Moldeando a Silvia (21)

Joven empresaria es convertida mediante el chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

Quique, se lo estaba pasando en grande. En realidad, la noche estaba discurriendo por unos cauces que distaban mucho de sus previsiones; para empezar, apenas se había mencionado a Silvia y por ninguna parte aparecían signos de que fuera a producirse la dura negociación que tanto le había preocupado. Aparte de eso, el clima era distendido y tanto Alberto como Jorge y el resto del grupo, los habían tratado a Pablo y a él con una cordialidad que no era la que se le dedicaría a unos competidores; aunque no se atrevía a ilusionarse con esa hipótesis, daba casi la sensación de que fueran a respaldarlos.

A pesar de todo seguía estando tenso, aunque no por los motivos previstos, sino por la "sorpresa" que Alberto le había apuntado y por no saber qué pintaba Silvia en todo aquello; no se le antojaba que fueran a ponerla demasiado en evidencia, había delante demasiada gente del club. Naturalmente, contempló el final del estriptease y hasta vio salir al presentador, vestido con el habitual smoking, sin observar que sucediera nada fuera de lo normal. La introducción al número fue bastante breve, nada más se limitó a decir que la Sala de Fiestas Siroco se complacía en presentarles a Gilda, salida del celuloide y la máquina del tiempo, para satisfacer todos los sueños, las expectativas, que en su día la Hayworth no satisfizo. Concluida la introducción, se bajó del escenario y un cañón de luz dirigió su círculo hacia la entrada a la pasarela, y pasaron varios segundos sin que nadie apareciera por ella. En un principio, el público entero quedó en silencio, pero poco a poco la gente empezó a mirarse sorprendida, y hasta fueron brotando algunos cuchicheos.

Estaba dándole un trago al güisqui cuando vio salir a Silvia de espaldas, tambaleándose, y casi apunto de caerse de culo. La sorpresa fue tan grande que se tragó un cubito de hielo y le vino un golpe de tos. Tuvo que soltar el vaso precipitadamente sobre la mesa. ¡Silvia iba a actuar en el Siroco, a hacer un striptease! ¿Qué poder no debían tener sobre ella para lograr obligarla a algo así? En el acto, y sin pedir su consentimiento, su polla empezó a presionar contra la tela de los vaqueros.

A los pocos segundos, ella recuperó la estabilidad, se dio la vuelta y avanzó hacia el escenario con paso vacilante. Quique miró a su alrededor. Varias mesas a su derecha había una ocupada por gente del club; eran varios miembros de la Junta, hablaban por lo bajo, pero sus caras no mostraban los signos de sorpresa que exhibirían de haberla reconocido. Probablemente, habían ido a tomar una copa y miraban el espectáculo sin demasiado interés; las mayoría de ellos pasaban de largo los cincuenta años. A pesar de su pequeñez, la máscara de Silvia parecía estar ocultando su identidad con absoluto éxito.

Tan pronto llegó al escenario, la banda sonora de la película se dejó oír en los altavoces y se puso a seguir el playback, a contonearse con una procacidad que no tenía nada que envidiar a la Gilda cinematográfica. A Quique le surgió la duda de hasta dónde sería capaz de llegar, pero la precisión de sus movimientos evidenciaban muchas horas de ensayo e, increíblemente, se le antojó que iría mucho más allá del final, que sus deseos serían colmados con creces. Paso a paso, el itinerario se fue cumpliendo escrupulosamente, primero un guante, después el otro, ambos cayeron en mesas al azar y un bosque de manos se los disputaron entre empujones y carcajadas.

El ambiente, que la chica anterior ya había caldeado, se había vuelto tórrido y no había en la sala quien no estuviera pendiente del movimiento de sus caderas o de la abertura lateral de su vestido. Y es que no podía ser de otra manera, ver salir esa pierna fuera de la falda era algo casi celestial, estaba tan atrozmente buena que ni la misma actriz podía comparársele; de hecho, tenía las tetas incluso algo más grandes que la Gilda del celuloide. Si se detenía a pensarlo, todo lo que estaba sucediendo era previsible; por los motivos que fuera, Sagasta parecía tener sobre Silvia un poder casi absoluto, y además era hombre de gustos refinados; puesto a obligarla a algo, no iba a tratarse del numerito al uso en un night club de segunda, al menos al principio. Era previsible, sí, pero a pesar de ello apenas dio crédito a sus ojos cuando Silvia se quitó la gargantilla y esta vino a caer dando vueltas justo sobre su mesa, cuando movió los labios, acompañando al playback y los altavoces emitieron con tono pícaro: " Se me dan fatal las cremalleras, pero si alguien me ayuda... "

Pablo saltó como impulsado por un resorte y ni siquiera dándole un codazo en las costillas logró frenarlo. Se lanzó hacia el escenario más que dispuesto a prestarle a la improvisada striper cuanta ayuda necesitara en desnudarse. Hizo falta que el mismo Alberto lo sujetara del brazo y que le dijera que no debía preocuparse, que no le iban a faltar ocasiones de despelotar a Silvia, que dejara que otros menos afortunados disfrutaran del aperitivo.

Pablo, pareció recuperar el juicio y volvió a sentarse. En realidad, no era su estilo el arrogarse el protagonismo de subir a un escenario para desnudar a una vulgar chica de alterne, no sería bueno para su imagen; mejor disfrutar del espectáculo y dejar que otros se pusieran en evidencia. De hecho, no eran menos de veinte ardorosos voluntarios los que en ese momento avanzaban hacia ella.

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Silvia recuperó el sentido en mitad de la ovación, parecía que la sala fuera a venirse abajo. Había estado demasiado metida en su papel como para darse cuenta de nada, aunque no comprendiera cómo, debía haberlo hecho bien. Recordaba haber caminado nerviosamente por la pasarela tras el empujón de Benito, haber visto entre el público a don José Guzmán, el presidente del club de hípica y amigo de su padre; había estado a punto de caerse en ese instante. Pero no, logró recuperar el equilibrio. Pensó que lo mejor era no llamar más la atención y plegarse a lo que se esperaba de ella. Aunque sin ninguna elegancia, consiguió llegar al escenario. Una vez allí todo fue más fácil de lo esperado, se desentendió de la cantidad de gente que la miraba y fue como si entrara en trance, se olvidó del mareo, de la excitación, y su cuerpo ejecutó los gestos aprendidos casi tan automáticamente como si estuvieran impresos en sus genes.

Ahora era distinto, ahora los altavoces habían enmudecido y ya no tenía un guión por el que regirse. El cañón de luz que la enfocaba disminuyó su intensidad y miró furtivamente hacia la salida, casi albergó la ilusión de que todo hubiera acabado, de que fueran a dejarla marcharse, pero enseguida comprobó que no había ningún motivo para la esperanza. Otras luces de ambiente, de color amarillento, fueron cobrando fuerza e iluminando al público. Quiso morirse. El local estaba lleno a reventar, en primera fila estaban Jorge, Alberto, Pedro, y todos los monitores, acompañados por Pablo y Quique. Se les veía muy animados ¿Qué estarían tramando? ¿A qué clase de acuerdo habrían llegado? Pero eso no era lo peor, lo peor era la cantidad de hombres que desde todas partes avanzaban hacia ella.

El escenario era circular y estaba ligeramente hundido por el centro, formando hacia el exterior una pequeña pendiente. Nadie tuvo que explicarle que era así para que las stripers no se desorientaran con los focos, para que supieran siempre a qué distancia se hallaban del borde. La vergüenza había vuelto a azotarla con toda su fiereza, pero se resistía a echarse a llorar, salir corriendo y dar el espectáculo aún más de lo que ya lo estaba dando. Dios, tenían que haber pasado muy pocos segundos, pero eran eternos. Empezó a sonar una pieza de Jazz y casi se sintió ridícula allí quieta, esperando lo inevitable. Casi sin notarlo, inconscientemente, se puso a mover las caderas al compás de la música.

Los hombres seguían acercándose y ya algunos subían la escalinata, odió a uno de ellos nada más distinguirlo bajo las luces amarillas. Era un tipo alto, corpulento y de más de cuarenta años, vestía de smoking y caminaba en su dirección con una media sonrisa entre cínica y displicente. Y el otro que venía tras él le resultaba conocido ¿dónde lo había visto? Ese tío la conocía, pero... ¿Quién era? Sin dejar de contonearse, su mente empezó a barajar nombres y caras sin darse tregua... Santo Dios ¡Era Luís Bermúdez, el asesor laboral de Publicidad Setién! Sin poder evitarlo, se le vino a la memoria la mañana en que lo conoció, allí en su despacho, y del modo en que Jorge y Alberto la pusieron a posta en evidencia. ¡No podía soportar que él también fuera a enterarse! Ser desnudada en público por individuos anónimos era malo, pero serlo por alguien que la conocía era infinitamente peor. Casi creyó desmayarse, pero no tuvo tiempo para ello. El tipo corpulento la agarró por detrás, le metió las manos bajo el vestido y le magreó las tetas a conciencia. Ella siguió contoneándose todavía unos segundos, pero en seguida su espalda se apoyó en el pecho del hombre, y sintió como su cuerpo reaccionaba con inaceptable fogosidad al obsceno toqueteo que estaba recibiendo en los pechos.

Tan pronto fue consciente de su excitación le pareció que hasta el escueto antifaz iba a caérsele de bochorno. Sin darse cuenta, exhaló un gemido y cerró los ojos un instante, cuando volvió a abrirlos encontró ante ellos el gesto seco, despectivo del hombre que había tenido a su espalda y supo que quien ahora le sobaba las tetas no era otro que el condenado Luís Bermúdez. Estaba fuera de sí, se sentía como borracha, no era posible que aquello fuera real, que estuviera sucediendo. El tiarrón de delante la atrajo hacia sí y buscó sus labios. Ella se dejó besar y hasta abrió la boca, permitió con asco el primer choque de lenguas, pero de algún modo fue tan agradable que no se sintió con fuerzas de intentar eludir el segundo. Apenas tuvo ocasión de pensar, no pasó mucho tiempo antes de que ella misma estuviera devolviendo el beso con creces, enviando alienada su propia lengua a explorar la boca del hombre, y casi corriéndose viva. A esas alturas, era ya una marea de manos las que la tocaban, sin que ella pudiera ni siquiera identificar a sus propietarios y estaba demasiado caliente para que el miedo constituyera un obstáculo.

En algún momento, alguien le había quitado la cremallera del vestido y había tirado de él hasta el suelo con falda y todo. Al principio intentó cubrirse, el corpiño era totalmente transparente e hizo intención de taparse los pechos con las manos, pero enseguida desistió, había muchas, muchas, disputándose ya esa tarea. Sobre el bullicio, sobre la gente, escuchó la voz ronca del hombretón dirigiéndose al tío de su espalda:

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Tómala tú, Luís, dale un buen repaso.

La giraron como a una peonza y se encontró de frente con el asesor, con Luís Bermúdez, y fue él quien empezó a besarla con saña, a apretarle las tetas, mientras ella, por el rabillo del ojo, veía como Alberto charlaba con Pablo.

Se corrió. Sin poder evitarlo, se apretó contra Luís hasta sentir su polla contra la entrepierna, pugnando por salir del pantalón. Ya todo daba igual, se restregó contra él y si hubiera sido posible se lo hubiera follado allí mismo. Eran demasiadas manos las que la tocaban como para que pudiera soñar con resistirse, el corpiño había también desaparecido y pronto estuvo rodando de tío en tío con los pechos desnudos. Después, los pantys le fueron arrancados a tirones, alguien cortó un trozo con unas tijeras de bolsillo y a partir de ahí fue cosa hecha. Probablemente todos fueron metiendo dedos bajo la prenda, agrandando el orificio y hasta demorándose en cogerle el culo o aventurar descaradas excursiones hacia su coño. Cada vez que una mano se introducía bajo sus bragas negras la recorría un estremecimiento como si la hubiera atravesado una descarga eléctrica, pero no se pasó de ahí, cuando alguien intentó despojarla de su última prenda volvió a oír la voz del hombre alto:

¾

No, no, apartémonos, las bragas que se las quite ella sola.

Silvia, entre horrorizada y sorprendida, vio como todos se separaban de ella formando un amplio círculo, dejándola a la vista del público y privándola de la cobertura que daban sus cuerpos. Enseguida se le vino a la mente que algo sobre aquel tipo se le estaba escapando, era extraño que le hicieran caso, y hasta había otra cosa más extraña aún: Alguien, en alguna parte, había conectado la megafonía y su frase, su sugerencia de que se quitara las bragas, había sido oída hasta en los rincones más alejados. Bajó los ojos y deseó que se la tragara la tierra, sintió clavadas sobre sí, expectantes, todas las miradas. Obedecer, obedecer, esa era la consigna; sabía que era infinitamente peor no hacerlo, pero se le hacía tan difícil...

¾

Vamos, nena, esas braguitas

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Dijo de nuevo el hombretón apoyando la orden con un gesto cómico, simulando que fuera a bajárselas él mismo. Naturalmente, su voz sonó como un cañonazo por los altavoces.

Silvia, una vez más, se quedó petrificada. Ella no podía hacer eso, la hija de su padre, la propietaria de una empresa como la suya no podía bajarse las bragas allí en medio. Justo entonces vio acercarse a Luís, el asesor, y como le acercaba los labios al oído.

¾

Vamos, señorita Setién, haga lo que se le dice. ¿O desea que pronuncie su nombre en voz alta? Habrá usted notado que aquí se oye todo.

Lo intentó, lo intentó, con todas sus fuerzas; se llevó las manos a los costados y quiso terminar de una vez, tirar hacia abajo, pero lamentablemente cometió un error: Dirigió la vista al público. Su mirada se cruzó con la de don José Guzmán y no fue capaz de seguir, los dedos se le volvieron torpes, se le nubló la vista y otra vez estuvo a punto de desmayarse. ¡Don José la estaba mirando con interés! ¿Sospecharía algo? ¿Se habría dado cuenta del parecido que tenía consigo misma? La posibilidad de que la hubiera reconocido le daba escalofríos ¡Era el presidente del club de hípica y había sido íntimo de su padre! Si se daba cuenta de que era ella las consecuencias serían tremendas y completamente irreversibles. No fue que se resistiera, no; sencillamente le entró tanto miedo que se olvidó de lo que iba a hacer.

¾

No, querida, ahí no, mejor en el borde, lo más cerca posible de nuestros amigos de esta noche

¾

Dijo el hombre alto con autoridad, señalando a la mesa de don José, mientras con la otra mano le daba una sonora palmada en su precioso trasero.

Titubeó. Avanzó hasta el límite del escenario con pasos tímidos. Por mucho que le costara tenía que hacerlo, si no, en cualquier momento el cabrón de Bermúdez pronunciaría su nombre y eso despejaría todas las dudas de quien todavía tuviera alguna. Además, no tenía nada que perder, las bragas eran transparentes, los pelos destacaban con nitidez bajo la gasa, no iba a enseñar nada que ya no se estuviera viendo. Y además había otra cosa: Era casi un bendición que le ordenaran quitárselas sola, estaban completamente empapadas de sudor y otros fluidos, sería bochornoso que encargaran de ello a alguien del público, que alguien notara esa humedad y que pudiera incluso guardárselas en el bolsillo. Dios, estaba ante la mesa de José Guzmán, a escaso medio metro de él. Se estremeció. No había más remedio, sin pensárselo más, introdujo ambos pulgares por las tirillas y empujó las bragas hacia abajo, despacio, hasta la mitad de los muslos. El corazón se le desbocó al hacerlo, enrojeció, y no fue capaz de levantar los ojos del suelo. Era atroz estar allí, enseñando el higo a todos los espectadores, con aquellas melenas inferiores, descuidadas e incultas que le habían crecido. Si al menos hubiera tenido la precaución de depilarse... Sólo había una ventaja: ya no le quedaba ninguna prenda que pudieran quitarle. El estriptease había terminado, era la última humillación y había concluido el suplicio, dentro de pocos segundos estaría vistiéndose, recuperando el aliento en el camerino.

¾

Anda, querida, siéntate en el borde

¾

dijo Luís en voz alta.

Silvia, apenas pudo creer lo que oía ¿Qué se sentara? ¡Pero si ella ya había acabado, si estaba completamente desnuda! A pesar de que las palabras de Luís habían sonado en los altavoces, dio un paso atrás y estuvo a punto de echar a correr, de volverse a la sala de las flores, pero lo que sonó en su oído la detuvo en seco:

¾

¿De veras es necesario, Silvia, que pronuncie tu nombre un poco más alto? ¿De verdad quieres que suene por megafonía?

Dio un respingo. Se le cortó la respiración y casi perdió la conciencia. No, evidentemente ella no podía consentir eso. El antifaz era un disfraz a duras penas suficiente, al menos en apariencia había venido siéndolo. Siempre podía decir que la estriper era la misma modelo que hizo el reportaje para el ron maracagua; mientras tuviera el antifaz en su sitio y su nombre no fuera pronunciado tendría alguna defensa. Pero eso daba lugar a varias preguntas ¿Qué iba a pasar si se tragaba la vergüenza y cedía? ¿Qué iba a pasar estando como estaba bajo el influjo de la pastilla y así de caliente? Y la peor de todas las incertidumbres: Si cedía a eso ¿qué sería lo próximo que iban a ordenarle?

No pudo resistir, después de todo le temblaban tanto las piernas que ni siquiera estaba segura de poder ir a alguna parte. Odiaba su estado, hacer aquello, pero ya había una nueva variable incontrolada: El maldito Luís Bermúdez ¡Que mala suerte que hubiera aparecido allí! No podía permitir que más gente se enterara de lo que estaba pasando, tenía que hacer cualquier cosa por evitarlo, cada persona que se enteraba se convertía en un manantial inagotable de desgracias. Terminó de deshacerse de las bragas y se sentó en el borde, no sabía si del escenario o del abismo.

Cerró los ojos unos segundos e intentó recuperar el control. Sin saber cómo, se le ocurrió la idea salvadora: Nadie la había reconocido aún y ellos, en realidad, no deseaban exhibirla, al menos no todavía; querían ponerla en riesgo, mortificarla, verla temblar de terror, pero aún creían tener mucho partido que sacar a su miedo, no iban a quemar esa baza tan pronto; la amenaza latente era para ellos más valiosa que su ejecución. Siempre la habían apretado poco a poco, de abajo a arriba, como si fuera un tarro de pasta de dientes; no iban a cambiar de proceder a esas alturas.

Bien, la consigna era simular rendirse y, mientras su identidad permaneciera a salvo, estaba perfectamente capacitada para hacerlo. Se sintió contenta de sí misma; en el aspecto sexual, podía estar tan caliente como quisiera, pero seguía siendo capaz de mantener la cabeza fría y eso era la mejor de las noticias. Había cambiado, ya no era la misma niña a la que se asusta amenazándola con de denunciarla por plagio; la habían convertido en una ninfómana, eso era cierto, pero también en una mujer más dura e infinitamente más calculadora de lo que nunca antes había sido.

Luís Bermúdez y el grandullón se le sentaron uno a cada lado y se dio cuenta de que había llegado el momento de dar la talla, de demostrarse a sí misma la profundidad de su cambio. Cuando empezaron a toquetearla, calambres de excitación la recorrieron, no tuvo que fingir estremecerse pero, por primera vez, mirando al salón repleto, a la mesa con los directivos del Club, consiguió ponerle barreras a la vergüenza.

No, ni se les había pasado por la cabeza quién era ella. La miraban fijamente, con ese hambre con que los tíos devoran a la que consideran una "tía buena", pero sin la malicia, sin la sorpresa que sentirían de haberla reconocido. Vio claramente que cuanto más se plegara a los deseos los dos hombres, más pronto acabaría todo y se dejó apretujar por ellos. No se privó de responder a sus caricias, se retorció bajo sus manos, entreabrió las piernas y les dejó expedito el camino hacia su sexo. En absoluto le fue indiferente el roce de aquellos dedos por su clítoris, la manera de perderse en su vello púbico, pero acepto con indiferencia el placer que le provocaban; aceptó incluso que don José Guzmán acabara por atender las reiteradas invitaciones de aquellos dos degenerados, que respondiera a sus gestos de complicidad, a sus continuados guiños, alargando él también la mano e introduciéndole dos dedos en el coño. Sintió como nuevos flujos se añadían a los anteriores, como sus propios jugos le empapaban la entrepierna y hasta supo que humedecían también la mano que la masturbaba.

Le dio igual; lo importante era salir de allí, no permanecer sobre el escenario ni un minuto más de lo imprescindible, y ella sabía la manera de conseguirlo. Se corrió, o más bien fingió correrse, aunque el orgasmo fue real. Sencillamente se limitó a permitir que sucediera; echó la cabeza hacia atrás y se dejó atravesar por el placer. Escuchó sus propios gemidos sonando por la megafonía, se retorció bajo la luz de los focos y cuando volvió a bajar la vista, se encontró con la calva perlada de sudor de don José. Era un señor mayor, conocido y respetable, el tipo de persona que se podía meter en un lío enorme por ser visto en esas actitudes, haciendo esa clase de cosas. Por un momento casi sintió lástima por los hombres, por esa manera tan animal e incontrolable en que vivían el sexo. Eran animales, sólo animales, y ni siquiera tenían la belleza de lo natural, la limpieza de lo salvaje. La vieja Silvia, la que disfrutaba de libertad de acción, habría hecho de aquellos dignísimos señores lo que hubiera querido, caso de que hubiera querido algo.

Ahora sí había terminado. Bermúdez y el gigantón se apartaron de ella. Ya tenían lo que querían, la habían obligado a humillarse todo cuanto allí era posible. Se puso en pie y salió disparada hacia la sala de las flores.

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Pedro se llevó casi toda la actuación como fuera del mundo, como observando desde arriba el asombroso discurrir de los acontecimientos. En algunas ocasiones, el contoneo de Silvia, sus piernas, alguna imagen de arrebatadora belleza lo arrastraban a la tierra, le disparaba punzadas de deseo por el cuerpo. Pero enseguida volvía los ojos hacia la realidad, hacia sus compañeros de mesa y estudiaba sus reacciones.

Todos se estaban divirtiendo, todos. Jorge estaba pletórico, Alberto sonreía con superioridad, y Quique... Quique temblaba de nervios, con las piernas entreabiertas para que el pene no le rozara con los muslos. Se dio cuenta de lo imposible que iba a serle encontrar allí alguna ayuda. Sin excepción, todos los trabajadores de Silvia la miraban con cara de querer machacarla. Y Alberto... Respecto a Alberto, aunque le había captado un par de gestos de preocupación, no debía hacerse ilusiones: con muchísima suerte, se prestaría a aliviar algunos ataques, a suavizar los golpes por un tiempo, pero nada más se podría esperar de él. Si alguna vez intentaba liberar a Silvia, soltarla del todo, no cabía duda de que se alinearía junto a Jorge. Sólo había un final que ellos concibieran: la absoluta destrucción de la muchacha. Y si lo pensaba bien... ¿Por qué tenía él que empeñarse en evitarlo? ¿Era una buena persona? ¿Le debía algo?

¿Por qué no elegir el camino de todos sus compañeros, limitarse a follársela y punto? No podía negar que era tentadora, excitante, la posibilidad de escapar a la lógica cotidiana, hacia lo extraño, y contemplarla rodar por la pendiente. El estado de su polla era la demostración palpable de que aquello le gustaba, pero de algún modo sabía que no iba a hacerlo, se daba cuenta de que no paraba de buscar argumentos que justificaran lo contrario. Después de todo, sumarse a los otros no le ofrecía más que sexo, algo que de todos modos iba a obtener, y un papel secundario, aburrido en el enredo. Absolutamente ninguna aventura, nada parecido a esa sensación de tener todas las cartas en la mano, de jugar con varias barajas y de saber que el futuro era impredecible, que podían darse finales en los que él saliera muy, muy beneficiado, incluso en aspectos no previstos, incluso económicamente.

Cuando vio a Silvia abandonar el escenario trotando como una gacela, sin conservar sobre el cuerpo más que las medias hechas jirones, se convenció de que los planes de Jorge iban a cumplirse. Por mucho que la lógica cotidiana indicara que esas cosas nunca sucedían, el tórrido ambiente, la noche, el refinamiento de las estrategias aplicadas, habían logrado crear uno de esos orificios en los que todo es posible, por los que lo insólito se abre paso hacia la realidad, y era demasiado tarde para cerrarlo. Silvia sólo podía contar con sus propias fuerzas.

Todo el mundo empezó a levantarse a su alrededor, y él hizo lo mismo. Sonrió al ver cómo Quique se apartaba del grupo y se alejaba hacia el excusado, caminando con las piernas abiertas. Lo miró con indulgencia. El pobre muchacho no estaba preparado para aquello, para la demostración de fuerza que Jorge y Alberto acababan de realizar, para ver a Silvia convertida en una vulgar chica de alterne, corriéndose allí en medio. Era muy comprensible que estuviera a punto de derramarse en los vaqueros. Joder ¿de veras él deseaba fastidiarle la fiesta a tanta gente?

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Cuando notó la mano de Benito en su hombro, no pudo evitar estremecerse, aquello era demasiado horrible.

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Tienes que ir hacia allí

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le indicó el negro, mientras señalaba hacia lo que parecía ser la entrada a un pasillo

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¿Ves la luz roja? Pues esa es la habitación. Date prisa si quieres la ropa, creo que no iban a esperar mucho.

Se quedó petrificada. Bajo el piloto había una puerta cerrada, en la que parecía montar guardia una mujer de mediana edad. ¡La luz estaba al otro lado de la sala, tendría que cruzar directamente entre el público! No podía hacer eso, se tambaleó y dio un paso atrás. Las palabras le brotaron de los labios sin que tuviera ocasión de premeditarlas.

¾

No, no puedo salir sin estar disfrazada

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Susurró

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. Se va a descubrir todo, esta vez estoy segura de que no puedo

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añadió con voz lastimera.

¾

Vamos, mujer, siempre tan negativa

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respondió Benito con tono de broma

¾

. Son treinta metros escasos, vas perfectamente disfrazada de camarera, serás una entre tantas, nadie reparará en tu existencia.

Silvia escuchó, comprendió que lo que decía tenía su lógica, pero aún así era incapaz de dar un solo paso. Para colmo de males, Benito la había obligado a quitarse el antifaz, no casaba con el uniforme de camarera que había elegido para ella. Ni siquiera intentó resistirse, el antifaz la relacionaba directamente con el anterior striptease. El uniforme... Después de mirar a la sala repleta de gente, a la chica que en ese momento se desnudaba en el escenario, bajó los ojos hacia sí misma. Aquellas medias rojas hasta la mitad de los muslos, las mínimas braguitas que constituían todo su vestuario, la hacían parecer íntegramente una puta y eran mucho peor que ir desnuda. Bastaba con una mirada, con un dedo que la señalara y un comentario, para que quedara expuesta y sin defensa posible. Si llegaba a saberse que era ella la del striptease de Gilda, un hilo tiraría de otro y también se acabaría por saber lo de su padre y terminaría en la cárcel, o algo peor.

Comprendió que, a pesar de todo, quizás hasta le convenía salir, pero no logró avanzar un milímetro. Era cierto que era más dura que antes, que su conciencia parecía estar dividiéndose como en dos personalidades, y que una Silvia lúcida era la mejor defensa que M y su ansia de sexo podían encontrar; eso era cierto, pero la división entre sus personalidades era aún demasiado incipiente y la confusión se lo tragaba todo.

–Bueno ¿Sales o no? –Insistió el negro en un tono que empezaba a ser apremiante.

Pero ella no le prestó atención, desvariaba, su mente volaba a mil por hora. Hacía muy pocos minutos que se había sentido casi orgullosa de sí misma, de haber conseguido fingir. Incluso creyó estar ganando confianza, empezando a sentirse segura en el sexo. Controlar el sexo duro, ser capaz de pensar mientras lo practicaba, era indudablemente un gran progreso. Hacía sólo quince días, algo como que Don José la masturbara la habría destruido sin remedio.

Pero ahora, de vuelta junto a la cortina que separaba la sala del área de personal, aquel éxito inicial se había esfumado sin dejar rastro. Al acabar la actuación, cuando creía haber terminado y más felices se las prometía, cayó en la cuenta de que estaba desnuda, y de que no tenía nada que ponerse para el regreso. Benito le dijo que unos clientes la esperaban en un reservado para devolverle el traje de Gilda y ella no había visto otra opción que ir por él, o al menos intentarlo. Cualquier cosa menos bajarse del coche en cueros en la puerta de su casa y que la viera la gente del café Iniesta, además de todo el vecindario. Aparte de eso, tampoco tenía ninguna confianza en que el negro fuera a dejarla cerca, y encima... ¡No llevaba las llaves! Dependía de Benito para entrar. Recuperar algo de ropa se convirtió en su primera prioridad.

Así era como lo había razonado, pero... Una cosa era querer recuperar el traje y otra muy distinta ser capaz de internarse en bragas y sin la protección de una máscara entre el público. Involuntariamente, se acercó a la rendija de la cortina y aventuró una mirada hacia el interior. Las luces eran tenues, una chica, envuelta en una túnica negra estaba actuando, bailaba, se la abría, y aún conservaba puestos sujetador y bragas. El público quedaba en sombras y por más que se esforzó no logró distinguir si seguía habiendo gente del club.

¾

¿Seguro que quieres esperar a que acabe la actuación?

¾

Preguntó Benito

¾

Ahora mismo todo el mundo está pendiente del escenario...

Creía imaginarse lo que le esperaba. Pedro le había dicho que intentara evitar entrar en un reservado, e incluso que iba a tener que follarla, era evidente que iba a encontrarlo dentro junto con Jorge, Alberto y los otros. Y si lo pensaba bien... ¿Era tan dramático tener que volver a follar con ellos? Ya lo había hecho antes y lo había aguantado. Se dio cuenta de que si se trataba de eso, podía manejarlo. Ahora estaba mucho más hecha, incluso llegó a confesarse que casi le apetecía que sucediera. Era sexo repetitivo, con gente que ya la había usado, no suponía un riesgo adicional y la ayudaría a deshacerse del calentón que iba teniendo.

A esas alturas, el efecto de la pastilla era inconfundible. Una suave excitación la invadía, un cosquilleo agradable le recorría el cuerpo y la hacía terriblemente propensa al orgasmo. Era la misma sensación de aquella primera vez en casa de Alberto, la misma sensación de unos minutos antes de que perdiera la memoria. Aunque había alguna diferencia, se conservaba infinitamente más lúcida que entonces; quizás fuera por no estar tan cansada, o por no haber mezclado la pastilla con haschis, pero el hecho era que se sentía distinta.

¾

Hala ¿A qué esperas? Mueve ese culito hacia el reservado y déjate ya de dramas; enfocas las cosas mal, te obsesionas con que esto es vergonzoso y aquello denigrante, y al final acabas por no ser capaz de hacer lo más sencillo; esto, simplemente es tu trabajo, dentro de unos días lo habrás aceptado como lo más normal del mundo.

Pensar en aquello como en un trabajo no la ayudó a ponerse en marcha. Si no era descubierta hoy, lo sería mañana, o pasado, y más pronto que tarde la noticia correría de boca en boca, y ella... de cama en cama. No podía ser, y sin embargo reconocía que era mejor pasar el mal trago cuanto antes, mientras todavía hubiera alguien actuando. Curiosamente no era el reservado lo que le daba miedo, sino aquel salón repleto de sombras, en el que en cualquier sitio podía alzarse el dedo que la identificara, que la señalara para siempre. Lo intentó, creyó incluso que había enviado a sus músculos la orden de moverse, pero se quedó allí plantada, sin poder aceptar que estuviera tan caliente, la incertidumbre, el abismo que eran para ella los próximos días. Por muy hábiles y adecuados que fueran las planes de Pedro... Aquello no podía acabar bien.

¾

Joder, Silvia, me tienes harto. Deja de hacerte la niña mojigata y sal de una vez

¾

Dijo Benito con tono desesperado

¾

¿O es que quieres que vuelva a empujarte? Si salieras dando traspiés, entonces sí que se fijaría en ti la gente.

Sólo había un camino, debía ser fuerte y recorrerlo. Lo que ellos pretendían no era usarla sexualmente, ni tampoco exhibirla ante sus conocidos, lo que pretendían era humillarla, romperla en el plano moral. Y era eso lo que no debía permitirles, aunque a cambio tuviera que darles todo el sexo que quisieran. No habían divulgado quien era ella porque les era divertido el juego de ponerla en riesgo, y no había ningún motivo por el que eso tuviera que cambiar. La nueva amenaza surtió efecto. Silvia recompuso la figura, levantó los hombros e hizo cuanto pudo por que el pelo le cayera sobre la cara. Sólo tenía que llegar hasta la luz.

Intentando simular desenvoltura, salió a la pasarela y enseguida torció a la izquierda para bajar la escalerilla. Dios ¡La mesa que ocupara don José Guzmán estaba vacía! ¿Dónde se habría metido la gente del club? ¿Se habrían marchado? ¿Estaría equivocada, serían ellos quienes la esperaran en el reservado? Se tambaleó, pero el miedo le ayudó a recuperar la corrección. Mucha gente se había ido, en la sala habían quedado huecos vacíos que no existían durante su striptease, el grupo de la empresa, junto con Pablo y Quique, también había desaparecido. Eran sólo veinte metros los que tenía que recorrer, ya estaba abajo, entre las mesas, no tenía por qué pasar nada mientras no llamara la atención.

¾

Oye, chica ¿Nos sirves otra ronda?

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Escuchó que la llamaba un cliente.

Fingió no haber oído y siguió adelante. Casi creyó estar consiguiéndolo; andaba con aparente soltura, nadie notaría que veía a ráfagas, que las luces le danzaban en los ojos, ni que estaba mareada; las consecuencias de la pastilla estaban empezando a hacerse sentir con toda su crudeza. Salvo por el incontrolable hecho de que estaba húmeda, completamente bañada en sudor y otros fluidos, cualquiera la confundiría con una de las muchas chicas que atendían las mesas. Uff, había cubierto sin contratiempos casi la mitad de la distancia, iba a lograrlo, quizás Benito tuviera razón y no fuera para tanto. Casi le extrañaba que lo que menos le preocupara de todo fuera el hecho de estar casi desnuda, rodeada de tanta gente, y que sin embargo temblara como una hoja de papel al pensar en que alguien la reconociera.

Repentinamente, tras rodear a un hombre que se estaba levantando de su asiento, se encontró a sólo dos metros del tipo alto que con tanta crueldad la había tratado en el escenario; a su lado, cómo no, estaba el dichoso Luís Bermúdez. Se detuvo, por un momento pensó en intentar rodearlos, aún a pesar de alargar el trayecto, pero enseguida fue tarde para cualquier cosa. El grandullón se dirigió hacia ella, y con pasmosa seguridad la atrajo hacia sí. Le dio uno de esos besos largos, escandalosos que hacen que la tierra desaparezca, a ella, que apenas sabía dónde pisaba. A pesar del escalofrío, del pánico, aceptó; aceptó los labios que se fundieron a los suyos, las manos que le aprisionaban el culo y exhaló un gemido. La esperaban, tenía que seguir, que llegar cómo fuera al reservado. Con un esfuerzo supremo y los flujos disparados, se apartó de él, lo rodeó, y caminó sonámbula hacia la luz roja.

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Señorita Setién, por favor, espere un momento

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Oyó decir al asesor a su espalda.

Se tambaleó al sentir que se pronunciaba su apellido, pero no se detuvo; eso había servido durante la actuación, pero ahora no había altavoces y de todos modos no hubiera podido detenerse. Sin poder evitarlo, perdió ya todo decoro y sencillamente echó a correr. En unos segundos que se le antojaron siglos, estuvo a la entrada del pasillo de reservados. Desorientada, se precipitó hacia el primero, pero la mujer de mediana edad que montaba guardia se interpuso en su camino.

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Todavía no puede entrar, espere a que se apague el piloto

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dijo con tono impersonal.

Silvia creyó morirse. ¿Esperar? Dios ¿Allí en bragas? ¡Podía vérsela desde el salón! De hecho había varios clientes que la observaban con aspecto divertido. Deseó con toda el alma recuperar su ropa. Si al menos estuviera vestida con lo que fuera, si sus generosos pechos no ofrecieran ese espectáculo de bamboleos, resistiría mucho mejor el peso de tantos ojos. Hasta la propia mujer, una cincuentona gorda, la miraba con lástima. ¿Cómo era posible que la mirara con lástima una vulgar exprostituta? ¿En qué situación estaba para que eso sucediera? Tras ella, charlando tranquilamente, venían el maldito Bermúdez y el hombretón que acababa de besarla. Hizo intención de entrar, pero la mujer la detuvo con una mirada y ella, una vez más, deseó que se la tragara la tierra. Estaban a sólo unos metros y no podía imaginarse qué iba a sucederle.

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