Moldeando a Silvia (15)

Joven empresaria es convertida mediante chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

Eran las diez de la mañana. Era su último día libre y no tenía por qué ir a la empresa, pero el enfado y la histeria la habían llevado hasta allí. No podía ser, era una barbaridad lo que le estaban haciendo, la aparición de Quique; no podía comprender cómo lo habían permitido. Nada más entrar al recinto se llevó la primera sorpresa: Ya no tenía aparcamiento reservado. En la que había sido su plaza ahora figuraba el nombre de Alberto Sagasta, y allí estaba su coche. Golpeó el volante al darse cuenta, salió de nuevo a la calle y se lió a dar vueltas.

Todo estaba ocupado, tuvo que aparcar a más de quinientos metros de su destino. Al bajarse, las incomodidades propias de su situación se le vinieron encima: Era un espectáculo salir a la calle con esa ropa, que además ya estaba sucia. La chaqueta no había manera de cerrársela, los cascabeles tintineaban con estridencia en cuanto se movía rápido, la minifalda era escandalosa, y ella ardía en deseos de quitarse del camino cuanto antes.

Hacía una mañana hermosa, soleada. Echó a andar por la acera lo más deprisa que pudo, pegada a la pared, intentando ignorar el sonido navideño que emitía su cintura. Por fortuna, la calle estaba casi vacía, los hombres estaban en sus trabajos, los jóvenes estudiando, tan sólo algún ama de casa que otra se detenía con su carrito de la compra y le echaba una mirada de asco. La ira se le enroscaba en el estómago y se moría de ganas de abofetear a alguien.

Unos metros más adelante vio un grupo de niños, de entre doce y catorce años, y dudó de si debía seguir. Pero... ¿Qué otra cosa podía hacer? Aminoró el paso e intentó no contonearse

¾

cosa difícil con los zapatos de tacón

¾

para que sonara menos el cascabeleo. Vista al frente e indiferencia, esa fue la consigna. Dio igual. Enseguida oyó que uno de ellos decía: "Mira que tía", y en el acto todos la miraron al unísono. Ella sabía que era peor huir, así que siguió acera adelante, a sabiendas de que tendría que soportar el chaparrón.

¾

Te voy a comer el coño

¾

Dijo uno de los chicos más mayores en voz lo bastante alta para ser oído. Los otros le rieron la gracia.

Silvia, ya había pasado por cosas así otras veces, y recientemente hasta por otras mucho peores, pero a pesar de eso detestaba esas situaciones, sentirse observada como un trozo de carne al que se podía insultar impunemente. En otros casos, había podido al menos usar su dignidad como un arma, responder, pedir ayuda; ahora sabía que era su forma de vestir la que la hacía acreedora a esas atenciones y que no podía aspirar a ninguna comprensión. Miró al frente, aceleró el paso e intentó hacer oídos sordos, pero las cosas fueron más lejos de lo esperado. El chico que hablara primero, uno rubio, pecoso y con cara de golfo, se acercó hacia ella con unos andares muy prepotentes:

¾

Oye, tía, ¿Eres puta?

¾

Preguntó.

Silvia lo miró de reojo sin detenerse. El chico era algo mayor que sus amigos y muy probablemente el jefe de la pandilla. Naturalmente, no contestó. Era cosa de aguantar y seguir camino, pronto se aburrirían. Para su sorpresa, el chaval se puso a su lado y empezó a seguirla a un palmo de distancia.

¾

Oye, que te he preguntado si eres puta ¿Lo eres o follas gratis?

Los amigos se rieron y enseguida se unieron a él. Pronto estuvo rodeada por todo un grupo de adolescentes diciéndole groserías. Apoyado en la masa, el líder se envalentonó aún más:

¾

Mira, si no eres puta seguro que eres una calentorra, vas enseñando el culo.

¾

Por favor, dejadme

¾

dijo Silvia con un rictus de cansancio, y enseguida se dio cuenta de que había cometido un error. Alguien le palpó el trasero y no se atrevió a volverse.

¾

¿Por qué llevas cascabeles?

¾

preguntó otro chaval

¾

¾

Por mil pelas te echo un polvo

¾

dijo otro

¾

. Cobro por adelantado.

Aunque sabía que no debía llorar, a Silvia se le escapó una lágrima. Dios, ya estaba cerca, sólo faltaban unos treinta metros para la entrada al recinto, y muy pocos más para la puerta de entrada. Tenía que resistir. Alguno de los muchachos le pegó un tirón de la falda, que quedó ladeada sobre la cadera y no tuvo más remedio que casi detenerse y colocarla en su sitio; llevaba demasiada poca ropa como para poder consentir que la desplazaran de los sitios estratégicos, eran los únicos que conservaba cubiertos.

¾

Tía ¿De qué color llevas las bragas?

¾

Preguntó otro chico.

Sin saberlo, había puesto el dedo en la llaga. Las bragas, el diminuto tanga amarillo, habían quedado en el bolsillo de la chaqueta de Quique; la minifalda era la única barrera que protegía su intimidad. Rompió a llorar ya sin control, y recorrió el resto del camino contorsionándose ante los constantes toqueteos y tironcitos de los muchachos. Finalmente, cerró tras sí la puerta del edificio de oficinas y respiró hondo. Los chicos quedaron fuera, intimidados por el aspecto de seriedad que daba el lugar. Por suerte, la dependienta no estaba en el mostrador, y Silvia dispuso de unos minutos para arreglarse la ropa todo lo posible y recomponer su imagen. Ella estaba allí por algo: tenía que ver a la raíz de todos los males, tenía que ver a Alberto Sagasta.

Recorrió rauda los pasillos, sin fijarse en si la miraban o no, y encontró a Alberto en su despacho, con los pies encima de la mesa y hablando por teléfono. Más que un despacho aquello parecía una sala de estar, con su dos sofás, el ordenador y el cuidado mobiliario. Se le revolvió el estómago de pensar que tanto aquello como la plaza de aparcamiento de la que acababa de ser despojada, era ella la propietaria. Era la dueña de los medios que habían usado para esclavizarla. Alberto colgó nada más verla.

¾

Chica ¿Cómo tú por aquí?

¾

Preguntó con aparente sorpresa

¾

. Si estás de vacaciones.

¾

No lo entiendo

¾

Gritó ella

¾

¿Por qué demonios me habéis mandado a Quique? Soy una persona, sois muchos, si me andáis regalando a unos y a otros no vais a tocar a nada y me vais a destrozar en tres días. Estáis locos ¿Cómo podéis creer que resistiré si no me dejáis descansar? No hay copias de mí, todos reventáis el original.

¾

Un momento, un momento

¾

respondió Alberto con cara de no entender nada, al tiempo que pulsaba el botón del intercomunicador.

¾

Benito, Juan y Jorge: Venid a mi despacho, nuestra directora ha venido a vernos

¾

dijo a través del aparato.

Silvia permanecía de pie, daba saltitos de rabia ante la mesa de escritorio. Tras ella, entraron los hombres con aire sorprendido y fueron acomodándose por sofás y sillones. Jorge parecía alegre, como si no se esperara el regalo de una visita.

¾

Pues bueno, querida, esta es la Junta Escolar; oiremos atentamente tus quejas ¿Qué ha pasado?

De pronto Silvia se sintió estúpida, allí de pie, rodeada por sus torturadores y tan escasamente vestida como la obligaban a ir. A pesar del sentido del ridículo dio rienda suelta a la ira.

¾

Ha sucedido que habéis mandado a Quique a mi casa con el reportaje del Ron para que me chantajee, ha sucedido que me echó dos polvos, me obligó a masturbarme mientras me fotografiaba, y después me dio por el culo ¿Os parece poco? Eso es lo que ha sucedido

¾

Se quedó callada al darse cuenta de que lo había dicho todo en voz muy alta, llevada por la histeria, sin atender a que podía estar enterándose el resto de la oficina.

¾

Bien, estamos seguros de tu sinceridad

¾

intervino Alberto

¾

, pero si nos cuentas las cosas de una manera tan general probablemente no lleguemos a comprender el problema. A pesar de la dificultad natural ¿no podrías ser mucho más explícita? Piensa que probablemente ya conozcamos la versión de Quique; di la verdad e intenta no omitir nada. Estamos aquí para ayudarte.

Silvia miró a su alrededor y no vio sino caras sonrientes. En el acto, la atenazó el sentido del ridículo y se arrepintió de haber cedido al impulso de ir hasta allí. Se sentía desnuda de cuerpo y mente ante ellos, a pesar de lo cual, ya no le quedaba otro remedio que seguir adelante.

¾

Me tuve que vestir con la ropa que Benito me había dejado preparada

¾

dijo nerviosamente

¾

. Me obligó a salir a la calle sin explicarme a dónde nos dirigíamos. No es necesario deciros que me sentí fatal. Naturalmente fuimos en mi coche y conduje yo. Él fue todo el tiempo indicándome el camino, hasta que me ordenó que aparcara junto a un supermercado.

¾

¿Un supermercado?

¾

Preguntó Juan con incredulidad, como sin comprender que alguien pudiera llevar a un sitio así a una mujer tan guapa, y tan sexualmente disponible.

¾

Sí, a un supermercado

¾

continuó ella

¾

. En un principio pensé que quería exhibirme y de paso comprarse a costa mía unos cuantos caprichos, más tarde salí de mi error. Para mi sorpresa, me hizo coger un carro y fuimos hacia la zona de alimentación. Recuerdo que estaba roja de vergüenza; así vestida, todos los tíos se volvían a mirarme y Quique a veces se retrasaba para que no se cortaran en decirme borderíos; en otras ocasiones me toqueteaba para presumir de hembra. Me sentí como si cualquiera que le apeteciera pudiera darme un tirón del top y empezar a magrearme las tetas. Fue tremendo, pero no sabía que lo peor no había siquiera empezado.

¾

Perdona, querida

¾

interrumpió Jorge con una mirada maligna

¾

¿Por qué la zona de alimentación, qué comprasteis?

¾

En ese momento yo tampoco comprendía el porqué, me limitaba a sentirme destrozada y a ver qué pasaba. Él fue delante, metiendo en el carro todo lo que le daba la gana: Comidas preparadas, fiambres, latas, Champán de marca, güisquis, y no sé qué más. Cuando fui a pagar, me cargaron en la tarjeta cuarenta mil pesetas.

Tuvo que dejar de hablar interrumpida por las carcajadas de la concurrencia.

¾

Joder, qué tío ese Quique

¾

dijo Jorge a Alberto medio atragantado por la risa

¾

. Llevársela de compras y hacerle pagar la cuenta.

Silvia empezó a sentirse mareada. Llevaba demasiado tiempo sin relajarse: la follada de Quique, las compras, ser exhibida como un trofeo, haberse llevado la noche jodiendo, y ahora toda aquella gente mirándola... Era mucho más de lo que podía resistir.

¾

Por favor ¿Puedo sentarme?

¾

Preguntó con voz lastimera.

Alberto estuvo a punto de decir que sí, pero Jorge lo hizo callar con un movimiento de la mano.

¾

No, mejor sigue de pie, así vemos mucho mejor lo buena que estás.

Silvia se sintió mal, pero al menos no se avergonzó por saberse observada y fue capaz de ignorar el coro de risas infantiles que llenó la habitación. No tenía nada que perder, aquellos hombres ya tenían un poder absoluto sobre ella desde hacía días.

¾

Bueno, querida ¿Qué te parece si sigues con la historia?

¾

Intervino Benito aportando seriedad a la concurrencia.

Silvia tragó saliva y se dispuso a continuar.

¾

Quique fue a mi lado todo el tiempo, como un señor, sin molestarse nunca en coger el carro. Naturalmente no paré de preguntarle a dónde nos dirigíamos, pero no quiso contestarme. Tuve que meter sola la compra en el maletero y que ponerme al volante. A pesar de su intención de mantenerme en la ignorancia por sus primeras indicaciones supe que íbamos de vuelta a mi casa.

¾

No me digas que otra vez tenía ganas de follarte ¡Ese tío es incansable!

¾

Exclamó Juan.

¾

No, no se trataba de eso

¾

contestó ella con desgana

¾

. Cuando llegamos, me ordenó que sacara el champán y todos los productos que requerían frigorífico y que los subiera a casa. Él, mientras tanto, me esperó en el coche; en cuanto estuve de vuelta seguimos camino.

¾

Menudo pillo ese Quique ¿Adónde pretendía llevarte ahora?

¾

Preguntó Benito con una sonrisa cómplice.

¾

Al principio yo tampoco lo sabía, pero ahí empezó la verdadera pesadilla. Calle a calle, rotonda a rotonda, mis temores fueron tomando forma: me estaba llevando al club. En algún momento me puse tan nerviosa que no fui capaz de seguir conduciendo, me negué a ir, pero él me amenazó con quejarse a Alberto de mi proceder y no me quedó más remedio que continuar.

Por un instante, se quedó mirando a Alberto, como si esperara que hiciera algo, pero nada dijo y su cara no mostraba sino una leve curiosidad, así que prosiguió con el relato.

¾

Recordé que era el cumpleaños de Pablo. Lo había olvidado porque no pensaba asistir, no tenía ganas de ver a nadie y lo de mi padre explicaba sobradamente mi ausencia. Quería que no llegáramos nunca, pero finalmente lo hicimos. Me vi bajándome del coche en el aparcamiento, y él, echándome el brazo por la cintura, debió decidir que era la ocasión propicia para decírmelo: "Vas a aparecer como mi pareja" . El mundo se me cayó a los pies.

¾

Jodeeer ¡Qué golfo ese amigo tuyo! Creo que me caerá bien cuando lo conozca

¾

Interrumpió Jorge.

¾

Os caerá bien a todos

¾

respondió Silvia, que estaba demasiado enfadada como para ser prudente

¾

, es tan cabrón como cualquiera de vosotros.

Se quedó un momento mirándolos, dudando de si debía proseguir, pero enseguida vio que no se habían sentido insultados; se habían tomado su frase como si fuera el ladrido lastimero de un perro. Los cuatro hombres la miraban expectantes y a ella se le había pasado la ira, en su lugar había reaparecido el miedo, la conciencia de su vulnerabilidad, cierta molesta sensación de que estaba ante un tribunal. No iba a atreverse a mentir a semejantes jueces.

¾

La implicaciones que aquello tenía eran tremendas

¾

continuó, con voz cada vez más baja

¾

. El que yo apareciera como pareja de Quique era destruir mi imagen para siempre, darle credibilidad a la historia de la mamada. ¡Silvia Setién saliendo con ese sapo repugnante! ¡Después de lo que me había hecho! Me entraron ganas de vomitar.

¾

Después de lo que te había hecho y antes de que te hiciera lo que nos estás contando... Pobrecilla, debió ser terrible para una chica tan casta como tú verse arrastrada a eso

¾

Introdujo Jorge con cinismo.

¾

No la interrumpáis si no tenéis ninguna duda; a este ritmo no vamos a terminar nunca

¾

dijo Alberto con tono neutro, sin un ápice de emoción.

Silvia sorbió una lágrima y siguió contando cómo Quique la llevó cogida de la cintura hasta la cafetería del club, habitual epicentro de todos los cotilleos sociales. Allí estaban Rita, Pablo y Luís, el abogado con el que estuvo hablando la dichosa noche de la coronación. Se les quedaron mirando pasmados, debió parecerles increíble ver tanta proximidad entre ellos. Quique se portó como el perfecto cerdo que era, estuvo besuqueándola toda la tarde y ella hacía todo lo posible por tener la fiesta en paz y ocultar el asco; tenía presente que podían sucederle cosas mucho peores que aparecer como la novia de ese espantajo. A pesar de la sorpresa eran gente educada y nadie hizo preguntas; el cumpleaños discurrió con normalidad, se comieron la tarta entre conversaciones banales, aunque ella tenía un nudo en el estómago y apenas pudo tragar su trozo. Hacia el final, Rita se levantó para ir al lavabo y le propuso que la acompañara. Ella aceptó.

Una vez en los aseos, Rita le preguntó cómo era posible lo suyo con Quique, siempre habían creído que se detestaban. Ella le contestó con trivialidades, que se había sentido muy sola tras lo de su padre y que, aunque no estaba enamorada, Quique no era mal chico. Rita sonrió y dijo que eso simplificaba las cosas. Ella creía que iba detrás de Pablo, era mucho mejor que no fueran rivales. Por la cara de tranquilidad que puso, supo que se había tragado el embuste; después de todo no era normal que ella se dejara sobar gratuitamente por nadie. Como no querían ausentarse demasiado tiempo, volvieron a la reunión; ninguna de las dos había orinado.

En cuanto abrieron la puerta de los servicios, se dio cuenta de que algo estaba yendo mal; Quique la esperaba de pie. Dejó pasar a Rita delante mientras miraba la cara del muchacho, en la que se dibujaba una sonrisa paciente. Cuando llegó a su lado, él la abrazó y la besó en los labios, introduciéndole la lengua en la boca. Ella, discretamente, intentó resistirse, pero fue inútil; Quique, le había puesto ambas manos en el culo y la apretaba hacia él con firmeza. La cafetería estaba llena de gente y todo el mundo miraba asombrado. Allí rara vez se veían cosas así. Se quedó sin respiración y se puso roja desde las cejas hasta el tacón del zapato. Un segundo antes de soltarla, el muy cerdo le dijo por lo bajo: "No ha estado bien eso de irte al excusado, esto es el principio de un castigo" . Volvieron a sentarse a la mesa. Los demás habían seguido charlando como si nada sucediera e intentó disimular, empezó a buscar mentalmente la manera de integrarse en la conversación, pero la voz de Quique sonó autoritaria en su oído: "Quiero tus bragas" . Ella titubeó y creyó que la cara le iba a salir ardiendo. Él, sacó el móvil y lo colocó sobre la mesa; acto seguido, acercó los labios hasta su oreja: "Tienes tres minutos para dejar las bragas en el bolsillo de mi chaqueta ¿Es necesario que te lo ordene Alberto Sagasta?"

¾

Joder, joder, joder. Me gusta ese chico

¾

Gritó Jorge, que se había ido exaltando con el relato hasta el punto de no poder contenerse

¾

. Es genial, te llevó al huerto como le dio la gana. Supongo que hiciste lo que te pedía ¿no es así?

¾

Claro que sí, rebelarse es siempre mucho más duro que obedecer

¾

Respondió Silvia con tono compungido

¾

. Miré a mi alrededor, esperé un momento en que nadie mirara y me incorporé un poco en la silla. Con movimientos rápidos me bajé el tanga, y lo dejé semioculto bajo la minúscula falda; después dejé caer el encendedor y deslicé las bragas por mis piernas. A pesar de la mesa, a pesar de todas mis precauciones, si alguien estaba mirando es seguro que se dio cuenta. El que no me llamaran la atención no significa que no fuera vista, en aquel sitio aquello era una barbaridad tan grande que no causarían un escándalo sacándola a la luz de inmediato. Dejé la prenda en su bolsillo y me sentí turbada, el corazón parecía que iba a salírseme del pecho.

¾

¿Te excitaste?

¾

Preguntó Juan con ironía.

¾

Sí, me puse nerviosísima.

¾

No me refería a esa clase de excitación, querida; quiero decir que si te pusiste cachonda.

Mientras Silvia hablaba el ambiente se había ido distendiendo. Los hombres se habían recostado en los asientos, con conspicuos bultos creciendo en sus pantalones que ya alguno empezaba a acariciar sin disimulo. Se palpaba una relajación extraña, placentera y sólo disminuida por la tensión que aportaba el relato. Ella miró a su alrededor y se avergonzó aún más; seguro que había hecho mal en ir, pero ya era incapaz de terminar con aquello, de ocultar la verdad.

¾

No sé

¾

respondió con un hilo de voz, tras pensárselo un momento

¾

. Estaba demasiado desconcertada, enferma como para pensar. Es posible que estuviera mojada.

¾

Bueno, tu placer tampoco es importante; puedes proseguir

¾

Concedió Juan, para asombro e hilaridad de la concurrencia.

Silvia tuvo que esperar a que disminuyeran las carcajadas antes de continuar; estaban empezando a dolerle los pies además del corazón por estar allí, contando esas cosas.

¾

Me sentí fatal, junté las rodillas como si me las hubieran soldado; había gente por todas partes, las mesas estaban llenas, pero nadie tenía por qué notar nada si yo misma no me ponía en evidencia. Miré a mi alrededor y eso me tranquilizó: todo el mundo parecía ir a lo suyo, sin reparar demasiado en nosotros. En esto, Quique volvió a hacer otra de sus gracias: "¿Por qué no nos pedimos una copas y no la tomamos fuera, en la plazuela?" Todos aprobaron la idea. A continuación, me obligó a pedirme un güisqui; según me avisó por lo bajo, iba a hacerme falta anestesia. En unos minutos me vi andando hacia el exterior, con mi cortísima minifalda, sin bragas, y rogando por no tener que agacharme o subir ninguna escalera. Ya estaba atardeciendo y la luz era muy bonita, las sombras se alargaban por el suelo terrizo; pero yo estaba tan nerviosa que tropecé varias veces. Nos sentamos en los bancos de mampostería, charlamos un rato, mientras yo hacía denodados esfuerzos por aparentar normalidad. Me bebí el güisqui en pocos tragos, intentando tranquilizarme y sólo conseguí aumentar mi confusión. El cabrón de Quique, estuvo toqueteándome hasta que consideró oportuno llevar a la práctica la peor de sus ideas y dijo en voz bastante alta: "Bueno, esto es un cumpleaños ¿Qué os parece si nos hacemos una foto?" Di un respingo, pero a la gente le pareció muy buena idea. De hecho, Pablo había venido preparado para esa contingencia y traía su propia cámara. Se alejó para hacernos la foto, pero la placita era pequeña y cuando nos enfocó no cabíamos todos; varios amigos de Rita se habían añadido al grupo. Quique volvió a tener una ida genial: "Vale, algunos nos subimos en el respaldo del banco, los demás se sientan, y así seguro que entramos".

¾

¿Y lo hiciste, te sentaste en el respaldo?

¾

Preguntó Jorge, interesado hasta el extremo de que se había sacado la polla, completamente erecta, y no paraba de acariciársela.

¾

Pues claro que me subí

¾

Respondió Silvia, mirándolo con asco

¾

. Tuve que hacer malabarismos para encaramarme con los tacones sin enseñar el coño, pero conseguí hacerlo. Cifré mis esperanzas en que estaba atardeciendo, había poca luz y posiblemente no se viera nada. A Quique parecía encantarle aquello: exhibirme, manosearme y presumir de mujer delante de sus amigos. Pero las cosas todavía siguieron empeorando; en cuanto estuve arriba se sentó a mi lado y me dijo por lo bajo : "Chica, pareces tensa; relájate y abre lentamente las piernas". Me estremecí. Me debió ver la cara porque a continuación añadió: "Si desobedeces, Sagasta va a hacer que te acuestes con todos los camareros". A esas alturas yo me daba cuenta de que mi comportamiento era extraño, llamativo; el club entero haría cábalas, pero me daba por contenta con que mi desnudez, mi indefensión, no fueran obvias. La gente estaba a mi lado en el respaldo, o bajo mí, sentada en el banco, nadie me veía salvo Pablo que en ese momento ajustaba la cámara; la puerta de la cafetería estaba muy cerca, si alguien entraba o salía se tropezaría con el espectáculo... Mejor acabar lo antes posible. Intenté despegar las rodillas, pero apenas lo logré unos centímetros; una extraña frialdad me trepó por los muslos mientras Quique me miraba con una sonrisa triunfante. "Más, querida, mucho más; un mínimo de cuarenta y cinco grados" Me susurró al oído el muy cerdo.

¾

¿Y no temiste que alguna gota de tus fluidos mojara al de abajo?

¾

Preguntó Juan, con ironía.

¾

Sí, me daba miedo todo

¾

Respondió ella, histérica

¾

. Me daba miedo no saber qué iba a pasar y llegar a saberlo, que me vieran, que a Alberto llegara alguna queja, y, sobre todo, me daba miedo que me estaba acostumbrando a obedecer, que aquello me ponía caliente. ¿Me he expresado con claridad? Caliente, mojada, temblorosa y deseando que me follaran ¿Alguna duda?

No pudo soportarlo más y se derrumbó sobre una silla, ante la mesa de escritorio. Ocultó la cara entre las manos y empezó a llorar.

¾

Caballeros, por favor

¾

dijo Alberto, que se había mantenido aparte del jolgorio y no mostraba sino un vago interés

¾

, se está sincerando con nosotros, no la hagáis llorar o no habrá historia. Se supone que queremos esclarecer los hechos. Y tú, querida, tranquilízate, no son más que bromas, ya sabes que a veces se ponen un poco pesados, pero en el fondo te aprecian. Nadie aquí te tiene lástima, carece de sentido que te entregues a la autocompasión.

Naturalmente Silvia no prestó crédito a sus palabras. Tenía a Alberto un miedo cerval, muy superior al que le producía el resto del grupo. Él había sido el único que en todo momento se había mostrado frío, cerebral, y como bien sabía, era quien había diseñado la estrategia para convertirla en una esclava. Sus frases de aliento eran para ella mucho más aterradoras que cualquier amenaza. Se tragó las lágrimas como pudo y, sin levantarse de su asiento, reanudó su relato.

fedegoes2004@yahoo.es