Moldeando a Silvia (08)

Joven empresaria es convertida mediante chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

AYUDANDO A LA SUERTE

Jorge entreabrió las láminas de la persiana y vio como Silvia salía del edificio y se metía en el coche de Pedro. Enseguida doblaron la rotonda y enfilaron el camino hacia el centro. Sonrió al comprobar que la muchacha había vuelto a entrar en el juego, y hasta se relamió por Pedro, dando por hecho que él, sin duda, sabría apreciar el manjar que le estaban ofreciendo.

A pesar de haber comprobado que los planes seguían cumpliéndose con absoluta precisión estaba intranquilo. Seguía siendo cierto que el poder que tenían sobre Silvia radicaba en el interior de ella misma y que no se podía confiar en la estabilidad, el sometimiento de semejante arpía. Para colmo de indecisiones hacía un rato que había aparecido por allí Alberto, y lo había dejado sumido en mar de dudas.

En realidad, las noticias que había traído el fotógrafo habían sido magníficas. De todas las posibilidades que se le ofrecían la niñata esa había ido a elegir la que más les convenía; lástima que al final se hubiera arrepentido y vuelto a sustituir las cápsulas rellenas de azúcar.

Había sido por eso que había venido Alberto, para describirle lo que la había visto hacer a través de la cámara instalada en su despacho. Era crucial que él tuviera conocimiento de ese detalle; la actitud de su amigo había sido irreprochable al contárselo. Era evidente que si el viejo moría mañana el poder real que tendrían contra ella sería avasallador, el más terrible que jamás esa zorra pudiera temer. Si tal cosa sucediera poseerían la evidencia de que había cometido un parricidio y la cadena en la que trabajaban estaría terminada; podrían arrastrarla a lo que quisieran sin ningún cuidado y sin ninguna cortapisa, podrían concentrarse en la tarea de concebirle un destino. Se moría de gusto al imaginarlo: poder obligarla a todo lo que le apeteciera...

Pero a pesar de ello era necesario seguir pensando. Aunque todo saliera bien, la muchacha no podía ser exclusivamente asunto suyo, si lo era la mataría en quince días o la volvería loca y no era eso lo que deseaba. Había de ser algo mucho más lento, más paulatino, e infinitamente más degradante. Aún estaba en buen estado, tremendamente viva, por eso no debía precipitarse; hacía poco que había empezado a recabar otras opiniones...

Pero se estaba adelantando a los acontecimientos. A lo que Alberto en realidad había venido era a dejar en sus manos la decisión de matar o no al anciano. Según le había dicho era a él a quien le correspondía adoptar una opción u otra, pues él era su amigo. Veía las enormes ventajas de que muriera, pero no quería echar sobre sus hombros el dolor de nadie que lo apreciara. La comisión del crimen no podía ser más sencilla: bastaba con trocar los tarros del cajón y la papelera de Silvia. Hasta para eso les había puesto la muchacha el golpe en bandeja.

Jorge movió la cabeza, dubitativo ¿Qué hacer? Aquello era exactamente lo que querían; la chica había cumplido con creces, se había tragado el anzuelo y les había concedido un poder como ni en sus sueños más optimistas se habría atrevido a presagiar ¿Iba a dejarla escapar? ¿Iba a arriesgarse a que el pez saltara de la sartén y volviera a nadar libre? Porque, al margen de las apariencias, eso podía suceder, era tan posible como que lo mandara todo a paseo y decidiera dedicarse a modelo pornográfica... Si dejaba pasar aquella oportunidad, siempre estaría temiendo el momento en que se escapara.

Del otro lado, tener que cargarse a don Enrique por su propia mano se le hacía tremendamente ingrato. Ojalá la niña hubiera terminado el trabajo liberándolo de tan penosa decisión. Habían sido muchos años de ir a pedir créditos juntos, levantando aquello de la nada, como para no cogerle aprecio al viejo. Pero... Lo que ya le había hecho ¿no era peor que matarlo? Y además, si de verdad él le hubiera tenido cariño, si le hubiera importado la empresa, o su trabajo ¿habría dejado al mando a la puta de su niña? Había que reconocer que ahí don Enrique había fallado de una manera estrepitosa.

En cualquier caso, era mucho más humano matarlo que dejarlo vivir para enterarse de lo que estaba pasando. En realidad, la decisión siempre estuvo tomada, pensó encogiéndose de hombros. Si tanto le hubiera importado su antiguo jefe, jamás habría permitido que todo aquello llegara tan lejos; ahora era tan sencillo como dejar que los hechos siguieran por su cauce. Además, nadie podía pedirle que renunciara a un placer tan intenso, tan duradero y absoluto como el que estaba a punto de empezar a experimentar. Siempre existiría una próxima vuelta de tuerca, una nueva vejación imaginada por él, o por los otros. Esa niña iba a ser como una fruta que rodara por una escalera larguísima, machacándose peldaño a peldaño, dejando rastros dulces con cada golpe, hasta que al final los cerdos se disputaran su semilla. Iba a ser así, y él libaría golosamente ese néctar, graduaría cuidadosamente su dolor y su placer para que tardaran una eternidad en destruirla, en reducir a la nada hasta el último rastro de autoestima que pudiera quedar en ella. Nada de este mundo podía hacer que renunciara a tan enervante objetivo.

Silvia estaba nerviosa. El dolor de cabeza le había disminuido un poco, pero se le había quedado por ahí, solapado, amenazando con arrastrarla hasta el aturdimiento. Lo más duro había sido tener que simular despreocupación, alegría sintiéndose tan mal. Se había hecho llevar por Pedro a un restaurante de la calle Orense al que solía ir con gente selecta. Naturalmente, en todo momento estuvo claro que pagaba ella.

Habían charlado poco durante el camino y a Pedro se le veía tenso. Era lo bastante experimentado para mantener la compostura pero se notaba que el sitio y la mujer le venían grandes. Pidieron los platos con aparente desenfado, y él, en el colmo de la discreción, eligió un menú intermedio, ni muy caro ni muy barato. Silvia hacía como la que se distraía, miraba a los camareros a medio estrangular por sus pajaritas, pero en su fuero interno no dejaba de hacer cábalas. ¿Cómo iba a arreglárselas para que aquel petimetre creyera seducirla? Si de algo estaba segura era de que no quería quedar ante él como una cualquiera; esas cosas corren como regueros de pólvora. Poco a poco tenía que irle dando confianza, aunque, si se atenía siempre a ese comedimiento que mostraba, iba a darle bastante trabajo.

¾

¿Sabes una cosa?

¾

Preguntó Pedro

¾

. A diferencia de otros no te detesto por querer despedir gente.

¾

¿Ah, no?

¾

Dijo ella fingiendo sorpresa. Por supuesto le parecía natural que abordara ese tema y que intentara predisponerla favorablemente.

¾

Pues no, aunque te cueste creerlo eso del despido sólo preocupa a los incompetentes. Yo soy uno de los mejores guionistas publicitarios que hay en el país; si me despidieras estaría trabajando en otra parte en un par de días y seguro ganando más dinero, aunque no tendría tanta libertad ni me sentiría tan a gusto. Publicidad Setién es una empresa acorde con mi valía.

Silvia simuló aceptar el halago:

¾

Pero todo el mundo no está en tu situación; no son tan buenos en lo que hacen y por eso temen no encontrar otro empleo. Es normal que me odien

¾

respondió con un gesto de impotencia.

¾

De acuerdo en que es normal, pero entiéndelo: yo estoy al principio de la cadena; soy el que imagina. Si hay algo que yo odie es que un cámara gaznápiro estropee mi trabajo. Cualquiera que intente deshacerse de esos ineptos goza de mi simpatía.

Esa razón ya sí dejó a Silvia un poco más convencida de que a lo mejor Pedro no estaba del todo en su contra. Además, ella seguía siendo Silvia Setién, la hechizadora de hombres; aquel, como tantos otros antes que él, sólo vería a través de cada uno de sus parpadeos. El nerviosismo que exhibía lo indicaba, ella no le era en absoluto indiferente; había cosas para las que la edad no suponía una diferencia significativa. Aparte de eso tenía un nuevo motivo para estar contenta: era seguro que él ignoraba su situación; de conocerla estaría tranquilo, no la halagaría, y probablemente ya la hubiera atacado por el lado bruto.

El resto del almuerzo se desarrolló en un clima bastante más distendido. Hablaron de nimiedades y empezaron a conocerse. Pedro era un tipo curioso, bastante inteligente y a su modo sabía ser hasta divertido. Hubo momentos en los que casi se metió en el papel y llegó a olvidarse de la razón por la que estaba allí. Estuvieron de miraditas y sonrisas hasta que llegaron los postres, pasando el rato con frases cargadas de segundas intenciones. Finalmente Silvia pagó con la Visa y salieron del restaurante.

En el camino a casa de Pedro su dolor de cabeza volvió a hacer aparición. Aquella había sido una de las veces en las que lo pasaba bien con un hombre, se reía, se permitía el lujo hasta de coquetear, pero de ahí a follárselo solía mediar un abismo. De hecho, la imposibilidad de jugar a su juego habitual, la necesidad de llegar hasta el sexo, fue lo que la devolvió a la realidad.

Pedro vivía solo, en un bonito apartamento en el barrio de Atocha. Nada más entrar no dejó de percibir que aunque lo tenía repleto de tiestos olía a limpio. Las paredes estaban cubiertas por estanterías, llenas de libros y cintas de vídeo. En la más alejada a la puerta estaba el sofá, y ante él una pantalla panorámica que amenazaba con desbordar el salón. A pesar de su obsesión por el cine, aquel tipo parecía ser un amo de casa más que aceptable.

Ella estaba decidida a dar facilidades desde el principio; no le quedaba otro remedio y era mejor cumplir con aquello cuanto antes. Pidió permiso para quitarse las botas, pues la apretaban y le daban mucho calor. A Pedro las miradas se le fueron hacia su falda, y hasta creyó ver una chispa de sorpresa en sus ojos cuando se percató de la longitud de su calzado. A pesar de ello supo mantener la calma y quizás para poder desaparecer con naturalidad le ofreció un café.

Silvia se quedó sola, y lamentó desperdiciar la oportunidad para la provocación que el descalzarse le ofrecía. Cuando Pedro volvió con las dos tazas, ella estaba echada en el sofá, con las piernas entreabiertas y la falda ligeramente alzada dejando ver la mitad de sus muslos. Él pareció inquieto, y desvió la mirada de sus piernas como si ello le costara un esfuerzo sobrehumano. Con fingido desenvolvimiento se giró hacia una estantería y empezó a buscar la película.

¾

Si no la encuentras no te preocupes

¾

sonó con retintín la voz de Silvia

¾

; el charlar y conocernos ya es un plan suficientemente bueno para esta tarde.

Pedro no hizo caso y muy poco después la cinta se deslizaba por la ranura del vídeo. Sus piernas se rozaron cuando se sentó, y ella, lejos de apartarse, se acercó aún un poco más, para intensificar el contacto. Enseguida el reparto desfiló por la pantalla y el guionista, quizás por romper el hielo, empezó a contarle anécdotas de los actores y de las circunstancias del rodaje.

Silvia no podía creérselo ¿Es que no iba a hacer nada? ¿Iban a ver la película como si tal cosa? ¿Hasta ese punto llegaba el sentido de la prudencia de Pedro? Pues sí, hasta ese punto debía llegar; se deshacía en comentarle planos, matices que pasaban desapercibidos al ojo inexperto, y aparentemente ignoraba el roce de sus piernas. Nada más alguna vacilación en su voz, el brillo del sudor en su piel, traslucían una brizna inquietud.

Finalmente Silvia, desesperada, decidió interrumpir uno de sus parlamentos; se echó sobre él y empezó a besarle la mejilla. El cuerpo del hombre se tensó al instante. Hizo un esfuerzo por ignorarla todavía un poco más, pero la insistencia de las caricias acabó obligándolo a prestarles atención. La empujó discretamente hacia atrás y se quedó mirándola a los ojos con aspecto de incredulidad.

¾

¡Venga, mujer! ¿Qué te he hecho para que pretendas reírte de mí?

En efecto, Pedro aparentaba ser en extremo consciente de sus posibilidades, y de lo lejos que ella, en sus circunstancias normales, debía quedarle. Ese prejuicio suyo era el que levantaba entre los dos una barrera de reticencias.

¾

No me has hecho nada malo

¾

respondió ella entrecortadamente

¾

. A veces lamento ser guapa y hasta tener dinero; el miedo ahuyenta siempre a todos los hombres que podrían gustarme.

¾

Déjate de bromas conmigo, niña. Nos llevamos casi veinte años, no pretendas hacerme creer que...

¾

Pues deberías creerme

¾

le interrumpió ella

¾

, te sería fácil comprobar que digo la verdad... Aunque naturalmente si no te gusto...

¾

Dejó la insinuación en el aire sin molestarse en acabar la frase; así era más sugestivo.

Aquello fue demasiado. Pedro no necesitó que le hablaran con mayor claridad, se echó sobre ella y empezó a acariciarla por todo el cuerpo con precipitación y ansia. Silvia lo dejó hacer; no se extrañó cuando le metió las manos bajo la camisa y le desabrochó el sujetador; sus tetas eran el sitio al que primero dedicaban su atención todos los tíos. Le había costado mucho trabajo hacer que las cosas llegaran hasta ese punto y a pesar de ello no estaba contenta. Aunque Pedro no le resultara completamente desagradable, el tenerlo allí, sobándola, no hacía sino recordarle la manera tan forzada en la que había tenido que surgir el sexo. Además, ella no era así, y aquel hombre, aunque no le cayera mal, no le gustaba. ¿Pero qué iba a hacer? La orden de Jorge había sido tajante, y hasta Alberto había hecho hincapié en la necesidad de que la cumpliera. Recordar a aquellos dos cerdos hizo que desapareciera hasta el menor rastro de excitación que pudiera sentir.

Pedro, por el contrario, parecía cada vez más excitado. Había empezado a besarla en los labios y enviaba su lengua con terquedad hacia el interior de su boca. Intentó resistirse, pero finalmente tuvo que ceder; lo que el hombre intentaba era natural, pero a ella el asco se le empezaba a enroscar en el estómago. Pronto su camisa cayó sobre el sofá, y la cabeza de su compañero resbaló hacia abajo, besándole el cuello y los pechos, hasta detenerse en sus pezones. Silvia apenas podía controlar la repulsión, se sentía sucia, como si tuviera el cuerpo entero embadurnado en saliva. Extrañamente, aquello era mucho más fácil cuando se envolvía en amenazas directas, bajo el acicate del miedo. Las lágrimas empezaron a pugnar por aflorar a sus ojos.

Pedro respiraba entrecortadamente y mostraba un conspicuo bulto deformándole los pantalones; tenía que estar excitadísimo. Repentinamente, dejó de besarla, se levantó y señaló al dormitorio. Algo extraño debió notar porque se quedó mirándola y le disparó a bocajarro la pregunta:

¾

Oye, ¿estás segura de desear esto? No pareces feliz.

Ella respondió que sí con una sonrisa artificial, que estaba segurísima. Lo único que sucedía era que le dolía un poco la cabeza. Él tampoco debía estar para dilaciones, así que aceptó como buena la respuesta. Un momento después los dos estaban tumbados en la cama de matrimonio y Silvia, intentando cooperar al máximo, había ayudado a su amigo a quitarse la ropa. Él, mientras tanto, había vuelto a su letanía de besos y caricias, y la había despojado de la falda. Estaba metiéndole las manos bajo las bragas cuando instantáneamente se echó atrás.

¾

Oye, pero si estás seca como una piedra. Tú esto no lo deseas y así no puedo acostarme contigo.

¾

Que sí, que lo deseo mucho

¾

Insistió, temblando de miedo, con un hilo de voz. ¿Qué iba a pasar si no lograba follárselo? ¿Qué le harían Alberto y Jorge?

¾

Déjate de tonterías, niña

¾

dijo él saliéndose de la cama y poniéndose de pie

¾

. Estás seca y tus pezones no están erectos; no te empeñes en afirmar lo que tu cuerpo niega.

Silvia ya no pudo resistir más, se dio la vuelta, se tapó la cara con las manos y rompió a llorar.

¾

Venga, mujer, no te pongas así que no es para tanto

¾

le dijo él echándole el brazo por el hombro

¾

. La verdad es que me muero de ganas de echarte un polvo, pero no puedo hacerle el amor a una mujer que no me desea. No es mi carácter. Digamos que estabas pasándolo bien y te has creído que querías esto, pero en realidad no lo quieres. Después no te has atrevido a dejarme colgado y dar marcha atrás. Carece de importancia, una erección más o menos no va a ninguna parte.

Silvia no podía creerse lo que estaba sucediendo. Habría visto normal no conseguir arrancarle la cita a Pedro, habría podido incluso entender que desde el principio se hubiera negado al sexo, pero aquello... Era la primera vez que estaba en la cama con un hombre y que este se preocupaba de si estaba excitada o no; normalmente estaban demasiado ansiosos por penetrarla como para ser capaces de pensar en otra cosa. Si se daban cuenta, preferían ignorarlo. ¿Por qué actuaba él de esa forma? Aquello la desconcertaba. Si al menos fuera maricón eso lo explicaría todo; pero no, la tremenda erección que todavía ostentaba hacía evidente que no lo era. ¿Por qué no quería metérsela? No podía comprenderlo y sin embargo no era por eso por lo que lloraba.

¾

Venga, mujer, no te preocupes

¾

volvió a sonar conciliadora la voz de Pedro

¾

. No ha pasado nada. Si quieres terminamos de ver la película, o quedamos para cualquier otro día y entonces nos acostamos. Lo único que no puedo hacer es follar con una tía que no tiene ganas ¿Cuál es el problema?

La cara de húmeda de la muchacha emergió de entre sus manos:

¾

¿Qué vas a contarles a Jorge y a Alberto? ¿Eh? ¿Qué vas a contarles?

¾

Preguntó histérica.

¾

Pues nada ¿Qué quieres que les cuente?

¾

Replicó encogiéndose de hombros

¾

, que almorzamos agradablemente y que después vimos una película.

¾

¡Nooo!

¾

Contestó ella aterrada

¾

Tú cuéntales que follaste conmigo y que me porté como una leona en la cama. ¡Eso es lo que tienes que decirles!

¾

Pero Silvia, ¿por qué quieres que les cuente eso?

¾

Preguntó con perplejidad

¾

. Además de ser mentira afectará a tu reputación...

¾

Tú di eso, y no me preguntes el motivo. ¿Lo harás? ¿Me juras que lo harás?

Pedro se quedó mirándola con cara de no entender nada. ¿Por qué las mujeres tenían que ser siempre tan complicadas? Finalmente hizo un gesto de impotencia y le respondió:

¾

Está bien; si me preguntan, lo cual no me parece probable, les diré que nos acostamos y que fue el polvo del milenio; pero palabra que no te entiendo.

¾

¿De verdad lo harás?

¾

Preguntó ella todavía dubitativa.

¾

Sí ¿Por qué no iba a hacerlo si quedaré como todo un don Juan? Suponiendo que me crean, claro está.

El efecto de su respuesta fue casi mágico: los gimoteos de Silvia cesaron y fue capaz hasta de sentarse en el borde de la cama y descubrirse la cara. Quizás la cosa podía aún tener arreglo. Pedro había resultado ser bastante buena persona, mentiría, y todo seguiría por su cauce. Su situación no se deterioraría, al menos a corto plazo.

¾

Venga, después de este derroche de energía los dos necesitamos una buena ducha.

Silvia intentó resistirse, pero Pedro la llevó a rastras hasta el cuarto de baño. Aquello le resultó tan ridículo que no pudo evitar reírse. Instantes después el chorro de agua caía sobre su cuerpo y arrastraba sus lágrimas hacia el desagüe; Pedro se había metido con ella y la enjabonaba con desenfado. En cierto momento, se echó sobre él y lo abrazó. Los dos sabían que el momento de follar había pasado, pero habían cogido confianza y era agradable estar allí, habían intimado. Estaba tan confundida por los acontecimientos que se dejó llevar; gracias a ello se olvidó de todo y se limitó a pasar un buen rato, quizás el único aceptable de las últimas semanas. Se quedaron en la ducha durante bastante más tiempo del necesario para sentirse limpios.

¾

Bueno, ya hemos tenido de todo, comida, risas, lágrimas, cine... De todo menos jodienda por supuesto

¾

Bromeó Pedro, mientras buscaban la ropa por la casa

¾

¿Qué tal ahora un poco de conversación? ¿Me explicas por qué has armado todo este lío si no te gusto?

Silvia se quedó quieta, medio agachada, con las bragas a mitad de los muslos. Sintió deseos, casi necesidad de confesarle el infierno por el que estaba pasando; pero encontró las fuerzas para no hacerlo. Después de un momento de vacilación le respondió que era verdad, que tenía un problema (cosa nada difícil de imaginar), pero que no podía contárselo, al menos hasta que no hubiera logrado resolverlo por sí misma, que le hiciera el favor de cumplir con lo que le había prometido y no hacerle preguntas.

Pedro asintió con un gesto de impotencia. En cuanto estuvieron vestidos se ofreció a llevarla a casa en su coche. Hicieron el camino callados, cada cual inmerso en sus pensamientos. Al detenerse en el portal volvió la vista hacia ella y le dijo por lo bajo:

¾

Oye, si alguna vez necesitas algo... Bueno, quiero que sepas que yo intentaría ayudarte.

Silvia lo besó en la mejilla y salió sin responderle.

Atravesó la puerta de entrada y accedió a la zona abierta al público que ofrecía Publicidad Setién. En realidad no sabía por qué estaba allí ni qué esperaba. Era evidente que con Silvia estaba sucediendo algo extrañísimo y la manera en que le había colgado lo había dejado fatal; tanto era así que no había podido resistir la tentación de acercarse a sondear el río revuelto.

Desde aquella increíble escena en el club no había dejado de darle vueltas a la cabeza sin lograr aclararse ¿Cómo era posible que aquel fotógrafo, el Sr. Sagasta, tuviera tanto poder sobre ella? ¿Cuál sería el contenido de la cinta que le había amenazado con mostrar? No cabía duda de que debía ser algo tremendo para que ella estuviera dispuesta a llegar hasta donde llegó por evitarlo. Recordar sus labios cerrándose sobre su polla le había impedido casi por completo conciliar el sueño, y lo había mantenido en un estado de permanente erección durante toda la noche. Deseaba a toda costa repetir la experiencia con muchísima más calma, más dedicación y más variedad de posturas; aquello sólo le había servido para darse cuenta de lo asequible y dulce que era el pastel. Ahora quería rabiosamente saciarse.

La muchacha de la entrada lo reconoció enseguida como uno de los amigos de Silvia y lo invitó a entrar en el área de acceso restringido. Se deslizó pasillo adelante con fingido desenvolvimiento intentando ocultar su inquietud.

Confiaba en que solía improvisar bastante bien, pero le molestaba no traer decidido qué decirle a su "amiga". En principio, entrar por el lado de comentarle el juego en Cd le parecía lo mejor, explicarle que nunca se había referido a otra cosa y actuar después según como reaccionara ella. Era evidente que en absoluto le convenía tenerla cabreada; tenía demasiada influencia en el club, y era ese el argumento que lo había impulsado a ir a verla. Por si accedía a almorzar con él, llevaba arrugadas en el bolsillo sus últimas diezmil pesetas; menos que eso sería un suicidio si se terciaba invitarla. Le molestaba tener tan claro lo que quería: A Silvia abierta de piernas (nada de coloquios, sólo follarla) y no tener ni idea de qué hacer para alcanzar tan placentera finalidad.

Apenas se escuchaba ningún ruido y la mayor parte de las dependencias parecían casi vacías. La hora de salir debía ser a las dos y ya sólo quedarían los últimos rezagados. Con menor esfuerzo del que esperaba encontró el despacho y a punto estaba de llamar a la puerta cuando vio salir de otra parte a Alberto Sagasta. Le dio las buenas tardes efusivamente y se sorprendió al ver una enorme sonrisa en su cara, tal vez de complicidad.

¾

La Señorita Setién se ha marchado. No tiene que venir hasta mañana.

El fotógrafo se dio la vuelta, y caminó con decisión hacia la salida. Quique respiró aliviado. Aunque le resultaba decepcionante que Silvia no se hallara en el edificio, ello lo liberaba de toda tensión. Por un momento pensó que, dado el poder que tenía sobre ella, quizás hablar con Sagasta fuera lo más conveniente, pero ya había desaparecido. Se maldijo a sí mismo por haber dejado pasar esa oportunidad. A punto estaba de seguirlo cuando se dio cuenta de que tenía unas ganas enormes de orinar y abandonó la idea para entrar en los servicios. Siendo sus deseos los que eran, tampoco hubiera sabido cómo sacar la conversación y sólo conocía a don Alberto del breve encuentro en la fiesta. No sabía de ningún motivo por el que aquel hombre fuera a desear ayudarlo. Además, no había prisa, era mejor tomarse tiempo y asegurarse de que jugaba correctamente sus cartas, era crucial ganar la partida; tenía a reventar las razones.

Deshaciéndose estaba de sus urgencias en un urinario cuando una foto, pegada al alicatado, atrajo su atención. ¡Dios santo, si era Silvia! A punto estuvo de mojarse los zapatos. Terminó tan rápido como pudo y la observó con detenimiento. Indiscutiblemente era ella, con un sujetador semitransparente y una cara de puta que, aunque ya le era conocida, deseaba que se le hiciera mucho más familiar. No lo dudó un momento: la despegó cuidadosamente de los azulejos y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. A la entrada, le había sorprendido el parecido que tenía con Silvia la modelo del cartel de ron que había frente a la empresa, había llegado incluso a reírse de sí mismo, a atribuirlo a lo obsesionado que estaba con ella, pero aquello desmontaba cualquier hipótesis casual. ¡Allí estaba pasando algo muy raro y él quería a toda costa sacar tajada! Por lo pronto, aquella foto iba a servirle para hacer mucho más creíble ante Pablo la historia de la mamada; aunque en principio la creyó, después la tomó con escepticismo y eso le había molestado bastante.

Tenía que pensarlo: Alberto Sagasta estaba chantajeando a Silvia, la amenazaba con divulgar una cinta de vídeo cuyo contenido no era demasiado difícil de suponer. Lo del chantaje estaba claro, podía considerarlo un hecho fiable. Ahora acababa de descubrir que también existía material fotográfico, aunque ese debía ser de menor importancia por no ser con él con lo que la amenazó en el club. ¿Qué hacían sus compañeros cuando querían espiar sus trabajos de informática? Buscaban entre sus cosas, especialmente en su papelera, y allí había tantas y tan prometedoras papeleras... Si consiguiera hallar la zona de laboratorios probablemente podría echar un vistazo antes de que se extrañara la chica de la entrada. También había muchos vídeos y ordenadores, lástima que dispusiera de tan poco tiempo.

fedegoes2004@yahoo.es