Moldeando a Silvia (12)

Joven empresaria es convertida mediante chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

VACACIONES

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¡Venga! Vayamos por ella

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Gritó Jorge

¾

Sería estupendo que estuviera aquí mientras charlamos de lo que le vamos a hacer. ¿No podemos obligarla a lo que nos de la gana? Pues arrastrémosla por el fango. Quiero que la folle hasta mi perro.

Habían salido a celebrar el éxito y andaban un poco borrachos metidos en uno de esos Pubs de música suave para gente de mediana edad. Excepto Benito, que se había quedado a acompañar a Silvia, todos los demás se arremolinaban alrededor de dos mesas unidas, bebiendo güisqui y deshaciéndose en risotadas. Una vez más Alberto era el único que mantenía la calma; aquellos excesos de júbilo no eran de su agrado, sobre todo porque aún quedaba mucho, mucho en que pensar.

¾

No digas estupideces, Jorge

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respondió reflexivamente

¾

. Si la trajéramos no se enteraría de nada. Está demasiado hecha polvo por la paliza que acabamos de darle.

A pesar de su alegría, Jorge no pudo menos que asentir; era evidente que había que dejarla descansar, aunque ello también conllevara riesgos.

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Si le damos tiempo se nos escapará, encontrará quien la ayude. Sólo con que se de cuenta de que la cárcel es un mal menor se nos habrá ido. Hay que no dejarla pensar y eso es difícil. Sería mejor reventarla ahora que podemos.

Alberto, naturalmente, ya había calculado esa posibilidad y había decidido que debían esperar. Sencillamente, reventarla de inmediato no era lo que querían.

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Mirad, no podemos dejarla en paz o se revolverá contra nosotros, y tampoco podemos persistir en una política de palizas porque la destruiremos. La presión que ejerzamos ha de ser psicológica y constante; la época de los correctivos físicos ya ha pasado; ahora nos toca acostumbrarla a la obediencia y "cuidarla", si queremos que nos dure el juguete. Ahora es cuando empieza lo más divertido, pero hay que ser sutil e hilar fino.

¾

Perdona, Alberto, ¿quieres decir que vamos a prolongar esto durante semanas, ¿queda algo que merezca la pena hacerle?

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Interpuso Jorge.

¾

Semanas y hasta meses, si nos es posible. Y respecto a lo otro... echa un vistazo a tu alrededor. Pregunta a estos amigos si no hay nada que les apetezca hacer con Silvia

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. Esperó un momento en silencio, mientras miraba a la concurrencia y sólo volvió a hablar cuando estuvo seguro de haber captado la atención de todos.

¾

No sé si os habéis dado cuenta del abanico de posibilidades que se abre ante nosotros, nunca tuvimos tanto poder sobre ella. Podemos hacer favores de carne a los amigos, prostituirla para redondear el sueldo, o incluso llevarla una tarde a casa para que nos limpie el piso. ¿Y a cambio qué hemos de hacer? No abusar

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se respondió a sí mismo

¾

, respetar los horarios, a los compañeros, utilizar a M todo lo que se quiera, pero preservar a la señorita Setién.

Luís era uno de los miembros del clan. Para él lo del despido había sido especialmente humillante, había tenido el dudoso honor de ser el único comercial al que Silvia no quiso conservar en plantilla. Lo peor fue el saber que iba a contratar a otros. Le guardaba un rencor enorme y la venganza de hacía un rato, aún sabrosa, le había resultado en exceso breve. Naturalmente se había bebido las palabras de Alberto con fruición y esperanza.

¾

Somos muchos, muchos a utilizarla. En cuanto la presionemos de una manera continuada se romperá, se volverá loca o se tirará por una ventana; al menos es lo que yo haría

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dijo con gesto preocupado.

¾

¡Hombre, por fin alguien que piensa!

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Exclamó Alberto admirativamente

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. Así será en efecto, por eso insisto en que nos comportemos con una misericordia útil. La presión que ejerzamos ha de ser sobre todo psicológica, hay que endurecerla, que irla curtiendo en el oficio, hay que lograr que no conciba la idea de la rebelión, que acepte nuestras órdenes como meros vaticinios de hechos ineludibles. Si vamos despacio veremos cómo la identidad de M prevalece sobre la de Silvia, será capaz, sin romperse, de cosas que nos sorprendan, y el día menos pensado nos daremos cuenta de que a partir de ella hemos moldeado otra persona.

Alberto, mientras hablaba, observó las caras asombradas de sus compañeros y supo que nunca, ninguno de ellos, iba a discutir su liderazgo. Pero Luís aún tenía una última objeción.

¾

¿Y podemos confiar unos en otros? ¿Cómo sabemos que a nadie le va a dar por destrozar la muñeca antes de que juguemos todos?

¾

Esa es una pregunta difícil

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admitió Alberto, sin quitarle a Jorge la vista de encima

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. Imaginemos que somos copropietarios de una mansión de recreo; naturalmente que podemos prestar la casa a unos amigos para que pasen el fin de semana, pero parece poco razonable que vayamos a regalar una parte de nuestra finca; asimismo, sería bastante insolidario que alguno de nosotros fuera a decidir orinar en el fregadero ¿lo hará alguien? Urge que acordemos horarios y normas de uso; no por preservarla a ella, por protegernos a nosotros mismos de los riesgos de la copropiedad.

Una ola de asentimiento recorrió todas las caras. Incluso Jorge, que empezaba a emerger de entre los vapores del alcohol, esbozó una rápida disculpa. Se había dejado llevar por la euforia del momento; estaba de acuerdo en mantener el fregadero en un estado tan higiénico como fuera posible. Al fin y al cabo todos compartían los mismos intereses. Él pagaría la cuenta del Pub y después una cena adecuada como muestra de buena voluntad; así tendrían tiempo de discutir los detalles y hasta de sortear los turnos. Cuando le tocara, el cuerpo de Silvia lo resarciría de los gastos.

Las luces eran tenues, sólo los pilotos de emergencia brillaban en el estudio. Hacía varios minutos que reinaba el silencio y ella no se había sentido capaz de moverse ni de afrontar la cadena de acontecimientos. La habían dejado allí como un trasto, como un juguete usado. Ya pensaría más adelante, si es que encontraba en algún momento valor para pensar; ahora urgía salir de allí, sería tremendo que la viera alguien en ese estado, los guardias de seguridad permanecían toda la noche en el recinto.

Probó a moverse y el cuerpo le respondió asombrosamente bien; estaba exhausta, dolorida, pero podía hacerlo. Empezó a incorporarse y notó que algo resbalaba desde encima de su cuerpo, eran el consolador y la cinta, intentó agarrarlos antes de que cayeran, se contorsionó con brusquedad y oyó un "pump" extraño. Enseguida el mundo entero pareció desequilibrarse. Se dio cuenta de que se había soltado una de las tres ventosas que sujetaban el cristal a la base de la mesa y que este se inclinaba peligrosamente. Intentó contrarrestar el movimiento sin conseguirlo y el cristal, con ella encima cayó al suelo estallando en mil pedazos. Los pelos se le pusieron de punta. Milagrosamente parecía no haberse cortado pero el estruendo había sido enorme, podía atraer a algún vigilante. Por suerte, conservaba puestos los zapatos de tacón e intentó ponerse en pie deprisa. Un trozo grande de cristal en el que había apoyado la mano empezó a resbalar y estaba a punto de caer de boca sobre las esquirlas cuando se sintió agarrada por el cuello, justo por la correa de la que colgaba la campanilla. Aquello era demasiado, estaba mareada, como si acabara de emerger de una pesadilla.

Se sintió erguida por unos brazos de hierro y mal que bien estuvo de pie en un instante. No era ningún guardia, a la luz mortecina de los pilotos vio la cara sonriente de Benito, completamente vestido y oliendo a gel de baño.

¾

Bueno, mi amor, si te dejo sola te matas

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lo oyó decir con su acento cubano

¾

. Si apenas me has dejado darme una ducha.

La miró de arriba a abajo, como si fuera un trozo de carne y hasta esbozó una media sonrisa. Por un instante pareció tentado de cogerle una teta, pero su mano se detuvo en mitad del movimiento, estaba demasiado sucia.

¾

En fin, querida, hora de lavarse ¿no te parece? No te quedes ahí como una estatua recién barnizada. Vámonos ya; después vendré a arreglar este desastre.

Silvia no soportaba ser tratada así. El desprecio, la seguridad que veía en Benito eran para ella tan dañinos como el cúmulo de vejaciones que acababa de atravesar. Pero ya había casi aprendido a reprimir toda protesta y siguió al antillano hasta las duchas, así como estaba, completamente desnuda. Tenía tan asumida su incapacidad para oponerse que ni siquiera se molestó en asustarse de que la viera alguien.

Benito no mostró excesivo interés por mirarla ducharse, dejó la puerta abierta pero anduvo todo el tiempo trasteando por el vestuario, buscándole gel, toallas, y hasta se acercó a su despacho para recoger la ropa de calle.

Quitarse toda aquella pringue de encima la ayudó a volver a sentirse casi un ser humano y hasta se permitió demorarse un poco bajo el cálido chorro de agua, como si esperara limpiar su espíritu a la vez que su cuerpo. Se hubiera quedado allí un buen rato de no ser porque vio que el negro empezaba a impacientarse.

Minutos después estaba tan bien vestida y arreglada como cuando llegó por la mañana a la empresa. Se miró fugazmente al espejo y ninguna marca externa delataba el infierno por el que había pasado. Internamente, en cambio, su cuerpo era un carnaval de escoceduras y punzadas que le sobrevenían en mitad de cualquier gesto convirtiendo cada movimiento en un suplicio. Eso, naturalmente, sin entrar a valorar estados de ánimo.

¾

¡Venga! Te llevo a casa

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Sonó campechana la voz de Benito

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y los dos echaron a andar hasta el aparcamiento.

A pesar de ser el coche de Silvia, el antillano se empeñó en conducir y ella no vio ningún motivo para oponerse. Al parecer le hacía ilusión ponerse al volante de todo un BMW. Hicieron el trayecto en casi absoluto silencio; parados en un semáforo, ya en pleno centro, el negro acertó a decirle:

¾

Vamos, mujer, míralo por el lado bueno: ya no tendrás que llevar esas horribles botas a todas horas, sólo el cinturón de cascabeles; no me negarás que es mucho más cómodo e infinitamente más alegre.

Silvia no respondió, ni siquiera aparentó haberlo oído, se quedó con la mirada perdida hacia el tráfico. En unos minutos estuvieron aparcando junto a su casa y ella se dejó acompañar hasta el propio apartamento. Benito, nada más entrar, exhaló un silbido aprobatorio.

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Chica, hay que ver lo bien que vivís las niñas ricas. Supongo que tendrás por ahí un juego de llaves de repuesto. Si no, no te preocupes, te traigo estas en cuanto saque unas copias, la pena es que no podrás salir...

Ella, con gesto abatido e incapaz de negarse a nada, le respondió que podía quedárselas, y en la cara de Benito se dibujó una enorme sonrisa.

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Ah, perfecto. Tengo un montón de cosas que hacer, chulear a una puta es un trabajo muy duro. Por cierto, me llevo el coche; mañana por la tarde te lo devolveré cuando pase a verte. De momento descansa y duerme, después hablaremos.

Silvia se quedó plantada, sin saber qué decir. Recibió alucinada un rápido beso en la mejilla que le dio Benito y lo miró marcharse. Sólo entonces se dio cuenta de que conservaba en su mano el consolador y la maldita cinta vídeo. Por un momento pensó en machacarla, pero sería inútil existiendo como existía una cinta maestra de la que ellos podían hacer cuantas copias quisieran. Únicamente pudo pensar que aquel vídeo era la única prueba que tenía de que estaba siendo sometida a un chantaje y que no debía obrar a la ligera. Sin fuerzas para decidirse la etiquetó "Perversión" y la rebujó entre sus demás películas. Se sentía muerta, tomó dos pastillas de tranquilizantes y se acostó vestida.

REFLEXIONES

Los compañeros de piso estaban de viaje y Quique disfrutaba de absoluta intimidad. Varias decenas de fotografías se desperdigaban por la habitación, sobre la mesa, las sillas, la cama. Yacían amontonadas con las esquinas estropeadas, las había manoseado, observado hasta la nausea, intentando extraer cada brizna de información que pudieran contener. No solía ser capaz de reflexionar durante demasiado tiempo, inevitablemente acababa haciéndose una paja. Se tumbó en la cama intentando controlar la ansiedad, hacía días que no paraba de darle vueltas al asunto de Silvia Setién.

Le había sorprendido enormemente su propia actitud ante todo aquello, ese estado de permanente erección en el que vivía, esa constante necesidad de masturbarse... Nunca antes había estado tan obsesionado con algo. Estaba harto de esperar, se le acababa la paciencia y sin embargo follarse a Silvia había dejado de ser su primera prioridad. No quería usar lo que tenía, no quería desperdiciar ninguna oportunidad de sacarle a sus cartas el máximo partido.

La búsqueda que hizo por las papeleras de la empresa fue un rotundo éxito. Encontró todo un increíble reportaje de Silvia desnudándose, adoptando posturas extrañas cargadas de erotismo. No eran más que copias fallidas y dadas por inútiles, pero él podía arreglarlas tratándolas informáticamente. Eran esas fotos las que habían dado alas a su imaginación y suscitado las verdaderas preguntas: ¿Cómo era posible que Sagasta hubiera llegado a tener tanto poder sobre Silvia? ¿Qué habría sucedido antes y después de que fueran tomadas? Tenerlas en la mano había sido para él una prueba de fuego, tuvo que resistir la tentación de ir a chantajearla en ese mismo instante. Lo del cartel del ron había levantado una gran polvareda, poder demostrar que ella había sido la modelo ejercería la función de un potente afrodisiaco.

Sin que se diera demasiada cuenta, en ese momento cambiaron sus planes. Le había dolido mucho que Pablo no creyera la historia de la mamada, le había molestado que se la hubiera contado a Rita y a otros allegados... Desde entonces todo el mundo lo trataba con frialdad. ¡Silvia era una chica tan irreprochable...! Mucho más que follársela a partir de entonces quiso tener su propia parcela de poder sobre ella, hacer que le demostrara a Pablo, empírica y detalladamente lo bien que chupaba pollas, hasta qué punto era una mujerzuela. Y después de eso, en todo caso, que se lo demostrara al mundo. Las mujeres no se le habían dado bien y tenía muy poca experiencia sexual, el cuerpo de Silvia podía ser (además de una diversión) un magnífico campo de entrenamiento, de experimentación, un lugar en el que descubrir y poner en práctica toda clase de gozosas ocurrencias.

Esa, naturalmente, era la teoría, no obstante era consciente de no poder obligarla mucho más allá de algún polvo y aún eso con suerte. Pensaba, pensaba hasta desfallecer, pero no se atrevía a actuar pues sabía que el primer ataque sería crucial y quería estar seguro de tener atados todos los cabos.

Alberto Sagasta era, definitivamente, la clave de todo aquello; él tenía el control de Silvia y para cualquier cosa sería con él con quien tendría que tratar. Varias veces había estado a punto de llamarlo por teléfono y solicitar su apoyo, o pedirle que le diera a su putita una orden tan divertida como la de la tarde del club, pero había sabido resistirse; don Alberto podía prestarla, castigarla, u obligarla a lo que quisiera, pero difícilmente iba a compartir con alguien el poder que tenía sobre ella. No, no cabía esperar demasiada ayuda de ese lado, tenía que conquistar por sí mismo su propia cuota de poder y acudir a Sagasta sólo como último recurso.

Había otra cosa en la que había tenido mala suerte: la inoportuna defunción de don Enrique. Aquella pérdida había mantenido a Silvia fuera de circulación durante varios días, y lo que era peor, había restado eficacia al arma de las fotos; ya no existía un padre al que mostrárselas, tan sólo quedaba el selecto y estiradísimo ambiente del club...

No podía seguir esperando, no estaba logrando ninguna ventaja con la inacción. Alberto Sagasta, en cualquier momento, podía decidirse a ponerla en evidencia, divulgar material sobre ella, y en ese instante sus fotos carecerían de valor, dejarían de servir como amenaza. Tenía que actuar con lo que tenía, en todo caso aguzar alguna de sus armas, pero actuar de una vez. Aunque claro... le faltaba poder real, si jugaba limpio se escaparía; una vez más sólo su ingenio podría hacer el milagro: un adecuado armazón de mentiras sería la llave que le abriría las piernas y la voluntad a esa puta. Jugar de farol era la solución; alguien que estaba siendo víctima de un chantaje era forzosamente vulnerable, podía ser chantajeado dos veces.

Acariciar esa posibilidad le llenó la bragueta. Tuvo que abrir la cremallera para dejarle salida al problema. El sabía que su obsesión era enfermiza, pero ¿qué importaba? Le hacía pasar tan buenos momentos que no la abandonaría por nada del mundo, al menos hasta que hubiera terminado de disfrutarla y podía quedarle tanto, tanto por disfrutar...

EL NÚMERO DIEZ

Silvia dio una mala vuelta y se cayó de la cama. Se incorporó deprisa y miró el despertador. El sol entraba a raudales por el balcón y la deslumbró, eran las doce treinta de la mañana. El efecto del somnífero había desaparecido por completo. Hacía ya rato que estaba despierta, pero no había querido levantarse, se había aferrado al sueño como si fuera una coraza, la única barrera que podía colocar entre ella y la realidad. ¿Por qué sería que todos sus intentos de escapar acababan siempre con un golpe?

Era el mismo dormitorio de siempre, el mismo apartamento, bien amueblado, espacioso, con todos los detalles que hacen la vida cómoda y puede proporcionar el dinero. Era su hogar desde hacía unos meses y estaba acostumbrada a sentirlo sólido bajo sus pies, estable como si sus cimientos descansaran sobre un lecho de roca viva; ahora esa ilusión de estabilidad se había esfumado. Ahora su vida pendía de un hilo del que otros podían tirar a su antojo, eso lo cambiaba todo hasta lo irreconocible. Su casa podía desaparecer, su dinero podía desaparecer, de hecho su libertad y su vida ya habían desaparecido. En cuanto se despabiló lo suficiente para percibir el alcance de ese hecho deseó morirse, y lo deseó de una manera muy distinta a otras veces: ya no era la rabieta de una niña consentida, era una visión objetiva de la realidad, era la conciencia de lo que le esperaba y de su incapacidad para soportarlo. Ella no podía convertirse en el juguete de ese atajo de degenerados, la arrastrarían por todas las perversiones, se divertirían a fondo y no tendrían absolutamente ninguna piedad (¡Qué horror tener que depender de la piedad ajena!). Su derrota había sido total. Hay cosas que no pueden hacerse una vez pensadas, así pues no podía pensarlo, debía escapar por el único medio de que disponía: acabar con su vida.

Intentando no pensar, cerrarle la puerta a la imaginación, fue a la cocina y cogió un cuchillo de cortar carne, el filo era de sierra; se lo apoyó en la muñeca e hizo fuerza. La mano le temblaba y pasó un largo minuto deslizando el acero por el azul de sus venas, apenas logró erosionarse la piel; en cuanto empezó a escocerle retiró la hoja y rompió a llorar. Abrió el grifo del agua caliente en el fregadero y dejó que se llenara la pila, había oído decir que sumergiendo las manos uno no sentía cómo se desangraba. Justo en ese momento imaginó el agua tiñéndose de rojo, la somnolencia que le entraría, y cómo Benito, por la tarde, encontraría su cuerpo frío, tirado en el suelo. No, tampoco así iba a ser capaz.

Frustrada, arrojó el cuchillo contra la pared; aquello era demasiado sucio, era demasiado evidente que estaba atentando contra sí misma, tendría que intentarlo de otra forma. Corrió hacia la terraza, su primera intención fue la de saltar la baranda como si estuviera como si estuviera en el viejo instituto, practicando salto de altura. En lugar de eso sintió como sus dos manos se aferraban como garfios a los hierros negándose a soltarse. Nueve pisos más abajo quedaba la calle, era demasiada distancia, quedaría destrozada sobre el asfalto y lo que era peor: todo el mundo sabría que había sido un suicidio. No, mejor simular un accidente. Cogió una silla e hizo como si fuera a cambiar la bombilla de la terraza, se subió y empezó a desenroscar la pantalla. Así era más fácil, tan sencillo como dejarse ir, distraída hacia abajo; era un sólo paso, lo pies le quedaban casi a la altura de la baranda... Justo en ese momento sonó el teléfono e intentó ignorar el timbre ¿Qué importaba quién fuera? Ya no había un mañana... y si acababa por haberlo no le pertenecería. Miró hacia abajo e instintivamente dio un paso atrás, hacia el borde de la silla. Ya tenía la pantalla casi completamente suelta y no era capaz de dejarse caer. El teléfono seguía sonando con atronadora persistencia. Hizo un último esfuerzo por lanzarse al vacío. Estaba mareada. El aire le ensordecía los oídos y se tambaleó hacia dentro, cayó, pero sus pies descalzos hallaron las baldosas de la terraza y quedó confundida, decepcionada, con las lágrimas brillando bajo la luz del medio día.

Entonces decidió huir de la huida, no afrontar su momentánea incapacidad para matarse y volvió a entrar, precipitadamente descolgó el auricular. Era Pedro, su voz sonó preocupada.

¾

Me he enterado de unas cosas muy raras y tengo que verte enseguida.

Silvia no fue capaz de responder, el corazón parecía que fuera a salírsele del pecho. Algo dentro de sí misma le exigió que colgara; estaba demasiado ocupada suicidándose como para atender al teléfono. Lejos de eso se oyó a sí misma decir con voz ronca:

¾

Vale, recógeme cuando quieras.

Pedro parecía asustado. En condiciones normales el simple hecho de llamarla podría haberlo puesto nervioso, pero no era esa clase de excitación la que traslucían sus titubeos. Por desgracia no era demasiado difícil suponer qué era lo que podía producirle esas sensaciones. Se citaron para las dos de la tarde y se despidieron con rapidez. Ella respiró aliviada, al menos podía posponer durante un rato sus intentos autodestructivos.

fedegoes2004@yahoo.es