Moldeando a Silvia (34)

Joven empresaria es convertida mediante el chantaje en una esclava sexual

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

Nada más salir de casa de Jorge, Pedro tomó una extraña decisión: Seguirlo. Había tratado de sonsacarlo, había fingido estar desesperado por disfrutar de Silvia, y todo lo que había conseguido fue la vaga promesa de tenerla unas horas pasado mañana, y absolutamente ninguna información. Como único dato significativo, que estaba a punto de salir a encontrarse con ella. Después del enfrentamiento con Alberto, Jorge no parecía ya fiarse de nadie.

Para colmo, Silvia no había contestado a sus mails desde de que viera en el Facebook de Benito las fotos del cementerio, y lo que más le había preocupado de todo: cuando intentó volver a visitarlo ya no estaba admitido entre los contactos del negro. Se le ocurrió que la única manera de enterarse de algo era apostar por lo inesperado, subirse al coche, y seguir a Jorge a través del enloquecido tráfico de Madrid. Consiguió hacerlo sin que se diera cuenta, y aparcó a unos cien metros tras él. Lo vio entrar al Ambigú, una especie de pub de barrio, y se dispuso a esperar.

Al parecer, Jorge trabajaba día y noche en el asunto de Silvia; se le ocurrió que si pretendían liberarla alguien tendría que decidirse a hacer lo mismo. Al cabo de un rato, vio el coche de Silvia, conducido por Benito, y tuvo que agacharse para que no le vieran. Aparcaron lejos, y ellos también entraron al Ambigú. Se dio cuenta de que durante un rato era más que probable que no tuviera nada que hacer, intentar entrar en el local sería una locura.

Pero sí había algo que podía hacer después de todo, tomó el móvil y marcó el número de Alberto.

  • ¿Sí?

  • Soy Pedro. Silvia ya está en Madrid, acabo de verla entrar tras Jorge, en un pub de la zona de Atocha.

  • ¿Y?

  • Y no sabemos una mierda ¿te parece normal?

  • Bueno… -Contestó Alberto con calma- En realidad es la semana de Jorge, lo que haga es asunto suyo.

  • Sí, pero es que de la semana del pueblo tampoco sabemos una mierda. Se supone que Benito tenía que informaros a los dos, y llevo varios días sin recibir mails de Silvia. Jorge está tramando algo gordo y esto en cualquier momento va a explotar.

  • Escucha, Pedro, no entres en pánico. Verdad es que la situación de Silvia es a medio plazo explosiva, pero nadie está interesado en que nada salga mal, salvo quizás tú, claro esta. ¿Quieres seguir mi consejo de una vez y meterte en tus asuntos? Es seguro que vivirías mucho más tranquilo. Hablaré con Jorge ¿vale?

  • No, no vale, y ni se te ocurra tratarme como a un niñato pesado. Lo que está sucediendo te atañe y mucho, porque puedes dar con tus huesos en la cárcel. Jorge está loco y no es de fiar. Carmen me dijo que tú le habías confesado que tenías un as en la manga, una manera de obligarlo a que congele las operaciones contra Silvia. Quiero ese as, sea lo que sea, es una imprudencia que sólo tú lo tengas, lo quiero para emplearlo cuando a mi discreción lo crea necesario. Aquí, al parecer, nadie quiere mojarse.

Alberto se quedó callado varios segundos. En efecto, en el calor de la conversación, había cometido la ligereza de decirle a Carmen que ese as existía, pero seguía sin querer usarlo, se resistía a creer que no quedara ya otro remedio. En realidad él no quería saber nada de todo aquello, estaba empezando a embalar sus objetos personales para trasladarse de nuevo a Sevilla, y tras unos días allí, tenía pensado aceptar un contrato de trabajo en Islamabad. Aunque claro, sería altamente deseable no dejar a sus espaldas la casa en llamas.

  • No, al menos no todavía –respondió con tono cansado-. No tenemos ninguna constancia de que Silvia corra ningún peligro que vaya más allá de experimentar un montón de orgasmos. La verás pasado mañana, hablaréis, y con toda la información sobre la mesa nos reuniremos Carmen, tú y yo. Entonces decidiremos qué hacer.

  • Está bien, pero pareciera que esto sólo me interesara a mí, cuando todos aquí corréis riesgos más graves que los míos. Nos vemos tras mi encuentro con ella.

Pedro se dio por vencido. Había ido todo lo lejos que podía ir, continuar siguiendo a Jorge, o a Silvia, era arriesgado, podían descubrirlo, y como poco su valor como espía desaparecería para siempre. De momento, Alberto tenía razón, lo único sensato que podía hacer era irse a casa y meterse en sus asuntos.

LA BELLA Y EL BESTIA

Silvia se vio de pié en la calle, con el guardapolvo sólo sujeto por el botón central, y recordando con plena claridad que tenía prohibidas cosas tan básicas como sujetarse la ropa. Una sóla ráfaga de viento, un coche que le pasara cerca, una rejilla de ventilación del metro y enseñaría a medio Madrid hasta el cielo de la boca. Había dicho que podía andar, pero ahora entre el cansancio, los nervios, el colocón y la incomodidad que le producían los zapatos, no estaba tan segura. Quique terminó de despedirse de los que quedaban en el Ambigú y se acercó hasta ella.

  • Bueno, mi casa está tan cerca que no merece la pena que cojamos tu coche. Caminarás unos metros delante de nosotros, a Pablo le gusta follarte, pero no que lo vean paseándose por Madrid con una tía tan puta como tú ¿qué pensarían de él? Ah, y a partir de ahora, cuando estés conmigo, nada de andar mirando al suelo con cara de atontada, vista al frente, y cuando te cruces con un tío, primero lo mirarás a los ojos, después al paquete, y después a los ojos de nuevo. No se te olvide, por éste orden. A ver si de una vez aprendes a comportarte.

Silvia, después de la "lección de humildad" recibida, no tenía ánimo para oponerse a nada, por lo que echó a andar en la dirección que Quique había señalado. Nunca había ido su casa, por lo que no sabía a qué distancia estaban, pero echó a andar. Era mejor obedecer al pié de la letra, aún cuando se le exigieran cosas tan desagradables como mirar a los tíos de esa forma, aún cuando le dijeran cosas tan difíciles de aceptar como que el chico de sus sueños no quería que la vieran con él, aunque sí que la quería para el sexo. Echó a andar, sin prestar atención al sonido de los cascabeles, ni al constante abrir y cerrarse del guardapolvos cada vez que avanzaba una pierna.

Vio a un tipo gordo caminando hacia ellos a unos doscientos metros de distancia y no quiso ni pensar en tener que cruzárselo. Ahora el guardapolvos era completamente indiscreto; en cuanto se olvidaba de dar pasos cortos, enseñaba hasta el ombligo, pero eso no era lo peor, lo peor era que el único botón central que le habían dejado hacía que el volumen de sus tetas apartara la tela cada vez más hacia fuera, mostrando descaradamente todo el canal de sus pechos y, cómo no, la cadenita que iba de una a otro. Ojala que aquel gordo repugnante girara por una calle transversal, que no se viera obligada a mirarlo, o que si llegaba a cruzárselo no le prestara atención.

Alguien le había dicho varios días atrás que una cosa era jugar a la "chica mala" en el pueblo, donde al fin y al cabo tenía voz y voto, y otra muy distinta estar abierta a todo en Madrid, donde tenía una vida que perder, o estaba en vías de perderla. También le habían dicho que ella no era una puta, era algo peor que eso y ahora veía lo cierto que era. Pasearse por la calle así de desnuda, saberse disponible para absolutamente cualquier tipo que la mirara, era arrebatadoramente excitante, pero lo más excitante y aterrador de todo era saberse esclava, porque eso era en lo que la habían convertido.

Escuchó voces masculinas tras una esquina y pareció que el corazón fuera a parársele. De pronto, se encontró de frente con tres muchachos que rondaban los veintipocos años y sintió que no la habían instruido para esa contingencia ¿Qué debía hacer si se encontraba con varios hombres a la vez? Intentó mirarlos uno a uno, tal y cómo le habían dicho, primero los ojos, después la entrepierna, pero apenas le dio tiempo, pasaron a su lado sin prestarle atención, enfrascados en una conversación sobre ordenadores.

Por un momento respiró aliviada, pero enseguida tuvo nuevos motivos de temor, escuchó que los tres se detenían con Pablo y Quique y los saludaban. Titubeó, por un instante no supo qué hacer; no tenía ninguna ganas de ser presentada en ese estado a aquellos muchachos ¿O sí las tenía? Pero no, ella había recibido órdenes claras, y debía cumplirlas mientras no fueran anuladas. Siguió andando, lo más despacio que pudo, para no distanciarse de ellos y para evitar movimientos bruscos del guardapolvos. ¡Horror! El tipo gordo seguía caminando hacia ella y ya sólo quedaban cien metros para que se encontraran; ojala que cambiara de dirección, que girara por la única calle transversal que mediaba entre ellos; no iba a suceder como con los chicos, no iba a pasar sin prestarle atención, bamboleaba por la acera sus grasas mirándola fijamente.

Cada paso, cada tintineo, cada entrepierna masculina que miraba, ya fuera por obediencia o deseo (porque ni eso tenía claro), la precipitaba en un caos de sensaciones, los recuerdos se le mezclaban con el miedo al futuro. ¿Quiénes serían aquellos chicos, de qué conocerían a Pablo y Quique? Aún veía la sonrisa de Jorge en el Ambigú, alegre como un niño al comprobar que aceptaba ser prostituida, que no le había servido de nada su periodo de reflexión, sus días de vacaciones, que seguía pudiendo llevarla allí donde quisiera y que todas sus "pruebas" culminaban en rotundos éxitos. Porque eso era lo que hacían Jorge y los otros, probarla, averiguar hasta qué extremos la podían humillar. Ahora tocaba obedecer, ya no había tiempo para pensar y cuando lo tuvo lo había desperdiciado haciéndose pajas.

Comprobar eso era lo que le empapaba la entrepierna, saber que no podía imaginarse lo que iba a depararle el próximo minuto, por que eso dependía de los caprichos de Quique y Pablo, y estos eran inimaginables. La lección que todos podían extraer del pasado, incluida ella misma, era que estaba ilimitadamente sometida a sus voluntades. Ahora iban a follarla, eso estaba claro, como también lo estaba que dispondrían de ella a su antojo, sintiéndose ya completamente seguros de poder hacerla entrar por todas sus exigencias, de no necesitar tenerle ningún respeto. Ya la habían follado otras veces, la habían visto en el Siroco, la habían forzado a humillarse a fondo en el Ambigú, y habían tenido tiempo de sobra para fantasear, conversar y hacer toda clase de planes; no podía ser de otra manera. Oyó cómo se despidieron rápidamente de los muchachos y caminaban deprisa para ponerse a su altura.

  • Son mis compañeros de piso –Chilló Quique con tono jocoso- Ya te los presentaré en otro momento, quiero que te conozcan muy a fondo, pero ahora tenemos vamos justos de tiempo.

Por fortuna, había poca gente por la calle. Sus sentidos parecían haberse realzado. Era consciente del exagerado contoneo de sus caderas, del sonoro ir y venir de los cascabeles y la campanita, superponiéndose al escaso tráfico, susurrando musicalmente a cuántos pasaran cerca "Estoy aquí, soy entera vuestra y soy barata". Era consciente del frontal empuje del viento, azotando su cara, abriendo el guardapolvos, precariamente sujeto por el único botón superviviente, ofreciendo su espectacular desnudez a todas las miradas. Sentía como el aire iba secando sobre su piel el sudor y los goterones de esperma que no le habían permitido limpiarse, mientras observaba al hombre gordo, devorándola con los ojos, acercarse a la acera de la única calle que los separaba. ¡Dios, no iba a doblar la esquina, iban a encontrarse en pleno paso de cebra! Un escalofrío le recorrió la columna vertebral y no quiso saber de sí misma. El viento le había empujado ese abrigo que tenía prohibido ajustarse y había quedado abierto hasta el ombligo, dejando al aire todas las medias negras y hasta su sexo y por arriba quizás fuera lo peor, el abrigo se había descorrido justo hasta los lados de sus pezones, exhibiendo la rotundidad de sus pechos erguidos y regordetes, coronados por esas argollas en al aureola a la que se engarzaba toda la red de cadenitas que conectaban las partes más sensibles de su cuerpo.

Casi había que comprender al pobre tipo, que se le cayera la baba al verse venir, en mitad de la calle, a una hembra así con esa pinta, con aquellas tetas soberbias y aquellos cascabeles oscilando cantarines con cada uno de sus movimientos, con ese guardapolvos abierto, avanzando contra el viento. No era muy alto y tenía las mejillas rojas y muy abultadas, casi sobresaliendo por encima de su nariz, que por cierto era muy pequeña. Se cubría la cabeza con una boina, de la que sobresalían unas orejas grandes, echadas hacia delante, lo que acababa ya de convertirlo en el vivo retrato de un cerdo.

Titubeó al bajar el adoquín, al decidirse a cruzar; fingió mirar hacia los lados para asegurarse de que no venía ningún coche. Pero oyó a Quique y Pablo acercarse y cómo uno le decía al otro: ¿Veamos qué hace, cómo se porta nuestra pequeña zorra? ¡Les divertía verla en esa situación, era obvio que les divertía! Y ella comprendió que tenía que seguir divirtiéndolos, que no podía permitirse que le llamaran la atención, porque si llegaban a hacerlo las cosas serían infinitamente peores.

Avanzó una pierna y después la otra, y quedó de pié sobre el asfalto con un suspiro. Se sentía mareada, con el corazón encogiéndosele hasta el tamaño de una aceituna y el viento no bastaba para secarle la humedad del coño. El tipo gordo avanzaba hacia ella, mirándola fijamente hacia el sexo y seguro notaba el brillo de sus jugos. Ella también avanzó, con pasos torpes, ya tenía encima a Pablo y Quique, y entonces el viento pareció sumarse a tanta generalizada crueldad e hinchó el abrigo como si se tratara de un globo, levantándoselo contra los ojos. Ella forcejeó, luchando por mantenerse de pié sobre los tacones y terminar de cruzar, a la vez que por lograr taparse.

Pablo y Quique conversaban animadamente tras ella y al ver su situación se apresuraron a socorrerla. Cayó de culo sobre la calzada, a los pies del gordo, bajo su sonrisa porcina, mitad desmallada y mitad desequilibrada por el empuje del aire. Se rindió, descansó. Desmadejada sobre el asfalto, sintió las manos del gordo recorrer su cuerpo, fingiendo ayudarla a levantarse, le tocaba las tetas y el trasero, y ella sin poder evitarlo reaccionó corriéndose, enrojeciendo de vergüenza y de rabia, por tener que callarse y aparentar que no había pasado nada, en lugar de darle a ese gordinflón grotesco las mil bofetadas que merecía.

No, no más. Luchó desesperadamente por ponerse en pié y acabó por conseguirlo, erguida por las axilas por Pablo y Quique. Milagrosamente el guardapolvos seguía cubriéndola, aunque dejando absolutamente fuera uno de sus pechos. El viento parecía haber amainado y creyó que iba a tener unos segundos para rehacerse del ridículo sufrido, pero una vez más volvió a equivocarse. Enseguida escuchó a Quique decir:

  • Muchas gracias, creo que le recuerdo, usted es cliente del Ambigú ¿verdad? Pero perdone que no nos hemos presentado, yo soy Quique, este es mi amigo Pablo, y esta pobre dama a la que acaba de socorrer es Silvia Setién, una empresaria de alta cuna.

  • En efecto, suelo ir por el Ambigú, mi nombre es Paco, pero ella ¿de verdad es una dama? Nunca vi una con esa pinta, de alta cuna y de baja cama ¿verdad?

Silvia no pudo resistir. Tragarse el cabreo por los toqueteos lo había conseguido a duras penas, pero soportar esa manera de mirarla, esos ojos devorándole tetas, era ya pedir demasiado, y menos soportable aún sus palabras, que un desconocido repugnante hablara de ella en esos términos.

  • Paco ¿diminutivo de paquidermo? –Preguntó con ira contenida-. Encantada de conocerle.

  • Oh, oh, oh. –Estás muy graciosa hoy, querida- Veremos cuantas ganas de bromear te quedan dentro de unos minutos –dijo Quique, con tono meloso-. Si lo desea, amigo Paco, aquí al lado hay un sitio tranquilo y puede "ayudarla" un poco más

En el acto se supo atrapada, había cometido un error. Si hubiera sido capaz de permanecer callada, quizás las cosas hubieran quedado así, pero ahora… Miró a aquel tipejo asqueroso y le entraron ganas de vomitar, no podía ser que fueran a pretender obligarla a hacer "algo" con semejante monstruo deforme.

  • No, no, no ¿pero es que me voy a tener que acostarme con cualquiera? –Gritó pataleando y con los ojos cubiertos de lágrimas.

  • Pues exactamente de eso se trata ¿de veras te sorprende? Creí que ya tenías claro que eres una cualquiera y que la palabra "no" no existe en tu diccionario ¿lo olvidaste, querida?

  • Mierda, mierda, mierda –Masculló ella.

  • Disculpen la interrupción –intervino Paco-, creo que me habló de un lugar tranquilo en que pudiera "ayudar" un poco más a esta señorita tan amable. Podría estar interesado en hacer alguna buena obra hoy, si el precio es asequible.

Oír la voz de Paco hizo que se le esfumara del todo el cabreo, que fue sustituido por un intenso cosquilleo en el estómago. Se le alteró la respiración y creyó que iba a perder el conocimiento. Su sentencia estaba firmada. Recordó las muchas veces que la habían advertido que no podía rechazar a nadie, y eso era lo que acababa de hacer y se lo iban a cobrar con sangre. Deseó que se la tragara la tierra, desaparecer bajo el asfalto, pero la tierra tampoco tuvo misericordia.

  • ¡Ja! -Rió Quique, con gesto malévolo- Digamos que eso podría hacerse por un precio símbólico, con la única condición de que la cosa fuera rapidita, por ejemplo una mamada y que nosotros pudiéramos fotografiarla con los móviles, sin que se le viera a usted la cara, desde luego.

Las mejillas del gordo se hincharon aún más y un brillo ilusionado le iluminó los ojos.

  • ¿Y qué cantidad consideraría usted simbólica?

  • ¿Le parece suficientemente simbólico un simple y desvalido Euro? Creo que le acaba de tocar a usted la lotería, amigo, tener a su disposición semejante bombón por esa miseria...

  • Trato Hecho –Dijo ofreciéndole a Quique una mano gigantesca y sudada, que él estrechó con brevedad.

Silvia apenas podía creer lo que oía. ¿Realmente iba a tener que mamársela a ese cerdo? Las piernas le temblaban por la violencia del orgasmo que acababa de sufrir; porque sí, esa era la palabra, lo había sufrido, sintiéndose tocada por aquellos dedos regordetes y grasientos como chorizos, sintiéndose violada en lo más hondo de su intimidad. Todo era tan desconcertante como que se le habían disparado los flujos y los pezones se le habían erizado como cerezas maduras al ver aquel aterrador apretón de manos. Ojala Pablo hiciera algo, se suponía que era bastante escrupuloso para el sexo, porque si de su resistencia dependía, probablemente todo estaba perdido. Pero no, Pablo calló, parecía compensarle el proporcionarle una humillación más, antes de poseerla.

¡Dios! El brazo de Paco le rodeó estrechamente la cintura y su gigantesca mano le agarró por completo el culo y ella no pudo evitar estremecerse, rehuir el contacto.

  • ¿Algún problema, Querida? –Preguntó Pablo, con aire sarcástico- ¿Es necesario que llame a Don Jorge para que él te diga lo que debes hacer? Está aquí al lado y apuesto a que tendrá unos minutos para acercarse y presenciar lo feliz que haces a nuestro amigo. Podemos esperarlo, no sea que después de hacerlo venir se perdiera algún detalle

Le tembló el corazón, los zapatos le resultaron tan inestables que tuvo que apoyarse en el gordo para no caer.

  • No, no es necesario retrasarnos llamando a nadie –dijo con un hilo de voz- Haré lo que digáis.

  • Vamos, entonces –dijo Quique abriendo la marcha- Como puedes ver, Paco, todo está bajo control y un pequeño toqueteo va incluido en el módico precio. Enseguida llegamos, estoy seguro de que doña Silvia está deseando presentarle sus más sinceras disculpas.

El gordo, con cara de creer a duras penas en su propia suerte, la atrajo aún más hacia sí y ya terminó de soltarse, atreviéndose a cogerle descaradamente las tetas con la otra mano, y demorándose en darle tironcitos de los anillos de sus pezones y hacerle sonar los cascabeles.

Las piernas apenas la sostenían y caminó dando tumbos, apoyándose descaradamente en él, sin capacidad para prestar atención a qué partes de su anatomía quedaban al descubierto. El trayecto fue aterradoramente corto, caminaron sólo unos metros, cruzando una especie de patio cubierto de césped y allí, en el hueco de una escalera de incendios y medio tapados por un arbusto, sonó la voz de Quique.

  • Pues hemos llegado, que te diviertas -apostilló mirando al gordo.

¿Pero cómo que habían llegado? Muy cerca había varios portales, entrarían en alguno ¿no? Con un gesto de agotamiento, tuvo que abrazarse a Paco para no volver a caer. Sintió con asco como primero sus pechos y después su cuerpo entero se hundían en las grasas de su acompañante, como la inmensa panza la rodeaba y casi parecía succionarla, humedecida por un sudor de intenso olor acre.

  • ¿Aquí? ¿Voy a tener que mamársela aquí? –Preguntó con voz ronca, espantada, mientras señalaba con la mano la desvencijada escalera, los preservativos y jeringuillas que había tirados por el suelo.

  • Es un lugar muy adecuado para ti, resguardado y un rincón muy íntimo en plena ciudad ¿No te parece? –Le respondió Quique- Aquí no se acerca nunca nadie, y el que lo hace, viene de buen rollo; lo veo todos los días desde mi ventana. Si no te gusta el sitio, cuánto antes termines, antes nos vamos.

En realidad casi era una pregunta retórica, la había formulado más por incredulidad que porque albergara alguna duda de ello. Era lo que querían, verla descender un nuevo peldaño en su degradación, obligarla a hacer una mamada allí, en plena calle, a la vista de quien sintiera la más leve curiosidad. ¿Pero qué podía hacer? Las amenazas contra ella eran poderosas, cada vez lo eran más, pero aún peor que eso el coño le ardía desde bastante antes de entrar en el Ambigú. ¿Cómo resistirse? ¿Quería realmente resistirse?

Miró a Paco por un instante, su sonrisa le había abultado aún más las mejillas, hasta casi hacerle desaparecer la nariz y un brillo paradisiaco le iluminaba los ojos. Se dejó caer contra su cuerpo como se dejaba caer en la vida y descendió despacio, frotando los pechos contra su inmenso vientre y arrancándole gruñidos de placer.

  • ¿Ves lo que te decía? –Oyó decir a Quique- Estaba seguro de que lo haría. Es nuestra zorra y la tenemos absolutamente en nuestras manos.

  • Sí, tú ganas –Contestó Pablo- Pero sabes que soy un poco escrupuloso y después voy a follármela.

Oírlos hablar de ella la hizo estremecerse, a la vez que sentía sobre su piel las manos gordezuelas deteniéndola en su caída, desabrochándole el último botón y deslizándole el guardapolvos hasta que calló sobre el suelo. Supo que no podía ni siquiera soñar con detenerlo, ni siquiera cuando le agarró los pechos entre las manos, sobándoselos con ansia, para después alzarla hacia arriba para chupárselos, para cubrírselos de babas y pequeños mordiscos, demorándose en sus erectos pezones, succionándolos con gula, jugando con la lengua con los anillos y las cadenas, mordiéndoselos hasta arrancarle gemidos de dolor y placer.

  • Bueno, se supone que el humilde Euro que vas a pagar sólo te daba derecho a una mamada, habrá que ser comprensivo con este pequeño precalentamiento –dijo Quique, con la vista fija en el móvil, más pendiente de las fotos que sacaba que de lo que estaba sucediendo.

Silvia se sintió morir, y Paco la hizo, ahora sí, descender, aunque al ritmo de sus deseos. La hizo abrirle los botones de la camisa, y que besara su descomunal barriga. A partir de ahí, ya no fue necesaria ninguna sugerencia; ella sola, ya de rodillas, le abrió el cinturón y le desabrochó los pantalones. Entre confundida y exhausta, sintió como si media tonelada de grasa se le derramaba sobre la nariz, cuando el enorme vientre se desplomó sobre ella. ¡Y Pablo la estaba mirando, la estaba fotografiando con el móvil! ¿Qué iba a pensar de ella después de aquello? Probablemente lo mismo que después del Siroco, de lo del Ambigú y de tantas otras cosas. Aunque aún no lo hubiera afrontado, hacía rato que su imagen de niña bien había sido irreparablemente destruida.

Sintió su absoluta desnudez, en plena calle, los granitos de arena clavándosele en las rodillas, horadándole las medias y se dispuso a abrirse camino hasta el presunto pene. Elevó con ambas manos media tonelada de grasa temblorosa y tras ella apareció una polla de tamaño medio, completamente erecta.

  • Sé que te jode que se ensucie antes de follártela -dijo Quique- ¿pero me negarás que es divertido? Después de esta pequeña distracción, todos estaremos más confiados, ni ella ni nosotros dudaremos de que todo cuánto se nos ocurra es posible.

Pablo debía estar demasiado ocupado en fotografiarla como para molestarse en responder. Y sí, lo que Quique había dicho era incuestionablemente cierto, no tenía ninguna duda de lo que debía hacer, por extraño o grotesco que le resultara. Sepultó su cara bajo la bamboleante mole e ignorando el olor a rancio, logró tomar entre sus labios la punta de aquella remota y anhelante polla.

Todo el inmenso corpachón de Paco se bamboleó de placer. Nunca en su vida le había hecho una mamada una mujer como aquella. Sus manos viajaron hacia sus cabellos y los agarraron en una improvisada cola, para después sepultarle la cara entre sus piernas, introduciéndole hasta la garganta ese pene que hacía años que sólo usando un espejo era capaz de verse.

Silvia aceptó lo inevitable. Aceptó los escalofríos de humillación, el olor a sudor, las manos del gordo empujándola bajo él, hasta que los labios le tropezaron con los testículos. Sí, estaba caliente, y por un instante no pudo evitar imaginar cómo sería tener aquel cuerpo inmenso y deforme encima de ella, envolviéndola y derramándose sobre ella, ser poseída por Paco, objeto de sus exigencias, y correrse como una loca al compás de sus impulsos. La voz de Quique, chillona y despótica, volvió a irrumpir en su mundo.

  • Querida Silvia, no es que esté mal, es cierto que no te has insubordinado, que le pones empeño, pero creo que esa mamada es francamente mejorable. Así, de espaldas, no eres Silvia Setién, apenas se te ve la cara en las fotos y pareces la típica zorra tía buena. Y eso sin mencionar la evidente dificultad para llegar correctamente a tu lugar de trabajo. Si me permites una pequeña crítica, deberías esforzarte en ser más adaptable. ¿Qué tal si te das la vuelta, si te pones boca arriba y le comes la polla a Paco justo desde abajo?

A pesar del mareo, del atronador sonido de su propio corazón y del palpitar de la polla dentro de su boca, no pudo evitar captar el auténtico sentido de las palabras de Quique. Supo que bajo su cuidado lenguaje, latía una orden directa que debía ser cumplida de inmediato. Casi fue un alivio poder apartarse de Paco, dejar de sentir sobre su frente y su nariz el asfixiante derrumbe de sus grasas. Miró al cielo, a los edificios, y el panorama fue desolador. Podían verla, el arbusto y las escaleras medio los tapaban de los transeúntes, pero una señora los observaba desde la ventana de un tercer piso. ¿Qué pensaría, estaría disfrutando el espectáculo? Pablo y Quique sí lo disfrutaban, bromeaban sonrientes, haciéndole fotos sin parar. Y ella… sólo podía aceptar su realidad, apresurarse a extender el guardapolvos por el suelo y sentarse sobre él, de espaldas a Paco, para dejarse caer hacia atrás, entre sus piernas, flacas en comparación al resto de su cuerpo, hasta tener sus labios rozándole los testículos. Los dos globos de sus nalgas parecían amenazar con desplomarse sobre ella.

Fugazmente acertó a ver a Quique, agachándose a su lado, encuadrando el móvil para lograr los mejores primeros planos de su mamada.

  • ¡Cómeme las pelotas, puta! –Gruñó Paco.

Y ella ¿qué iba a hacer? Salvo cerrar los ojos y besar sus huevos, succionarlos con delicadeza, sintiendo sobre ella sus estremecimientos. Era tan humillante lo que estaba haciendo, que ni en sus peores pesadillas habría imaginado algo tan horrible, ni tan excitante. Tomó la polla con una mano y se dio cuenta de que tenía poco tiempo, estaba tensa y dura como una piedra, en abierto contraste con el universo de gelatina que la rodeaba. Se apresuró a introducirla en su boca y succionó como si la vida le fuera en ello, lenta y profundamente, permitiendo que llegara hasta la entrada de su garganta.

Repentinamente, sintió unos dedos acariciándole uno de sus pezones, dándole fugaces y casi dolorosos tironcitos del anillo. Intuyó que Quique había decidido ir un poco más allá y se había sumado a la fiesta. Los dedos bajaron por sus pechos hasta llegar a la campanita y al tirar de ella, lo hizo también de ambos pezones y de su clítoris, produciéndole un brusco estremecimiento de placer y una nube de tintineos que se superpuso sobre el tráfico.

¡Dios santo! Estaba loca, loca de placer. Allí, en plena calle, mientras la fotografiaban, le estaba haciendo una mamada a aquel batracio repugnante, con Quique masturbándola, y le estaba encantando. Besaba el paraíso al sentir aquellos dedos, que ya habían bajado hasta su coño y ahora se introducían en él con decididos movimientos giratorios, profundos y rítmicos.

No podía ser, increíblemente estaba llegando a un descomunal orgasmo, lo sentía crecer dentro de ella ¿Cómo era posible que se estuviera corriendo allí, en un sitio público, y mientras la arrastraban por el fango de esa forma? Y ella no era la única en hacerlo, las manazas de Paco la aferraron la nuca y le sepultaron la cabeza en su entrepierna, sin miramientos, sin cuidar de si le tiraba del pelo. La polla del gordo, inusualmente dura y grande, se le introdujo hasta más allá de la garganta enviando a su interior ola tras ola de abundante esperma. Y ella tembló, contrajo el bajovientre y reventó de placer. Cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra el muro, masajeándose el anillo del clítoris ferozmente y gimiendo como una posesa. Medio desmallada, acertó a entrever como el pene de Paco que seguía aún vomitando esperma, ahora sobre sus pechos.

  • ¡Joder, joder! ¡Qué buena está la muy puta y qué bien la mama! ¡En mi vida me habían hecho un trabajo así! –Oyó gruñir a Paco, apoyada en el muro y medio inconsciente- Ni que decir tiene que quiero un rato con ella, no importa el precio, aunque si puede ser tan baratito como ahora, mejor –añadió ofreciéndole a Quique el Euro prometido.

Él lo tomó. Tal y como era previsible que sucediera, las cosas habían salido a su entero capricho. Allí estaba Silvia, desparramada sobre su guardapolvos, reponiéndose de su orgasmo y con los ojos cuajados de lágrimas. Había demostrado su fuerza y colocado las cosas en su sitio. Él también llevaba rato con una erección descomunal y pugnando contra la necesidad de correrse. Pero no, aún no; quedaba un pequeño broche de oro que colocar. No quería que la precipitación lo privara de ningún placer.

  • Por supuesto, amigo Paco. Ahora la chica está ocupadísima; como comprenderá, hay cola; pero esta misma noche tiene una actuación sexy en el Ambigú, si lo desea podría pasarse.

  • De acuerdo, estoy muy interesado. Nunca mejor dicho que ha sido un placer. Encantado de conocerles –Y se marchó bamboleándose hacia la acera.

Silvia, alucinada, contemplaba la escena desde el suelo. Por si alguna duda tenía, lo del Ambigú iba absolutamente en serio. Quique se afanaba buscando en su monedero.

  • ¿Qué buscas? –Preguntó Pablo.

Él se hizo de rogar, no iba a permitir que la impaciencia de su amigo le estropeara la sorpresa. Cada segundo de aquella tarde, tan angustiosamente esperada, había sido maravilloso, pero aquello era algo con lo que llevaba soñando desde la primera vez que se folló a Silvia. Al fin los ocho céntimos aparecieron en su monedero y los tiró al suelo, sobre su abrigo.

  • ¿Y eso qué es? –Preguntó ella, asombrada, sin acertar a comprender lo que estaba viendo.

  • Esos son tus honorarios, zorra –le contestó con calma- Eres una puta y don Jorge dejó bien claro que sería tuyo un ocho por ciento de todo lo que ganáramos contigo. ¡Que no puedas decir que no se te trata con justicia! –Exclamó con una sonrisa sarcástica.

Silvia, que había alargado la mano para cogerlos, bruscamente la retiró y rompió a llorar. ¡La habían prostituido por un Euro, habían perdido unos minutos con ella sin otra compensación que la de verla humillarse con ese puerco, y ahora pretendían que recogiera aquella miseria!

  • No tienes tiempo para llorar, puta, guarda lo que es tuyo y vámonos –dijo Quique, ofreciéndole el minúsculo bolso en el que llevaba sus escasas pertenencias-. Ya sé que eres una niña de dinero, pero la vida da muchas vueltas y quién sabe si esos ocho céntimos podrían hacerte falta, es lo único que has ganado honradamente.

El tono de su voz fue seco, autoritario, y ella estaba habituada a obedecer, sabía que tenía que obedecer, si no quería tener que afrontar las consecuencias. Se levantó como pudo, guardó con asco sus pingues beneficios, intentando no reflexionar sobre lo que hacía, y se colocó de nuevo el guardapolvos, ya hecho un barrizal, por el contacto con la tierra y las distintas humedades en que estaba impregnado.

  • ¿Ves, te dije que lo haría? –Oyó que Quique decía a Pablo, con tono jocoso- Le mandamos que folle y folla, le mandamos que cobre y cobra, su precio justo, ahora sí que es toda una puta.

  • Pues claro que lo haría –Respondió el otro, algo molesto-. Después de lo que hizo en el Siroco, o de la lluvia de oro en el cementerio, o de lo que acabamos de ver en el Ambigú ¿cabía esperar otra cosa? Sólo faltaba el hecho físico de que la vieras recoger sus honorarios del suelo; ya te has salido con el capricho, sólo que podías haber esperado a cualquier otro momento, después de que yo me la follara, para que no me la encontrara tan guarra.

  • Vamos, hombre, no te cabrees. Todo tiene remedio, recuerda que tenemos tiempo de sobra –Le contestó Quique con tranquilidad.

Recorrieron juntos los escasos metros que quedaban hasta su domicilio y la hicieron entrar por un destartalado portal. Era una casa antigua, de techos altos, paredes llenas de desconchados y, por supuesto, sin ascensor.

Se sentía destrozada, todavía caliente, pero destrozada. Caminaba por un túnel, no de obediencia, de ignorancia acerca de sí misma; se había estremecido de placer al oír que Pablo iba a follarla, deseaba correrse a fondo, una y otra vez, las fugaces explosiones del Ambigú y del hueco de la escalera sólo habían servido para abrirle el apetito. Ahora sólo quería polla, y Pablo tenía una muy grande; quería ser penetrada, a ser posible doblemente, encadenar y encadenar orgasmos hasta no poder más, hasta que el placer le impidiera pensar, recordar lo que estaba ocurriendo.

La vieja Silvia, la que ella había sido unos meses atrás, jamás habría entrado en un sitio como aquel, jamás se habría sujetado a aquel mugriento pasamanos, ni recorrido aquellos pasillos lóbregos, carentes de luz natural, alumbrados por bombillas desnudas colgando de cables cubiertos de suciedad. Salvo la anticipación del placer, todo allí, en ella, era turbio, absurdo, deprimente.

La antigua Silvia jamás habría tenido los pezones así de hinchados, ni la humedad de su entrepierna le habría recorrido la cadenita de un cascabel que le entrechocara constantemente contra el coño y los muslos. La antigua Silvia, en suma, en ninguna circunstancia imaginable se acostaría con un sapo repugnante como Quique, y mucho menos temblaría de gozo intentando prever qué nuevas vejaciones tendría Pablo preparadas para ella. Pero no había nada que hacer, tuvo que subir tres pisos haciendo equilibrios sobre los tacones, precedida por Quique y con Pablo a su espalda, aunque varios escalones atrás, porque le molestaba el tufo del guardapolvos.

Al fin Quique introdujo una llave antiquísima en la cerradura, dio varias vueltas y propinándole a la puerta un violento empujón con el hombro consiguió abrirla.

  • Bienvenida -Dijo con una sonrisa sardónica-, Al fin tengo el honor de recibirte en mi humilde morada. Hay algunas cosillas de las que nos gustaría hablar contigo, hace tiempo que no nos vemos y tenemos muchas conversaciones pendientes.

Aunque esta vez no he tardado tanto, quiero daros las gracias por vuestra paciencia y por los comentarios y mails que recibo. Son mi mejor motivo para continuar con la serie. Esta vez hay un mail muy especial, que reproduzco literalmente abajo sobre el que me gustaría conocer vuestra opinión.

"Estimado autor:

Tengo 75 años de edad y cuando empecé a leer tu serie tenía 69. Estoy muy enganchado a ella, me encantan los personajes, el argumento, el morbo; lo primero que hago al levantarme es ir a mirar si hay un capítulo nuevo. He comprobado que sueles escribir aproximadamente un capítulo al año, es decir, que me llevo 364 decepciones. Estoy mal de salud y a ese ritmo creo que moriré sin conocer el final.

Deduzco de algunos de tus comentarios que lo que te hace ir tan lento es que tienes que trabajar demasiadas horas, ahí va pues mi sugerencia:

¿Qué tal si crearas una página web propia en la que se permitiera la descarga de cada nuevo capítulo por el módico precio de 2€? Yo los pagaría encantado, sobre todo si a cambio contrajeras con nosotros, los lectores, el compromiso de colgar al menos un capítulo al mes. Como te digo, yo los pagaría encantado, y creo que como yo mucha gente que ya desesperamos de vivir lo suficiente para conocer el final.

En todo caso, muchas gracias por los buenos ratos que me has regalado en mi vejez ¡Y date prisa!"

Bueno, esta es la pregunta: ¿Realmente sois muchos los que pagaríais 2€ por leer un capítulo al mes?

Un saludo a todos, y gracias.