mitad de cualquier parte y volver a meterlo en tu coño de puta? ¿Te consideras capaz de hacerte responsable de mantenerlo en su sitio?
Fue a decir algo, pero la frustración, la impotencia, el miedo se alternaban en su cara y durante varios segundos fue incapaz de pronunciar una sílaba. Disfrutó de la certeza de tenerla como quería y donde quería, convertida en un animalillo asustado y permanentemente hambriento de sexo.
- Pues entonces, por favor –remachó él, con una sonrisa pícara-, los dos sabemos que obedecerás y que te conviene obedecer ¿Qué tal si vamos pasando capítulos rapidito? El tiempo es oro.
Lo aceptó. Ahí fue, a punto de salir, viéndola en todo su degradado esplendor tironear del traje para cubrir el segundo cascabel, en ese momento se dio cuenta de que aquella tarde aún no había tenido bastante carne con Silvia. La compartiría, la vendería sin parar, por supuesto, pero tenía que hacerse un huequecito de vez en cuando en su interminable agenda; iba a apetecerlo mucho.
Y ahora, al fin, el oscilante culo de Silvia era una gloriosa realidad, y hechizaba con su bamboleo a aquel Madrid que despertaba de la siesta. No sabía a dónde iba, ni qué se le iba a exigir que hiciera, pero caminaba con la vista baja y detenía el tráfico, los coches aminoraban su velocidad para tener tiempo de mirarla. Poco a poco, su paso se fue acompasando, según aprendía a dejar de rebelarse contra el sinuoso movimiento de sus caderas y adquiría confianza en ser capaz de llegar a dónde quiera que fueran. Lo único que parecía afectarla eran las murmuraciones de la gente, cuando no las obscenidades que le decían al pasar, pero absorta en el dibujo del pavimento luchaba por ignorarlos.
Era el momento de intervenir. Aceleró el paso y le dijo al oído:
Querida Silvia, creo que te Pablo y yo te describimos la manera correcta en que debías comportarte en la calle. Que yo sepa, nadie te ha dado permiso para dejar de hacerlo ¿Quizás lo hizo Pablo?
No –Gimió ella-. ¿Qué otra cosa podía hacer si se trataba de un olvido? De haberlo recordado, habría hecho todo lo posible por parecer aún más zorra desde el primer metro, habría mantenido la vista alta y habría estado mirando a los hombres primero a los ojos y después a la bragueta, tal y como ellos le habían exigido. Simplemente se había olvidado.
Pues entonces, haz el favor de seguir andando como se te ha dicho que hagas.
Esta vez Quique se situó un par de metros a su lado, a esa altura podía disfrutar del espectáculo de sus tetas, pugnando por escapar de su prisión de látex, de cómo daba una patadita en el suelo y echaba a andar con la cabeza bien alta, con el Madrid de las cinco y treinta de la tarde metiéndosele por los ojos. Gente, gente, gente desfilando por su campo de visión, cien maneras distintas de mirar su desnudez, cien maneras distintas de codiciarla, y otras cien de manifestarlo.
Ya sabía su papel: obedecer, obedecer y gozar el frenesí de la humillación, no había otro. No estaba en situación de hacer otra cosa, y tampoco estaba en sus cabales, últimamente rara vez lo estaba, era difícil con tanto porro, mezclado con cocaína, dando vueltas por su mente, caminando por Madrid medio desnuda, llevando “aquello” insertado en el coño, y su puñetero cascabel sin dejar de chocar y tintinear contra la cara interna de sus muslos. Era para desquiciar hasta a la mujer más equilibrada. En ese estado, mirar a los hombres a los ojos y a la bragueta, iba a ser todo un desafío de autocontrol, y podía generar consecuencias imprevisibles, o demasiado previsibles, si lo miraba de otra manera. Con esa pinta, ir a cualquier sitio era una aventura.
A unos cien metros, venía un tipo alto y delgado, mal vestido, con pinta de ser un sin techo. La venía observando fijamente, como si no se atreviera a creer lo que veía, y ella aventuró una mirada de reojo a Quique, sonreía.
Miró al hombre a los ojos, y a la bragueta, y le quiso parecer que el bulto que había en ella había crecido desde la vez anterior que lo miró. No, por Dios, no, otra vez tener que follar con el transeúnte más desarrapado, con el que más humillante fuera que tuviera sexo; era más de lo que podía resistir. Quique seguía sonriendo a su lado, como si no cupiera duda de lo que iba a hacer.
Había más gente, señoras de compras, que la miraban al pasar con desprecio, cuando no con burla teñida de curiosidad; hombres que silbaban o hacían un comentario obsceno, pero su atención la absorbía el desarrapado, del que ya sólo la separaban cincuenta metros. Sí, era un sin techo, a esa distancia le parecía olerlo; tendría cuarenta y muchos años, y la miraba con una sonrisa asquerosa. Estuvo a punto de escapársele una lágrima, estaban en el ambiente todos los requisitos necesarios para un nuevo desastre, el cabrón de Quique buscaba aventuras.
Un cosquilleo conocido brotó de su ombligo y atravesó por su pubis para llegar a su columna vertebral, pero pretendió ignorarlo, caminar con soltura, sin preocuparse de tintineos ni del exagerado oscilar que el calzado imponía a sus caderas; intentó buscar amparo en el miedo, en el aire de inaccesibilidad que solían imponer mujeres de bandera como ella. Tenía que aparentar seguridad. Se bendijo por la idea de permitir que Quique anclara el consolador en los anillos de su coño; verdaderamente lo último que desearía es tener que agacharse a recogerlo, cosa que de no llevarlo sujeto probablemente sucedería, al ritmo en que estaba lubricando.
¿Aparentar seguridad? Apenas llevaría recorridos diez metros cuando el chisme que llevaba en el coño empezó a vibrar dentro de ella. Dio un traspié y miró a Quique con desesperación, pero él se partía de risa apoyado en una señal de tráfico, mientras en la otra mano le mostraba un pequeño mando a distancia. ¡Manejaba el vibrador por control remoto!
Se quiso morir. Tener el chisme aquel vibrándole en la vagina era incompatible con todo, y quitárselo era impensable ¿o iba a empezar a forcejear con los cierres en mitad de la calle? Tras un corto titubeo, vio que no tenía nada que hacer y siguió caminando. Podía urdir los planes que quisiera, pero los que iban a cumplirse no parecía que fueran a ser precisamente los suyos.
Andar, con la vibración por compañera, no era en absoluto fácil; las ondas se expandían por todo su cuerpo, haciéndola temblar desde los labios hasta el tacón de los zapatos. Cuando llegó hasta el sin techo, lejos de aparentar ninguna clase de seguridad, había enrojecido de vergüenza y el cabrón de Quique había puesto tan fuerte el vibrador que hacía sonar el cascabelito que pendía de él.
Las consecuencias no se hicieron esperar; si su porte intimidaba en algo, su apariencia, su atuendo la hacían aparecer tan asequible que el tipejo se acercó a ella como si la conociera de algo y, sin mediar palabra, la agarró por la cintura y la atrajo hacia sí. Su mano derecha, agarró descaradamente su trasero y, aprovechando para deslizar aún un poco más hacia arriba su tacañísimo vestido, la hizo sentir, a través de los pantalones, su erecta polla contra su coño.
- Hora de que busquemos dónde divertirnos ¿no, zorrita?
Quique, no pudo evitar oír y con gran dificultad logró controlar el ataque de risa. Llevaba rato saboreando la sensación de sentirse propietario de ese culo que aquél sagaz transeúnte con tanta facilidad había ofrecido a todos los ojos. Sí, se había ganado “algo”, como premio a su desparpajo. Apetecía entregarla, al azar, literalmente a cualquiera, pero no era el momento, tenía otras prioridades, personas más próximas a él tenían que disfrutar antes del juguete. Primero las fantasías más queridas, las más largo tiempo acariciadas, después ir echándola poco a poco a los perros, probarla en distintas situaciones, lo que trajera la suerte, porque él no sólo estaba probando a Silvia, sino también a sí mismo, y por extensión hasta al mundo que los rodeaba.
- Lo siento, señor, pero en este momento resulta que está ocupada -intervino, con tono apaciguador-, aunque si quiere pasar un rato con ella y conocerla mejor, puede venir a partir las diez por el Ambigú, está en esta misma calle. Pregunte al portero por Quique, le dejará pasar sin pagar entrada.
Silvia, al verlo llegar, se apartó bruscamente del sin techo y casi se arrojó en sus brazos. El tipo se lo pensó unos segundos, finalmente no tuvo ganas de meterse en líos y se marchó, aunque no sin dirigirle una última mirada a Silvia, de arriba abajo.
- De acuerdo, de acuerdo, hay que respetar a la gente mientras trabaja. Nos vemos a las diez –Remachó con una sonrisa irónica, a modo de despedida.
Aún a pesar de que Quique había apagado el vibrador, Silvia no logró calmarse; siguió abrazada a él hasta que el sin techo acabó de alejarse. Intentó respirar hondo, se repitió a sí misma, por enésima vez, que si no conseguía serenarse, al menos lo justo para obedecer, aquello sería aún peor. No podía soñar con afrontar a su hermana, una acusación por parricidio, y la adicción al sexo que había desarrollado, todo ello a la vez. Y Como no podía afrontarlo, tenía que obedecer a Jorge, a Alberto, a Benito, e incluso a Quique y a Pablo. ¡No podían mantenerla eternamente al borde del abismo! Pero no lo hacían, ella estaba cayendo, si no le habían ordenado follarse al desarrapado, seguro que era porque tenían planes aún peores para ella.
Quique la apartó casi con ternura y la obligó a aterrizar en su desnuda realidad, en mitad de Madrid.
- Tranquila, chica, tranquila. No voy a hacerte follar con cualquiera que se cruce –le dijo sonriente-, nunca llegaríamos a ninguna parte. Venga, vamos hacia tu coche –Añadió con desenfado.
La tomó por la cintura y permitió que se echara sobre él, que se cobijara en su hombro. También era agradable disfrutar de las miradas de envidia que le dirigían todos los hombres, que todos supieran que aquel culo espectacular hacia el que había dejado caer su mano y ahora agarraba, simplemente era suyo.
- Apóyate en mí, querida, y no temas nada, estás conmigo y el coche está cerca, estaremos allí en un momento.
Apoyada en Quique era más fácil caminar. Se abandonó a sí misma, bajó la vista hacia la acera, se aisló de lo concreto, de su pánico a verse obligada a tener una segunda escenita en la vía pública, incluso de la manera en que le habían instruido en que debía mirar por la calle. Sí, se lo confesaba: ahora Quique actuaba casi como un padre, se había (al menos aplazado) el riesgo de ser follada por el clochard, pero ello le había producido calambrazos en el clítoris que todavía perduraban. Sí, se mojaba entera imaginando lo que habría podido pasar, qué podrían haberle hecho, a qué nuevas y tórridas vejaciones la habrían conducido. ¿Cómo comprender aquello de sí misma, aquellas reacciones de su cuerpo? Esa división en ella arrojaba la consecuencia de que lo menos doloroso resultaba ser siempre rendirse, dejar de temer, de intentar prevenir, de imaginar, y simplemente entregarse a lo que le exigieran, taponar con gemidos y éxtasis los aterradores gritos de su razón. Al fin llegaron y Quique le abrió la puerta y la ayudó a entrar, a sentarse sobre el todavía húmedo asiento del copiloto.
- Ya me avisó Benito que el coche no olería muy bien ¿Pero qué podemos hacer? Además, no tienes nada que perder, con el “perfume” que ya llevas en el traje, añadido al que te hemos dejado Pablo y yo.
Quique volvía a ser otra vez, en una pieza, padre y amo. Se quedó mirándolo, su cara de relajada satisfacción, la ilusión de sus proyectos brillándole en los ojos, y rompió a llorar, se derrumbó, cada segundo que pasaba, cada matiz de cada acto y cada palabra de Quique, era una cascada de humillaciones…
¿Adónde me llevas, qué vas a hacerme ahora, cabrón? Tengo que ir a casa, tengo que descansar, salí de Villamela al amanecer. Necesito descansar, descansar, descansar, descansar….
Tranquila, chica, tranquila –Le respondió Quique con tono apacible-. Esto te gusta más que a mí y hasta te corres más veces que yo, estoy seguro de ello. El dolor sólo se produce cuando luchas, cuando intentas enfrentarte a nosotros, a la vez que a ti misma, a la vez que a tus deseos. Mira lo que tengo aquí, justo lo que necesitas, la puerta hacia un ratito de paz.
En la mano libre y abierta de Quique había un porro, último superviviente de los que hicieron en la casa. Y ella, todavía gimoteando, se acurrucó contra su escuálido pecho.
- Si te entiendo, querida. Has vivido con una moral sexual algo reprimidilla y nosotros te estamos ayudando a liberarte, a descubrir cosas de ti misma que te hacen más feliz en el sexo; es sólo eso, aunque también nosotros nos divirtamos un poco.
Hizo una breve pausa para encender el porro, darle una calada, y exhalar el humo con aire soñador. Se sentía inspirado.
- Y en cuanto a tus preguntas ¿Qué decirte? Si me pidieras cosas para tu placer, todo sería distinto. Si me hubieras pedido, por ejemplo, follar con el vagabundo, hasta os habría prestado mi cama, y no me habría importado reventar varios planes preciosos que tengo para esta tarde. Habría comprendido que no pudieras resistirte ante un tipo tan apuesto; se te cayeron las bragas en cuanto lo viste…. Bueno, es un decir, no las llevabas puestas. Pero no, tú todo lo que me pides son pasos atrás, que te devuelva a cosas que hace semanas que superaste, y que renuncie yo también a mi propio placer, que es lo único que no puedes pedirme.
Silvia le devolvió el porro y la notó estremecerse sobre él, dejó que su mano bajara hasta el anillo de su clítoris y empezó a acariciarlo. El efecto fue inmediato, se retorció como una gatita y dejó hacer a su mano cuanto quisiera por su entrepierna. Se había muerto de ganas durante días de acariciar ese anillo, del que sólo había oído hablar y que conoció por las fotos del cementerio. Durante días le había intrigado descubrir cuánto la había sensibilizado, cuánto más potentes y accesibles serían sus orgasmos. Fumó plácidamente, mientras su dedo meñique se introducía en el anillo, y el resto jugueteaban alegremente por su coño.
Y en cuánto a tus preguntas, sólo puedo decirte que, aunque estamos abiertos a la aventura, lo previsto es que te devuelva a Don Jorge mañana sobre las siete de la tarde, hasta entonces estaremos juntos. Serán muy poco más de veinticuatro horas las que voy a tener y, cómo comprenderás, lo he planeado todo al segundo, y hasta he hecho alguna que otra pequeña inversión económica, que juntos vamos a tener que hacer rentable.
Síii, síiii, -gimoteó ella-.Me entregas a Jorge mañana a las siete de la tarde, pero ¿qué pasará hasta entonces, qué pasará el próximo minuto, hijo de puta?
No, te advertí que no renunciaría a mi propio placer. Comparto contigo que también tendría su encanto contarte, paso por paso, el itinerario vas a seguir, las cosas que harás. Estoy seguro de que me divertirá en el futuro ver el pánico en tus ojos, empapar mis dedos en tu coño mientras te imaginas en esas situaciones y te masturbo contándotelo, pero será otro día; si quieres, las próximas veinticuatro horas que te tenga para mí. Hoy no, tengo demasiada prisa y estoy estrenándote, quiero que llegues a las cosas lo más virgen posible. Lo siento, ese precisamente es el capricho de hoy. Y ya sabes la mayor parte, sabes que tienes una cita para esta noche en el Ambigú, con Paco y con el vagabundo ¿Qué más quieres? Nada más con eso puedes imaginarte el resto. Me conoces, sabes que yo nunca me interpondría en tus historias de amor; si muestran el mínimo interés de asistir, tendréis ocasión de conoceros tan a fondo cómo queráis. Porque tú querrás, te lo aseguro.
Tenía los mejores motivos para asegurarlo; mientras hablaba, Silvia había ido resbalando desde su pecho, humedeciendo su camisa de lágrimas, aunque ronroneando como una gatita, hasta acabar con la cara sobre su bragueta y una mirada confusa. Los dos estaban muy seguros de que podía permitirse tratarla así.
Cambió de planes ¿Qué diablos? Hacía sólo un momento había aceptado la necesidad que iba a tener de hacerse un hueco en la agenda de vez en cuando, sólo le ocuparían diez minutos dejar fluir las cosas. El coche era muy amplio, la tarde era preciosa y tenía la boca de semejante bombón entre sus piernas ¿Por qué ir en contra de la naturaleza? Después de todo, iba a ser muy poco tiempo el que dispusiera de la tranquilidad que ahora tenía, las pruebas médicas de estar libre de enfermedades venéreas iban a perder validez muy rápido.
Le ofreció el porro y la dejó fumar, fumar, con las ventanillas cerradas, hasta llenar de humo el coche. A través de ellas y la niebla vio un grupo de adolescentes que se reían mirando hacia ellos, y no se sintió capaz de negarles el espectáculo que deseaban, ni encontró motivos para hacerlo.
Sacó el mando del vibrador del bolsillo y permitió que ella lo viera accionarlo, en su nivel mínimo. No pudo evitar reírse cuando el inesperado cosquilleo en su vagina le produjo un golpe de tos, mientras se afanaba en abrirle la cremallera y fumar a la vez. Manoteó en el vacío, sin encontrar qué hacer con el porro, hasta que logró controlarse; entonces él, tal y como hacía siempre, elevó un poco el listón; había quedado atravesada, despatarrada en el coche y fue fácil acariciarle el clítoris, con suaves movimientos circulares, acompañados de esporádicos tironcitos del anillo y del brusco incremento en la intensidad de la vibración.
No necesitó más para decidirse a dejar el porro en el cenicero y lanzarse hacia su polla como si su vida dependiera de ello. A través del humo que inundaba el coche, notó que los chicos se acercaban interesados. Les dedicó una sonrisa afirmativa, no les molestaba tener público. Abiertamente, bajó de un tirón el minúsculo traje de látex hasta dejárselo convertido en un cinturón, ofreciendo la integridad de sus tetas, coronadas por los anillos; de su coño, manejado y manoseado por él, a las golosas miradas de la concurrencia. No le extrañó ver, en las manos de los chicos, sendos teléfonos móviles; era natural, incluso inevitable que quisieran llevarse un recuerdo, independientemente del uso que después decidieran hacer de él.
Silvia, volcada sobre su polla, manejada como una marioneta por sus dedos en el coño, poseída por los espasmos de placer que le transmitía el vibrador, se corría sin parar, ignorante de la risueña curiosidad que despertaban sus habilidades. Se dio cuenta de que le quedaban escasos segundos, en todos los sentidos, y ya sólo le restó una cosa por hacer para precipitar la explosión. Hábilmente, le introdujo el cascabel, con sus centímetros de cadenita, dentro del coño, hacia arriba y lo mantuvo allí con dos dedos, mientras con el pulgar jugueteaba con el arito del clítoris. La sintió estremecerse sobre su polla, que ya se le derramaba, dentro de la boca.
Los vaivenes del cascabel, transmitidos por el vibrador, impulsados por los sinuosos dedos de Quique, fueron demasiado para ella, reventó en un orgasmo arrasador, sudoroso y convulso, que la dejó casi desmayada, atravesada bocarriba en el coche y con los labios goteando leche.
Permaneció allí, gatita exhausta y con una sonrisa feliz, durante un largo minuto, abandonada en sí misma e ignorante de las miradas malévolas que intercambiaba con los chicos, de cómo pulsaba el botón y bajaba la ventanilla, para entregarla un poco más a la capacidades fotográficas de los móviles. No notó nada, hizo falta que estuviera envuelta en una nube de fogonazos, que sonaran ya varias risas estridentes, para que abriera los ojos espantada, y se apresurara a cubrirse, a cerrar la ventanilla.
- Cabrón, cabrón ¿Cómo se te ocurre una barbaridad semejante? ¡¡¡Vámonos!!! -Gritó, histérica.
Él se tomó su tiempo, puso tranquilamente la llave en el contacto y hasta se despidió de los adolescentes.
Pues nada, hasta otra tarde, tíos ¡Chicas! ¿Quién las entiende? – Observó la decepción en los ojos de los tres muchachos, pero no cambió de idea, ya se había retrasado bastante. Siempre había sido él quien contemplaba como otros se daban el gustazo con las mujeres que le gustaban, era estupendo haber cambiado de una vez de lado. Un segundo después, el coche se sumergía en el tráfico de Madrid.
Porque es verdad –Afirmó, dirigiéndose ya a Silvia-. ¿Quién os entiende? Hace tres minutos te cagabas de miedo de lo que yo pudiera hacerte, y ahora todo son prisas.
¿No te das cuenta de que son niños, de que no los conocemos de nada? ¿No te das cuenta de que no tenemos ni idea del uso que van a hacer de esas fotos? Esperemos que sólo se trate de unas cuántas pajas, también podrían colgarlas en Internet, o intentar chantajearme… Cada instante conmigo es precioso para ti ¿Quieres disponer de todavía menos tiempo?
Chica, tranquilízate, no es para tanto –Respondió él-. ¿De verdad se te podría chantajear ya con unas pocas fotos en pelotas? ¿Necesita alguien chantajearte para echarte un polvo? Internet hierve de fotos tuyas desde hace semanas, quién no las ha visto es porque no sabe o no a topado con ellas, e incluso esos prefiero mil veces que conozcan tu coño al natural, en vivo y en directo, es más impactante y además les veré las caras, tendré la oportunidad de charlar con ellos. No tienes que preocuparte tanto. Disfruta del paseo.
¿El paseo, qué paseo? –Preguntó histérica- ¿Me llevas a casa, no?
¡Ja! –Rió Quique, irónicamente- ¿A tu casa? ¿Soy quizás tu chofer? ¡Naturalmente que no! Vamos a pasar la tarde juntos como cualquier pareja normal que lleva una semana sin verse, nada más, así de simple.
Pero necesito cambiarme de ropa, una ducha, llevo el equipaje en el maletero… -Protestó ella, casi gimoteando, con cada vez menos convicción, dándose cuenta a medida que hablaba de la futilidad de tan razonables argumentos.
Quique, disfrutó de su gesto de abandono, de rendición, de las lágrimas que rodaron por sus mejillas al observar que no dirigía el coche hacia La Castellana. Aún forcejeaba con el microscópico traje de látex intentando que la tapara, luchando contra la naturaleza y con su rotunda belleza explotando por todas partes; incluso se limpiaba su esperma con un paquete de clínex que había sacado de la guantera.
Era tan grandioso, tan sorprendente el devenir de los acontecimientos y el universo de posibilidades que abría, que todavía tenía que pellizcarse para convencerse de que era real, de que él era realmente el amo de ese cuerpo, y de que no sólo podía manipularlo, maltratarlo, ofrecerlo, podía hasta poner deseos en su coño e ideas en su cerebro, podía hasta educarla para que se le grabaran a fuego. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para atender al tráfico. La tarde fluía y Silvia parecía más calmada cuando, repentinamente le sonó el móvil, era Pablo y decidió exponerse a una multa y contestar sin detener el coche.
¿Sí?
Todo según lo previsto, Héctor me acaba de confirmar telefónicamente que han llegado todos los “accesorios” y que ya los han instalado, además de improvisar una minicampaña publicitaria, para informar del evento a la clientela del “Ambigú”. Vaya, que todo va a estar dispuesto para cualquiera sabe que será lo que quieres.
¡Bah! Sólo una pequeña actuación sexy en un simple Pub de barrio, te gustará, y a ella también, te lo aseguro.
Silvia no reaccionó, se había ido hacia dentro, Madrid se reflejaba en sus ojos húmedos mientras se alejaba de casa, siempre hacia el sur, abriendo de par en par las puertas de sus peores miedos.