Moldeando a Silvia (33)

Joven empresaria es convertida mediante el chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

A las cinco de la tarde y tras el segundo güisqui, Alberto luchaba por rehacerse del baño de realidad con que Carmen le había obsequiado. Había pasado casi una hora preguntándose ¿cómo era posible que hubiera sucedido todo aquello, que ahora se viera cabalgando el potro desbocado que era la situación? Finalmente había conseguido controlarse. A pesar del sudor frío, del temor a verse envuelto en un asunto tan escabroso y con dimensiones judiciales, había logrado asumir que era tan inútil llorar, como culpar a los demás del desastre. Se imponía hacer "algo", además de sentirse idiota, y para ello era preciso afrontar la verdad tan de cerca como fuera posible.

Apartó las copas, alisó el mantel y colocó su portátil sobre la mesa. Fue directamente al Facebook de Benito, y se quedó helado. Las diez fotos que había colgado mostraban un resumidísimo recorrido por el polvo del cementerio (le resultó evidente que era así, que tenía que haber más, muchas más). La cara de Silvia se distinguía con claridad en todas, además de resultar evidente el lugar en el que estaban. Sabía reconocer un reportaje cuando lo veía, las dos últimas instantáneas exhibían en toda su crudeza una lluvia de oro. En otras circunstancias, dentro de un ambiente de riesgos calculados, aquello incluso podría haberlo divertido, hasta le habría excitado imaginar que habría sucedido entre los enormes huecos que las diez fotos dejaban, pero en el actual estado de cosas...

Podía pensárselo cinco minutos o cinco días, y tras ellos sólo seguiría existiendo una conclusión posible: Si toleraba aquello, renunciaba para siempre a cualquier grado de control. Si consentía que un don nadie como Benito se tomara las atribuciones de follársela de esa forma, durante sus vacaciones, tanto él como Jorge interpretarían que podían hacer cualquier que les viniera en gana. Siempre Jorge -musitó con una mueca de cansancio-, era como el perejil, aparecía en todas las salsas. Jamás hubiera imaginado que llegara alguna vez a estar tan harto de su amigo... Tomó el teléfono móvil y marcó su número. Tardó un par de minutos en contestar y cuando lo hizo su voz sonó ronca, como si acabara de despertarlo de la siesta. Ni se molestó en saludarlo.

  • Se acabó ¿Me oíste? Se acabó el follarse a Silvia en el pueblo, y se acabó el publicar fotos en Internet. Vas a tenerla toda una eterna semana ¿es que no te es suficiente?

  • Alberto, estás sacando de quicio todo esto ¿no te parece que te extralimitas? ¿Merece la pena que dos buenos amigos como nosotros discutan por semejante zorra? Nadie chantajeó a Silvia ni la amenazó con nada, se acostó con Benito de puro caliente ¿Algún problema? ¿Quizás pretendes ponerle un cinturón de castidad? En la situación actual, pretender evitar que Silvia folle es como querer que el sol salga por el Este ¿todavía no te has dado cuenta? Cálmate y deja al mundo en paz.

  • ¡Deja las ironías conmigo! Al parecer no me entendiste cuando te lo dije hace días: Silvia en el pueblo es sagrada.

  • Sí te entendí -respondió Jorge, con tono cansado-. Sólo supuse que preferirías que nuestra Silvia apagara con Benito los calentones, a que empiece a tirarse a los catetos del pueblo, cosa que es seguro que acabará por hacer. Puedo asegurarte que debe haber muchos a los que le encantaría echar un vistazo por debajo de sus minifaldas. Y en cuanto a lo otro, no deberías preocuparte, nadie en el pueblo imagina siquiera qué es Internet, y mucho menos está admitido en el Facebook de Benito. Hablaré con él, no subirá más fotos y le pediré que no vuelva a follársela hasta que regresen, lo que no te puedo asegurar es que me hagan caso, y desde luego sí te pido que no me culpes si doña Silvia empieza a buscar entre los pueblerinos lo que le falta. Sólo recuerda que eres tú el que ha exigido que sean así las cosas.

Un largo silencio siguió a la parrafada. Alberto se dio cuenta de que estaban ante un callejón sin salida, y tuvo la certeza de que Jorge pensaba lo mismo.

-Deberíamos hablar -acertó a decir.

-Totalmente de acuerdo -respondió el otro-, pero no ahora. Estoy muy ocupado y sostienes posturas demasiado radicales. Deja pasar unos días, a ver si cuando estés más tranquilo logramos pactar con la realidad.

Alberto cerró el teléfono; no tenían ya nada más que decirse.


Jorge tiró el móvil sobre el sofá, con un gesto de cansancio. Alberto no podía haber sido más inoportuno, cuando lo llamó, estaba frente a su portátil, y Benito acababa de entrar al bungalow de Silvia. Se había perdido todo el principio, aunque luego tendría ocasión de verlo en la grabación. Ahora, ya aparecían en plena faena, tumbados sobre el sofá, y el negro, aparentemente le estaba dando por el culo.

Hacía rato que tenía superadas esas cosas y ya no se excitaba por un simple coito anal. Ni siquiera el que se presentara envuelto como "regalo" de Silvia le servía de incentivo ¿O quizás sería precisamente eso lo que le arrebataba todo interés? Ni siquiera el estar grabando todo lo que llegaba de su webcam, le aportaba alguna emoción al asunto. Tenía la estantería llena de material mucho más sabroso, subido de tono y con mejor calidad de imagen. Únicamente había que anotar el dato de que era la primera vez que Silvia iba voluntariamente al sexo con alguno de ellos, pero no estaba nada seguro de que eso fuera algo de lo que debiera alegrarse; se le antojaba más que cierto que era el doblegar su voluntad, el forzarla a cosas lo que hacía excitante el juego.

Follaron, follaron, follaron, aunque no se apreciaba en la pantalla, Benito debió correrse dentro y, para variar, la chica se aplicó a hacerle una mamada. Total, rutina. Sin poder evitarlo, la mente se le fue hacia las cosas que tenía que hacer, hacia los muchos preparativos que tenía pendientes para su inminente regreso, y eso sí que le resultó excitante. De algún modo, se rebelaba ante la idea de pedirle a Benito que sacara tales o cuáles materiales de su Facebook ¿Hasta qué punto tendría derecho a ello? Lo que estaba sucediendo en el pueblo no era más que un chiste en comparación con lo que iba a venir. ¿Y todo por qué? ¿Por que el idiota de Alberto y otros pocos más tenían una crisis de pánico? ¡Que tomaran valeriana y dejaran a los demás disfrutar de la vida! Quedaba tanto, tanto terreno por delante, tantas posibilidades impensables a las que podía ser llevada, era el momento de exprimirla más allá de cualquier límite.

De acuerdo en que había que trabajar, controlar los riesgos, etc. etc. Pero exactamente eso estaba haciendo ¿no? A eso había estado dedicándose desde el pricipio de las vacaciones de Silvia. Las cosas eran tan simples como confiar un poco en él.

Repentinamente, tomó una decisión y tecleó en el ordenador:

"Déjale en paz el nabo a Benito y dile que se acerque al portátil, quiero decirle un par de cosas"

Ella debió oír la campana del Messenger porque se incorporó de inmediato y corrió hacia la pantalla. Vio como manoteaba hacia el negro, pidiéndole que la acompañara.

Tan pronto como el afrocubano estuvo ante el equipo, con una sonrisa exahusta, le tecleó sus instrucciones:

"Saca de tu Facebook a Alberto, a Juan, a Carmen y a Pedro; aunque me ha dicho que está de nuestro lado, no lo hizo con entusiasmo. Al resto de nuestros amigos puedes dejarlos. A continuación, quiero que subas absolutamente todas las fotos significativas del cementerio, es hora de que vean de lo que es capaz esta zorra."

A continuación, simultaneó el visionado de la Webcam con las distinatas fotos que el negro iba subiendo. Al igual que lo que ahora sucedía, aquello tampoco había sido sexo forzado. Sólo le molestó un poco que Benito se le hubiera adelantado, proporcionándole a la chica su primera lluvia de oro, o al menos la primera que recibía en estado consciente... Pero bueno... Él había sido el primero para muchas cosas y había que dejar libertad a los chicos, que innovaran, que se divirtieran, ese era el verdadero sentido del juego. Ahora sí, sintió su pene presionando sobre los Jeans. Se moría de ganas de tener a la zorra de vuelta en Madrid y de entregarla en manos de Quique y Pablo; ellos sí que eran de confianza, se la merecían y sabían como tratarla.

Benito había colocado la cámara de manera que enfocara a la cara de Silvia devorándole la polla, mientras él, con cierta torpeza, subía las fotos. Sus ojos se habían cuajado de lágrimas, se notaba que se debatía entre la excitación, la rabia, y el miedo hacia quienes pudieran ver el material que Benito estaba poniendo a disposición del mundo.

"Quién te ha visto y quién te ve ¿verdad, señorita Setién? Comiéndole la polla al más insignificante de tus empleados, mientras él cuelga en Internet las pruebas de tu degradación. ¡En lo que te has convertido!"

Pareció que sus palabras fueran el detonante de la tensión que había contenida. Silvia recibió una abundante descarga de semen en pleno rostro, y habría caído hacia atrás, de no sujetarla Benito del pelo. Ella también se corrió, había estado durante toda la mamada masajeándose el clítoris febrilmente, y hasta el propio Jorge, tuvo que bajarse precipitadamente los pantalones y dejar que su esperma cayera al suelo de su dormitorio, rara vez limpio.

  • ¡Maldita chiquilla! -Exclamó Jorge, con una descomunal sonrisa- De una manera u otra, siempre consigue ponérnosla dura.

Llevó al fregadero la taza de café y el plato de las tostadas, ya "alguien" se encargaría de lavarlos, y si no, allí los encontraría cuando la semana próxima regresara al pueblo.

Benito le había dicho que vendría a recogerla sobre las nueve y ella no paraba de aplastar cigarrillos en el cenicero esperando que diera la hora. No sabía qué pensar, qué sentir; tenía el desorden, la noche de insomnio y los excesos de los últimos días pesándole en el cuerpo. Los nervios se le enroscaban en el estómago y el negro le producía sentimientos encontrados. Por un lado, a la vieja Silvia le parecía un tipo despreciable; por otro, con ninguna pareja anterior había gozado de esa manera, habían hecho falta muchos hombres para producirle ese caos de sensaciones y orgasmos; con nadie antes había follado tanto ni tan bien como con él. De hecho, ese había sido el motivo de que anoche se marchara, tenía que conducir varias horas y si se quedaba iba a estar agotado.

Abrió el ventanal para que saliera el humo y se encontró de manos a boca con el viejo Hilario, un pastor de cabras que llevaba toda la vida en el pueblo y que la conocía desde niña. Los ojos se le quedaron pegados varios segundos en sus pechos desnudos, antes de que consiguiera bajarlos y huyera a toda la velocidad que le permitían sus años.

Silvia se estremeció. Hacía unas pocas semanas, en vida de su padre, habría sido inmaginable que Hilario o cualquier otro se atreviera a llegar tan lejos, a acercarse a fisgar a su bungalow. No pudo evitar excitarse al saberse observada, incluso experimentó la tentación de detenerlo, de pedirle alguna cosa o simplemete darle los buenos días, pero logró reprimirla. La rapidez de su fuga indicaba que Benito había sido discreto y que allí, aunque sospecharan, nadie sabía nada a ciencia cierta, era mejor dejar las cosas así.

Aquellos tres últimos días de sus vacaciones habían sido extraños y acaso frustrantes. El "regalo" a Jorge de permitirle ver y grabar, vía Messenger, el polvo con Benito no había surtido el menor efecto. Al final Jorge, lacónicamente, le había dicho que apreciaba su esfuerzo, pero que ya tenía grabadas escenas mucho mejores, que aquello sólo le demostraba que su intención era buena pero que sería a su regreso a Madrid cuando vería si estaba camino de adquirir el nivel que le exigía como puta. Así, con alguien que ya la conocía, tan guapo, y con tan poco riesgo, la empresa tenía escaso mérito.

Con Benito, las cosas tampoco habían ido mucho mejor. El sexo espectacular, por supuesto. Toda una gozada tener a su disposición semejante semental. Pero no había observado en él ni el menor signo de aprecio, complicidad o gratitud por los placeres que recibía. Lo más parecido que había tenido a un gesto amistoso había sido decirle que la iba a echar de menos el día que todo acabara, porque tendría que acabar, estaba claro que aquello no podía ser otra cosa que un juego. Para él, para todos (salvo quizás para Pedro) follarla, humillarla de todas las maneras imaginables, era únicamente eso, un juego. -Pensó con amargura.

Lo más descorazonador de todo había sucedido la tarde siguiente a lo del Messenger: Alicia los sorprendió follando. Estaban en el sofá, emporrados perdidos, y cuando oyó la llave en al cerradura era tarde para cualquier cosa. La cara de su hermana se volvió más seca y dura que la pared del cementerio.

-Todos estos días te he reprochado que no te acercaras por casa; aunque nunca nos hayamos llevado bien, hemos sufrido una gran pérdida. No obstante, en la situación actual, casi te lo agradezco, es muy evidente que has tardado poco en consolarte.

-Un segundito -atajó Silvia, histérica-. Como tú perdí a mi padre, pero no soy ninguna hipócrita y no estoy por inventarme afectos que hace años que no existen. Yo no te juzgo a ti, nada tuyo es asunto mío, ni tu conducta sexual ni tu supuesta virginidad, y te sugiero que hagas lo mismo. Nos ahorraremos las dos muchos malos ratos.

Benito, lejos de sentirse cohibido, ni se molestó en alterarse; se limitó a medio taparse la polla con una camiseta y se notó que a duras penas aguantaba la risa.

  • Mientras estés en Madrid, me importa una mierda si te comportas como una zorra, si dilapidas la herencia de papá, o a qué lugares te conduzca tu "chofer". Pero mientras estés aquí, intentarás no dejarme problemas al irte y parecer una señorita, por muy basura que seas.

  • Te recuerdo -replicó Silvia- que el bungalow está escriturado a mi nombre, que estoy en mi casa, en la que haré lo me venga en gana, y en la que has entrado sin permiso, usando una llave que no deberías tener.

-Yo tampoco quiero nada tuyo -escupió Alicia, con cara de asco, arrojándole la llave a los pies-. Por no querer no quiero ni los genes que compartimos. A partir de ahora, ocúpate tú de tus compras y de la limpieza de esta pocilga. Sólo te aseguro una cosa: Si me causas problemas, yo te los crearé a ti mucho mayores.

Se echó a llorar en cuanto se hubo marchado, pero enseguida Benito acudió a consolarla.

-Vamos, chica, que no es para tanto -dijo echándole el brazo por encima-. Se cuela en tu casa sin avisar y en lugar de disculparse, mira como se pone. Es una estrecha y una amargada. No le hagas ni caso, tenemos una hermosa tarde por delante de diversión y sexo y no vanos a concederle el triunfo de estropeárnosla. Un buen cohete que nos ponga en órbita y a seguir con lo nuestro -añadió mientras empezaba a liar otro porro.

Y sí, tras un ratito de caladas y toqueteos el ambiente ya era otro. Benito le prometió encargarse él de las compras y bueno... lo de la limpieza no era tan importante, ella misma podía dar un escobazo de vez en cuando. Y por supuesto nada de miedos ¿Qué daño podía hacerle una loca pueblerina como su hermana?

Recordó casi con vergüenza que el argumento de más peso de todos fue la enorme polla del negro, que ella golosamente empezó a mamar entre chupada y chupada del porro. Verdaderamente, tanto el resto de la tarde como la noche que la siguió fueron gloriosas.

Y ahora estaba allí, a veinte minutos escasos de las nueve de la mañana, esperando a Benito en pelotas (tal y como él le había dicho), temblando de pánico, y sin saber qué podía esperar de su regreso a Madrid, ni de sí misma. Se fumó uu porro para calmarse. Era increíble cómo había llegado a engancharse a ellos.

Los segundos transcurrían implacables, con qué gusto habría prolongado sus vacaciones unos días más... Pedro no sabía nada de todo aquello, había eludido conectarse al Messenger por no sentirse capaz de contarle lo sucedido ¿Cómo explicarle a su presunto salvador que no estaba nada segura de desear ser salvada? ¿Cómo explicarle el escaso esfuerzo que ponía en liberarse?

Repentinamente, la llave sonó en la cerradura. El negro se había quedado con la de Alicia y ella comprendió que era muy distinto jugar a la niña mala en el pueblo, que ser llevada a Madrid en como un mero juguete sexual, para uso y disfrute de ni siquiera sabía quiénes. El miedo la paralizó, creyó que el corazón se le subía a la garganta. Era miedo a lo desconocido, a lo inimaginable.


La situación de Pedro no podía ser más incómoda; llevaba una eternidad sin noticias de Silvia, no había teléfono al que llamarla, nunca estaba en el Messenger y no respondía a los Mails. Lo único que sabía a ciencia cierta era que lo previsto era que regresara hoy.

Desesperado por la falta de novedades se había acercado por casa de Jorge, fingiendo impaciencia por conseguir unas horas de diversión con ella. Pero Jorge lo recibió un tanto agitado y no paraba de responderle con evasivas, lo cual no pudo interpretar de otra manera que como un signo de desconfianza.

Lo más que había conseguido sacarle fue que la tendría a su disposición una vez transcurrieran las primeras cuarenta y ocho horas, en las que iba a tener la agenda repleta.

-Disculpa -le dijo Jorge mientras encendía un cigarrillo- Ese es uno de los inconvenientes que tiene el compartir a una mujer. La tengo comprometida para los dos primeros días y todos vamos a tener que ser muy comprensivos con estos imponderables de horario. Te ruego que no te lo tomes a mal, pero tengo que irme. Debe estar a punto de llegar y tengo que ir a recibirla. Me fumo esto y nos vamos.

Pedro buscó en su mente algún modo de retenerle y ver si le sonsacaba un poco más de información.

-Sólo un par de cosas: ¿Ha follado con Benito en el pueblo? Y ¿No podrías pasarme los Dvds de lo sucedido tras la noche del Siroco? Sólo para entretener la espera....

Sabía, por las primeras fotos que vio en el Facebook de Benito, que la respuesta a la primera pregunta era afirmativa, pero quería darle pié a que le ampliara esa información, y con la segunda sólo planeaba ganarse su confianza. Todos, absolutamente todos los que se morían de ganas de tener esa clase de sexo con Silvia, estarían deseando echarle mano a esos Dvds, sería antinatural y casi sospechoso que no los pidiera.

  • Sí, sí, folló con Benito, pero sin presiones y por iniciativa propia, sus vacaciones fueron respetadas. ¿Qué es un sólo hombre para nuestra muñeca? -Respondió con aspecto cansado-. Y no, no quiero darte ahora esos Dvds, no he sacado copias y me incomoda deshacerme de los originales. Además, he estado tan ocupado con los preparativos de su llegada que ni siquiera los he visto enteros.

Pedro miró la polvorienta estantería del salón de su amigo, esa estantería de la que paulatinamente habían ido desapareciendo libros, colecciones, películas comerciales y se había ido llenando de más y más cintas de vídeo sin carátula y tarrinas de Dvd de dudosa procedencia. Había que estar muy, muy enganchado a algo para llegar a ese afán de coleccionismo.

  • Joder, voy a acabar por pensar que no quieres darme ninguna alegría, con la de material que tienes sobre ella y me niegas unos pocos discos que mañana te devolvería.

  • Pedro, comprende -Replicó Jorge, al borde ya de perder la paciencia-. El material más valioso sobre ella es siempre el más reciente, y además, yo lo estudio ¿Cómo si no podré prever su estado psicológico o los movimientos de quiénes la usen? Créeme, te necesito. Dentro de dos días la verás, finge apoyarla e intenta que se sincere contigo. Eres la única fuente de información que tengo en ese sentido y no creas que no te valoro.

  • Sí, todo eso esta muy bien, pero mientras tanto tengo que esperar y esperar, y esperar. Estoy harto.

  • Todo el mundo está esperando, nadie hubiera podido prever la actitud que ha adoptado Alberto. Pero bueno, pues voy a darte una alegría después de todo: La verás mañana a las cinco en su casa ¿Te sirve? Y podrás follártela, si quieres, aunque no será tu fiesta. Ahora es el turno de Pablo y Quique, y tras ellos, le tengo prevista una pequeña bienvenida, a la que estás invitado y en la que varios de vosotros os explicaréis muchas cosas. ¿Podrás esperar un sólo día? ¿Te parece demasiado?

  • Oh, por fin, creí que no llegaría nunca ese momento -Respondió Pedro con fingida satisfacción.

  • Bien, pues ahora nos vamos. Un único favor: Cuando veas a los compañeros de la empresa que se han puesto del lado de Alberto, saca el tema de Silvia, intenta atraerlos a nuestra causa. Diles que no pasa nada ¿Qué podría pasar por follársela? Ella quiere y está disponible, incluso deseosa. Al fin y al cabo es la verdad. Ellos, y lo que saben, son el único peligro que no puedo controlar. Ahora se han apartado, pero veremos qué piensan dentro de un mes cuando sea evidente que no pasa nada y la tengan paseándose por la oficina medio en pelotas. Te digo que volverán con el rabo entre las piernas (nunca mejor dicho) -Concluyó riéndose-. Y ahora sí que nos vamos, es tardísimo.

Se levantó del sofá, con gesto decidido, y Pedro aceptó la realidad de que no había opción de retenerlo.


YO, ESCLAVA

El viaje se le había hecho largo e incómodo, aunque eso le era mucho más fácil de ignorar que la actitud de Benito. Había albergado la secreta esperanza de haber conquistado una pizca de su simpatía, o de su gratitud, comportándose en el pueblo como la más absoluta zorra, pero en todo el eterno intinerario a través de carreteras secundarias no había dejado de recibir pruebas de que no había sido así, de que no había conquistado ni un ápice de su compasión.

La verdad era que la primera prueba de ello había llegado en el pueblo. El Benito que llegó al bungalow fue muy distinto del que llevaba tres días enteros follándola. La escena se le había repetido innumerables veces en la mente a lo largo de todo el viaje, hasta había soñado con ella, en los ratos que la venció el sueño.

La saludó diciéndole "Se acabaron las vacaciones, puta, ponte eso", y le tiró sobre la cama un escueto bikini de estrechas correitas de cuero, repleto de clavos y tachuelas. Y ella aterrizó en la negra realidad; se habían terminado las contemplaciones, las preguntas, ya no era necesario consultarla ni seducirla, bastaba con exigir lo que se quería de ella. El hábito estaba adquirido, ya era una perra bien adiestrada y obedeció. Se puso en pié y con dedos torpes intentó abrocharse el sujetador por detrás. No pudo, sólo entonces advirtió que le quedaba estrechísimo y no tenía cierre. Benito acudió en su socorro.

  • Lo siento, creo que olvidé darte algo -dijo, mostrándole un diminuto candado-. Yo me encargo. Se colocó a su espalda y estirando las correillas hasta hacerle daño, le cerró el sujetador. Segundos después, repetía la operación con las braguitas.

  • ¿Por qué todo esto? -Susurró nerviosamente, intentando mirarse en el espejo de soslayo.

  • ¡Vaya pregunta! -Respondió el negro-. Por que es así como quieren recibirte tus dueños, y me han encargado que te vista. Pero espera, aún no he terminado -Y dicho esto le ofreció tres pequeños cascabeles sujetos a sendas cadenitas de acero de no más de tres centímetros-. Ahora sí necesitarás mirarte, son para los pezones y el clítoris -le aclaró-.

Al girarse para cogerlos, la sonrisa malévola que vio en su cara la hizo estremecerse. Aquellos preparativos, en soledad, le resultaban casi más humillantes que el sexo y para colmo la excitaban mucho más de lo que podía aceptar; pero no cabía resistencia, no había espacio para titubeos, con ellos sólo lograría alargarles el placer de verla hundirse y acelerar su destrucción.

Encaró el espejo y se miró a los ojos, humedecidos de lágrimas y enrojecidos de insomnio y reunió el valor para bajarlos hacia abajo.

  • Es la hora de la verdad, Silvia, debes prepararte para complacer a tus amos y servirlos cómo quiera que deseen ser servidos. Sabías que este momento tendría que llegar -dijo el negro tras ella, con tono condescendiente-. Prepárate, todos sabemos que lo disfrutarás a fondo.

Manipuló el cierre y el primer cascabel quedó colgando de su pezón derecho y tintineó alegremente en el silencio de la mañana. Aquello era insoportable. Si al menos los hubieran engarzado directamente al arito no armarían tanto ruido, pero las cadenitas eran un acto más de sadismo, en cuanto echara a andar iba a sonar como una pandereta.

  • Vamos, vamos con el segundo -La animó Benito de nuevo-. No te hagas la remolona que nos vamos a retrasar y quiero que me invites a almorzar por el camino.

Lo miró en el espejo y notó en su cara que en realidad no la estaba apresurando; se lo estaba pasando en grande, mirándola allí desnuda, con las tirillas de cuero clavándosele en la carne, y adornándose para él, o para ellos, o para cualquiera sabía quiénes. Se colocó la segunda cadenita en el pezón izquierdo y trató de no pensar mientras deslizaba sus manos hacia su clítoris. Fue más fácil de hacer que de aceptar, segundos después el tercer cascabel se bamboleaba tintineante, acariciando los labios de su coño y provocándole escalofrios de placer. Increíblemente, estaba empapada como una perra y el flujo vaginal empezaba a resbalar hacia sus muslos.

  • ¡Es curioso! Los ojos y el coño suelen mojársete a la vez ¿Lo has notado? Los cascabeles de las tetas te los dejarás puestos hasta nueva orden, y el del coño también, pero ese te lo iré cambiando con frecuencia, al paso que vas creo que va a tardar poco en oxidarse -Dijo Benito riéndose, al tiempo que le daba una fuerte palmada en el trasero que la hizo sonar como un juguete navideño-. Date la vuelta, te voy a ayudar un poco, o no terminaremos nunca.

Silvia se giró despacio, con las lágrimas rodándole por las mejillas. Benito sostenía en las manos una larga cadenita, también de acero, que le colocó al cuello, dándole varias vueltas y cruzándosela. Ella lo miró, incrédula, sin acertar a adivinar qué pretendía. El negro introdujo ambos extremos por los aritos de sus pechos, tensándola ligeramente, hasta alzarle los pezones hacia arriba; después, echó el cierre en el centro, en uno de los eslabones, dejando colgando un buen trozo, al que enganchó una campanita, que quedó bamboleándose en el aire, un poco más arriba de su ombligo. El extremo sobrante le llegaba justo hasta el anillo del clítoris, en el que echó el último cierre.

  • ¿Por qué, por qué, por qué me hacéis esto? -Preguntó ella, con las lágrimas cayéndole ya sobre las tetas y al borde del desmayo.

  • ¡Joder, tía! -le respondió el afrocubano, con gesto autosuficiente- Estoy harto de responder una y otra vez la misma pregunta. Porque es posible, porque nos gusta y porque a ti tambíen te gusta, más que a nosotros si cabe ¿Cuántas veces he de decírtelo?

  • Fóllame, por favor, fóllame por última vez -Rogó Silvia, abrazándolo y echándose sobre él-, hazme sentir que me quieres algo, que te sirvo, aunque sólo sea para eso. No sabes hasta qué punto lo necesito -añadió gimoteando.

  • Lo siento -Respondió él, apartándola con brusquedad y encogiéndose de hombros- Créeme que lo haría con gusto, lástima que no se me haya ocurrido a mí lo de los cascabeles y las cadenitas, pero no me van a faltar ocasiones de disfrutarlas. Las personas a las que debo entregarte han insistido en que quieren recibirte caliente y bien ansiosa, así que debo prohibirte hasta que te toques. Nada de andarte pajeando por el camino ¿Me has entendido?

No pudo resistir más y explotó rabiosa:

-¡Sois unos cabrones! ¡Aprovecharse de una mujer indefensa y en mis circunstancias! ¿No os dais cuenta de que estoy enferma? -Gritó histérica y pataleando, a la vez que sintiéndose ridícula por el estrépito de tintineos que acompañaba cada uno de sus movimientos.

La respuesta de Benito fue instantánea, un fuerte bofetón la arrojó sobre el sofá abierta de piernas.

  • Basta de lloriqueos, zorra -rugió el negro-. Crei que teníamos superados los problemas de disciplina. Has estado dispuesta a hacer la calle escoltada por mí, y eso significa estar dispuesta a todo. ¿Ya lo olvidaste? No disfruto pegándote, pero si vuelves a resistirte, me quito el cinturón y te muelo a correazos, y a continuación, no te follaré como querrías, me buscaré a unos cuantos del pueblo, les enseñaré fotos tuyas, y serán ellos quienes lo hagan. ¡Se acabaron las tonterías, y ahora a calzarte! -Añadió, arrojándole a los pies un par de zapatos negros de tacón mediano, de esos con tirillas que suben por las piernas, casi hasta las rodillas.

Silvia se incorporó despacio, sorbiendo el llanto. Sintió escalofríos, que ya no eran de placer, sino de espanto. Los zapatos eran elegantes, nunca los hubiera elegido por provocativos, pero eran de diseño. Apenas había empezado a ponérselos cuando volvió a sonar la voz de Benito.

-¡Espera! Olvidaba esto -le dijo arrojando un par de medias negras sobre el sofá.

Ella se tocó los labios, la cara le ardía, pero no, no había sangre. Cuando las cosas se ponían duras, sabía lo que tenía que hacer: plegarse. Sus opciones eran aun menores de lo que nunca lo habían sido. Se colocó las medias y los zapatos sin prisas, como una autómata, emitiendo sordos gemidos que poco a poco se fueron acayando. Cuando estuvo lista, levantó los ojos hacia el negro.

-¡Joder, tia, hay que ver lo que tardáis las mujeres en arreglaros! Si con cualquier cosita que te pongas estás buenísima. Sé que albergabas la secreta esperanza de conquistar mi simpatía, pero como ves no lo has conseguido, lo único que has logrado es que me sienta tan repleto de carne que me sea fácil contenerme de follarte. Anda, mírate ahora al espejo para que veas cómo estás quedando, te aseguro que estás riquísima.

Se puso en pie y caminó, con enorme dificultad, hacia el espejo del armario. El tacón no era demasiado alto, a veces los había usado mayores, y no estaba mareada, pero a pesar de ello dar unos pocos pasos se le había hecho incomodísimo.

-Ah, los zapatos son ortopédicos, tienen la suela redondeada por los laterales. Me han encargado que te pida disculpas por la incomodidad, pero están diseñados para acentuar el movimiento natural de tus caderas y ayudarte a caminar como una puta, además de para aumentar el sonido de toda la ferretería que llevas puesta.

No protestó, sabía que sería perfectamente inútil. Avanzó haciendo equilibrios y hasta aceptó apoyarse en el brazo del negro. La imagen que le devolvió el espejo era ella misma, asombrosamente lo era, y era la realidad. A esas alturas ya aceptaba que necesitaba apoyo para todo, incluso para caminar, y que siempre habría alguien que la llevara a todo.

El bofetón todavía enrojecía su mejilla, varias vueltas de cadena, muy ceñida, oprimían su cuello y de ahí se bifurcaba hacia los aritos de sus pezones, alzándolos ligeramente hacia arriba, aunque casi se compensaba por el peso de la campana, que sujeta a la cadena que iba desde el canal de sus tetas hasta su coño. La campanita colgaba a varios centímetros de su piel, separada de su vientre por el generoso volumen de sus pechos. Dios, dios, bajar los ojos fue ver como se alzaba hacia arriba la argolla de su clítoris, su vello púbico dividido en dos mitades por la cadena. Y más abajo el último cascabel, las medias, y aquellos malditos zapatos de tirillas, sobre los que apenas podía sostenerse, y planeando sobre todo el dolor de las correas de cuero, con sus tachuelas clavándosele en la carne, y la vergonzosa humedad de su entrepierna, y el irónico tintineo que emitía con sólo respirar.

-¿Así? ¿Así me vas a llevar hasta Madrid? -Acertó a preguntar, con voz entrecortada.

  • No, mujer, por Dios. Tienes cara de cadáver, necesitas un poco de colorete -dijo aplicándole un poco de maquillaje barato en las mejillas.

A Silvia, estuvieron a punto de saltársele las lágrimas y él intervino enseguida.

  • Bueno, bueno, ya veo que no estás para bromas. No me fastidies el maquillaje ¿eh, preciosidad? Te ves de infarto, el regalo ideal para unos buenos amigos. Pero enseguida te ponemos el guardapolvo y ya pareces una chica decente. ¿Qué problema hay?

Pero sí, hubo problema, porque se había pasado todo el viaje peleando con él. Justo antes de salir le había dicho que quería alegrarse la vista mientras conducía, y le había arrancado los botones de arriba y de abajo, dejándole sólo los dos de en medio, de modo que en cuanto se movía o venía viento, corría el riesgo de dar el espectáculo. El maldito almuerzo, en un restaurante caro, y que ella tuvo que pagar con la Visa, fue un infierno. De hecho, tuvo que rechazar a dos atentos camareros que, amablemente, se ofrecieron a quitarle la única prenda con que se cubría. En realidad, era impropio estar sentada en semejante sitio con el abrigo puesto.

Benito, mientras se daba el atracón con los platos más caros de la carta, no dejaba de observar cada uno de sus gestos, y "bromeaba", abriéndole el escote del guardapolvos, metiéndole, descaradamente, la mano bajo él para hacerle sonar los cascabeles, e incluso obligándola a abrir las piernas para acariciarle los muslos. Lo peor fue al final, cuando el camarero se acercó a preguntarles los postres y el negro dijo, en voz alta, que no querían nada, que el postre era ella.

Al levantarse, le dijo "Anda, apóyate en mí, que con los tacones pareces un pato mareado". Y así tuvo que salir del restaurante, con el brazo del negro rodeando su cintura, su mano palpándole el trasero, sin ningún disimulo, y emitiendo una cascada de tintineos que atrajo todas las miradas.

Le pareció una bendición llegar al coche, tenía la respiración entrecortada y estaba tan mojada que estuvo segura de que iba a dejar una enorme mancha en el guardapolvo y el asiento. La tensión de las cadenas le producían al andar pequeños tironcitos en los pezones y el clítoris, a los que acompañaban las sonoras caricias de los cascabeles, permanentemente bamboleándose. Todo ello la había dejado roja de vergüenza y salida como una perra en celo.

Pero ni siquiera en el coche habían terminado sus desdichas, Benito le soltó, desenfadadamente y con cara de satisfecho, que en principio no había encontrado placer en hacerle daño, mientras era un mero peón en las fiestas de otros, pero que ahora, a base de práctica, estaba empezando a encontrarle el encanto. Y sin más preámbulos, le abrió completamente el guardapolvo, sin importarle que los estuvieran viendo desde el cristal del restaurante y así la dejó, desnuda y observándola, mientras ella se ruborizaba desde los dedos de los pies hasta los cabellos.

  • Es hora de mi postre, bomboncito -le dijo con ironía-. Eres sólo tú la que tiene que llegar caliente y sé lo que te calienta mamar pollas ¿De verdad no sabes lo que tienes que hacer?

Y ella lo sabía, lo sentía, lo necesitaba. Se abalanzó como una fiera sobre su entrepierna, abrió cinturón, botón, cremallera y se tragó la polla del negro como si su vida dependiera de ello. Él no se molestó en acariciarla, no le importaron los aritos ni los cascabeles, ni sus preciosas tetas, sólo la agarró del pelo con rudeza y se aplicó a dirigirle la mamada, mientras empujaba la pelvis hacia arriba, metiéndosela hasta la garganta. Eyaculó dentro de ella largamente, y cuando se sintió satisfecho la apartó con brusquedad tirándole del pelo. Ella quedó desmadejada y medio aturdida, con la cabeza apoyada en el cristal. Un grueso goterón de esperma resbalaba desde la comisura de sus labios y vio con horror como un matrimonio, con tres chicos, salía en ese momento del restaurante. La estaban mirando.

  • Bah, no te preocupes -sonó la voz del negro-, relámete.

Y ella lo hizo, deslizó la lengua por los labios y hasta se ayudó con la mano para llevarse el semen a la boca, mientras la señora miraba horrorizada. Al fin el negro puso el coche en marcha. No había llegado al orgasmo y estaba todavía más caliente que antes, pero no había nada que pudiera hacer, se le había prohibido masturbarse; nada salvo esperar, acompañada por el interminable cascabeleo de su cuerpo, y sintiendo crecer la humedad bajo ella, empapando el asiento del automóvil.

Ya no fue capaz de conciliar el sueño en la hora larga que quedaba de viaje. Sólo había comido un par de bocados de una ensalada, pero le daba vueltas en el estómago junto al miedo. ¿Qué demonios iba a pasar con su vida? Seguía siendo la propietaria de "Publicidad Setién", no todos en la empresa conocían su situación, o al menos eso quería creer; y en el club, sólo la conocían Pablo y Quique, seguía teniendo una vida que defender ¿le permitirían conservarla? Si le permitieran mantener su vida de antes, aunque fuera con algunos esporádicos y durísimos dislates sexuales, eso podría resistirlo, pero los indicios no eran, por desgracia, nada esperanzadores.

No volvió a preguntar a Benito a dónde la llevaba ni qué iba a pasar, ya lo había hecho varias veces y siempre respondía con bromas o evasivas. Estaba claro que así vestida no la llevaba a casa. ¡Si al menos terminaran de follarla de una vez y la dejaran correrse!


A las tres treinta de la tarde, el Ambigú estaba cerrado; a pesar de ello, tanto el encargado como el pinchadiscos y los camareros estaban dentro, pues estaban de limpieza general. El aspecto era el de un pub golfo, de los que viven su hora punta por encima de las tres de la madrugada; de día abría como cafetería, pero nunca fue precisamente un éxito, quizás debido a su inadecuada distribución. La puerta de entrada era angosta, dando paso a un minúsculo hall, y tras él se abría el amplio salón, carente de luz diurna, con la barra enfrente, unas pocas mesas, y la mesa de billar arrinconada a la derecha. Al fondo del todo quedaba un minúsculo escenario, con una pantalla panorámica, y la puerta de entrada a una salita bastante oscura, en la que solían refugiarse las parejas. La mayor parte del salón quedaba libre, pues la mayoría de la gente solía estar de pie.

En la mesa del rincón, Quique y Pablo esperaban.

  • ¡Joder, joder, joder! -Exclamó Quique, aplastando nerviosamente el cigarro en el cenicero-. Te digo que esto me huele mal, nos hacen esperar toda una semana imprevista, con una excusa que no sé cuánto tiene de cierto, Jorge nos llama para retrasar la hora de la entrega, queda con nosotros y no aparece, y Silvia fuera de circulación por cualquiera sabe qué razones. ¿No nos habrán vendido la moto?

  • Tranquilo, hombre, tranquilo -le respondió Pablo- Se está retrasando sólo quince minutos, ya sabes como está el tráfico. No nos ha mentido, vendrá, y todo saldrá a pedir de boca. Confío en ese hombre, a su manera es honesto. Y no te olvides de que lo que le gusta es compartirla, ensuciarla, y para ello ¿quién mejor que tú? Seguro que después de lo que ha pasado con Alberto, lo que más valora es la lealtad.

Pero a Quique nada lo tranquilizaba, salvo tener a Silvia allí, obedeciendo sus órdenes. Por otra parte, lo que su amigo le decía casi podría ser interpretado como un insulto.

-Para ti es fácil decirlo, tú tienes novia y no te juegas nada, salvo quizás algún que otro polvo salvaje ¿Pero y yo? Yo tengo planes a largo plazo, expectativas incluso económicas, y eso sin mencionar el universo de placeres que me supone….

-Tranquilízate -Volvió a pedirle Pablo-. No te va a ayudar en nada ese estado de nervios. Recuerda que hemos visto las fotos de Silvia en el pueblo, lo explican y confirman todo, te estás volviendo paranoico.

Varios golpes sonaron en la puerta y Quique se quedó callado.

  • ¿Será Jorge, será ella?

Héctor cruzó el salón y lo oyeron decir:

  • Adelante, sus amigos le esperan.

Jorge entró agitado, dio un rápido vistazo y se sentó con ellos.

  • Disculpad el retraso, se me presentó una visita inesperada casi suplicando hora con Silvia, y no he podido evitarlo –dijo sonriendo-. Parece que va a haber cola para disfrutar de un rato con ella. Espero que valoréis la deferencia que es el cedérosla en primer lugar.

  • Joder, me tenías de los nervios -Respondió Quique aliviado, y respirando hondo ¿Va todo bien?

  • Pues claro, todo va perfectamente, dentro de poco la tendrás aquí, a tu disposición, más guapa, más zorra y más entregada que nunca. Ha tenido unas vacaciones calientes. Habéis visto las fotos del pueblo ¿No? Lo único que me fastidia es que me hubiera gustado tener un poco más de tiempo para hablar con vosotros en confianza, antes de que llegue.

  • ¿Hablar? ¿Hablar de qué? -Preguntó Quique, casi poniéndose a la defensiva.

  • Nada, nada, sólo buenas noticias -Respondió Jorge, con tono apaciguador-. Soy un hombre de palabra ¿te acostumbrarás alguna vez a verme como a un aliado? Tal y como os prometí, tenéis ilimitada libertad para usarla, dentro de vuestras veinticuatro horas. Eso incluye carta blanca para dinamitar su vida social, o reventarla en el club; cosa que hasta os animo a hacer porque puede ser un manantial inagotable de diversiones. Únicamente, y aunque no me gustaría interferir con los planes que seguramente tendréis, sí os recomendaría que lo hagáis poco a poco, saboreándolo, tal y como yo lo hago en la empresa; no tenéis prisa y sería lo más placentero y estimulante para todos, incluida ella. Ya que lo único que recibe a cambio de su entrega son orgasmos, proporcionémosle los más posibles.

  • Veo que nos entendemos -asintió Quique ofreciéndole la mano, que él estrechó con cordialidad.

  • Nada más os suplicaría que saquéis todos los vídeos y fotos que podáis, que me relatéis cada matiz de lo que hagáis, y si no es mucha molestia hasta que me invitéis a aquellas "fiestas" que tengan mayor interés. Sólo como amigo y en calidad de espectador, no necesito más.

  • ¡Hecho! -Respondió Pablo, satisfecho- Será un placer y una garantía tenerle entre nosotros, en calidad de lo que usted quiera.

  • Bien, yo también veo que nos entendemos -Respondió Jorge, mirando a hacia la barra, a Hector, que no les quitaba la vista de encima.

  • Le hemos hablado de Silvia -Explicó Quique-, y tenemos planes que lo incluyen. Está muy interesado.

  • ¡Ah! Perfecto, entonces hablaré con libertad. Quería haceros un par de regalos: El primero es estas fotocopias -Dijo Jorge, dejando varios papeles sobre la mesa. Mientras estaba inconsciente, en un puticlub de carretera, se le tomaron muestras de sangre y orina para hacerle una analítica completa. Ahora mismo está libre de sida y de cualquier enfermedad infectocontagiosa. Podéis follárosla con más garantía que a vuestras novias.

Pablo y Quique se quedaron mirándose, asombrados el uno al otro. La sonrisa de Pablo pareció que fuera a iluminar todo el local.

  • ¡Ufff! ¡Es de reconocer que hace usted bien las cosas!

  • Y mejor, pues aún no conocéis los regalos que quedan. Otro es éste tarro con dos pastillas -dijo dejándolo sobre la mesa- Son de primera calidad, caras como para daros más, y no tendría sentido pues no os daría tiempo de usarlas. Es un estimulante sexual, parecido al éxtasis. La pondrá como una moto y la hará correrse hasta el borde del paro cardiaco. Son muy potentes, ya lo veréis, ni se os ocurra dárselas juntas. Hubiera podido daros burundanga, pero no me gusta, después no recuerda nada y no es necesaria; a ella no hace falta anularle la voluntad con agentes químicos, es infinitamente más agradable doblegarla. Ah, trae una buena provisión de cocaina. Siempre que queráis la podéis obligar a que la use, he decidido fomentar el que se enganche. Así no tendréis por qué darle unas horas de sueño si no queréis.

Pablo y Quique se quedaron con la boca abierta, ambos moviéndose nerviosamente en sus asientos, intentando acomodarse la polla dentro de los jeans.

  • ¡Joder! ¡Eres lo más parecido a los reyes magos que he visto en mi vida! -Exclamó Quique, con voz entrecortada y pasando bruscamente al tuteo.

  • Pues eso no es todo...

Varios golpes sonaron con rotundidad en la puerta de la calle.

  • Oh, mierda, lamento haberme retrasado. El último regalo es informaros de que, desde la noche del Siroco, hace ahora diez días justos, Silvia ha tenido prohibido tomar píldoras anticonceptivas. Está pues fertil y suceptible de ser preñada. No sugiero nada, sólo os informo. Me habría gustado hablar más sobre esto.

Héctor, con su calva reluciente y a pesar de su corpulencia, cruzó el salón saltando como un chiquillo, y se apresuró hacia la entrada.

  • Ahí está -dijo Jorge, apresuradamente- ¿Os importa si me quedo un rato? Querría veros las cara cuando veáis como va vestida. Estoy seguro de que os va a encantar el cambio de look.

La entrada a Madrid no le sorprendió en absoluto, no la llevaba a casa. Había intentado mentalizarse para aceptar, de otros o de sí misma, cualquier cosa que sucediera. Y de hecho ya estaba aceptando no saber adónde iba, la incomodidad de las argollas y las cadenas, el sonido de la campanita con el traqueteo del coche, y hasta estar sentada sobre el pantano en que había convertido el asiento. No sólo estaba mojada, sino que además olía mal. Ese era un buen entrenamiento para la aceptación.

Cuando vio que andaban por los alrededores del Ambigú, comprendió. Detestaba el sitio, pero ¿adónde iban a llevarla sino a algún lugar que detestara? Casi respiró aliviada. Iban a entregarla a Pablo y Quique. Aunque duro, eso podía soportarlo. Ya la habían follado otras veces. ¿Sería sólo eso? Mejor no imaginar posibilidades. Incluso albergó esperanzas cuando pasaron de largo por la puerta y observó que estaba cerrada ¿Les fallarían los planes? Pero Benito encontró un aparcamiento libre, alrededor de doscientos más allá, y estacionó el coche precipitadamente, antes de que le quitaran el sitio.

El Ambigú era un lugar odioso, uno de esos pubs baratuchos, con decoración que quería ser juvenil, ya descolorida, y olor a rancio. Pablo la había llevado un par de veces a encontrarse con Quique (que era al que le gustaba el sitio, probablemente por estar cerca de su casa) y nunca había aguantado más de diez minutos. Lo único que había allí eran cuarentones divorciados, pasados de copas, y golfas de treinta y muchos años buscando rollo. Era el típico sitio en el que podía pasar cualquier cosa, aunque afortunadamente no a las tres de la tarde.

Llegó a abrir la puerta, creyendo que iban a salir del coche, pero Benito la detuvo, argumentando que todavía daba tiempo para un porrito y la cerró de nuevo. Sacó del bolso el trozo que quedaba de la bola de haschis y se lo ofreció con desgana. Él se aplicó a la manufactura del porro y, para su sorpresa, le echó el trozo entero.

  • ¿Tanto? -Preguntó con timidez.

  • Pues sí, tanto -Respondió el negro-. Una vez en Madrid, ya no hay problema de aprovisionamiento.

Ella miró por la ventanilla, a la gente corriente que iba y venía y por primera vez tuvo envidia de la gente vulgar y los problemas vulgares. ¡Cuanto daría ahora por convertirse en uno de ellos, por no haber conocido ni la riqueza pasada ni la miseria presente! Se preocupó por cuando llegara el momento de recorrer aquellos doscientos eternos metros que la separaban del Ambigú, con aquellos zapatos, sobre los que le era casi imposible mantenerse en pie, con el ruido del cascabeleo, y la enorme mancha que iba a mostrar su guardapolvo a la altura del trasero ¿Pero qué podía hacer al respecto?

Pronto el olor dulzón del haschis inundó el coche, superponiéndose al de las humedades que empapaban el asiento. Era un porro grueso, cargadísimo, y las ventanillas del coche estaban cerradas. Se echó hacia atrás en el asiento y le dio una larga y lenta calada, absorbiendo y conservando el humo, ayudándolo a penetrar por cada poro de sus pulmones. El efecto fue balsámico y casi instantáneamente la inundó un sopor dulce, que borró todas las tensiones y todos los dolores. Dio otra calada, ya algo menos profunda, y dejó salir el humo despacio, permitiendo que le enturbiara la visión de la gente de la calle, el parabrisas y el mundo. Fué a devolverle el porro a Benito, pero él lo rechazó con los ojos nublados y la voz pastosa.

  • No, yo ya tengo mi puntito. Fuma, fuma. Eres tú la que necesita estar colocada. Y mientras lo decía, le abrió el guardapolvos, dejándole los pechos al aire, y con dos dedos le acarició un pezón.

Ella dio un respingo, y un escalofrío de placer la recorrió desde las tetas hasta el coño, como si la cadena le hubiera transmitido una corriente eléctrica. Instintivamente quiso taparse, pero comprendió que no serviría de nada y logró controlar impulso. Miró hacia fuera y por suerte, nadie les prestaba atención. Era lo bueno de Madrid, nadie mira a nadie.

Se dedicó a fumarse el porro, parsimoniosamente, sin molestarse en cubrirse, mientras Benito le acariciaba los pechos, los muslos, o le hacía sonar el cascabel del clítoris. Total, ya daba igual mojar todavía más el asiento, de todos modos iba a haber que cambiarlo. Jugó a dejarse llevar, en el cargado ambiente de su BMW. Los dedos de Benito conocían su cuerpo, sabían acariciarla, encontrar los sitios y los límites, para dejarla siempre al borde del orgasmo, con un sabor agridulce, mezcla de frustración esperanza. Y el porro acabó como acaba la paz, consumido por el tiempo. Alargó el momento de aplastarlo en el cenicero y aún no había acabado de hacerlo cuando sonó la voz ronca del afrocubano, abrochándole el abrigo y trayéndola de vuelta a la realidad.

-Bueno, bomboncito, pues temo que es la hora de la despedida ¿Sabes? Soy afortunado. Te he tenido toda una semana para mí solo, y además de eso vamos a vernos con frecuencia (muchos me van a tener envidia), seré una mezcla de chulo, chofer, guardaespaldas, proxeneta, camello, y cualquiera sabe cuántos oficios más aprenderé contigo.

Y ella no le hizo caso, estaba inmersa en su mundo, en el caos de sus sensaciones, superpuestas al colocón. Salió del coche, no sin cierta torpeza y, con un gesto de asco al despegarse del asiento, echó a andar junto a Benito. Esta vez él no la agarró y la dejó cimbrearse libremente con su tintineo. Entonces se dio cuenta: En cuanto se olvidaba de los zapatos, aunque despacio, podía andar; sólo que imprimiéndole a su cintura un contoneo tan intenso que los cascabeles no cesaban de rebotarle sobre las tetas, produciéndole un sonoro y desconcertante masajeo. El del clítoris era el peor de todos, el más malvado; le provocaba hormigueos constantes, escalofríos de placer, con su permanente ir y venir, entrechocar contra los labios de su coño y los otros dos anillos que tenía en ellos. Sentía fluir la humedad por la cara interna de los muslos y resbalar hacia abajo, buscando sus rodillas. Bajó los ojos para olvidarse de que estaba andando por las calles de Madrid, para no ver a nadie y recluirse en sí misma y entonces obsevó cómo, cada vez que avanzaba una pierna, el abrigo se le abría hasta el ombligo mostrando su depravada desnudez, desde el extremo de la campanita hasta su vello púbico y mejor no pensar cómo se la vería por detrás, en la inmensa mancha de su trasero.

Se detuvo un instante y miró al cielo, pero la cadenita del cuello tiró de los aritos de sus pezones y tuvo que volver a bajar la cabeza. No había caso, no había nada que pudiera hacer para evitar sufrir o sentir placer. Benito la urgió, desde unos metros más adelante. Y ella metió las manos en los bolsillos, y echó a andar intentando lo imposible: controlar el bamboleo de sus caderas. El porro la había dejado atontada, además de aumentarle aún más el calentón. Nunca hubiera supuesto que alguna vez fuera estar tan deseosa de llegar al Ambigú, aquellos estaban siendo los doscientos metros más largos de su vida.

Benito la esperó, de pié sobre la acera, con una mueca casi compasiva, y en cuanto llegó a su altura le soltó:

  • Lo siento, chica. Me encargaron que te dijera que de ahora en adelante, tienes terminantemente prohibido arreglarte la ropa. Si te sorprendemos haciéndolo, te quitaremos la prenda con la que intestaste cubrirte. He hecho la vista gorda a lo largo del camino, pero ahora estamos aquí y no puedo seguir haciéndolo, así que saca esas manos de los bolsillos. Tengo serios motivos para creer que los demás no van a ser tan indulgentes.

Silvia obedeció, con un gesto de impotencia. Después de todo ¿No había fotos suyas colgadas en Internet? ¿No iba a un sitio en el que la harían follar cualquiera sabía con quién? ¿Qué más daba que le vieran el coño unos cuantos extraños? Y sin embargo sí que le importaba, le importaba. El problema era que hacia poco que había descubierto su naturaleza sumisa, que se había convertido en una ninfómana, y sólo a ratos conseguía aceptarse a sí misma.

Siguió caminando lo más rápido que pudo. Por suerte el guardapolvos disimulaba sus formas, y ya quedaba poco trecho. Instantes después Benito llamó con los nudillos a la puerta del Pub y se volvió hacia ella para decirle:

  • Intenta relajarte y disfrutar de lo que suceda, no juzgues en términos de bueno o malo. Créeme que es un buen consejo.

Dentro se oyeron pasos precipitados y enseguida apareció el gigantón que regentaba el local. Era el típico grandullón con la musculatura construida en gimnasios, a base de esteroides, y ella lo despreciaba profundamente. Se creía guapo y un empresario de éxito, sólo por que las cuarentonas deseperadas que acudían a su negocio estaban locas por llevárselo a la cama. Saludó a Benito sin apenas fijarse en él, y a ella le hizo la radiografía de cuerpo entero, deteniéndose en el culo y las tetas, intentando adivinar qué ocultaba bajo el abrigo. Como cualquier mujer, detestaba que la miraran así, como a un trozo de carne, pero eso era exactamente lo que ahora era para todo el mundo.

Entró al local, precedida por Benito, y al ver allí a Jorge, entre los nervios y el porro y los zapatos, dio un tropezón que la hizo sonar como un árbol navideño y que atrajo todas las miradas. Los tres empleados abandonaron sus quehaceres y se dedicaron a observarla con fijeza. Incluso sin verlo, notaba los ojos del encargado clavados en su culo.

Benito se acercó una silla y fue a sentarse junto a Jorge y los otros. Ella permaneció de pié, sin saber demasiado bien qué hacer e intentando no derrumbarse. Ahora parecían querer extender su vergüenza también hasta el Ambigú.

  • ¡Gusto de verte, chica! -La saludó Quique, esbozando una sonrisa entre ilusionada y pícara- Nos tenías abandonados. Por cierto ¿De qué es esa mancha en tu abrigo? ¡Joder, si hueles a zorra a un kilómetro!

Silvia intentó ignorarlo. Volvió la cara hacia Jorge, que al fin y al cabo era el que llevaba la voz cantante, y le preguntó intentando aparentar frialdad:

  • ¿Y ahora qué se supone que debo hacer?

  • Eh, a mí ni me mires -respondió Jorge-, no soy más que un invitado. Acabas de ser entregada a Pablo y Quique y ellos son los que dan las órdenes. Yo en tu lugar empezaría por responder, antes de preguntar nada, y es posible que no haya lugar para tus preguntas -Concluyó riéndose.

  • Me senté en un sitio mojado -dijo ella, tragándose el miedo y volviendo la vista hacia Quique.

  • ¿Sí? Qué descuidada te has vuelto, tú, que en otro tiempo eras tan mirada para la ropa.... Debes estar muy incómoda con toda esa humedad y el abrigo puesto ¿qué tal si te lo quitas?

Sus manos acariciaron el primero de los dos botones con que se abrochaba la prenda y enseguida volvieron a caer hacia sus costados. La sensación de ridículo la golpeó como un mazazo. No podía quitarse el guardapolvo allí, yendo como iba vestida debajo. El encargado y sus empleados la miraban con cara de lobos hambrientos ¿sabrían? ¿estarían esperando el espectáculo? Y ella no quería darlo, no quería ni pensar que fueran a pretender hacerla follar con esa gentuza; sólo imaginarlo la hizo temblar tanto que el tintineo de los cascabeles se dejó oír en todo el salón.

  • No es necesario, gracias -respondió, intentando esquivar lo que a todas luces parecía inevitable-, estoy cómoda así. Supongo que tendréis ganas de verme... ¿Nos vamos?

  • No, querida, no ¿qué prisa hay? Todavía tenemos la copa por la mitad, y estos amigos quieren conocerte. Mejor quítate el abrigo y quedémonos un rato ¿o es necesario que te lo pida Jorge?

Dió un respingo al escucharlo. Mejor propiciar que Jorge le pidiera nada; de él menos que de nadie le cabía esperar ninguna misericordia y le tenía un pánico cerval. Nerviósamente, sus dedos empezaron a forcejear con el primer botón, pero abandonó el intento para secarse una lágrima que empezaba a resbalarle por la mejilla. No quería llorar, sabía la satisfacción que les daba al hacerlo, y Benito la había advertido contra las lágrimas, pero la situación le era tan humillante que le resultaba casi imposible controlarlo.

-Por favor , estoy cansada, os juro que no puedo, vámonos -suplicó, en un último intento de que se apiadaran de ella y la eximieran de aquella pesadilla.

Pero no había ninguna piedad para ella, y lo sabía. Quique fue a decirle algo, pero fue interrumpido por un codazo de Pablo, que fue quien tomó la palabra. Increíble que él, el joven que había querido como novio, la viera en esas circunstancias.

  • ¿Qué te has creído, zorra? ¿que todo sigue como antes, cuando éramos amigos y nos manipulabas a tu antojo? -dijo con firme tranquilidad- Ahora mismo te vas a dar la vuelta, para que todos podamos verte, y te vas a quitar el guardapolvo, muy despacio, delante de estos señores, para que vean lo buena que estás. Lo harás, o te lo arrancaré yo mismo.

A Silvia se le encogió el corazón. Pablo la estaba tratando como a una cualquiera delante de extraños y ella no podía negarse, no podía hacer nada por defenderse. Estaba perdida. Se giró despacio, afrontando al encargado y sus camareros. Los miró un segundo y odió las malévolas sonrisas que vió en sus rostros. La cara le ardía, y el coño... Era cierto lo que había dicho Benito: los ojos y el sexo se le humedecían a la vez.

El primer botón cedió bajo el torpe forcejeo de sus dedos y quedó expuesto el canal de sus pechos, la nimia tirita de cuero del sujetador, e incluso la cadenita de acero que cruzaba.

  • Venga, decidle a la tetona que se despelote de una vez -dijo Héctor, con impaciencia-, que no tenemos todo el día.

Nadie consideró necesario decir nada. Segundos después, el segundo botón cedía y el guardapolvo se abría por completo, mostrando la campanita y el cascabel de su sexo, para después caer al suelo tras ella, imprimiéndole a sus tetas un tintineante bamboleo, dejándola con los ojos bajos, llorosa, y en la más espléndida desnudez.

  • Por favor, no puedo más - dijo, con un hilo de voz.

Todos se quedaron mirándola en silencio, entre sorprendidos e hipnotizados por su rotunda belleza y por el seductor vaiven de tanto colgante que llevaba puesto. Quique fue el primero en reaccionar, se levantó y caminó alrededor de ella, observándola, emitiendo un largo silvido de admiración.

  • Tenías razón, Jorge, cuando nos dijiste que nos iba a encantar el cambio de look. Lo del bikini de tiritas de cuero se me podría haber ocurrido a mí, pero lo de los anillos de las tetas y el coño roza la genialidad, y ya no hablemos de la idea de la cadenita que los une todos a su cuello, o de los cascabeles; vestida así es la diosa de las putas, hecha para rodar por una cama y hacer reventar de placer a muchos hombres.

  • Bah. No es nada, ni siquiera es ningún regalo especial, ese será su uniforme de trabajo, salvo que quienes la usen dispongan otra cosa. Sólo quise asegurarme de que todo el mundo sepa, a primera vista, lo zorra que es y el lugar que ocupa en la sociedad.

Por un instante, Quique no pudo sino asombrarse del grado de poder que Jorge demostraba tener sobre la chica, pero no era momento de reflexionar sobre ello; ahora la tenía delante, completamente sometida y tan caliente que sus pezones estaban visiblemente abultados y tan erectos que levantaban los anillos, la cadena y hasta la campana hacia arriba. Ya era hora de empezar a meterla en faena.

  • ¿Qué tal, Héctor, te gusta? ¿Aceptas follártela a cambio de los doscientos Euros que te debo? Ah, por cierto, ya hemos entrado en confianza y es razón de que os presente, no se llama "la tetona", es Silvia Setién, la propietaria de "Publicidad Setién", una empresaria adinerada, aunque muy servicial.

Silvia no pudo más. Escuchar hablar de si misma en esos términos le resultaba inadmisible, aunque inexplicablemente la pusiera tan caliente, pero que se atreviera a presentarla con su verdadero nombre rebasaba ya todos los límites, le era aún más insoportable que la posibilidad de follar con el encargado.

Los últimos días había vivido en la ilusión de que ellos, por puro afan de seguir divirtiéndose, harían los posible por conservarla; que había cosas a las que no la arrastrarían por temor a los riesgos, o para poder seguir follándola sin asco; pero la realidad demostraba que aquellas no eran más que vanas esperanzas. Ellos no iban a trazar ninguna línea en ninguna parte, lo único que querían de ella era el culo y las tetas, y mientras los conservara les daba igual lo que sucediera con el resto. Era ella, ella, la que tenía que trazar esa línea en alguna parte, la que tenía que definir qué cosas no estaba dispuesta a hacer, ni por sexo ni por miedo. Nadie lo haría en su lugar si fallaba, pero... ¿Cómo oponerse a la vez a Jorge y a los deseos de su cuerpo? ¿Cómo recuperar el control de sí misma? Hizo un esfuerzo supremo por por serenarse, por sobreponerse al pánico, al colocón del porro, a los jugos que resbalaban por sus muslos. Tenía que pactar con ellos, que encontrar algo que les resultara aceptable y a la vez demostrarles que su negativa a acostarse con Héctor era inamovible.

  • Si queréis, nos vamos a mi casa y echamos un polvo, para eso vine. Pero si créeis que podéis obligarme a follar con ese cerdo de amigo vuestro es que estáis locos. No lo haré de ninguna manera y no consentiré que intentéis prostituirme, es mi última palabra -dijo intentando que su voz se impregnara de firmeza.

Jorge hizo intención de levantarse de su silla, pero Quique lo detuvo con un movimiento de la mano. Él se hacía cargo de la situación, sabía lo que tenía que hacer, como tratar a SU PUTA.

  • Querida Silvia ¿pretendes hacerme creer que has venido hasta aquí, así vestidita, para decirme que no a algo? ¿Tú, la misma chica que se despelotó en el Siroco y se folló a medio mundo? ¿La misma que está inundando internet con fotos suyas con la cara salpicada de leche? Naturalmente que todos aquí las han visto, las tienen impresas; no tienes pues nada que perder. Por mucho que los orgasmos te hayan reblandecido las neuronas, comprenderás mi dificultad para creerlo -dijo con tranquila ironía, mientras se desabrochaba el cinturón y lo sacaba de los pantalones.

Silvia se estremeció de terror. Lo sabían, todos sabían lo que le estaban haciendo, lo habían contado, les habían mostrado las pruebas ¿Cómo podrían no saberlo, cómo se estaba volviendo tan estúpida? Verla así... Lo debían estar pasando en grande los muy cabrones, pero... ¿Qué hacer ahora? ¿Qué pretendía Quique quitándose el cinturón? Casi instantáneamente llegó la terrible respuesta, Quique alargó la mano y dió un brusco tirón de la cadenita bajo la campana, por debajo de su ombligo. El repentino tirón no fue demasiado fuerte, pero el latigazo de dolor se produjo a la vez en ambos pezones y en su clítoris, y fue tan intenso que la hizo caer de rodillas, con un estrépito de huesos y tintineos que arrancó carcajadas a la concurrencia.

El pánico fue una realidad tan sólida, tan evidente como la humedad de su entrepierna. Aceptó que no había opción, que no había límites ni restricciones a las exigencias de sus amos, que iba a hacer cualquier cosa que exigieran, cuando se la exigieran, porque cualquier cosa, por dura que fuera, era preferible a las consecuencias de desobedecer. Se palpó y comprobó que no había sangre, pero el dolor de los aritos horadando sus lugares más sensibles tardaría en desaparecer.

Quique volvió a sentarse tranquilamente y, tirando con suavidad de la cadenita, se las ingenió para hacerla gatear tasta tenerla tumbada sobre sus piernas, con el culo hacia arriba y los cascabeles colgando alegremente.

  • Ahora sí que te tenemos cogida por el coño ¿eh, zorra? -Le dijo con desenvoltura.

  • Haré lo que queráis, cualquier cosa que queráis -respondió ella gimoteando.

  • Antes debiste pensarlo. Me contó Jorge que habías progresado mucho, que estabas mucho más domesticada ¿y qué me encuentro? Llegas y haces lo que más se te había insistido en que no hicieras: no sólo te niegas a prestar servicio a un cliente, sino que te atreves incluso a insultarlo en su propia casa. ¿Sabes una cosa? Me muero de ganas de ver la cara que pone tu hermana Alicia cuando vea las fotos de cómo te folló Benito sobre la tumba de tu padre. Tarde o temprano se las enseñaré pero, si quedo descontento de tu comportamiento, será hoy mismo.

Silvia entró en pánico. No, definitivamente no estaba preparada para que Alicia viera esas fotos, como tampoco lo estaba para que supiera tanta otras cosas...

  • Nooo, no lo insultéeeee -Chilló ella mientras lloraba, presa de la histeria.

  • Sí que lo hiciste -Replicó Quique con calma- Te oí perfectamente llamarlo cerdo y hasta llamarnos locos a nosotros. Todo un atrevimiento para una puta tan arrastrada como tú.

  • No sabía lo que decíaaaa, fue sin intencióoon.... -Sollozó ella, pero la frase fue interrumpida por un sonido silbante y un estallido de dolor en su trasero.

Quique, aún con el cinturón en la mano, acababa de propinarle un fuerte correazo en las posaderas. Como no podía ser de otra manera, tenerla tumbada sobre sus piernas, notarla estremecerse y contemplar la marca roja que quedaba en su culo, le produjo una erección descomunal. Pero no, no quería ser correrse, había que ser fuerte, saber controlarse, para conservar el control de una puta. Después, cuando estuvieran cumplidos absolutamente sus planes, sería increíblemente mejor. Pablo y Jorge lo miraban con admiración, y Héctor, con una sonrisa entre esperanzada y envidiosa; aún podía disfrutar más, mucho más, alargando ese momento.

  • No me gusta castigarte, querida Silvia. Hemos sido buenos amigos y no disfruto con esto -Le dijo con ironía-. Pero comprenderás que no puedo consentir que nos retrases con tus estupideces, y mucho menos que desobedezcas mis órdenes o que te niegues a atender a un cliente. ¿Comprendes qué sucedería si te lo consintiera? En tres días volverías a ser la misma niña engreída y despótica que fuiste. Ayudaría un poco a abreviar el que te disculparas con Héctor y con nosotros, y que empezaras a comportarte como la puta que realmente eres. Creo que las vacaciones te han sentado fatal.

  • Esa Silvia está muerta para siempreeeee, para siempreee -Gritó ella, pero fue interrumpida por otro fuerte correazo.

  • Todavía no te he oído disculparte. Por cierto, Héctor ¿Tienes grabando la cámara de vigilancia?

  • Sí, por supuesto, hace rato que está activada -Respondió él con aire de suficiencia.

  • Perfecto, creo que va a merecer la pena conservar esta tarde para la posteridad.

Silvia se rindió. Entregó hasta la última reserva mental, hasta el último reducto de rebeldía. No había caso, las cosas eran infinitamente peores cada vez que trataba de resistirse al placer ¿y qué más daba si lo estaba deseando, si llevaba desde ayer por la tarde con ganas de polla? De acuerdo, Héctor no le gustaba, pero decenas de hombres que no le gustaban la habían llevado ya al orgasmo. ¿Qué importaba uno más, o varios más? ¿Qué importaba?

  • Discúlpeme, Héctor, estaba nerviosa, no fue mi intención insultarle -dijo ella, tragándose hasta el último ápice de orgullo que pudiera quedarle-. Y disculpadme también vosotros, yo soy la loca, soy vuestra puta ¿Necesitáis mejor prueba que el que esté aquí haciendo lo que hago...?

No pudo seguir hablando porque otro correazo la hizo volver a estremecerse. Era verdad que estaba cachonda perdida, más de lo que nunca lo había estado. El vientre le dolía de aguantar de correrse y tenía el cuerpo bañado en sudor. Con cada nuevo golpe notaba sus pezones erizarse aún más, y aquel ambiente festivo, tanta sonrisa que veía a su alrededor, tanto pantalón hinchado por las entrepiernas, le abría el apetito. Sí, la verdad era que ella quería que la follaran allí mismo, todos, sin excepción. Quería ser su hembra, sentir sus penes dentro de ella y que la llenaran de leche por todos los orificios de su cuerpo.

Héctor, se abrió la bragueta y a través de ella apareció un pene pequeño, con una mediana erección. La vieja Silvia se hubiera reído de él, lo hubiera hundido en la miseria a base de sarcasmos, y lo hubiera dejado plantado. Pero la vieja Silvia, nunca, nunca habría llegado a dónde estaba ella y la actual quería cosas muy distintas, aceptaba cosas muy distintas.

  • ¿Puedo? –Preguntó Héctor a Quique.

  • Por favor, para eso está –Respondió él, dándole la bienvenida.

  • Claro que puedes -dijo ella con voz ronca- acércamela para que la adore como es debido.

Y enseguida Silvia tuvo colgando ante su boca la fláccida polla del encargado. No se hizo de rogar, lo agarró al vuelo y se dedicó a hacerle una enérgica mamada, tragándosela entera, hasta que notó golpetear sus huevos contra su labio inferior. Sí, la hubiera preferido más grande, y sobre todo más dura, pero eso era lo que tenía para alimentarse y lo que faltaba en tamaño, lo ganaba en humillación. Le bajó los jeans al encargado, se agarró a sus nalgas, con las dos manos y se dedicó a comérselo, bajo la constante lluvia de correazos.

Quique no cabía en sí de gozo. Aquello era mucho mejor de lo que nunca había soñado. Tenerla así, gimiendo bajo su cinturón, comiéndole la polla a otro amigo elegido por él, y para colmo haciéndole ganar dinero, desbordaba sus ambiciosas fantasías. Ya en el culo de Silvia no se distinguían las marcas de la correa, había adquirido un tono rojo oscuro y aunque sollozaba bajo sus golpes, notaba que estos habían perdido intensidad. Entonces se le ocurrió la idea: Pablo contemplaba alucinado el espectáculo, era hora de invitarle a participar de él.

  • Amigo Pablo, creo que se me cansa el brazo ¿te impotaría sustituirme con la correa un momento? Ésta zorra merece lo mejor.

Silvia, oyó la petición y sintió un cosquilleo de placer recorrerle el cuerpo. Era el colmo del morbo, de la humillación, ser azotada por el chico de sus sueños. Pablo no esperó a que se lo pidieran dos veces, se levantó de su asiento y casi arrancó el cinturón de la mano de Quique, lo desplegó y lo sopesó en el aire, contempló a Silvia, roja como un tomate y le asestó un correazo con toda su alma, que le llegó desde la nalga hasta el hombro, cruzándole toda la espalda. Ella se arquó de dolor y por unos instantes dejó de mamarle la polla a Héctor.

  • Por favor, por favor, permitid que me corra -dijo sorbiendo las lágrimas.

  • De eso nada -Contestó Quique con voz despótica- Te correrás a su debido tiempo, cuando te demos permiso.

  • Permitidlo, no puedo aguantar más -suplicó.

  • Aguantarás por la cuenta que te trae, o le diré a Pablo que empiece a azotarte con el lado de la hevilla. ¡A trabajar, zorra!

Y ella tomó una vez más el pene del encargado, ya completamente erecto, y se le chupó con dulzura, lamiéndolo desde el glande hasta los testículos, mientras él le apretujaba las tetas, le daba tironcitos de los anillos de sus pezones y hacía sonar los cascabeles.

  • Como ves es una auténtica virtuosa haciendo mamadas ¿qué, te la traigo a las ocho para que te la folles? Hasta las diez no abrís, tienes tiempo de sobra para divertirte.

  • Hecho -Contestó Héctor- Sí que la mama bien la hija de puta, no se me ponía así de dura desde que tenía diecinueve años. De todos modos no me ibas a poder pagar los doscientos Euros que me debes... Así por lo menos me cobro en carne.

  • Entonces ¿es eso todo lo que quieres, simplemente follártela? -Preguntó Quique, dirigiéndole una mirada pícara.

  • ¿Qué más podría querer? -Preguntó Héctor, sin entender demasiado bien a qué se refería Quique.

  • No sé -Pespondió Quique-. Por doscientos Euros más, podrián follársela también tus empleados. Sería un bonito regalo para hacerles, además de barato. Incluso cabría la posibilidad de que ellos estuvieran interesados en poner al menos una parte de esa cantidad. Aunque tendría que ser de ocho a diez, desde luego. Y esta mamada no cuenta, invita la casa, es su manera de pedirte perdón por su rebeldía del principio.

  • ¡Acepto encantado! -Respondió Héctor-. Te doy doscientos más y nos la follamos todos.

Silvia no perdía detalle y se moría de ganas de decir: "Ahora, que me follen ahora" y lo hubiera hecho, de no tener la boca tan ocupada. Fue Jorge el que se indrodujo en la conversación.

  • Un momento, un momento. Me parece muy bien que la prostituyáis, es una puta y para eso está. Pero lo que es justo, es justo: de cada céntimo que gane, le daréis a ella un diez por ciento, que la chica gane al menos para sus gastos.

Silvia, al oírlo, no pudo evitar rebelarse. En realidad era una estupidez, pero cobrar por follar y semejante miseria, era más ofensivo de lo que podía aceptar. Si le hubiera dado tiempo a pensarlo, habría conseguido permanecer callada.

  • Nnnnooooo, nnnoooo -Murmuró, sin abandonar el aparato de Héctor.

  • Tienes razón -replicó Jorge-, protestas mucho y no mereces tanto, será un ocho por ciento entonces.

  • De acuerdo -Aceptó Quique, sonriente- Un ocho por ciento me parece justo. Que ella gane también algo. Y a ti, Hector, no te subo la tarifa, a las ocho la tienes aquí para que os divirtáis los cuatro. Es eso todo lo que quieres ¿verdad?

Pero Héctor no estaba para responder preguntas. Se apartó unos centímetros de Silvia y eyaculó abundantemente sobre su cara. Ella. cayó agotada sobre las piernas de Quique.

  • Joder, qué condenadamente buena está la muy zorra -Gruñó Héctor-, y qué bien la mama, en mi vida me habían hecho una cosa así. Y bueno, no sé qué te traes ahora entre manos ¿Qué más podría querer?

  • No sé -dijo Quique, haciéndose el interesante- podrías querer, por ejemplo, que se quedara aquí hasta, digamos las cuatro de la madrugada; podrías ponerla a servir mesas ligerita de ropa, o sin ninguna ropa si lo prefieres, o que hiciera algún numerito sexy para tus clientes, o que se follara a todos los que lo apetecieran; no sería asunto mío lo que pasara, mientras me pueda llevar lo que quede de ella a la hora prevista. Y todo ello, por el módico precio de mil Euros. ¿Qué te parece?

  • Suena interesante -Respondió Hector, con aire pensativo- Aunque...

  • ¡Que me follen ahora, ahora! -Interrumpió Silvia-. Ahora es cuando lo necesito. No puedo aguantar más, no podéis dejarme así de caliente.

Pablo había dejado de azotarla, y ella había caído de rodillas, desmadejada junto a Quique; perdida toda vergüenza, se tocaba el coño sin ningún disimulo.

  • ¡Deja de tocarte! -Gritó Quique- No sé ya cómo decirte que tienes prohibido correrte.

  • ¡Oye! Mil Euros, en los tiempos que corren, es un pastón, y no contrato a cualquier guarra que me coma la polla ¿Quién me asegura que no va a montar de nuevo el numerito de la niña rebelde delante de mi público? ¿Quién me asegura que es tan calentita como espero de ella y que hará todo lo que se le exija? Me lo pensaría si me lo dejaras en ochocientos, y me permitieras hacerle ahora una pequeña prueba.

  • De acuerdo, sea pues en ochocientos. Pero la pequeña prueba tiene que ser rapidita, porque Pablo y yo estamos deseando llevárnosla -Respondió Quique, mientras agarraba del pelo a Silvia y la apartaba de sus piernas-. Y tú, deja de llorar, que vas a dejarme los pantalones perdidos.

Jorge se acercó a ella y la ayudó a levantarse; con aparente ternura la condujo de la mano hasta un espejo y le levantó la barbilla para que se mirrara.

  • Mírate y míranos, querida niña -le dijo con suavidad-. No nos veas como a demonios, llenos de crueldad. Lo único que hemos hecho ha sido descubrirte tu cuerpo y el universo de gozo que es capaz de proporcionarte ¿Hubieras imaginado hace unos meses que pudiera existir tanto placer como el que has sentido con nosotros? Nunca lo hubieras descubierto por ti misma, para mostrártelo, no existía otro camino que forzarte -Continuó, mientras deslizaba dulcemente una mano desde sus labios, hasta su cuello y sus pechos, para terminar en el sexo. La sintió temblar durante toda la caricia-. ¿Quieres correrte? ¿De verdad quieres correrte? Pídemelo y diré Héctor que te lo permita.

  • Sí, Síiiii, quiero corrermeeee -Chilló Silvia, desesperada.

  • Bueno, bueno, pues no te preocupes que Héctor te va a proporcionar el orgasmo que tanto deseas. ¡Héctor! Ven aquí a hacerte cargo de tu pequeña ninfómana.

Héctor se acercó a ella, la agarró por la campanita y tiró con suavidad. Silvia notó simultáneamente la tensión en los anillos de sus pezones y su clítoris y caminó tras él, comprendió que tendría que seguirlo allí donde fuera, con el bamboleo de caderas que le producían los zapatos, y sabiéndose blanco de todas las miradas, sin el guardapolvos que disimulara sus formas. Los escalofríos de placer, los hormigueos que disparaban por su cuerpo tanto constante roce de cadenitas y cascabeles eran tan intensos que temió tener un orgasmo allí mismo.

  • Vaya, pequeña, pues ahora resulta que hay que permitir que te corras, pero no podemos follarte porque eso será a las ocho, y no hay tiempo. Eres afortunada, sucede que siempre he tenido una pequeña fantasía y ahora la vas a hacer realidad.

Silvia hizo intención de hablar, pero un brusco tirón en sus pezones le indicó que era mejor que no dijera nada. Héctor la había conducido hasta la mesa de billar y, tirando de la cadenita hacia arriba, la hizo sentarse sobre ella. Esa manera de llevarla, con suavidad, pero sin darle la menor opción de resistencia, con los cascabeles sonando y acariciándole las tetas, la excitó tanto que tuvo que contener la respiración para no correrse. Sobre la mesa había una luz intensa y allí sentada, con el culo dolorido por los correazos, apenas podía distinguir lo que sucedía en el resto del local.

  • Miguel, me traes la cinta de embalar, por favor -dijo Héctor, mirando hacia atrás. Un instante después un grueso rollo de cinta adhesiva transparente apareció en su mano.

Dos fogonazos de flash destellearon en la penumbra y Silvia tomó conciencia de la realidad, del significado que tenía el que le hicieran fotos con esa liberalidad y una vez más se estremeció de placer. Algo iba a pasar, algo iban a hacerle que merecía ser fotografiado incluso antes de empezar. Héctor se agachó para algo, echó una moneda y ella se sobresaltó al escuchar cómo resbalaban al cajón las bolas de billar. ¿Qué diablos se propondrían hacer?

  • Por favor, dejaos de juegos y folladme de una vez -dijo con tono suplicante.

  • Tranquila, ten un poco de paciencia, mujer -Respondió el encargado- Si te portas bien, te prometo que a las ocho Quique te trae y de verdad te follamos todos. De momento no quiero que nos hagas perder el tiempo ni que te desconcentres con tonterías. Así que vamos a ver si podemos hacer algo por contener tus excesos verbales.

Silvia contempló asombrada cómo Héctor extraía una bola del cajón y la llevaba hasta sus labios. Ella no tuvo tiempo de pensar ni de comprender nada, sólo abrió la boca cuanto pudo y cuando Héctor introdujo la bola dentro, intentó abrirla aún más. Él, con una sonrisa malévola, la forzó dentro todo lo que pudo, hasta casi desencajarle la mandíbula, y cuando cuando estuvo satisfecho de su obra, culminó la operación sujetándosela a la cara con un generoso trozo de cinta adhesiva.

  • Así está preciosa ¿verdad? -Dijo Héctor, mirando a sus empleados- Total ¿a quién le importa lo que diga esta zorra? ¡Cuántas veces he deseado hacer esto a una mujer, la de tonterías que vamos a ahorrarnos de escuchar! Acercáos, por favor, y mirad de cerca el juguete que voy a regalaros ¿Os gusta?

A Héctor se le veía pletórico, no cabía duda de que estaba realizando una antigüa fantasía, se divertía humillando a una niña bien, y al mismo tiempo se ganaba la simpatía de sus trabajadores. El primero en acercarse fue Miguel, un tipo alto y regordete, de aspecto desaseado y con camiseta de tirantes.

  • La verdad es que está como un tren -dijo sonriente, mientras deslizaba parsimoniosamente un dedo desde sus labios, pasando por sus pezones y terminando en su coño-. ¡Joder, se muere de gusto con sólo un rozarla! Tampoco es que vayas a arruinarte, es de reconocer que te sale barata; eres buen hombre de negocios, tiene una magnífica relación calidad precio.

Silvia vio cómo emergían de la penumbra los otros dos empleados, en los que apenas se había fijado, exhibiendo evidentes bultos en los pantalones. ¡Pensar que estaba más que dispuesta a follar con aquellos perfectos desconocidos! Ya no sabía qué pensar de sí misma, y casi prefería no pensar nada en absoluto.

Verdaderamente no estaba para juegos, se daba cuenta de que la estaban prostituyendo y eso la calentaba todavía más, casi lloraba de ganas de abrir tanta prometedora bragueta y que pasara lo que tuviera que pasar. La boca le dolía de tenerla tan desmesuradamente abierta, y notaba el chirriar de sus dientes clavándose en la bola de billar. La cinta adhesiva la adhería a su cara con tanta eficacia que sólo podía respirar por la nariz y tuvo que limitarse a mover la cabeza con un signo de asentimiento. Nunca antes había experimentado una sensación de indefensión, de pérdida de control tan intensa; le habían arrebatado hasta su última arma, la palabra, ya ni siquiera las súplicas eran posibles. Allí, sólo hablaban ellos, sólo decidían ellos y eso, unido al porro, a tanta humillación anterior y a las cosas que le decían, le mantenía el calentón permanentemente creciendo.

  • Pero disculpad ¡qué maleducado soy! -Continuó Héctor irónicamente-. ¡Va a trabajar aquí esta noche y todavía no os he presentado! Esta es la señorita Silvia Setién, ninfómana y puta por vocación, y ellos son Miguel, camarero, Gustavo, también camarero, y Darío, argentino y pinchadiscos. Estoy seguro de que tendremos una agradable relación de trabajo. Pero ya es hora de que vayamos entrando en confianza: Mostradle las pollas, chicos, haced que se muera de ganas de disfrutarlas.

Silvia alargó las manos e intentó masturbar a dos de ellos. Quizás, si lograba animarlos lo suficiente, convencerían a los otros para que les permitieran follarla con la urgencia que necesitaba. Ya había abandonado toda idea de resistencia y hasta cualquier temor hacia las consecuencias de sus actos; sólo quería lo que había recibido siempre a cambio de su destrucción: Sexo, y una cadena interminable de orgasmos ¿Por qué ahora, incluso eso pretendían negárselo?

  • No, no, mi pequeña putilla hambrienta -Dijo Héctor, sujetándole las manos-. Las cosas a su debido tiempo. Mejor muéstranos a todos ese coño que quieres que te follemos. Quiero verlo bien abierto, me gusta saber lo que compro.

No se lo pensó, ya daba lo mismo todo y el camino más directo hacia el orgasmo era sin duda la obediencia. Se abrió completamente de piernas y se apartó los labios vaginales con ambas manos, todo cuanto pudo. El culo le dolía de los golpes recibidos, y la boca, y los orificios de todos los anillos. Vio como Pablo, Quique y Jorge se acercaban; ellos eran los de las cámaras fotográficas y sin duda no querían perderse ese primer plano, ella abierta de patas, sobre el lateral de la mesa, introduciendo dos dedos en los aritos de sus labios, separándolos, ofreciendo a todos la vista despejada del túnel de su vagina. Eso mereció varias instántaneas y varios fogonazos de flash la deslumbraron. Naturalmente no aguantó, en unos segundos dejó de posar y se introdujo cuatro dedos de una mano en la vagina, mientras se masajeaba ferozmente el clítoris con la otra. Era verdad que no podía más, que le daban calambres en el vientre de tanto aguantar, que necesitaba desesperadamente su orgasmo.

  • Fuera esas manos, zorrita -dijo Héctor con tono entre jocoso y autoritario-. Te dije que nos enseñaras el coño, en ningún momento te di permiso para pajearte. Tranquilízate que ya queda poco. Ahora, mejor te tumbas, así atravesada sobre la mesa, y veremos qué podemos hacer por ayudarte.

Silvia se dejó caer de espaldas nada más oír la orden y la cabeza le quedó colgando, caída por un lateral. Pareció como si se hubiera abierto la veda; varias manos empezaron a tocarla por todo el cuerpo, primero las tetas, que recibieron desde pellizcos hasta bofetones, sin excluir algún mordisco; después el coño en el que le introdujeron dedos de no sabía qué propietarios. Y junto a su cara, aparecieron dos penes que deseó chupar con toda el alma, pero hubo de conformarse con la ristra de golpes que con ellos quisieron darle un poco por todas partes, en los ojos, en la frente, en los labios, sobre la bola de billar. Repentinamente, un chorro de esperma la golpeó en la mejilla y ni siquiera le fue posible degustarlo. Se debatía, gruñía bajo la lluvia de caricias, sintiendo como los dedos del coño se movían dentro y fuera salvajemente, y planeando sobre todo oía la voz de Héctor, o la de Quique, diciéndole "No te corras, recuerda que tienes prohibido correrte" Repitiéndoselo cansinamente, una y otra vez. Ya eran varios, quizás todos se le habían corrido encima, sobre su cara, sobre sus tetas, sobre su vientre ¿Qué más querían de ella? ¿Qué más debía hacer para que la dejaran correrse? Y en seguida llegó la respuesta:

  • Bueno, pequeña, es de reconocer que te lo has ganado -dijo, al tiempo que Miguel y Darío la ayudaban a incorporarse-. Ahora sí puedes correrte, ayúdate con esto -añadió ofreciéndole el extremo grueso de un taco de billar.

Ella lo cogió asombrada. Recordó lo que Benito le había aconsejado al entrar, que no juzgara en términos de bueno o malo y que se dejara llevar, y eso fue exactamente lo que hizo. Jorge, Quique y Pablo, la observaban entre divertidos y expectantes, sin más emoción que la curiosidad por ver el resultado del experimento; la fotografiaban sin cesar, mientras ella se introducía lenta y cuidadosamente el mango del taco de billar en su encharcada vagina.

  • ¡Joder! Está roja como un tomate -oyó decir a Benito.

Y sí, era verdad, estaba roja de verguenza, de deseo, sintiendo que era lo más hondo de su intimidad lo que estaba entregando a la implacable voracidad de sus explotadores. No había nada más íntimo, más personal y sagrado para una mujer que el momento de masturbarse, y eso era lo que ellos le exigían, lo que querían ver y fotografiar, para publicarlo luego en Internet y desperdigarlo después a los cuatro vientos. Y ella iba a darlo porque se daba entera, porque la tenían entera y sentía un espasmo de placer con cada centímetro del taco que se introducía, ya debía tener en su interor alrededor de veinte. Gimió, pero sólo emitió un gruñido a través de los orificios de su nariz, al tiempo que sentía dos manos en sus hombros que la hicieron volver a acostarse sobre la mesa.

En esa postura, ya le fue más fácil introducirse el taco hasta el fondo. Cerró los ojos dulcemente y empezó a empujar con ambas manos más y más adentro, girándolo y retorciéndose de gusto sobre la mesa. Los fogonazos de los flashes traspasaban sus párpados cerrados, a la vez que luchaba por gemir, por escupir la bola de su boca y gritar de placer. Sabía que la miraban, oía los comentarios "Qué tía más zorra "Está a punto de explotar" "Esta tarde lo vamos a pasar en grande" y con cada uno de ellos notaba corrientes de placer recorriendo su cuerpo, mientras espasmódicamente metía y sacaba el taco a un ritmo cada vez más salvaje.

Repentinamente, notó que alguien le tocaba la cara, le apretaba la nariz, y sintió que le faltaba el aire, ya que por la boca no le entraba ni una brizna. Abrió los ojos, espantada, para ver la cara sonriente de Quique, muy cerca de la suya.

  • Vamos a ayudar a esta zorra a que termine ¿No os parece? -Y un coro de carcajadas acompañaron su ocurrencia.

Silvia se dio cuenta de que tenía los segundos contados, el tiempo justo para clavarse el taco más allá del fondo, con una presión feroz, como no se atrevería a ejercer el más despiadado de sus amantes; y su cuerpo entero, empapado por el sudor, se arqueó y explotó en un orgasmo eterno, contorsionándose sobre la fría mesa. Gritó hasta el extremo de que la cinta adhesiva cedió y la bola cayó rodando hacia una tronera; sólo oyó un grito agudísimo, antes de caer desmayada. Después negrura, paz, perder la conciencia en el éxtasis y abrir lentamente los ojos para volver a cerrarlos, esperar, permitir que su respiración se recupere, quitarse el trozo de cinta adhesiva de la boca, entrever a Jorge entregando un paquete a Quique.

  • Así es como quiero que me la traigas, aunque nada que objetar si deseas usarlo antes ¿de acuerdo?

  • De acuerdo -Respondió Quique, mientras se acercaba a ella y la obligaba a levatarse tirándole del brazo.

  • ¿Y tú qué tal, puedes andar?

Por un momento, tuvo que apoyarse en la mesa de billar para no caer. Le dolía todo el cuerpo, el culo y la espalda, la boca, las tetas, por las nada cuidadosos caricias recibidas, y el coño, por el escarnio que ella se había infringido a sí misma. Estaba transpirada, mareada y salpicada de esperma, pero sí, las piernas la sostenían y asintió con la cabeza.

  • Pues entonces vamos a casa de una vez, que te conozco y esto no a hecho más que abrirte el apetito, ahora sí que tienes hambre de polla -dijo Quique en voz alta y con tono bromista, mientras le recogía del suelo el guardapolvo y se lo ofrecía.

Ella se lo puso con un gesto de asco.

  • Sí, sí, está un poco guarro -continuó Quique-, pero tú también lo estás y ninguno nos quejamos ¿Cuál es el problema?

Ninguno ¿Qué problema iba a haber si ella ya se sometía a todo? Se miró en uno de los muchos espejos que había por el local y la imagen que vio la dejó espantada. Tenía el maquillaje completamente corrido, el escandaloso colorete que le había puesto Benito, resbalaba en rosados goterones gruesos hasta más abajo de su barbilla, mezclados con esperma; y la suave sombra de ojos que ella misma se pusiera, chorreaba hasta el colorete, cubriendo sus mejillas de rastros verdosos. Sintió ganas de llorar de verse así, pero no lo hizo; se miró a los ojos y encontró en ellos la endurecida mirada de una puta, además de cierta satisfacción, como si su cuerpo agradeciera el trato recibido.

  • Bueno, no te preocupes -dijo Quique, con una sonrisa cínica-, ya sé que tienes la cara que parece un semáforo, pero estás preciosa, estás como queremos que estés y más nos gusta verte. Lamento si ha sido todo un poco duro, pero llegaste con los humos muy subidos y necesitabas una lección de humildad.

  • Gracias por habérmela dado -Contestó Silvia, con los ojos bajos y sin estar demasiado segura de no ser sincera- Lo único que consigo con rebelarme es retrasar mi propio placer. Tenéis razón, lo confieso, soy vuestra puta.

  • No te preocupes -replicó Quique, de buen humor-, no me enfado. Además, es un placer castigarte; tu resistencia suele resultarme incluso divertida. Bueno, Pablo, pues vámonos, ya nos hemos ganado un poco de diversión. Y a vosotros, lo dicho, a las ocho os la traigo. Y tú, Benito, por favor ¿me dejas las llaves de su coche? Me gusta usar todo lo suyo.

Benito no se hizo de rogar y le entregó el llavero. Ya tenía previsto que Jorge lo llevara a casa. Héctor y sus empleados fueron volviendo a sus quehaceres. En el suelo quedaba el humedecido taco de billar y todo en el ambiente mostraba que la sesión había terminado. Nada más Quique, acercándose a Silvia con mirada maliciosa, le arrancó uno de los dos únicos botones con que se cerraba el guardapolvos, y guiñándole un ojo a la concurrencia les dijo: "Así el camino será más emocionante".

Estimados lectores:

Lamento haber tardado tanto en publicar, pero tengo muy poco tiempo libre y éste es un capítulo muy largo. No he querido dividirlo en partes porque hubiera supuesto dejaros con la miel en los labios como ya ha sucedido en alguna ocasión. Gracias por vuestra paciencia y espero que lo disfrutéis. Sigo igual de interesado que siempre en vuestros mails y comentarios, me animan a seguir y los contestaré siempre que pueda.

Un saludo afectuoso a todos.