Moldeando a Silvia (20)

Joven empresaria es convertida mediante el chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

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Quería creer que quienes la vieron salir de su casa con el traje de Gilda no la habrían reconocido, o que pensarían que iba hacia un baile de máscaras. Pero su aparición en la calle había atraído demasiada curiosidad... La terraza estaba repleta de gente, los camareros del Hiniesta la habían seguido con la vista murmurando por lo bajo, e incluso había tenido la mala suerte de cruzarse con varios vecinos. Casi pudo sentir el peso de todas las miradas recorriéndola, la manera en que resbalaban desde la duda hacia la burla.

Necesitaba creer que se imaginarían que iba a un baile, pero se daba cuenta de que el exagerado colorete que Benito la había obligado a pintarse, la raja del vestido, muchos centímetros más larga que la del original, y sobre todo el antifaz, atraían la atención hacia ella y delataban la clase de baile al que se dirigía. Lo que más trabajo le costó fue construir su cara, perfilarse los labios, embadurnarse las mejillas en ese rosa chillón de las prostitutas, mientras la comían los nervios y la prisa. Lo del diminuto antifaz tenía el tremendo inconveniente de que allí abajo las probabilidades de ser reconocida eran enormes, casi seguro habían notado que ella era la niña bien del 5 H, la misma que trataba a patadas a todo el mundo. Su único consuelo era que al menos había sabido comportarse. No se había permitido ni el más leve estremecimiento, ni siquiera enrojecer; con la vista en el infinito y el Negro tras ella caminó hacia el coche, logrando que sus actitudes no la pusieran aún más en evidencia.

Cuando por fin cerró la puerta tras sí, se recostó en el asiento y Benito, despreocupadamente, le dijo mientras ponía en marcha el motor:

–¿Ves como no era para tanto? Aunque sea un poco llamativo, te elegí un traje muy decente.

Fingió no escucharlo. Salieran las cosas como salieran iba a limitarse a obedecer al pie de la letra y trataría de minimizar cualquier diálogo. En ellos llevaba siempre las de perder y lejos de paliar los daños sólo conseguía cosechar nuevas humillaciones. En realidad, casi se sentía orgullosa de sí misma; a pesar de los malos tragos había tenido que soportar, al menos de momento lograba mantener la lucidez. Como poco, aún le quedaban quince o veinte minutos de conservar pleno control de sus actos. Lo peor era que antes de salir le había obligado a tomarse una pastilla y sabía de cierto que en un momento u otro su efecto iba a empezar a hacerse sentir.

Nada más abandonar el aparcamiento, se preguntó qué utilidad tendría el esfuerzo de autocontrol que realizaba. No sabía adónde la estaba llevando el afrocubano, ni en qué dilemas iban a colocarla la inminente catarata de órdenes, ni siquiera podía estar segura de cuál era la sustancia que acababa de ingerir. Por un momento, la venció el sentimentalismo. Miró los edificios, las luces en las ventanas y empezó a despedirse de las calles conocidas, esas calles que ya nunca volverían a ser las mismas porque no existía la mujer que las recorriera. Se alejaba de casa, se alejaba de sí misma, poco a poco la iban despojando de cuanto conservaba de la mujer que había sido. El tráfico estaba fluido y Benito conducía con placer, se alejaba inexorablemente del centro.

A pesar de que sentía las incertidumbres aflorarle a los labios, no iba a preguntarle nada, no iba a darle ese gusto. La pastilla seguramente era la misma que Jorge le diera en la primera encerrona, y el lugar en que la harían actuar estaba a unos minutos de conocerlo, se podía ahorrar la saliva. Aquello no era una broma, más que nunca estaba luchando por su vida y, aunque fuera inhumano exigirse a sí misma semejante fortaleza, debía combatir por cada mínima ventaja que pudiera vislumbrar.

De pronto, se dio cuenta de algo que hizo cambiar la línea de sus pensamientos ¿A dónde diablos iban? Se estaban alejando de todas las zonas de diversión, de los locales nocturnos que conocía ¿a dónde la llevaba? Benito debió notar su inquietud pues su voz volvió a dejarse oír:

¾

Bueno, vamos a pasar mucho tiempo juntos, conviene que nos vayamos conociendo. Hay algo que quiero que sepas: En principio, no disfruto haciéndote sufrir, pero no te alegres; he dejado en Cuba a mucha gente a la quiero traer a España y va a ser tu trabajo el que pague los pasajes. Verás que no te haré daño por gusto, y que hasta te protegeré en las situaciones difíciles, pero estoy más interesado que nadie en que folles a mansalva y no seré yo el que vaya a ahorrarte un polvo. Vas lista si esperas de mí esa clase de protección. No es necesario que me valores ahora, ya lo harás cuando te haya sacado de un par de líos.

Sintió deseos de arañarlo, morderlo, de arrancarle la piel a tiras, a pesar de que estuviera conduciendo a ciento veinte kilómetros por hora. Lo había hecho, sabía que podía hacerlo, pero... ¿cómo se había atrevido ese negro cabrón, ese emigrante de mierda a decirle algo así? Había asumido su papel de chulo con una celeridad que ella no podía ni quería emular. Contó hasta cincuenta, respiró y exhaló suavemente el aire. No lo miró.

Todo el mundo parecía tener planes para ella y Benito no era una excepción. Ya iba teniendo cierta experiencia en follar con o para ellos; le era indiferente adonde fuera a ir a parar el dinero, era el hecho de cobrar lo que le resultaba inconcebible. Después de todo, parecía ir muy en serio lo de que iban a prostituirla. Aparte de la actuación, había otras cosas que le habían dicho, otras amenazas pendientes que no se atrevía a plantearse y era mejor no intentar afrontar aún; eran la guerra de otro día y debía permanecer atenta a lo que se le venía encima.

Lo de la pastilla la obsesionaba. Se agitaba nerviosamente buscando efectos, reacciones dentro de sí misma. ¿Sería realmente lo mismo que le dieron la primera vez en casa de Alberto? ¿Qué era? ¿un tranquilizante, un afrodisiaco, un antidepresivo? No saberlo la hacía dudar de lo que debía esperar de ella. No estaba segura de Pedro, no comprendía sus motivos, pero era su única esperanza. Además, nadie la había traicionado más que ella misma, más que en ella, podía confiar en cualquiera.

De pronto, una vaga sospecha empezó a tomar forma: ¡Estaban siguiendo el mismo camino del club de Hípica! No, no, no podía ser, en cualquier momento se desviaría, mejor ni mencionarlo, no darle ideas que pudieran no habérsele ocurrido. Intentó distraerse, apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla y dejó que su vista se extraviara en la luces de los edificios, que se demorara en el paisaje nocturno. Tenía que tranquilizarse, era mejor vivir el momento, al fin y al cabo estaba en su coche, su flamante BMW, conducido por un negro que muy bien podría ser su chofer; el traje de Gilda era precioso, ella misma podría haberlo elegido, sólo aquella involuntaria excitación la incomodaba un poco, no tenía por qué pasar nada. Pero sí que pasaba, Benito se salió de la autopista y se metió en una carretera comarcal. Se estremeció, el corazón le dio un vuelco. Era demasiada coincidencia ¿Podría ser que la estuviera llevando a...?

¾

¿El Siroco?

¾

Preguntó con un hilo de voz, en contra de su voluntad.

¾

Tranquila, tranquila, no consentiré que te hagan daño

¾

contestó Benito riéndose

¾

, iría en contra del negocio.

Dios ¡El Siroco era una Sala de Fiestas que quedaba a escasos quinientos metros del club de Hípica! No podía tratarse de otro sitio, era allí ¡Allí! donde iba a llevarla, donde iba a tener que actuar. Se mareó, abrió la ventanilla y dejó que el aire entrara a raudales en el vehículo, le diera en la cara. Deseó desmayarse, perder la conciencia y que pasara lo que tuviera que pasar. Pero no, lejos de eso lo pezones se le pusieron erectos, los notó apretarse contra el corpiño y cómo se le humedecía la entrepierna. Otra vez su cuerpo, probablemente ayudado por el efecto de la pastilla, traicionaba sus deseos, sus estados de ánimo. ¿Habría gente del club entre el público? ¿La reconocerían a pesar del disfraz? A lo mejor era para asustarla, a lo mejor no iban al Siroco después de todo, y no sólo eso: el antifaz no era su única defensa; nadie que la conociera la imaginaría haciendo un estriptease, nadie, y el peinado era completamente distinto al que solía usar; incluso el traje negro, los guantes, eran impensables en la Silvia de siempre. Lo del temor a ser reconocida era casi una psicosis, probablemente podría pasearse ante su misma hermana sin que se diera cuenta de que era ella. Y sin embargo esas cosas eran tan casuales, bastaría una sola voz para que todos se fijaran, para que todos cayeran en la cuenta de a quién les recordaba aquella chica desnuda. Mejor no pensar en lo que podía suceder, estaba tan confusa...

Embocaron la carretera y se acabó el alumbrado, pronto la entrada del club de hípica se dibujó ante los faros del coche. Aún había algunas luces dentro, tenían que ser alrededor de las once. Pasaron de largo, ya sólo le quedaron quinientos metros de vida. Respiró hondo. Al fin el Siroco, sus luces rojas destacando sobre el cielo estrellado. El aparcamiento estaba lleno, los más golfos de club podían estar allí en plena incursión por lo exótico.

Ella ya conocía el sitio, fue una vez con Luís, el abogado, hacía meses; fue como una reina, altanera, liberal, con su amigo a visitar las cloacas. ¡Qué curioso el mundo de la prostitución, qué curioso! Por un mero automatismo, le señaló a Benito un sitio libre, pero él la ignoró y siguió conduciendo. Enseguida se lo explicó, accederían al local por la entrada de servicio. Pronto el coche se detuvo junto a una puerta que daba a un pasillo iluminado con tubos fluorescentes y ya sólo quedó salir. Ese aparcamiento era bastante pequeño, nada más un cañizo con espacio para quince o veinte vehículos. Hacía una temperatura agradable, a pesar de que el vestido le dejaba los hombros desnudos no fue el frío lo que la hizo estremecerse. El ruido, la música y las risas brotaban de dentro como una cascada y se perdían en la noche. Siguió a Benito a través del pasillo, se cruzaron con varias chicas semidesnudas a las que él saludó con picardía, y después una habitación con las paredes cubiertas de espejos y taquillas adosadas, en la que había dos mujeres vistiéndose.

¾

Esta, querida, es la sala de las flores.

¾

No veo ninguna

¾

dijo ella

¾

mirando nerviosamente en su derredor.

¾

Bueno, es que las flores sois vosotras

¾

respondió el negro

¾

. Escucha, si sigues la galería, desembocas a una pasarela que lleva al escenario, o a una escalinata que desciende hasta el salón del público. Tengo que irme. Sal cuando se encienda el piloto rojo y el presentador te anuncie.

Hubiera querido que se quedara, que la acompañara al menos hasta el momento de la salida, al fin y al cabo aquello era idea suya, había sido él quien la había entrenado. Pero no, él no se sentía responsable de nada, la había hecho preparar el número, pero cómo saliera era exclusivamente asunto suyo. Lo vio irse tranquilo corredor adelante, por el mismo camino que ella, dentro de unos minutos, habría de recorrer. Tenía que exigirse la más absoluta fortaleza. Pedro le había aconsejado que fingiera rendirse, una obediencia ciega. Y tenía razón, para ella, la obediencia era la única forma plausible de rebeldía, el único camino hacia evitar una destrucción total e inmediata.

–La obediencia es rebeldía. La obediencia es rebeldía... –Se repitió varias veces a sí misma, cabizbaja, como si musitara de una oración.

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Pedro torció el gesto. Se había hecho la fútil esperanza de que no conseguirían arrastrar a Silvia hasta allí, pero acababa de verla pasar en su coche, con Benito al volante, y cómo se dirigían hacia los aparcamientos del personal. Afortunadamente, Jorge se había adelantado unos metros y no percibió su mueca de disgusto.

En la entrada principal, pudo distinguir a Alberto, Juan, Raúl, y otros compañeros de trabajo. Quiso alcanzar a Alberto, tenía que encontrar la manera de hablarle, ganarlo como aliado era la única esperanza que Silvia podía tener de sobrevivir; pero lo vio entrar en la Sala y se dio cuenta de que iba a serle imposible llegar hasta él, y más aún convencerlo de que lo apoyara. Alberto era inteligente, frío, no podía haberse dejado atrapar por la el sádico fanatismo de Jorge; desvelarle su papel de espía le haría ganar muchos puntos, pero tampoco iba a ser fácil lograr que se enfrentara a su amigo. Sí, aunque no se explicara la razón, por ahora iba a intentar ayudar a la chica, al menos mientras pudiera hacerlo si asumir demasiados riesgos.

Hasta el momento, los planes de Jorge iban cumpliéndose con una precisión milimétrica y por más vueltas que le daba no se le ocurría ninguna manera de obstruirlos. De repente, vio como se apartaba de su lado y se acercaba a dos muchachos. Intuyó que se trataban de los dos jovenzuelos del club que tanto partido habían sabido sacar de la debilísima situación de Silvia. Enseguida salió de dudas pues Jorge se apresuró a presentarse y presentarlos.

Un par de minutos después pasaron al interior. Alberto y los otros habían ya ocupado dos mesas en primera fila y Quique miraba hacia todas partes, entre esperanzado y expectante, como si le costara decidir qué mujer apetecía mirar. Tampoco de él le cabía esperar ninguna ayuda, estaba en el principio del camino y era evidente que anhelaba explorar los límites de su recién hallado juguete de carne.

El escenario estaba situado en el centro, elevado alrededor de medio metro sobre el nivel del suelo y el público lo rodeaba. Hombres solos, o a veces acompañados por chicas de alterne, se apoltronaban en los sofás sin quitar ojo a la muchacha que en ese momento hacía el striptease.

Quique, consiguió reprimir el deseo de mirarla, se jugaba demasiado y no era momento de distraerse con cosas superfluas. Echó un vistazo general al amplio salón y encontró caras que le resultaron conocidas, miembros del club, algunos de ellos muy respetados, que estaba allí tomando la penúltima copa. Un enjambre de camareras, escuetamente vestidas con braguitas y medias rojas, se escurría entre el bullicio y servía las bebidas. Enseguida, hubo dos mesas que le saltaron a la vista, situadas en primera fila; en ellas había un grupo de alrededor de diez hombres, entre los cuales distinguió a Alberto Sagasta, y hasta al Negro que brevemente lo interrumpiera en casa de Silvia. Naturalmente, no le pasó desapercibido que cualquier cosa que fuera a pasar, estaba mucho más organizada y prevista de lo que había imaginado.

Sagasta, se levantó en cuanto los vio acercarse, susurró algo en el oído del Negro, que se marchó hacia una salida lateral, y en el acto se acercó a saludarlos.

¾

Sentaos con nosotros, por favor

¾

les dijo mientras dispensaba apretones de manos

¾

. Os preguntaréis por qué estamos aquí, pero dado que la sorpresa es agradable, permitidme que no la desvele hasta su debido momento. Después de todo, no es este un sitio aburrido en el que esperar ¿verdad?

¡Y tanto que no lo era! Quique empezó a sentirse cada vez más confiado. Tomó asiento junto a Alberto y hasta se dejó servir un güisqui por una de las hermosas camareras en topless. Si hubiera soñado con todo aquello, si se tratara de una fantasía, no se habría atrevido a ser tan optimista. Jorge, al entrar, les había dicho que estaban invitados a todo lo que apetecieran consumir, pagaba la señorita Setién. Aparte del morbo que tenía estar allí, tomarse unas copas a la salud de Silvia, tan generoso detalle era para él todo un descanso desde el punto de vista económico. Al parecer, sólo tenía que sentarse y disfrutar, la noche no podía empezar mejor. Era obvio que cualquier negociación quedaba pospuesta para más adelante; la cordialidad con que le habían acogido invitaba a pensar que no le iba a costar demasiado trabajo alcanzar un acuerdo razonable.

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¨

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Al final no había conseguido resistir la presión, la espera, y había avanzado por el pasillo hasta una cortina por la que se filtraba el estruendo de la Sala. Hizo un esfuerzo desesperado por serenarse, pero fue del todo incapaz. Una cosa era saber que debía obedecer, tenerlo absolutamente decidido, y otra llevarlo a la práctica, estar allí, dispuesta a dejarse desnudar por el público. Además ¿Y la segunda parte de los consejos de Pedro? Lo de evitar entrar a un reservado, o retrasar la salida ¿no era una invitación directa a la desobediencia? Si el mensaje de su informador era tan confuso ¿cómo no iba a estar ella confusa?

Templando de miedo, cedió a la tentación de echar un vistazo, de reconocer el camino que en cualquier momento habría de seguir. Aventuró una mirada hacia el interior y lo que vio la dejó paralizada: Una larga pasarela, con luces laterales, se extendía hacia el escenario; sobre él, justo en ese momento, una chica estaba actuando. Varios focos rosados, dirigidos directamente a ella iluminaban su cuerpo y se hallaba completamente desnuda. Apartó la vista y tuvo que apoyarse en la pared para no caerse. La chica rodaba por el suelo, a sólo medio metro de la primera fila y adoptaba las posturas más procaces. No se atrevía a imaginar que a ella pretendieran obligarla a hacer algo así. Siguiendo un impulso, se asomó de nuevo a la rendija y ya no fue capaz de volver a apartar la vista. ¡La chica se estaba masturbando! Se introducía frenéticamente un consolador rojo y se derrumbaba sobre él en cuclillas, completamente abierta de piernas.

En realidad, no había motivo para sorprenderse, era la clase de actuación que allí solía haber, era sólo que nunca la había visto desde tan cerca, desde ese ángulo, cuando estaba a punto de entrar a actuar ella misma. De pronto, una mano surgió de las sombras, atravesó la hilera de luces y empezó a acariciar a la muchacha la cara interior de los muslos. Ella no se apartó, lejos de eso se acercó y permitió que unos dedos anónimos, pertenecientes a alguien del público, sobaran su clítoris con movimientos circulares; después, la misma mano agarró el consolador y se ocupó en empujarlo dentro y fuera enérgicamente. Quizás la chica, que tenía completamente rasurado el sexo y no debía pasar de los veinticuatro años, en un principio hubiera estado fingiendo, pero ya pudo permitirse dejar de interpretar; jadeó y se corrió largamente, humedeciendo con sus flujos los dedos del hombre.

Silvia se apartó y apoyó de nuevo la espalda contra la pared. Para su sorpresa, cayó en la cuenta de que ella misma se había metido la mano por la raja del vestido y había estado todo el tiempo acariciándose la entrepierna. Dentro de nada iba a tener que salir, así como estaba, y su mente, sin que pudiera evitarlo, no dejaba de aferrarse a subterfugios o a preocupaciones de carácter secundario; increíblemente, se le ocurrió pensar en que no tenía el coño presentable cómo para exhibirlo allí, el vello le había crecido de una manera salvaje desde el día en que Jorge la obligara a afeitarse, y no había tenido tiempo ni ánimos de acercarse por alguna peluquería íntima.

De pronto, la muchacha que había estado actuando pasó ante ella como una exhalación, sujetando un montón de ropa y con aspecto ligeramente avergonzado. Simultáneamente, ella sintió que alguien le tocaba en el hombro y se giró dando un respingo. Se encontró con la enorme sonrisa de Benito a sólo unos centímetros de su cara.

¾

Bueno, querida, pues ya sólo te quedan unos segundos para debutar. Estate tranquila, vas a hacerlo muy bien.

Silvia, se quedó helada, y quizás por la brusquedad de la aparición tuvo un momento de lucidez. Ella no podía hacer eso, no podía salir allí y exponerse ante tantas miradas. Desde su escondrijo, las luces le habían impedido ver el público; no sabía quién habría allí, si habrían socios del club, gente que pudiera reconocerla. Además, se sentía enferma, sin ningún dominio de su cuerpo, mareada, con ganas de orinar, y a la vez terriblemente excitada desde un punto de vista sexual.

¾

No puedo, Negro, no puedo

¾

Se oyó decir a sí misma, al borde de la inconciencia, mientras sonaba a una voz masculina por la megafonía del local

¾

. Quizás dentro de un momento, de veras que me voy a derrumbar. ¡No puedo!

Dios, estaba petrificada y había sido sincera. Eran sólo unos centímetros los que le separaban de la cortina, de la entrada a otro mundo, un único paso era suficiente y sin embargo le era imposible darlo. Le temblaban la piernas y a pesar de que inspiraba sin parar, le parecía que no le llegaba el aire. Quería obedecer, pero los músculos se negaban a moverse; era como si se hallara en el borde de un precipicio.

¾

Vaya, otra vez con los remilgos

¾

contestó Benito con desparpajo

¾

. Parece que vas a necesitar ayuda para iniciar tu carrera artística. Más adelante me lo agradecerás.

El Negro esbozó un gesto cansado y ella temió lo que iba a hacer un segundo antes de que lo hiciera. Le dio un tremendo empujón y sintió cómo la cortina cedía a sus espaldas, como se abría tras ella para después volver a cerrarse, sólida como un muro, como el camino de regreso a su vida pasada. Se halló en plena pasarela caminando hacia atrás y dando traspiés. Miró a su alrededor medio deslumbrada por los focos y sólo acertó a ver las dos o tres primeras filas de mesas, todo el público cuchicheaba, la miraba con curiosidad y asombro. Ya no había remedio, se dio la vuelta y caminó como pudo hacia el escenario. El escueto antifaz y el peinado eran sus únicas defensas, las únicas barreras que la protegían del mundo, su última esperanza.

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