Moldeando a Silvia (10)

Joven empresaria es convertida mediante chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

Pasó cinco días en Villamela acompañando a Alicia e intentando aceptar el nuevo estado de cosas. La muerte del viejo la había golpeado como un mazazo y, secretamente, se felicitaba de haber comprado un tarro nuevo. Si aquello hubiera sido por causa suya jamás se lo habría perdonado; apenas podía comprender cómo en algún momento semejante tragedia le había parecido deseable.

En esos días fue a Madrid un par de veces para arreglar asuntos de papeleo; tal y como se esperaba su padre le había dejado la empresa, y a su hermana las tierras y la casa del pueblo. Todos estos trámites y el lastimoso estado de Alicia la mantuvieron ocupadísima, y apenas llegó a plantearse los problemas que se le habían quedado pendientes. Cuando se quedaba a solas, allí en el viejo caserón, le asaltaba una extraña sensación de irrealidad, le parecía que en el pueblo el tiempo se hubiera detenido y que las personas no fueran sino sombras, unas sombras de las que ella pasaba ahora a formar parte. En cierto modo envidió a Alicia, su suerte de quedarse en casa, rodeada del paisaje familiar, de poder revolcarse en su dolor hasta que se le secara por dentro.

Desgraciadamente, el irse no iba a facilitarle las cosas; lo que iba a echar de menos no era la presencia física de su padre, hacía años que se veían muy poco; era más bien el saber que existía, que estaba ahí para enjuiciar cada uno de sus actos, para cargar con las culpas de sus desastres; eso había acabado, iba a tener que acostumbrarse a soportar la carga de su absoluta libertad.

Con Jorge y Alberto ya tenía decidido qué hacer: despedirlos; que la denunciaran por plagio o que publicaran lo que les diera la gana, daba lo mismo. Se sentía tan desengañada que su necesidad de una vida social era prácticamente nula, incluso sus ambiciones habían disminuido sensiblemente; se conformaba con dirigir Publicidad Setién y llevar una vida tranquila, con eso bastaba. Había sufrido demasiado en las últimas semanas como para no darse cuenta de que debía cambiar de estrategia. Hicieran ellos lo que hicieran, dentro de unos meses bajaría la polvareda y las cosas volverían a discurrir por su cauce.

En cuanto regresó a su apartamento metió las botas en una bolsa de basura, la horrorizaba lo que significaban y quería perderlas de vista; nunca, nunca volvería a capitular ante algo así. A pesar de haber logrado tomar esa determinación no podía evitar sentirse triste; recordaba a su padre, los buenos ratos y en el momento más insospechado se le escapaba una lágrima; pero era un dolor sano y lejos de ablandarla la fortalecía; mañana iría a la empresa pisando fuerte y con una línea de acción premeditada, inamovible. Asumiría los daños, pondría en su sitio a ese atajo de canallas y empezaría a recuperar su antigua autoestima. Por muy duro que se lo hicieran iba a sobrevivir.

De nuevo volvió a dormir mal, hacía más de veinte noches que no sabía lo que era disfrutar de un descanso tranquilo. Esta vez no fue el miedo ni la tensión quienes la perturbaron, fue el recuerdo de su padre, su voz recriminándole su blandura, avergonzándose de ella. Tres veces vio la hora en el despertador, justo las que se despertó bañada en sudor con un grito del difunto retumbándole en los oídos:

¾

¿Qué has hecho, necia, qué has hecho?

¾

En las tres ocasiones volvió a conciliar el sueño temblando.

Asomarse a la luz del día, ir al trabajo y recibir los pésames inevitables fue casi un descanso comparado con su desesperación nocturna. Cualquier compañía era preferible a la soledad. Extrañamente, los empleados no la trataron mal; por un momento le pareció que su desgracia había hecho que le perdieran la antipatía, pero enseguida decidió que no era así, lo que habían perdido era la esperanza de que su padre volviera a dirigir la empresa.

Lo primero que hizo al sentarse en su sillón fue llamar por el comunicador a Jorge y a Alberto. Ahora ya no sólo era la directora, era la dueña, y eso cambiaba radicalmente la situación. De momento era muy poco lo que podía hacer, nada más despedirlos, y tratándose de hombres tan capacitados no faltarían firmas de la competencia que les ofrecieran un puesto; a la larga ya vería la manera de hincarles el diente.

Otro asunto eran Benito, Juan y Carmen, ellos eran meros comparsas, secundarios cómicos y se quedaban; serían el manjar de su venganza. Iban a trabajar hasta que tuvieran que sujetarse los párpados con alfileres para permanecer despiertos, conocerían a Silvia Setién y se enterarían de hasta qué punto eran como sádicos unos meros aficionados. Los cerdos menos veloces son los primeros en convertirse en chuletas y a ellos les iba a tocar pagar por los que estaban fuera de su alcance. Así aprenderían.

Ya estaba empezando a maquinar represalias cuando entraron Jorge y Alberto, los dos enchaquetados y con aspecto serio. Se quedaron de pie ante ella casi sin atreverse a mirarla de frente. Bien, se dijo, sabían para qué los llamaba y que se había acabado la época de las canalladas; tampoco iba a cargar las tintas, sólo quería quitárselos de encima.

¾

Acertáis

¾

dijo con voz fría

¾

tal y como suponéis estáis despedidos. Quiero que os quitéis de mi vista y que para las dos halláis recogido vuestras cosas, no debe quedar el menor signo de vuestra existencia.

Jorge asintió con serenidad.

¾

Sí, ya suponíamos que de eso se trataba. No es necesario que te diga que al margen de nuestras... llamémoslas actividades, esto te va a salir un poco caro. No te va a ser fácil explicarle a un juez por qué éste despido es procedente; pero no te preocupes, a las dos nos habremos marchado.

Silvia ya tenía eso asumido, así que no hizo ningún comentario. El coste económico, porque habría que indemnizarlos, era el menor de sus problemas.

¾

¡Largo!

¾

Espetó con agriamente.

¾

Un segundo, querida,

¾

intervino Alberto con voz afable

¾

. No hay necesidad de que nos separemos con tanta violencia. Esta tarde, a la salida, los trabajadores han organizado un pequeño acto en homenaje a tu padre, se reunirán en el estudio fotográfico, y nos gustaría asistir. Yo admiraba mucho a don Enrique y he hecho aquí muy buenos amigos, no querría que creyeran que me autoexcluyo de algo que para ellos es importante. Podemos hacer una cosa: si nos permites ir, prometemos darte todo el material audiovisual que tenemos de ti. Después de lo que ha pasado nos hemos arrepentido de lo que hemos hecho y decidido dejarlo. Ha sido todo demasiado terrible, no esperábamos que acabara así

¾

dijo con tono compungido

¾

.

Eso merecía la pena examinarlo. Naturalmente no creía a Alberto ¿por qué había de creerlo? pero, por otra parte, no tenía nada que perder; siempre cabía la posibilidad de que cumplieran y, de momento, tampoco le iba a ayudar en nada cabrearlos. Sí, que se quedaran hasta el homenaje; el material no se lo iban a dar, lo publicarían de todos modos, pero si estaban de malas lo publicarían antes, por menos dinero y con mayor riqueza de detalles; lo importante era que no iba a verlos mañana.

Los dos hombres salieron del despacho sin dirigirse ni una sola mirada de complicidad. Una vez fuera se sonrieron, aquello era pan comido; mucho más que lo que Silvia pudiera hacer les intranquilizaba el haber tenido que interrumpir la primera discusión que surgiera en el club de los torturadores; en la oficina de Jorge, en ese mismo momento, Carmen amenazaba con abandonar el grupo. Se apresuraron, había que intentar evitar su retirada, además, aún tenían pendientes varios detalles que exigían atención.

El resto de la mañana discurrió con normalidad. Silvia intentó sumergirse en el trabajo, apartar de su mente cualquier otra preocupación. Había pagado un alto precio por esa segunda oportunidad de llevar las riendas y no estaba dispuesta a desaprovecharla. Visitó todas las dependencias de la empresa, empezó a informarse del estado de los proyectos, y hasta a darse cuenta de lo difícil que iba a serle sustituir eficazmente a Jorge y a Alberto; de muchas cosas no había nada escrito, las ideas estaban en sus cabezas y eso iba a ocasionar grandes problemas a quién viniera tras ellos. No se sorprendió, ya tenía asumidos los inconvenientes; sabía que echarlos era antieconómico y un acto díscolo, aunque fuera imprescindible en el plano personal.

La ronda de inspección resultó satisfactoria, en todos los departamentos la trataron con cordialidad y respondieron a sus preguntas sin reticencias; mucho más de lo que cabía esperar después del tiempo que se había llevado dirigiendo sólo nominalmente. En general la agencia estaba bien organizada, la gente parecía trabajar con ahínco, aunque los criterios a ella le resultaban bastante anticuados; al menos en lo profesional, ese par de canallas había intentado hacerlo bien.

En contra de su costumbre almorzó en la cafetería de enfrente, ya no creía tener ningún motivo de inquietud y su casa quedaba tan lejos que no merecía la pena ir. Muchos de sus empleados solían comer allí y ella los vio entrar distraídamente; observó con placer que nadie de la camarilla de Jorge se atrevía a asomar las narices por el local. Pedro fue el único que se le acercó y pidió permiso para sentarse; comieron juntos aunque esta vez no hablaron demasiado; estaba cansada y al alivio de haber logrado encauzar la situación se superponía el dolor de su reciente pérdida. Pedro, con su prudencia habitual, pareció captarlo al vuelo y supo hacer compañía sin hacerse pesado. Pocas dudas tuvo Silvia para decidir quién iba a ser su hombre de confianza; aunque todavía no lo supiera, había alguien que se había ganado un ascenso.

Ya en el turno de tarde inició las operaciones destinadas a sustituir a los despedidos; llamó a varias empresas de trabajo temporal y hasta intentó contactar con algún cazador de talentos. Por mucho que Pedro pudiera ayudarla en la dirección, por muy inteligente que fuera, a la vuelta de un par de días iba a estar necesitando desesperadamente un fotógrafo, uno de los buenos, si no quería que la mesa se le llenara de reclamaciones y contratos perdidos. Colgada estaba al teléfono cuando dos golpes en la puerta le hicieron interrumpir la llamada. Sin que le diera tiempo a dar permiso, Benito entró con una caja de cartón bajo el brazo.

¾

El señor Sagasta me ha encargado que le entregue esto

¾

dijo con marcado acento cubano mientras dejaba la carga sobre una silla.

Silvia se quedó de una pieza.

¾

¿Qué es?

¾

No sé

¾

respondió Benito con indiferencia

¾

, a los peones nunca se nos informa de lo que transportamos

¾

Esto lo dijo ya desde la puerta, pues parecía tener mucha prisa por irse.

En cuanto oyó sus pasos alejarse por el pasillo, Silvia miró la caja con repulsión. ¿Qué podía contener? ¿Alguna broma de despedida de Alberto? Había algo que le daba mala espina: esos dos habían aceptado sus despidos con demasiada deportividad ¿estarían tramando algo? Creía estar segura del terreno que pisaba, que ya no podían tener nada verdaderamente consistente con que amenazarla pero... ¿estaría cometiendo un nuevo error? Caminó vacilante hacia la caja; cuanto antes conociera su contenido, antes saldría de dudas.

En la otra punta del edificio, en la "oficina" de Jorge, tenía lugar una acalorada discusión. Alberto, Juan y el mismo Jorge intentaban convencer a Carmen de la conveniencia de permanecer unidos. Los cuatro estaban de pie, en la habitación sólo había dos sillas y los ánimos andaban demasiado revueltos como para que nadie tuviera ganas de usarlas.

¾

Esto hay que dejarlo

¾

dijo Carmen con determinación

¾

. Es cierto que hizo mal muchas cosas, pero también lo es que nos hemos vengado con creces. Lo que le hicimos en el chalet no lo olvidará mientras viva, y para colmo ha tenido que pasarle lo de su padre; seguir abusando de ella me parece inhumano, asqueroso

¾

reiteró enérgicamente.

Carmen estaba nerviosa y gesticulaba mucho al hablar. Si había algo que la sacara de quicio era el no tener claras las posturas que defendía. De un lado, Jorge era su amigo, a él y a Alberto debía el no estar ahora buscando empleo; de otro, era perfectamente capaz de ajustarle las cuentas a esa niñata, pero no de mantener para siempre una dinámica de extorsiones y atropellos; pasados unos días, se había sentido fatal por los ribetes sádicos que habían tomado las cosas en casa del fotógrafo y se había prometido a sí misma no volver a participar en nada parecido. Tanto Juan como Jorge permanecieron callados, hacía años que los intimidaban los despliegues de energía verbal de Carmen. Alberto, en cambio, no se dejó impresionar y habló con la tranquilidad propia de quien está seguro de las razones que esgrime:

¾

Entiendo que quieras que nos detengamos, que haya aspectos de lo que estamos haciendo que te disgusten, pero permíteme hacerte una pregunta ¿realmente podemos detenernos? Si dejamos de chantajearla, Jorge y yo estamos despedidos; para nosotros no es problema pero ¿y vosotros? si Juan o tú o Benito seguís aquí es para satisfacer su venganza; ello nos lleva al punto de partida, a tener que amenazarla para que no os haga trabajar ochenta horas semanales. ¿Estaremos Jorge o yo siempre lo bastante cerca para meterla en cintura? Y, si le damos tiempo ¿no encontrará la manera de zafarse? Créeme, Carmen, es mucho más fácil coger una víbora por el cuello que soltarla, soltarla suele dar miedo.

Carmen escuchó retorciéndose las manos y dispuesta a hablar en cuanto hallara un silencio. Comprendía los múltiples riesgos que comportaba liberar a Silvia y a pesar de ello quería hacerlo; era una cuestión de estómago, de incapacidad para arrastrar a alguien indefinidamente por semejante cadena de vejaciones. Su estómago ya había reflexionado demasiado tiempo.

¾

Bueno, pues haced lo que os dé la gana

¾

chilló

¾

, pero yo no quiero tener nada que ver con esto, me limito a trabajar y punto.

Se giró bruscamente y salió de la habitación, ya en la puerta pareció arrepentirse, volvió a encararlos y les dijo:

¾

Y además me decepcionáis todos, no sois más que un atajo de guarros y unos criminales.

Los tres hombres quedaron en silencio. Aunque nadie lo dijera, la marcha de Carmen era un mal presagio, casi una muestra de las dificultades que iban a encontrar, eran varios gatos los que pretendían jugar con un mismo ovillo de lana. Juan fue el primero en atreverse a exponer sus dudas abiertamente.

¾

¿Y bien? ¿Podemos seguir adelante? ¿Qué pasará si Carmen nos denuncia? Para lo que estamos haciendo es imprescindible tener un clima de tolerancia y confianza mutua; Carmen sabe demasiado para poder irse por las buenas.

¾

Sí, podemos seguir

¾

Concluyó Alberto tras pensarlo un momento

¾

. Es normal lo que ha pasado, debí preverlo; no olvidemos que Carmen no es lesbiana, nuestra pequeña aventura no tiene para ella ningún interés sexual. De hecho es probable que ande enamoriscada de Jorge, y que no le agrade verlo delinquir por follarse a Silvia. Pero eso no cambia las cosas, no puede acusar a nadie sin incriminarse a sí misma, recuerda lo activa que fue en mi casa y el documento gráfico que de ello tenemos, iría a la cárcel con todos nosotros y sus hijos se quedarían sin estudios. No va a hacer nada.

Jorge fue asintiendo a medida que Alberto hablaba. Sí, era verdad que podían seguir, pero para él aquello tenía matices dolorosos, acababa de perder a una buena amiga.

fedegoes2004@yahoo.es