Moldeando a Silvia (35)

Joven empresaria es convertida mediante el chantaje en una esclava sexual

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

Pasó al interior de un minúsculo hall, entre esperanzada y titubeante. Al fin sexo en la intimidad, sin testigos y con gente que conocía, al fin una esperanza de ser colmada, de que le apagaran ese fuego que le ardía desde el coño hasta la garganta. Lo harían tan duro como fueran capaces de imaginar, pero ya la habían follado otras veces, la habían incluso fotografiado otras veces, poco había que pudieran ya descubrirle.

Pablo entró tras ella y oyó como Quique cerraba la puerta. Sabía lo que necesitaba y no iba ya a comportarse como una niña mojigata; se abalanzó sobre él e intentó cubrirlo de besos que ella hubiera querido que fueran apasionados y sensuales, pero él la recibió con un brusco empujón que la lanzó contra el palo de un perchero.

  • ¿Pero qué haces? ¿Estás loca? ¿Crees que voy a permitir que me babees mientras la boca te sabe a esperma de otro hombre? ¡Joder, pero si tienes leche hasta en las tetas! –Exclamó con desprecio, y un gesto de asco.

  • Pero si en el Siroco te gustó… –lloriqueó ella, medio desequilibrada entre la ropa.

  • Lo del Siroco fue una locura y una asquerosidad –contestó Pablo con un gesto airado-, vomito de sólo recordarlo. Me divertí, no lo niego, pero son cosas para vivir una sola vez.

  • Bueno, chicos, no hay por qué enfadarse. Lamento interrumpir esta pequeña discusión de enamorados –dijo Quique, con jovialidad-, pero no ha sucedido nada que no tenga fácil arreglo.

Quique sintió que aquel era el mejor momento de su vida. Ni aunque se enamorara de una mujer de ensueño y además le tocara la lotería, podría vivir algo tan hermoso. Tenía la polla a punto de reventarle, aunque se negaba a correrse fuera de ella. Había pasado varias noches sin dormir, sin poder controlar el temor a que algo fallara, a no volver a tenerla; varias noches imaginando qué le haría cuando apareciera, además de follársela. Y ahora estaba allí, caliente y confusa, medio en pelotas, emergiendo de entre los abrigos del invierno pasado. Era tan maravilloso, que nada de este mundo podría ya superar aquello.

Fue un placer agarrarla del brazo, decirle con tono amistoso:

  • Pero pasa, chica, estás en tu casa. Vamos a ver si solucionamos esos problemillas –dijo mientras tironeaba de ella hasta la cocina.

Silvia se sintió morir. Se suponía que aquello iba a ser casi sexo rutinario, no era la primera vez que follaba con los dos juntos. Y ahora eso, Pablo la rechazaba de esa forma, jamás podría olvidar se expresión de asco. Y Quique tiraba de ella con suavidad y palabras amables, pero aquello era tan distinto de lo que hubiera esperado, de ser bruscamente arrojada sobre una cama y follada hasta el desmayo. Las humillaciones se sucedían con tanta rapidez que le era imposible digerirlas. Pasaron de largo por un salón desvencijado y para su sorpresa fue conducida a la cocina ¿Querrían follarla sobre la mesa?

  • ¿Queréis aquí? A mí no me importa, siempre fantaseé con hacerlo en una cocina –dijo con tono sumiso, casi esperanzada.

  • ¿Ves como eres una puta? ¿Después quieres no darme asco? –Preguntó Pablo, retóricamente, mirándola a los ojos.

Rehuyó su mirada y se sintió agarrada por detrás por Quique, como sus dedos se deslizaban suavemente hasta el único botón de su guardapolvos, lo abrían y lentamente se lo deslizaba hasta abajo, mientras la obligaba a encarar a Pablo. Creyó que se le cortaba la respiración cuando la única prenda que la cubría cayó del todo al suelo y estuvo mucho peor que desnuda ante sus ojos, sintiendo como la saboreaba con la vista, milímetro a milímetro, sin abandonar su gesto escéptico.

  • Una cosa hay que reconocer y es que estás un rato buena -Dijo con una sonrisa de seguridad.

Quique se agachó y recogió el guardapolvos, para meterlo después en la lavadora.

  • Mejor la enciendo yo, dudo de que una señorita de tu posición sepa poner una lavadora. Y tú, Pablo, deja ya esa cara de cabreo. No me digas que verla con Paco no fue divertido ¿Te acuerdas de cómo se le bamboleaba la panza? Y después ya ves –dijo señalando a la lavadora-, si se tiene tiempo, no hay nada que no tenga arreglo.

Silvia creyó desmayarse. Sentía los ojos de Pablo fijos en sus tetas, embobado en el audible bamboleo de sus cascabeles. ¡Aún no había logrado aceptar los anillos cuando ya le habían colgado aquellos cascabeles de los pezones y hasta se los habían unido con una cadenita! ¿Es que no era suficiente humillación? ¡Era el hombre al que hubiera querido como novio el que la estaba mirando como a un trozo de carne, ante el que estaba siendo insultada como pocas veces lo había sido hasta entonces ¿Qué pretenderían ahora? La afable voz de Quique indicó lo que debía hacer. Se le notaba que estaba de buen humor y que se moría de ganas de terminar con aquellos preliminares y entrar en materia.

  • Bueno, pues andando –dijo Quique, dándole una fuerte palmada en el trasero-, que el tiempo es oro. Sin darle tiempo a reaccionar, la llevó a tirones hasta un anticuado y sucio cuarto de baño y tiró un cepillo de dientes sobre el lavabo.

  • ¡Hala, a lavarte los dientes! Y rapidito ¿eh? No queremos llevarnos dos horas supervisando tu aseo personal. Pablo tiene razón y estás bastante guarra.

Por un momento, supuso que saldrían del baño, pero no, Pablo se sentó en una banqueta, y Quique fue a hacerlo sobre la tapa del inodoro. Quedó sola ante el espejo, cuajado de manchas de jabón, y contempló su cara, con el absurdo colorete que le pusiera Benito chorreando hasta su barbilla y traslúcidos grumos de esperma seco sobre el que aún goteaba el de Paco ¿Cómo podía haber llegado a tener esa cara? ¿Cómo una chica bien como ella podía conducir su vida hacia semejante pudridero? ¿Cómo podía ser que tuviera la respiración agitada y mojada la entrepierna mientras Pablo y Quique la observaban desnuda, mientras liaban un porro. Se estremeció de placer al darse cuenta de que una vez más iba a ser sorprendida, llevada más allá de sus límites, nada de sexo seguro con gente con la que ya lo había practicado, no podía imaginarse lo que iban a hacerle.

Sabía que no tenía tiempo para la vida contemplativa, así que echó un generoso chorro de pasta sobre el cepillo y procedió a usarlo enérgicamente.

Quique, mientras deshacía sobre el tabaco una enorme cantidad de haschis, miró a Pablo, desnudo como él de cintura para abajo.

  • ¿Quién lo hubiera dicho, eh, amigo Pablo? No me creíste cuando te conté que Silvia Setién era una puta. Ni viendo que lo que le goteaba de la barbilla era esperma mío te lo creíste, quizás fuera precisamente por eso, porque fuera mío. Tuviste que cogerle las tetas en su coche y medio pajearla, para llegar a creerme. Y hasta entonces tuve que soportar las miradas despectivas de medio club. Sólo cuando la tuviste en su casa mamándote la polla, cuando nos la follamos a nuestro entero capricho, te entró en la cabeza. Y ahí la tenemos ahora –prosiguió con aire triunfal-, acicalándose para nosotros, para ser el perfecto juguete sexual. ¿Te acuerdas de cómo nos gustaba, de aquella tarde en la playa, con su recatadísimo bañador de una pieza y de cuántas veces la imaginamos desnuda? Pues ahí la tienes, con su bikini de tiritas de cuero y sus abalorios meneando el culo, más que ansiosa de hacernos felices las pollas.

  • Hace siglos que sé que tenías toda la razón –respondió Pablo-. Si te soy sincero, siempre sospeché que en Silvia había trampa; era demasiado perfecta. Guapa, rica, casta, magnífica estudiante… ¿Dónde estaba el fallo? Ni siquiera mi Rita era así de perfecta. Sí, ya sé que tenía un carácter de las pelotas, pero ni siquiera eso alcanzaba a humanizarla. Quizás eso sea lo que más me maraville, el verla ahora así de modosita. Y mira lo que escondía, cualquiera sabe con cuántos profesores se habrá revolcado la muy zorra ¿más de diez, más de cien, con cuántos?

Silvia se estaba enjuagando la boca, y la pregunta era tan difícil de contestar

  • Sí ¿Con cuántos? No es una pregunta retórica –Insistió Quique.

Ella se apresuró a echar el agua al lavabo y responder, era la última pregunta que hubiera querido tener que contestar delante de Pablo. Pero había algo que le dolía casi más que eso ¿Había dicho Pablo “mi Rita”? Rita, la más encarnizada de sus competidoras en el club ¿Había algo entre ellos? Pero no tenía tiempo para sucumbir a ese temor.

  • Alrededor de veinte, creo –Dijo apresuradamente, en voz baja y con tono compungido.

  • ¡Veinte profesores! –Exclamó Quique- Después de todo tenía su explicación el que no te gustara el sexo. ¡Menuda empollona estabas hecha! Ja, ja, ja, ja. Mañana quiero una lista con los nombres y teléfonos de tus víctimas. Si encuentro ocasión haré que los veas y les presentes tus respetos como es debido, quiero que comprueben cuánto has aprendido desde entonces. Por cierto ¿estás caliente?

¡Otra preguntita! ¿Es que nunca iba a acabar el interrogatorio? Estaba harta de tanta conversación, de tanto tener que rebajarse, ante la displicente sonrisa de Pablo. Estaba cansada del viaje, no la habían dejado ni pasar por casa ¿es que no podían tirarla sobre la cama y terminar de follarla de una vez? Las palabras eran siempre más humillantes que el sexo, al menos en el sexo había placer; con las palabras, tarde o pronto se acababa confrontando la Silvia que era, con la Silvia que había sido y eso era lo más desolador de todo.

  • Chicos ¿De veras es necesaria tanta charla? ¿De veras os apetece hablar, teniendo a vuestra disposición una mujer como yo? Claro que estoy muy caliente y muy deseosa de que nos divirtamos –Contestó mientras se acercaba a Quique, contoneándose como una gatita. Él aprovechó para acariciarle suavemente los pechos y estuvo a punto de ceder a la tentación, a pesar de que no le gustaba tomar las cosas cuando se las ofrecían, sentirse manipulado por su belleza. Ver acercarse a una mujer así, así de adornada, no sucedía todos los días. Pero no, deslizó la mano lentamente hacia su vientre, hasta su coño, y hasta le introdujo dos dedos.

  • Pues sí que estás calentita, y hasta mojada como una zorra. Creo que es un buen momento para que te adecentes un poco con una ducha fría –Replicó él con una expresión glacial- Sabes que a Pablo no le gustas así de guarra y a mí no me apetece ir a encender el calentador ¡Al agua!

Silvia dio una patadita en el suelo y se dio la vuelta torpemente, debatiéndose entre la decepción, la sensación de ridículo y el desconcierto. ¿Acaso no les estaba ofreciendo en bandeja todo lo que podían desear? ¡Se suponía que querían follársela, y las cosas estaban yendo por unos derroteros que nunca hubiera podido prever. Estaba exhausta por el viaje, apenas había bebido, y sin embargo se estaba orinando; era de razón, no lo había hecho desde que salió del pueblo con Benito. Miró fugazmente el inodoro y negó con la cabeza, como si quisiera que la idea saliera rodando fuera de ella. Puso el pié en el borde de la bañera para quitarse los zapatos, y tropezó con el minúsculo candadito con que el negro los había cerrado.

  • No –Interrumpió Quique-. Así tal como estás, Benito me dejó de amo de llaves, por supuesto, pero así estarás más guapa.

Una vez más, odió su voz, siempre sonando a traición, a sus espaldas, empujándola más y más, siempre más allá de donde nunca hubiera imaginado ir. Echó un vistazo al interior de la bañera y se sintió desolada. En una estantería se amontonaban botellas de geles y champús previsiblemente vencidos y junto al desagüe había un grueso montón de pelos, de variopintos colores. Aquel no sólo era un piso compartido, también era una cuadra. Y ahora tener que ducharse… ¿Por qué le hacían eso, para bajarle el calentón, para despabilarla y hacerla más consciente de cómo la humillaban, por su certeza de poder devolverla a ese estado cada vez que quisieran? Los porqués eran indiferentes, se introdujo en la tina, y luchó por mantenerse en equilibrio sobre el tacón de los zapatos. Indudablemente iban a estropearse, pero quizás eso fuera lo que menos importaba.

  • ¡Joder, tiene que ser con agua fría! Las medias se van a mojar –pensó en voz alta, rebosando miedo, y con expresión asustada.

  • Vaya, vaya, las cositas que piensas, nena –le dijo Pablo, mirándola profundamente a los ojos, y con una sonrisa de superioridad-. ¿En serio te preocupan las medias, cuando deberían preocuparte tantas otras cosas? Hay algo que quiero decirte, y que va a ser el primer chorreón de agua fría.

Lo vio ponerse en pié y acercarse a ella, tomar con una mano el teléfono de la ducha, y poner la otra en el grifo, y vio más, vio a Quique terminando de exhalar una calada de marihuana, tomar una cámara de vídeo y empezar a grabarla.

  • Sí, chica, parece evidente que están a punto de suceder cosas más preocupantes que mojar las medias ¿Verdad? El coño ya se te mojó hace rato. ¿Alguna vez te hemos parecido poco previsores? Me subestimas, querida, me subestimas. ¿Crees que por que fue Quique quien lo hizo todo, quien te entregó a mí es sólo de él de quien debes preocuparte? Yo también existo, estoy de acuerdo con él, pero a la vez tengo mis propias ideas, y él bendice mi derecho a realizarlas. Soy el Amo del agua fría ¿recuerdas? –Preguntó sonriente, girando alegremente el teléfono de la ducha.

Ella apoyó la espalda en los helados azulejos y se estremeció de dolor y placer, haciendo sonar los cascabeles.

-No, por favor, no, discúlpame, sí que me pareces mucho mejor persona que Quique, pero nada más. Comprendo que queráis que esté limpia para vosotros, pero no merezco agua fría, no es necesaria.

-¡Ja! –Rió Pablo- En otro momento hablamos de lo que mereces o no ¿de acuerdo? De lo que se trata aquí es de lo que ya te avisó Quique al llegar, que queríamos hablar contigo. ¡Esto no es otra cosa que una reunión de viejos amigos! En todas partes he leído que es sanísimo que conversen con sinceridad sobre sexo las personas que lo practican.

-¡Hijo de puta! –Exclamó Silvia entre dientes.

  • Te disculpo el insulto, querida; sé la mucha envidia, la mucha admiración que encierra. Hace unos minutos te estremeciste tal y cómo acabas de hacerlo ahora, y sonaste igual de bien.

  • ¿Sí? –Preguntó Silvia, aterrorizada.

  • No sé porqué te alarmas tanto –respondió Pablo, arrastrando las palabras-. No puedes negarme que hemos sido blandos hasta este momento. Daño moral puedes alegar todos el que quieras, pero llevas dos horas en Madrid y apenas has hecho un par de mamadas ¿Qué es eso para una zorra como tú? Nada. Pero basta de rodeos, te oí estremecerte cuando te lavabas los dientes, justo cuando yo, como por casualidad, dije “Mi Rita”. Ahí va el agua fría, querida: Te lo confirmo, Rita y yo somos pareja, hace meses que lo somos, sólo que no quisimos que se supiera en el club. Estoy enamoradísimo de ella.

Y Silvia se tambaleó sobre la tina resbaladiza, sobre aquellos ridículos tacones.

  • Chica, ten cuidado que te vas a matar –continuó Pablo, sin alterarse ni molestarse en sostenerla, al tiempo que abría a tope la llave del agua fría.

La reacción fue instantánea. Se recogió sobre sí misma, sentándose en la esquina de la bañera, e intentando taparse con las manos. La gélida cortina de siguió cayendo sobre ella a pesar de sus gritos, a pesar de sus escalofríos, hasta que su cuerpo empezó a adaptarse.

  • Puesto que has de lavarte, creo que te voy a ayudar personalmente ¿No me dirás que no es agradable tener las dos manos para frotarte? Rita y yo acordamos disimular lo nuestro porque ya sabes lo estirada que es la gente en el club, no queríamos que se supiera hasta estar seguros de la relación. Ahora lo estamos.

Apartándose los empapados cabellos de la cara, acertó a entrever a Quique, completamente desnudo, dejando la cámara sobre un trípode, tenía la polla a un tamaño bastante presentable, mucho mejor que en ocasiones anteriores. De pronto, observó a Pablo cerrar la llave, y el chorro de agua cesó tan bruscamente como había empezado. En efecto, el empapar las medias era lo de menos, mucho peor que eso era el conservar el equilibrio sobre los tacones, y peor todavía sentir encogerse las tirillas de cuero del microscópico bikini, ciñéndose ferozmente sobre su cuerpo, clavándole en la carne sus innumerables tachuelas metálicas. No sabía por qué sentirse más helada, si por aquello, o por la noticia de Pablo y Rita, o por ver a Quique acercarse, con los ojos dilatados por el porro que acababa de fumarse, y una sonrisa malévola que no presagiaba nada bueno.

  • ¡Ja! Pero si pareces un animalillo asustado! ¡Qué talento tienes para montar comedias! Esto es sólo para que comprendas cuál es tu verdadero lugar en esta pequeña familia; no puedes darnos lástima, no puedes acaramelarnos con tus tetas, no te sirve de nada sonreírnos ni ofrecernos lo que ya tenemos, porque somos muy concientes de tenerte a ti, entera y absoluta preciosamente a nuestra disposición.

Se dio cuenta un segundo antes de que sucediera. Vio a Quique levantarse el pene y apuntarlo directamente hacia su cara. Se estremeció de terror, era eso lo que iban a hacerle, era así como iban a filmarla. Al instante sintió un ardiente chorro de orina en su mejilla, la de Pablo, y en seguida llegó directamente a su nariz el de su compañero. Se sintió morir. El hedor de la orina mezclada de ambos hombres, estuvo a punto de hacerla desmayarse. Casi quemaba, a la vez que irritaba su piel.

  • Como te puedes imaginar, a su debido momento, haré que Rita vea este pequeño vídeo casero, falta poco para que esté madura –Dijo Pablo, dirigiendo su orina a los cabellos de Silvia.

  • ¿A que no era esta la ducha que te imaginabas? Esta es mucho más divertida incluso para ti, porque seguro tienes el coño mojado como una perra. Y, por supuesto, no voy a consentir que nadie me diga qué puedo y qué no colgar en Internet, ni a quién puedo darle la dirección, ni a quién puedo venderle la película. Naturalmente haré todas esas cosas, aunque al igual que Pablo, a su debido tiempo.

Era duro sentir la orina resbalar por su cuerpo, era duro sentir sus cabellos, empapados y malolientes acariciar su cara, pero eso no era nada comparado con imaginar a Rita viendo aquella escena, sentada ante un televisor y mirándola a ella, entre el asombro, el asco y la burla. Todas eran amenazas muy reales, tan reales como la posibilidad de colgar ese vídeo en Internet, o enseñarlo, o venderlo. Asumió con pánico que estaba en el ambiente que llegarían a hacer todas y cada una de esas cosas.

  • ¡Por favor, no! –Suplicó- Para su desgracia, era verdad que tenía mojado el coño, y aún otra humedad vino a sumarse, pues las lágrimas resbalaron por su cara junto a la orina. Era demoledor sentirse así, bajo el cambiante flujo de aquellos dos chorros, calidos hasta hacerla traspirar, estrellándose contra sus muslos, su sexo, su ombligo, sus pechos, su boca. Era para querer morirse, para no atreverse a vivir mañana, y no viviría, si no fuera por la humedad de su sexo.

  • ¿Ves, zorra? Consientes esto, lo vives, lo tragas, te mojas; esto y cualquier otra cosa que imaginemos- Le dijo Pablo, con un gesto de autosatisfacción.

  • Lo acepto, lo acepto –Gimió ella-. Terminad, por favor, terminad. No me hables así, te lo ruego, Pablo, tú no lo hagas. Siempre pensé que eres mejor persona que Quique.

Cómo si hubieran obedecido sus órdenes, los dos chorros, casi al unísono, dejaron de fluir. El olor le producía ganas de vomitar y apenas podía ver, la orina le quemaba los ojos.

  • Lo que queráis, claro que haré lo que queráis, hijos de puta- Respondió Silvia, totalmente desarbolada, sin dejar de frotarse los ojos.

  • Bueno, basta de charla por el momento –Intervino Quique- ¡En pié, zorra!- Es increíble lo bien que se queda uno después de echar una buena meada.

Y ella no se hizo de rogar, ni mucho menos preguntó. Envió a sus piernas la orden de levantarla y estas respondieron. Los tacones de los zapatos resbalaron ligeramente sobre la hedionda humedad de la bañera, pero consiguió ponerse en pié, sujetándose a los azulejos, y con los ojos cerrados. Otra vez volvió a abrirse la ducha, pero en esta ocasión estaba dirigida hacia el suelo. Tembló al sentir rebotar las gélidas gotitas contra sus piernas e intentó prepararse para lo peor, pero poco a poco empezó a experimentar el milagro: ¡Templada! ¡El agua estaba templada, se habían apiadado de ella! Sonrió de placer al sentir el chorro directamente sobre sus piernas, más arriba de sus medias. Iba a poder librarse de los chorreones de esperma, de la peste a pis y sentirse otra vez limpia, qué maravilla. Elevó los brazos y se dispuso a recibir el cálido chorro de agua por todo su cuerpo, por su sexo, su vientre y sus pechos; agradecida por ese alivio, ese instante de gloria.

  • ¿Ves como no somos tan malos, zorrita? –Preguntó Quique, con voz tranquila.

Quizás, después de todo no lo eran, aceptó ella sin reflexionarlo, recibiendo la maravillosa cascada de agua tibia sobre sus cabellos, dejándola resbalar por su cara, por su cuello y sus hombros, abriendo la boca, para deshacerse del repugnante sabor que la invadía. Sucedió el milagro, sus poros se abrieron, se desperezó como una gatita y volvió a sentirse otra vez persona, renovada; el olor a los tipos del Ambigú, a Paco, a orina, se fue al fin por el desagüe. Los dedos de alguien la tocaron y sintió caer sobre su hombro un abundante goterón de líquido fresco y espeso. ¡Ohhh, gel, qué maravilla!

Se atrevió a abrir fugazmente los ojos y alcanzó a entrever las manos de Pablo, acariciándole las tetas, llenándoselas de espuma. Enseguida volvió a cerrarlos para saborear la magia de sentirse tocada, por cada recoveco de su piel, por aquellas manos ignoradas, que diseminaban caricias y pompas de jabón a su paso. No quiso ni saber quién empezó a jugar con el anillo de su clítoris, se le había sensibilizado tanto… El escalofrío de placer fue suave, pero instantáneo. Por un momento esbozó un gesto de rechazo, aunque era agradable y enseguida cayó en la cuenta de que también por abajo tenían que lavarla; ella debía estar más interesada que nadie en la higiene. Abrió las piernas, con cuidado de que los tacones no resbalaran. El cascabel que pendía de su coño entrechocaba musicalmente contra la cara interna de sus muslos y la mano invasora la frotaba delicadamente, llevando su osadía cada vez más lejos, hasta la misma entrada de su ano, para después retroceder y aventurar dos dedos en el interior de su vagina. Se estremeció, su cuerpo aceptó agradecido la incursión, y tuvo que agarrarse a los azulejos para no caer.

Se dio cuenta de lo que estaba pasando, de que en sólo unos minutos estaban consiguiendo llevarla desde la vergüenza más absoluta hasta el mismo borde del éxtasis. Pero ¿Podía resistirse? ¿Tenía algún sentido jugar a intentar resistirse? ¿No era infinitamente mejor disfrutar los escasos buenos momentos que la vida le ofrecía? Se abrió de piernas aun más, sujetándose a la llave de la ducha, y los dedos empezaron a moverse en suaves círculos, llamándola hacia ellos, tocando de lleno su punto G.

La invadió el miedo de romperse la crisma en la bañera e hizo un esfuerzo supremo por reprimir el inminente orgasmo, abrió los párpados, para encontrar ante ella los ojos de Quique, nublados por los porros, su sonrisa beatífica, mientras le trabajaba la entrepierna y frotaba su pulgar contra el anillo de su clítoris. Pablo enjabonaba tiernamente su espalda. No pudo más, se giró con brusquedad y se agarró con ambas manos a los grifos de la ducha. El orgasmo fue enorme, la recorrió desde el coño hacia el vientre y la hizo estremecerse hasta el borde del desvanecimiento. Se quedó quieta por un eterno instante, sujeta a los grifos, mientras su cuerpo iba lentamente dejando de temblar y los dedos de Quique le acariciaban suavemente el trasero. Se dio cuenta de que habían asaltado una nueva parcela de su intimidad, era la primera vez en su vida que la duchaba alguien, y lejos de importarle le agradó la sensación de saberse todavía más poseída. Pablo y Quique habían sido sus amigos, quizás a su modo la aún la querían un poco, aunque sólo fuera para divertirse.

El resto de su aseo transcurrió dulcemente. Estaba demasiado abotargada para prestar atención. Oyó abrirse el bote de champú y sintió cómo le enjabonaban el cabello; se relajó con las caricias y tras un tibio enjuagado se dejó abrazar por las toallas. Quique y Pablo la secaron, frotaron despreocupadamente a lo largo y ancho de todo su cuerpo, prestando especial atención a sus zonas más íntimas, riéndose y animándola a regresar a la realidad.

Abrió los ojos con timidez. El cabello le había quedado enmarañado, no era la clase de trato que estaba acostumbrada a darle, pero no dijo nada; ni siquiera a ella le importaba demasiado. Quique parecía hipnotizado por el oscilar de los cascabeles de sus pechos, el baño entero estaba lleno de niebla, mezcla de humedad y humo de haschis y marihuana; hasta ella se sentía colocada.

Pablo le tiró del brazo, y se vio obligada a levantar la pierna fuera de la tina. Estuvo a punto de matarse cuando el tacón le chirrió sobre el mojado suelo de la bañera, pero Pablo la sujetó con energía y logró no caer. Un coro de tintineos acompañó el resbalón, así como el fuerte tirón de los anillos de sus pezones que cualquier movimiento brusco le producía. Le sobrevino el temor de que hubiera terminado el tiempo de las delicadezas. Aún no había recuperado el aliento cuando sonó la voz de Pablo.

  • ¿Ves, querida amiga, que estoy siempre a tu lado para sostenerte? Confía en mí, ya queda menos para sí que estés completamente lista para la faena –dijo mirándola de arriba abajo, sonriendo al contemplar el reflejo de las cadenitas sobre su piel y las tirillas de cuero que la ceñían-. ¿Qué tal si te sientas en el váter y nos fumamos un porrito?

Ella sabía que no era una pregunta, se sentó. En pocos segundos tuvo entre los dedos un canuto de marihuana encendido. Lo único que me faltaba para idiotizarme ya del todo, pensó, pero aquella segunda parte tampoco era una pregunta e inhaló una calada profunda y larga, permitiendo que el humo de la calma le empapara los pulmones. Era buena calidad, buen sabor. Quizás sí, quizás debiera confiar en Pablo después de todo; era el cannabis lo que mayor bien podía hacerle en aquel momento. Ella le había gustado en el pasado, estaba segura. Ella le gustaba a todos y era lo bastante mujer para sentir unos ojos sobre sus caderas, se daba cuenta de esas cosas. Además, bastaba ver cómo la miraba ahora, el chispazo de deseo que ardía en sus ojos, quizás aún, de alguna manera seguía gustándole.

Se sintió mareada y casi empezó a divagar. Capturó su atención el esquelético cuerpo de Quique, cambiando el ángulo de una cámara de vídeo sobre un trípode.

  • ¡Hijo de puta! –No pudo evitar murmurar entre dientes-.

  • ¿Pero se puede saber qué tienes contra nuestro amigo Quique, que mal te ha hecho? –Preguntó Pablo con aspecto divertido.

Ella no tuvo tiempo de reflexionar, las duchas, el orgasmo y el porro la habían dejado como pisando sobre mantequilla. Escupió a borbotones lo que la había aterrorizado.

  • ¡Por favor, nunca le mostréis esa grabación a Rita! No podría resistirlo. Prometédmelo y haré todo lo que queráis –dijo con los ojos bajos, dándose cuenta de que había faltado al respeto a Quique-. Él se volvió hacia ella para responderle. La sonrisa que había en su rostro la hizo concebir esperanzas de que no se hubiera ofendido, pero enseguida se dio cuenta de que era una sonrisa despectiva; ella no estaba en situación, no estaba a una altura en la que pudiera soñar con ofender a Quique, lo único que podía hacer era exasperarlo y provocar un castigo, y era exactamente eso lo que acababa de conseguir.

  • Si hubieras empezado por ahí, por pedírmelo por favor antes de llamarme “hijo de puta”, probablemente te lo habría concedido –respondió él-, pero en las actuales circunstancias, lo primero que haré cuando vea a Rita será mostrarle las partes que yo elija de esta curiosa escena, y hasta regalarle copias, aunque Pablo podrá vetar las partes que quiera, al fin y al cabo es su pareja y eso hay que respetarlo.

Rompió a llorar. Las cosas no podían ir tan condenadamente deprisa. Tenía asumido que la harían pasar muy malos ratos respecto a su vida social, pero la posibilidad de que le mostraran aquella barbaridad a Rita, a la gente del club, iba mucho más allá de cualquier temor que hubiera albergado.

  • ¡Calma, calma! –Sonó la voz reposada de Pablo-. La verdad es que no estoy de acuerdo con ninguno de los dos. Silvia, tu resistirías perfectamente que la gente del club supiera toda la verdad sobre ti, y lo resistirás, a su debido tiempo. Y no sólo eso, ahora, harás ahora cualquier cosa que queramos, independientemente de a quién enseñemos qué material. Continua siendo poco creíble que hayas viajado setecientos kilómetros, vestidita de esa forma, para vivir lo que has vivido desde el Ambigú hasta aquí, y que a estas alturas pretendas decirnos que no a algo.

Silvia bajó los ojos tanto que tropezaron con el danzante cascabel de su clítoris. Era evidente que tenía razón, todos allí estaban seguros de que la tenía. Pero Pablo no había acabado, aquello sólo era una pausa.

-Y en cuanto a ti, Quique, creo que estaremos de acuerdo en que la chica no pretendió insultarte, habló entre dientes y no puede ser más dócil ¿Qué ganas mostrando en el club esta grabación, no tienes muchas otras? ¿Un rato divertido? ¿Y cuantos ratos divertidos puedes gozar si no lo haces? Infinitos, ¿verdad? Venga, prométele no enseñarla y pasemos la página. Nosotros también nos sentiremos más libres, más entre amigos, sabiendo lo que hagamos quedará en familia.

  • Está bien –Aceptó Quique, con gesto condescendiente-, lo prometo, éste Cd quedará entre nosotros. También tú ganas algo, aunque está claro que Rita es demasiado posesiva y tarde o pronto algo habrá que hacer respecto a ella, para que comprenda esta situación y la contemple desde un punto de vista un poco más abierto.

Respiró hondo, se había salvado por poco. Gracias a Pablo no tendría que vivir temiendo a la grabación, y por primera vez no sería castigada tras un insulto. Quizás con él podría funcionar lo que casi había fracasado con Benito en el pueblo, quizás con él podría lograr que se encoñara, una pizca de complicidad, si no de comprensión.

La tensión pasó y los dos se sentaron, Quique tras ella, en el borde de la bañera, y Pablo enfrente, muy cerca, sobre el bidet. Quique aprovechó para cogerle una teta y comprobar que las cadenas que le sujetaba los pezones del cuello los mantenían erguidos hacia arriba. Un juego propio de niño curioso, que le disparó por el cuerpo un escalofrío de placer.

  • ¿Ves tú también que en ninguna circunstancia puedes negarnos nada? Te excitas con cualquier sitio que te toquemos. Pero bueno, no negaré que hemos tenido problemas en el pasado, creo que nos ha faltado sinceridad, y ya va siendo hora de que pongamos los trapos sucios sobre la mesa y les dé el aire. ¿Me puedes decir de una vez qué es lo que tienes en contra de Quique? ¿Qué daño te ha hecho? –Preguntó con tono conciliador.

  • Nada, de verdad que nada –respondió ella sorprendida, con cuidado de no hacerse acreedora a un castigo-, obedezco puntualmente sus órdenes.

  • Sí, sí, obedeces sus órdenes directas, pero no dejas de mostrarle desprecio. Al entrar, te tiraste a besuquearme a mí, y no a él, lo insultas entre dientes, en el baño no quitas la vista de mi polla, y a él no lo miras ni por si acaso. Algo te pasa, y recuerda que he pedido sinceridad. Te prometo que no habrá represalias por nada que digas. Es importante que nos entendamos, exprésate con libertad.

Silvia se lo pensó. La pregunta era clara, tanto como la promesa de que no habría consecuencias. Y por otra parte era Pablo quien se lo preguntaba; no había tiempo para urdir mentiras ni probablemente conseguiría engañarlo. Se decidió a abrirse, no podía hacer otra cosa.

  • ¡Quique es un payaso y un listillo! –Dijo a sabiendas de tenerlo a su espalda-. El poder que tiene sobre mí, el que tan generosamente comparte contigo, no lo logró por sí mismo, sino apoyándose en el de Jorge y Alberto. Ellos fueron los que diseñaron una estrategia, los que corrieron riesgos, lo que me domaron. Él se encontró todo el trabajo hecho. De no ser por ellos, y por haberles hecho la pelota, Quique seguiría siendo para mí el miserable renacuajo que siempre fue. Por su culpa mi vida en el club amenaza con convertirse en un infierno; en todo este tiempo, el único rasgo bueno que ha tenido ha sido compartirme contigo, al menos me ha presentado a un hombre.

Se sintió desahogada, como si se hubiera quitado una tonelada de encima, pero a la vez se estremeció de temor, al sentir cómo Quique se levantaba tras ella. Una mano alzada de Pablo le hizo desistir de hablar y lo convenció de que volviera a sentarse.

  • Gracias, querida –dijo Pablo, tratando de contemporizar-. La sinceridad es la mejor base para las relaciones humanas. Comprendo tu punto de vista, aunque desde luego no lo comparto. De entrada, hace siglos que Quique ya no te chantajea ¿verdad?, que su poder radica en conocer tu debilidad, en saber usarte, y que le obedecerías aunque te amenazara con la esponja del baño. Te encanta obedecerlo, eres lo bastante zorra y él lo bastante hombre como para que le obedezcas siempre. ¿No es cierto?

Una mano de Quique cruzó su muslo y empezó a jugar con el anillo de su clítoris, a darle tironcitos a la cadenita que pendía de él. Imaginó su sonrisa tras ella, al oírla decir con voz queda: - Sí, es verdad, lo reconozco.

  • Bien –prosiguió Pablo, calmadamente-, todos construimos mejor cuando nos decidimos a hacerlo sobre la base de la sinceridad. También reconocerás que vuestra historia no empieza en el momento en que empezó a chantajearte, hará cosa de un par de meses, hace dos años que os conocéis, es una verdad evidente.

Pablo hizo una larga pausa y los miró a los dos, como esperando objeciones, pero no había ninguna.

  • Gracias –dijo Quique-, Quizás sea mejor que seas tú quien me defiendas, lo sabes todo.

El porro había circulado ya varias veces y a Silvia empezó a no gustarle el cariz que la cosa estaba tomando. ¿Adónde pretenderían ir a parar, iban a sacarle a relucir ahora cosas del pasado? Le costaba pensar en ella misma antes de todo aquello, era como pensar en otra persona. Le costaba pensar en cualquier cosa, la marihuana se le había subido a la cabeza, la había anestesiado, y los dedos de Quique hurgando entre sus piernas, jugando despreocupadamente con los anillos de su coño la sacaban de quicio. Y sí, sentía placer, aquello sólo podía terminar de una manera ¿Por qué lo demoraban tanto?

  • ¿Recuerdas cuántas veces te reparó Quique el ordenador portátil? –Prosiguió Pablo-. ¿Cuántos trabajos hizo para tu carrera, cuántos mails te envió, y cómo te ayudó con las matemáticas comerciales? ¿Cuántas veces le diste las gracias? –Dejó pasar varios segundos para ver si contestaba y prosiguió al ver que no había respuesta. Silvia escuchaba, pero los toqueteos de Quique parecían impedirle concentrarse.

  • Te vi darle las gracias una vez, fugazmente, mientras recogías tu portátil y corrías hacia tu BMW. Quique te deseaba, es cierto; todos te deseaban en el club y a ti te encantaba que fuera así, pero comprendía, aceptaba que estabas fuera de su alcance, en todos los sentidos. No pedía nada que no pudieras dar, que te fuera costoso dar. Se conformaba con un poco de comprensión, que lo aceptaras como amigo en el club y no lo trataras con aquella displicencia. Sus mejores amigos estábamos en el club y sobre todas las cosas deseaba ser aceptado, aunque su familia no fuera de dinero.

Quique acabó por comprender lo que estaba haciendo su amigo, se la estaba poniendo en suerte, obligándola a rememorar el pasado para hacerla saborear aún más la humillación del presente, para que su caída fuera todavía más dura, más completa. Y por otra parte él ya estaba harto de magreos y jueguecitos, quería verla de frente, quería mirarla a los ojos mientras oía esas cosas, y contemplar cómo se les llenaban de lágrimas, quería que probara la medicina de la humillación, esa que ella, meses atrás, había diseminado a manos llenas. Sintió el pene rebotándole sobre los muslos mientras tomaba el taburete y se sentaba junto a Pablo, frente a ella. No quería esperar mucho más, estaba llegando el momento de follarla por derecho.

  • Oye, querida ¿te has dado cuenta? Tienes humedecida la entrepierna y estoy seguro de haberte secado a conciencia -Le dijo pellizcándole ambos pezones hasta sentir entre los dedos el acero de los aritos dentro de ellos. Los tenía descomunalmente erectos, casi tanto como su pene. Apretar entre sus manos aquellas dos tetazas, contemplar su dilatada aureola, zambullirse en aquellos ojos profundos, en los que las lágrimas, el miedo, no conseguían anular la lujuria, hizo que le costara un esfuerzo supremo posponer la eyaculación, concederse el próximo juego - Por cierto, Silvita, con lo de la humedad y ya que estás sentada en el váter ¿no crees que sería buena idea que hicieras un pis? Nosotros ya lo hicimos, después es una lata tener que interrumpir para mear -le sugirió en voz baja y malévola.

Silvia no pudo evitar dar un respingo. Realmente se moría de ganas de orinar, era innegable que las tenía, pero ser capaz de hacerlo delante de Quique era realmente otra cosa. Apenas había reparado en ello hasta ese momento, pero quizás había algo peor que las constantes vejaciones sexuales a las que la sometían y era la absoluta pérdida de su intimidad. Desde que saliera del pueblo no había orinado, desde que saliera del pueblo no había tenido un sólo segundo para sí misma, la habían mantenido permanentemente en la cuerda floja, haciendo equilibrios en el borde del abismo.

La humedad a la que Quique se refería no era pis, era joven y no tenía fugas, se estremeció de sólo pensarlo. Todos allí sabían de dónde procedía aquella humedad. A esas alturas, después de haber sido humillada en el Ambigú, exhibida medio desnuda por las calles de Madrid, del grotesco episodio de Paco, era evidente incluso para ella misma que su cuerpo detestaba el equilibrio, que deseaba desesperadamente caer hasta el fondo. Desde luego no experimentó ni la menor tentación, ni la menor esperanza de rebeldía; intentó con todas sus fuerzas obedecer, relajar el bajovientre, pero nada que hacer, la mirada divertida de Quique impidió que saliera una sola gota.

  • Vamos, chica -Dijo Pablo, a su lado, ofreciéndole un grueso porro de marihuana- verás como esto te ayuda a relajarte.

Y ella, nerviosamente, lo agarró como un bebé agarraría un biberón. Dio una calada interminable y después otra, permitió que el humo la irradiara desde los pulmones hasta la cabeza y hasta los dedos de los pies. Su mano le acarició suavemente la espalda, empezando en la nuca y bajando por toda su columna vertebral, deteniéndose sólo para hacer saltar la finísima tirilla de cuero de su microscópico bikini. Pablo, evitaba mirar su cuerpo desnudo, musculoso, y sobre todo su enorme pene erecto. Si sucumbía a esa tentación, se le dispararían los flujos y al instante caería de rodillas para comérselo. Siempre le había gustado Pablo, pero nunca como ahora, quizás porque nunca se había sentido tan pequeña ante él. El contacto de Pablo disparó en ella un estremecimiento de placer que la hizo consciente del roce de los cascabeles, inusualmente pesados, contra sus pechos, contra los labios de su coño. Y sucedió el milagro: Un minúsculo chorro de pis canturreó alegre sobre el agua del váter.

  • ¿Ves? ¡Estaba seguro de que lo conseguirías! - Chilló Quique, mientras prorrumpía en aplausos.

Ella lo ignoró, o pretendió ignorarlo. Cerró los ojos y se aisló del mundo, se dispuso a disfrutar de su primer y acaso único minuto de tranquilidad desde que saliera del pueblo. La orina pareció ya encontrar los caminos en su interior y fluyó en un chorro continuo, haciendo aflorar a su rostro una sonrisa de liberación. Al volver a abrir los ojos, se encontró con la imbécil sonrisa de Quique, propia de un niño malo, mientras la enfocaba con una cámara digital. No estaba preparada para aquello y no pudo ocultar un gesto de desaliento, o quizás de asco.

  • Tranquila, querida, tranquila -Le dijo él, con tono amistoso-. Te prometí que no enseñaríamos nada a Rita y así será, será; las fotos quedarán únicamente para uso personal.

Volvió la mirada a Pablo, implorando su apoyo, pero tampoco de esa parte iba a llegarle otra cosa que cinismo:

  • Te dice la verdad, pequeña ¿Te ha mentido alguna vez? Además, ya don Jorge nos ha mostrado fotos tuyas meando, hace siglos que Quique tiene toneladas de material sobre ti que mostrar a quién le dé la gana, sin que esté sujeto a ninguna promesa.

Conocía su situación, no era novedad la abundancia de material que Quique poseía sobre ella y era terriblemente cierto que poco importaba el uso que pensara hacer de aquellas fotos concretas; no había otro sitio en que ubicar la esperanza que en la muy dudosa misericordia de sus torturadores. Pero oírlo de los labios de Pablo era lo más descorazonador que le había sucedido en su vida. Se notaba que él estaba allí divirtiéndose, relajado, sin la ansiedad de Quique; su tono varonil, su serena firmeza y su seguridad de tenerla a su merced, habrían hecho que se le mojaran las bragas, si las hubiera llevado puestas. Hizo un esfuerzo supremo por apartarlo de su mente. Sabía que aún no era el momento y que, si intentaba algo con él, con seguridad sería rechazada de la manera más ignominiosa.

Bajó la vista e intentó terminar de orinar; notó como Quique abandonaba la cámara y acercaba la cara entre sus piernas, quería observar cada chorrito de pis salía de su coño, al parecer no deseaba perderse ni el detalle más ínfimo de su degradación. Aún no habían caído en el váter las últimas gotitas cuando ya le estaba ofreciendo un generoso trozo de papel higiénico. No debía bastarle con estar filmando toda la escena, debía querer calidad de imagen, pues volvió a fotografiarla mientras se secaba.

  • Tampoco te esfuerces mucho -le dijo, con tono jocoso-, secarte es una misión imposible con lo que te babea el coño ¡Menuda zorra estás hecha!

Varias lágrimas surcaron sus mejillas sin que pudiera evitarlo. Estaba agotada, y lo más desolador de todo era que aquello no había hecho más que empezar, apenas llevaba un par de horas en Madrid, no quería imaginar como serían los últimos días, aquella iba a ser la semana más larga, más intensa de su vida.

  • Bueno, querida, no nos pongamos melodrámáticos -Dijo Pablo, con tono conciliador-. No olvidemos que somos viejos amigos que están resolviendo rencillas del pasado. ¿Qué te parece si nos vamos al salón y una vez allí buscamos la manera de que presentes a Quique tus disculpas?

No respondió, sabía que la mejor respuesta era levantarse e intentar caminar haca la puerta del baño. ¡Disculparse con Quique! Sólo pensarlo era tan humillante que se le mojaba el coño. Se sentía pesada, el cannabis le entorpecía los movimientos y los zapatos incrementaban su inestabilidad; las medias, todavía húmedas, se le adherían a la piel esparciendo continuos cosquilleos por sus muslos.

Se despreocupó por completo del contoneo de sus caderas y del sonido de los cascabeles, no tenía capacidad para ello; sólo quería descansar, que sus dos “amigos” hicieran de una vez lo que quisieran de ella, que la follaran como les viniera en gana, y abandonarse a los orgasmos que le exigía su cuerpo. Jamás hubiera imaginado que llegaría a verse así, convertida en un divertimento, un juguete sexual del que otros dispondrían a su entero capricho; jamás habría imaginado tanto despilfarro de adornos, tanta gradual humillación, la mordedura de las tirillas de cuero, los aritos en sus pechos, el discontinuo roce de las cadenitas, diseminando por su cuerpo escalofríos de placer. Y lo más asombroso de todo era haber transigido por ello, haber llegado a asumirlo.

Caminó dando tumbos hacia la puerta, precedida por Pablo, y con Quique siguiéndola a escasísima distancia, sin parar de darle palmadas en el trasero y murmurar groserías.

-¡Qué cuerpazo tienes, tía, se la pondrías dura a la momia de Tutankamon! Es la hora de la verdad, zorra, es hora de follar.

No era ninguna novedad, estaba claro que había llegado el momento, aunque también lo estaba que no iba a ser sexo seguro con gente con la que ya lo había practicado; siempre la hacían caminar por el borde del abismo, hacia lo desconocido. Igual que la primera vez era imposible prever qué nuevas maldades tenían reservadas. Habría dado cualquier cosa por que Pablo se volviera hacia ella, por que diera rienda suelta al deseo que latía en sus ojos, y poder agarrar esos hombros musculosos que la hacían enloquecer; pero en lugar de eso era Quique quien le hacía arder el corazón con sus insultos, y el culo con sus constantes azotes. Uno de ellos fue tan fuerte que le arrancó un grito de dolor y la hizo caer sobre Pablo.

  • ¡Eh, eh! Tranquila. Está claro que nos divertiremos, pero sin acosos sexuales, cada cosa a su tiempo –dijo Pablo desenfadadamente-. Si tienes problemas para andar, podrías venir a cuatro patas ¿Qué te parece?

Nadie esperaba una respuesta y ella tampoco se veía con ánimo de darla. Se agachó y empezó a andar a cuatro patas hacia la puerta del baño. No racionalizó su situación, era infinitamente mejor no hacerlo. Sintió la humedad del suelo traspasar las medias, y el peso de los cascabeles, que ahora colgaban en vertical, tirando de sus pezones.

  • Así está bien, zorrita, ahora estás a tu verdadera altura –Sonó la voz de Quique, encima de ella.

Le resultó fácil no pensar, el tremendo colocón que tenía le impedía hacerlo. El salón era tan desangelado y rústico como el resto de la casa, en él había un enorme sofá mugriento, una especie de máquina de gimnasia, y un vetusto mueble bar atestado de lo que parecían ser carpetas de apuntes. Vio de soslayo como Pablo hurgaba en él y enseguida una música extraña empezó a sonar, era música hindú, con disonantes sonidos de instrumentos de cuerda, y plagada de extraños tañidos. Quique se tiró en el sofá y agarró un maletín negro que abrió, sin que ella pudiera ver su contenido.

  • Esto, querida Silvia, es un pequeño obsequio de don Jorge –Le explicó-. Contiene unos regalos suyos que poco a poco irás conociendo. De momento, este es un juguete con el que conviene que te vayas familiarizando.

Había quedado de rodillas, un poco alejada de él, y al principio no logró distinguir qué eran aquellas dos bandas de cuero negro que Quique había extraído del maletín. Cuando Pablo se las alcanzó vio que eran un par de guantes, al estilo de los que usara con el traje de Gilda, pero con orificios que dejaban fuera los dedos. Iban a llegarle hasta la mitad del brazo, más arriba del codo, y ambos tenían una cadena de acero longitudinal, de aspecto sólido, y una fila de argollas.

La música había creado un ambiente extraño en la tétrica habitación y a ella no le cupo duda de que debía ponerse ambas prendas, cosa que hizo con mayor facilidad de la que pudiera esperar. Aún no había terminado de ajustarse los guantes cuando Pablo se colocó tras ella, le echó los brazos hacia atrás, y lo sintió enganchar cadenas. Segundos después notó que sus codos habían quedado sólidamente unidos en sus costados. Podía mover las manos, los brazos, pero no elevarlos.

  • ¿De veras es necesario que me atéis? –Preguntó, con tono entre pícaro y sumiso.

  • No, coincido contigo, no es necesario; harás de todos modos lo que me salga de las pelotas, pero así será más divertido para mí, que al fin y al cabo es lo que importa. –Contestó Quique, con sequedad-. Y ahora, acércate, puta, llegó la hora de que me pongas a punto el nabo.

La habitación entera le dio vueltas, el colocón iba y venía por oleadas, nublándole la mente, encendiéndole los deseos, y ahora impidiéndole casi moverse. Con los codos atados, sin poder sujetarse a nada, no iba a lograr ponerse de pié. Se sintió torpe, extraña, y más indefensa que nunca. Deslizó una pierna hacia delante, avanzar de rodillas era la única manera en que se sentía capaz de hacerlo. La cadena que le sujetaba los codos se le clavaba en la espalda y hacía que los brazos le quedaran ridículamente abiertos. La sensación de humillación era tan honda, que lamía con los ojos el suelo de madera.

El pene de Quique, parecía más grande que Quique mismo, palpitaba ansioso entre sus piernas, y sin embargo no era ese el que deseaba, sino el de Pablo, que se elevaba enorme y rosado hacia su musculoso vientre. Pablo, apenas podía soportar la manera en que la miraba, esa sonrisa despectiva con que la contemplaba, andando de rodillas hacia su amigo. ¿Qué concepto iba a tener de ella, viéndola hacer esas cosas? Su vida se había convertido en un túnel en el que no brillaba otra luz que la de los orgasmos.

La música hindú se derramaba por la habitación, la convertían en el perfecto escenario de una experiencia mágica. Los ojos de Quique seguían cada uno de sus movimientos, se demoraban en los cascabeles de sus pechos, cuyos tintineos parecían acoplarse a los disonantes tañidos de las cítaras.

Pablo permanecía detrás, expectante y Quique se relamía de gusto, con una sonrisa de lobo hambriento. Al fin culminaba la espera, la tenía ante él, entregada, dispuesta para ser metida hasta en cuántas fiestas apeteciera prepararle. Iba a hacer que cada minuto de aquellas veinticuatro horas fuera inolvidable para todos. Pero el ansia de saborear su triunfo no iba a hacer que se precipitara, no más precipitación, ahora tenía todo el tiempo del mundo, iba a paladear la miel éxito en toda su dulzura.

  • A estas alturas ya lo habrás notado, querida. Nada de sexo seguro con gente conocida, ¿verdad? Cada polvo que eches por orden mía va a ser innovador, radical, una experiencia mística, y va a contribuir a hacerte todavía más puta.

Vaciló al oírlo. Ella, que ya creía estar al borde del sexo, del respiro que le daban los orgasmos, otra vez tropezó de bruces con el muro de palabras. Y lo peor no eran los insultos, ni la realidad que estos describían, lo peor era darse cuenta de que se había convertido para Quique en el más divertido juguete que hubiera podido soñar, en una muñeca hinchable a la que podía colocar en la postura y situación que quisiera, pero a la que además era posible herir. Y la manera en que ella misma lo asumía, en que se estremecía al oírlo, de miedo, de rabia, de deseo, la manera en que la hacía disfrutar, era tan desconcertante que no sabía si alguna vez lograría aceptarlo de sí misma.

Por fortuna, aunque bamboleándose con morbosa torpeza y haciendo sonar la ferretería que llevaba encima, había alcanzado el sofá y sintió las manos de él alzándola por las axilas, elevándola hasta que quedó de rodillas sobre el borde. Enseguida, le plantó un beso con lengua, le exploró la boca hasta la garganta, sin miramientos, hasta casi cortarle la respitación. A continuación, la apartó de sí, y se concentró en la que era su parte favorita del cuerpo de Silvia, las tetas. Tenía los pezones enormes, abultados y más erectos que nunca. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no correrse de sólo mirar los anillos que los coronaban.

Desde que Jorge le hablara de aquellos anillos, de lo bien que habían quedado, no había parado de fantasear con el momento de tenerlos ante él, de acercar los labios hacia ellos y chuparlos, mordisquear aquella aureola con insistencia, introducir la lengua por el orificio del arito y tirar... El cuerpo de Silvia, su entrega, lo hacían enloquecer. La sintió temblar por el efecto de sus caricias y le mordió un pezón por detrás del anillo, hasta arrancarle un gemido de dolor. Justo entonces se dio cuenta de que ella, aún entorpecida por la cadena, había conseguido llevar una de sus manos hasta su clítoris y se lo frotaba salvajemente, haciendo sonar el cascabelito que pendía de él. Tuvo que apartarla con brusquedad, para no eyacular a destiempo, antes quería poner las cosas aún más en su sitio, dar una última vuelta de tuerca.

  • Joder si estás buena, zorra. No veía que llegara este momento -Le dijo separándola de sí. Mira, esto es otra pequeña sorpresa, estoy seguro de que te va a encantar. Estaban en el maletín; don Jorge es un tipo genial, piensa en todo.

Silvia bajó la vista y no pudo creer lo que vio en las manos de Quique. Eran dos barritas de plástico traslúcido, de unos pocos centímetros, rematadas en un extremo por algo de plástico verde. Parecían... Parecían... Pero no, no podía ser ¿para qué iba a servirles algo así?

Dio un salto hacia atrás y sus rodillas golpearon el suelo cuando Quique tiró del extremo verde y ante ella apareció lo que desde el principio había temido ver. Definitivamente eran dos agujas sanitarias, de las que se usan para poner inyecciones.

  • Tranquila, querida, tranquila. Hay muchas cosas que todavía has probado poco, el dolor es una de ellas. Te queda mucho que aprender sobre ti misma. Verás como te encanta.

  • No -Susuró Silvia, con un hilo de voz.

  • ¿No? ¿De veras que no? -Preguntó Quique, con gesto de cómica incredulidad-.

¿Me dices que no a mí, al hombre que te compartió con Pablo, que tiene toneladas de fotos comprometedoras tuyas, y te hizo pajearte en el Ambigú con un taco de billar? No te creo, estoy seguro de que lo harás, te he visto hacer cosas mucho peores en el puticlub de carretera. ¿Sabes? Don Jorge me prestó los Dvds, estuviste inspiradísima, es una pena que no recuerdes nada. No estoy enfadado, el tuyo ha sido un “No” tan lleno de humildad... Estoy convencido de que te acercarás a mí y de que no será necesario llamar a Don Jorge. ¿Me equivoco? Confía en mí, querida, ven y siéntate en mis rodillas, verás como te diviertes.

Al borde de la locura, Silvia sintió el miedo enroscarse en su estómago. La cabeza se le iba ¿Dónde pretendería aquel cabrón clavarle las agujas? Hacía siglos que sabía que no podía fiarse de las palabras amables, pero ¿qué iba a hacer si las amenazas que escgrimían sobre ella eran tan enormes, si la excitaba más allá de todo lo controlable el sentirse manejada, explotada, como ellos lo hacían? El hábito de obedecer se había enraizado en ella; tras la rendición venía siempre el premio del placer; normalmente estaría claro lo que tenía que hacer, pero miró la aguja y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Intentó incorporarse sin éxito; el colocón, la displicente sonrisa de Quique, el punzante extremo que le mostraba la hicieron caer grotescamente sobre sus nalgas. ¡Dios, era tan difícil tomar decisiones, atender a la vez a todo lo que sucedía en el exterior y al caos de sus propias sensaciones desbocadas...!

  • Vamos, chica, que no tenemos todo el día, acércate -Insistió Quique, con ojos obnubilados por los porros -Entiendo que no te rebelas, es sólo que te cuesta hacerlo... ¿Quieres que le pida a Pablo que te ayude a levantarte? Estoy seguro de que lo haría encantado. Para están los amigos, para que te sostengan en los momentos de necesidad.

Ella apenas lo escuchó. A esas alturas de alienación atendía los tonos, la malicia, pero era incapaz de hilvanar los conceptos. Percibió que a pesar del dolor de sus rodillas, del pánico a las agujas, su mano izquierda en ningún momento se había apartado de su coño, seguía frotando con insistencia el anillo de su clítoris. Los escalofríos de placer, el campanilleo de la música hindú, la mordedura de las humedecidas tiritas de cuero del bikini, absorbían toda su atención. Al parecer, tenía que aceptar que no debía esperar nada de sí misma. Sin darse cuenta, sus labios susurraron sus pensamientos:

  • ¡Folladme!

Quique hizo una mueca de fingida sorpresa.

  • Perdona, querida, no te he oído bien ¿Podrías repetir, por favor?

  • Folladme, folladme de una vez, no puedo aguantar masss... -Gritó ella, histérica, frotándose salvajemente el clítoris.

  • Ah, sí, ahora sí. Te follaremos, claro está, de eso se trata; sólo sucede que todavía no estas lista. ¿Sabes? No eres la primera puta a la que Pablo y yo compartimos, y nos gustan aún un poco más calientes. ¿Te sientas sobre mis rodillas, por favor? Vamos a ver si conseguimos avanzar un poco, estoy empezando a impacientarme.

Se levantó como una autómata, no era momento de andarse con vacilaciones y no tenía capacidad para ello; Quique, una vez más, se había apropiado de su voluntad. Apoyó una mano en el borde del sofá, aunque ello obligó a la otra a apartarse momentáneamente de su coño. La redondeada superficie de la suela del zapato no era la más adecuada para levantarse con facilidad, pero aún así logró hacerlo, se incorporó durante un segundo para enseguida dejar caer sus posaderas sobre las huesudas piernas de Quique.

  • ¿Ves que es verdad lo que te dije, que Quique es lo bastante hombre como para que le obedezcas en todo? -Oyó decir a Pablo a su espalda.

No contestó, era imposible negar la evidencia; estaba más que harta de palabras, más que harta de intentar pensar, quizás ella también estaba deseosa de ver avanzar todo aquello. Su mano izquierda regresó presurosa a su sexo, pero esta vez se introdujo dos dedos, dejando que el pulgar se ocupara del clítoris. Su atención se iba desde el complejo equilibrio que mantenía sobre las piernas de Quique, hasta la aguja que sostenía en su mano, o hasta su polla, que palpitaba ansiosa contra su muslo. Si le gustaban las putas calientes, eso era precisamente lo que tenía ante él, a la más caliente de todas, dispuesta a casi correrse incluso antes de que la follaran.

  • ¿Sabes? Esto es maravilloso -Dijo Quique, con cara de no creer en su propia suerte, mientras le acercaba la aguja-. ¿Quién iba a decir que iba a tener sobre mis rodillas a la inalcanzable calientapollas del club, tan bien dispuesta a todos estos juegos. ¡Las vueltas que da la vida! Es maravilloso verte dudar, contemplar en tu cara la lucha entre la vieja y la nueva Silvia, entre el miedo y el deseo, y cómo vence siempre este último; debes tener una empanada mental de cojones. Les vas a pagar en carne, en placer a los don nadie del club todas las humillaciones, toda la rabia que prodigaste, te lo aseguro. Muchos de esos hombres son amigos míos y me voy a encargar personalmente de entregarte a ellos, de que disfruten plenamente de ti y comprueben por sí mismos hasta qué extremo eres una zorra.

Aún no había conseguido sopesar el alcance de sus palabras cuando Quique hundió la aguja en su pezón, por detrás del anillo y vio todas las estrellas del firmamento. No pudo evitar echarse hacia atrás.

  • Querida, querida, sé que nada más es un movimiento reflejo, no te castigaré -sonó meliflua la voz de Quique-, pero entiende los riesgos; si te

mueves,

puedo clavarte la aguja prácticamente en cualquier parte, con lo cual después habré de sacarla y llevarla a su adecuado lugar. No tenemos por qué correr ese peligro, no me gustaría causarte ningún daño innecesario; Pablo te va a ayudar a permanecer quieta.

La “ayuda” llegó de la manera más inesperada mientras aún permanecía en el aire el sonido de la frase. Silvia Sintió cómo una mano se deslizaba por su espalda, por debajo de la cadena que unía sus codos y subía hasta alcanzar su nuca, hasta alcanzar la cadena que rodeaba su cuello y agarrarla. Sintió cómo la desacostumbrada tensión elevaba todavía más hacia arriba sus pechos y sus manos eran arrastradas hacia atrás, lejos de cualquier sitio al que pudieran asirse.

  • ¿Qué me queréis hacer? ¿Qué más queréis de mí? -Preguntó desesperada, estremeciéndose y con los ojos llenos de lágrimas- Si me rindo, si colaboraré con lo que sea, si acepto lo que sea ¿Por qué me castigais?

  • Esto no es un castigo -le respondió Pablo desde atrás, calmadamente- esto es lo que queremos de ti, y quizás sea incluso un premio. Para Quique y para mí, casi más agradable que follarte, ha sido hablar sobre tí. Ni te imaginas lo divertida que puede ser una conversación entre dos hombres que comparten la misma mujer, intercambiar impresiones sobre lo que se ha hecho y sobre lo que se va a hacer, sobre el pasado y sobre el futuro; todo está cuidadosamente planeado, confia en nosotros.

Confiada o no, más bien sobrepasada por el alud de acontecimientos, permanecio quieta el tiempo justo para que Quique introduciera la aguja por debajo de su pezón izquierdo y presionara hacia arriba. El dolor fue agudísimo. Por aliviar la tensión de las cadenas sobre los aritos de sus pechos, tenía la cabeza inclinada hacia abajo; vio con horror como la punta de la aguja asomaba por la aureola y seguía avanzando, hasta pasar a través de un eslabón de la cadena. Quique culminó la operación dándole una palmadita en el trasero y diciéndole:

  • ¿Ves cómo no ha sido para tanto, quejica? Solo duele la parte que tienes dentro, y tampoco es para tanto. Ahora colocamos esto -dijo mientras pinchaba en la punta un pequeño taponcito de goma-, no sería plan de que Pablo o yo nos hiriéramos al cogerte las tetas, y ya estamos casi listos.

Se quedó paralizada, hubiera podido imaginarlo todo, temerlo todo, menos algo tan sórdido como lo que estaba pasando. Se abandonó a sí misma al capricho del oleaje de depravación que la azotaba. Apenas prestó atención a la voz de Pablo, dirigiéndose a Quique.

  • ¿Oye, te importaría que me encargara yo del otro? Me da cierta curiosidad, es una experiencia que no creo que nunca repita.

  • ¡Por favor, adelante! Es lo natural, somos amigos, la compartimos y tiene dos tetas, la otra es toda tuya.

Pablo la soltó, ya no era necesario sujetarla, estaba lacia como una muñeca de trapo; su cabeza cayó sobre el hombro de Quique y sus manos, casi liberadas, sólo sujetas por los codos, regresaron ávidas a su coño. Empezó a frotárselo con furia, con los ojos cerrados, buscando a tientas por su cuerpo el placer que no cesaban de postergarle. No tardó en hallarlo, mientras se corría, con ojos nublados por los porros, y al borde del desmayo, Silvia vio al hombre que amaba acercársele, tomar la siguiente aguja y clavársela bajo el otro pezón con una sonrisa maliciosa. Al terminar, incrustó en ella el consabido taponcito de goma. Sólo entonces comprendió lo falsas que habían sido sus anteriores palabras de rendición; había jurado rendirse, entregarse, aceptar, pero seguía conservando su conciencia, seguía siendo ella misma; ahora ya no, ahora sí que verdaderamente había hecho donación de su voluntad.

  • Y ahora vienen las buenas noticias, querida, ahora que no sabes si quieres follar o morirte, ahora que estás mojada como una perra, ahora, por fin, estás lista -Oyó decir a Pablo, con tono entre cordial y satisfecho.

Siento haber tardado tanto pero no tengo más tiempo libre. En este capítulo, sobre todo al final, me he dado un poco de prisa y no he corregido tanto como acostumbro. ¡¡Un saludo afectuoso a tod@s , especialmente a los adictos a la serie!!