Moldeando a Silvia (07)

Joven empresaria es convertida mediante chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

XIV

ACUMULACIÓN DE ESLABONES

Le había costado un esfuerzo ímprobo salir de casa. Se había dormido tarde, y tras despertarse había pasado una hora dando vueltas sin lograr decidir qué ponerse. Lo de las botas fucsia lo complicaba todo de una manera tremenda. Estuvo tentada de vestirse directamente como una puta; los hombres solían asustarse de las mujeres de bandera que vestían muy provocativas, pero al final desechó la idea. Se estaban juntando demasiados hombres que no la veían nada inalcanzable.

Las botas tenían una cremallera larga que subía casi desde el tacón hasta la mitad de los muslos, y el color tampoco ayudaba. Se había colocado con ellas ante el espejo del armario y había estado haciendo pruebas. Finalmente se decidió por la falda negra hasta las rodillas y la camisa granate que ahora llevaba puestas. A pesar de la agotadora noche pasada y de las dificultades de vestuario había logrado estar presentable.

Nada más llegar a la empresa, aparcar el coche, se llevó el primero de los golpes de cuántos había de depararle el día: Justo enfrente estaban colocando un cartel gigantesco de los del Ron Maracagua. El corazón le dio un vuelco. Tal como le prometieron su cara iba en sombras, pero casi podían adivinarse los rasgos... El resto era... estremecedor. Ella estaba bajo una palmera, sentada en la posición del loto, mostrando a plena luz sus pechos y con una copa, llena de cubitos de hielo tapándole el sexo. Bajo la copa podía leerse un rótulo que decía: "Bébeme". La cara se le puso del color de las botas. ¿La reconocería la gente? Desde luego era seguro que los del laboratorio fotográfico la habían reconocido.

Tuvo que respirar hondo varias veces y hasta que apoyarse en el coche para no caer. Segundos después se recuperó, al menos físicamente y fue capaz de entrar en el edificio. Sentir los ojos de la gente clavados en ella, preguntarse si la estaban comparando, naturalmente no fue agradable.

Sólo experimentó algún alivio cuando logró cerrar tras ella la puerta de su despacho; total, nadie le consultaba nada, si todo discurría con normalidad podría estar tranquila hasta la hora de la salida. Pero no, las cosas no salieron así ni mucho menos; aún no había conseguido llegar a su sillón cuando oyó que la puerta volvía a abrirse y la voz de Jorge a su espalda:

Ah, buenos días, querida. Me ha contado Alberto que estuviste de fiesta anoche, y hasta el pequeño incidente del calzado... espero que lo pasaras bien.

Lo pasé estupendamente, hijo de puta —le respondió Silvia que estaba de demasiado mal humor para medir sus palabras.

Desde luego vaya modales que gastas. Esa forma de hablar no es propia de la directora de un sitio como este, más bien es propia de... Pero dejemos eso. Te he visto pasar y he entrado a decirte que no llevas las botas correctamente puestas, deben verse en toda su longitud, te recomiendo las mallas o las faldas cortas.

Sí, claro, faldas cortas o mallas, pensó ella; para que fuera exhibiendo permanentemente su desgracia; llevar aquellas botas siempre, para que ni dormida pudiera olvidarse de su situación. Ya se imaginaba que algo así le diría. Mientras hablaba había ido acercándose a ella y ahora le acariciaba el trasero sin disimulo. La carne parecía arderle allí dónde tenía la mano.

Sí, vale —respondió ella echándose atrás— veré lo que puedo hacer a partir de mañana.

Bien, estoy seguro de que encontrarás algo más adecuado en tu ropero. Aparte de eso hay otro pequeño asunto...

¿Otro asunto? ¿Y qué otro asunto podría haber? ¿Qué nueva tortura le tendrían preparada? Se dejó caer abatida en su sillón e hizo la pregunta intentado aparentar indiferencia:

— ¿De qué se trata?

¿Recuerdas a Pedro, el guionista? —Le preguntó Jorge, a su vez.

Sí, claro que lo recordaba. Era un cuarentón bastante feo, y tímido al que sólo veía de tarde en tarde. La zona del edificio en la que trabajaba quedaba bastante apartada. Parecía un tipo bondadoso, uno de esos hombres cuya pusilanimidad la asqueaba.

¿Y qué pasa con él?

Con él, lo que es pasar no pasa nada, pero pasará —dijo Jorge, apoyando sus palabras con un gesto autoritario—. Pasará que te lo vas a ligar en la media hora del bocadillo y te lo vas a llevar a la cama. Él sale a las dos, y a ti te damos la tarde libre para que puedas "atenderlo". Queda citada con él para la hora de la salida. Es... eres una pequeña sorpresa; no sabe absolutamente nada.

Al menos era sólo un hombre, pensó Silvia, aunque eso sí, cuidadosamente elegido para serle desagradable. Pero ella, al fin y al cabo, no era ninguna niña mojigata... Eso podría hacerlo, sería asqueroso, pero podría. Desde luego ni se le pasaba por la imaginación negarse, sabía positivamente que, si lo hiciera, ellos tardarían minutos en encontrar algo mucho más degradante a lo que obligarla.

¿Y si no consigo enrollarlo? ¿Si no acepta la cita?

Silvia, demonios ¿Es que tienes que estar siempre poniendo objeciones? Los dos sabemos perfectamente que para mujer como tú ligarse a alguien como Pedro es como pescar en un barril.

Sí, eso era cierto. Sacarle una cita a Pedro, probabilísimamente, iba a ser pan comido. Lo otro... bueno, lo otro ya sería una mera cuestión de estómago y, después de lo que llevaba pasado, no cabía duda de que era capaz de resistirlo. Podía hacerse.

Bueno, visto que no tienes ninguna duda me largo —dijo Jorge, a modo de despedida— Ah, y me parece todo un progreso que, al menos por hoy, no haya tenido que amenazarte con nada. Veremos que tal te portas—. Un instante después salía del despacho.

Por primera vez en los últimos días tuvo Silvia ocasión de pasar sola un rato. Los acontecimientos se habían sucedido vertiginosamente sin que le hubiera dado tiempo siquiera a llorarlos, mucho menos a reflexionar sobre ellos. Las lágrimas era mejor dejarlas para luego, pero reflexionar, en cambio, era vital en la situación en que se hallaba, el único camino hacia liberarse. Se respaldó en el sillón e hizo firme propósito de no dejarse dominar por el dolor ni por la emotividad; era dura, pero no tanto como para atreverse a revivir la cadena de vejaciones que llevaba sufridas; ya era suficiente con que esas imágenes la acosaran en sus pesadillas, despierta... despierta le urgía demasiado encontrar soluciones como para poder permitirse el lujo del recuerdo.

Para empezar, era evidente que algo se estaba cociendo respecto a ella. La habían dejado en paz durante casi quince días, y después, a partir de la salvajada de casa de Alberto, la catarata de amenazas y humillaciones no había cesado ¿Por qué ese cambio de estrategia? ¿Tan vulnerable la habían visto? Y ahora, nada más llegar, se veía empujada hacia la cama de Pedro ¿Por qué razón?

Había algo de todo aquello que se le estaba escapando, algo crucial. Anoche, al final las cosas casi llegaron a enmendarse. Por supuesto lo de Pablo y Quique, sus cuchicheos, había sido horrendo; pero, en cuanto dejó a Rita en el sillón que presidía el acto, pudo ir al excusado, enjuagarse la cara y regresar de otro talante. Alberto, una vez hecha la faena, había desaparecido si dejar rastro y eso la ayudó a tranquilizarse. Motivos para estar asustada le sobraban, pero después de todo no era seguro que nadie se hubiera fijado en su mancha, ni mucho menos que fuera eso lo que Pablo y Quique comentaban. Había estado demasiado obsesionada, nerviosa, como para poder interpretar los hechos correctamente.

En la cena, la habían puesto al lado de un antiguo conocido que era abogado, y había pasado charlando con él el resto de la noche, hasta habían bailado juntos. Valiéndose de artimañas, y de modo informal, había aprovechado para sacar a colación que a un empleado suyo le habían robado un reportaje fotográfico, que la ladrona era una examante, y que el reportaje estaba registrado ¿Merecía la pena denunciarla? Él le respondió que sí, que hechos de esa clase podían y debían denunciarse, que la única pena era las limitaciones que tenía la Ley de la Propiedad intelectual, y que a la susodicha, si carecía de antecedentes, difícilmente le caería más que el pago de una multa y una indemnización.

Había respirado aliviada y, de manera casual, había logrado resolver sus dudas legales sin ningún coste. Lógicamente, lo que la ley no podía prever era el precio social que una mujer como ella tendría que pagar por verse sometida a un proceso de esa índole, y mucho menos por perderlo. A pesar de haber despejado esa incógnita, no dejaba de reconocer que se le estaban acumulando demasiadas preguntas, la más delicada quizás la de no saber si había sido verdaderamente casual la aparición de Alberto en el club y, si no, el motivo. Se le antojaba difícil que conociera a Quique de antes, y casi imposible que fueran cómplices. Pero aún había más: Jorge había dicho algo que merecía la pena pensar con cuidado, había dicho que Pedro no sabía absolutamente nada. Si era cierto, eso quería decir que no todos los empleados estaban al tanto de su situación, probablemente sólo la conocerían aquellos a los que quiso despedir; pero los otros, a lo sumo, escuchaban música y no sabían por dónde; ese era un escenario bastante menos malo que el que había creído hallarse. Bruscamente, el timbre del teléfono sonó a su lado y ella, sorprendida, dio un respingo. Carraspeó un par de veces antes de cogerlo.

¿Silvia? —Dios, era su padre.

Sí, papá, soy yo ¿Cómo estás?

¿Cómo quieres que esté? Hecho unos zorros —respondió el viejo—¿Por qué te has prestado a que te hagan fotos como la del cartel del Ron?

No me presté, papá, la modelo se parece un poco a mí, nada más.

No me niegues lo evidente, y menos aún pretendas que yo no reconozca a mi propia hija, ni el trabajo de mis profesionales. Además ¿Por qué estás haciendo lo contrario lo que dijiste que harías, por qué no estás reestructurando la empresa?

Papá, por Dios —respondió ella, con tono cansado— hiciste demasiadas cosas bien como para que me sea fácil cambiarlas de un plumazo. Todo era más sencillo desde fuera; este sillón te hace cambiar la manera de ver las cosas. Deberías saberlo.

No intentes darme coba —respondió su padre—. Ahí están sucediendo cosas muy raras y mañana, al medio día, me haré llevar al despacho. Me lo explicarás todo, y si encuentro lo más mínimo que me desagrade, volveré a ocupar yo la dirección. Adiós.

¿Papá, papá? —El tono de vía libre fue la única respuesta, había colgado.

Mierda. Si había algo que no se sentía capacitada para resistir era el tener a su padre, en su silla de ruedas, husmeando por los pasillos. Tardaría minutos en darse cuenta de que aquello era un patio sin vallar, y de que ella no tenía ni idea de qué se estaba haciendo. La mandaría a enterrarse a Villamela, a la casa familiar, para que vistiera santos allí junto a su hermana Alicia y con los loros del pueblo. Y eso era sin ponerse en lo peor, sin que descubriera lo que en realidad le estaba pasando... porque si sobrevivía sólo media hora a ese descubrimiento era seguro que la desheredaba, que dejaba de considerarla su hija y se desentendía hasta de sus gastos (que no eran pequeños).

Lo mirara por dónde lo mirara su padre, involuntariamente, era quien debilitaba su posición hasta un extremo insostenible. En realidad, había sido por él que estaba metida en ese atolladero; porque fue su salud, el disgusto que se llevaría, el argumento definitivo que usó Jorge cuando estaba a punto de irse de casa de Alberto. De no ser por él se habría negado a entrar en el juego, habría asumido el daño de una denuncia por plagio y las cosas serían muy distintas. La solución más sencilla: contar la verdad, suplicar la ayuda de su padre, se le antojaba tan aterradora como el mismo chantaje que la hacía necesaria.

De pronto, una idea cruzó por su mente: Carditone, ese era el nombre de las cápsulas que él debía tomar cuando tenía un ataque. Total ¿qué más daba? Si se enteraba de lo que le estaban haciendo Alberto y Jorge se moría sin que cupiera duda ¿Qué tenía de malo que falleciera, con menos dolor, antes de cambiar el testamento? ¿Qué tenía de malo que no llegara a saber del infierno por el que atravesaba su hija? Obviamente nada. Y además, podía ser todo tan fácil... tan fácil como coger las cápsulas y rellenarlas de azúcar. Iba a venir mañana a verla, y era seguro que se iba a alterar mucho, iba a necesitarlas... Además, también sucedía otra cosa: si él moría ella volvería a ser una mujer libre. El robo del reportaje la marcaría, pero podía zanjarse con dinero; el material pornográfico arruinaría para siempre su vida social, pero seguiría siendo la propietaria de una empresa como Publicidad Setién, eso nadie podría quitárselo. Conservar la empresa significaría seguir teniendo ante sí una vida, no tan prometedora como la de antes, estaba claro, pero era joven y acabaría por rehacerse. Se le hizo un nudo en la garganta: La muerte de su padre era la llave de su libertad.

Llegar a esa conclusión le produjo una enorme inquietud. Ella podía ser fría, incluso despiadada, pero nunca antes había pensado en matar a nadie, y mucho menos a su propio padre. En cierto modo la idea la sobrecogía, su irreversibilidad la aterraba, pero muchos motivos de orden pragmático le exigían llevarla a cabo. Un solo momento podía valerle una vida; jamás haría mejor negocio. Por suerte estaba acostumbrada a dejar al margen sus emociones, a no sucumbir a los embates de su sensibilidad (rara vez demasiado intensos); sólo el tiempo lograba mediar entre el raciocinio y el acto. Abrió el cajón de la mesa y extrajo el tarro de cardiotone, se quedó mirándolo unos segundos. Se daba cuenta de que aquel era un paso de enorme gravedad, cuyos riesgos y consecuencias debería sopesar con cuidado; pero la situación era tan desesperada... Su padre vendría mañana, y eso le imponía un plazo brevísimo. Tenía que actuar o asumir el desastre, no le quedaban más opciones. Además, ella sospechaba que sólo existía una forma de matar: abandonar toda duda y operar con una precisión fanática. Actuar, actuar, esa era la única forma de salir de la trampa.

Estaba nerviosa. No quería hacerlo, pero ya tenía una enorme experiencia en hacer cosas contrarias a sus deseos, y era de eso de lo que pretendía librarse. El temblor de sus manos no le impidió coger azúcar de la cafetera e ir rellenando las cápsulas. Diez minutos bastaron, fue fácil. El tarro adulterado volvió a ocupar su sitio en el cajón, y se le escapó una lágrima, se le agolparon en la mente imágenes de su niñez, de una época en que su frialdad aún no había nacido; era lamentable que no le quedara otro camino, tener que empezar a cargar con el peso de la culpa, aunque la culpa fuera mucho más liviana que la realidad.

Eran las once menos diez. Maldijo a Jorge por imponerle el trago de seducir a Pedro en un momento en el que tenía que tomar tan salvaje determinación. Había llegado la hora de hacerse la encontradiza en la cafetería y no podía dejarla pasar. Levantarse del sillón le costó un trabajo indecible; el tubo de pastillas la llamaba, la sumergía en un mar de indecisiones en el que sólo podía ahogarse, descender como un trozo de plomo, arrastrada por sus propios instintos. Debía estar atenta a lo que iba a hacer, tenía que arrancar todo aquello de su mente por mucho que le costara.

Llegó antes que Pedro y no supo en qué emplear el tiempo. El local estaba lleno, las mesas ocupadas; desistió de emprender la lucha por conquistar un lugar en la barra. Si llegaba a acomodarse en alguna parte, después le iba resultar casi imposible acercarse al guionista. Fue a la cabina e hizo como la que telefoneaba. Cuando un hombre se puso a la cola colgó precipitadamente y entró en los servicios. Se echó agua en la cara; estaba demacrada. El dolor constante de los últimos días, el miedo, los insomnios, empezaban a cobrar su factura. Visiones inconexas la asaltaban: el rostro de su padre mezclándose con el suyo propio, con sensaciones vividas en la casa de Alberto, aquella noche fatídica en que le fue arrancada una parte de ella imposible de recuperar. Pero no era momento de nada de eso, tenía que tranquilizarse, reconstruir a la mujer hermosa, segura de sí misma que había sido siempre.

Nada más salir vio a Pedro charlando con otro hombre. Se acercó a ellos e intentó pegar el oído. Estaban hablando de cine. Pedro discutía acaloradamente acerca de las ventajas que ofrecía no cerrar demasiado los guiones; decía que, cuando se contaba con un equipo eficiente, este aportaba ideas y los mejoraba. Eso era lo que había hecho de Casablanca una película genial.

Perdonad que interrumpa —intervino—. Creo que nunca Bogart volvió a interpretar un personaje tan humano ni tan creíble. Quizás, si introdujo muchos cambios, se interpretó a sí mismo.

¡Hey! —Exclamó Pedro, sorprendido—. Nunca supuse que te gustara el cine y menos el clásico.

Ya — respondió ella, con tono de impotencia—. A los economistas sólo nos gusta matar de hambre a la gente. El amor por el arte se queda para nuestras víctimas.

Pedro pareció confuso. Su cara exhibió tan a las claras la sorpresa que Silvia aceptó como cierto que no sabía nada. Se le antojó que casi podía ver sus pensamientos, le manera frenética con que buscaba una respuesta para no quedar como un imbécil delante de la directora, que además era tan campechana, y tan guapa...

Sí —respondió rápidamente—, y los escritores, los guionistas, somos personas inteligentes, sensibles, y con una gran facilidad de palabra ¿De verdad te gusta Casablanca?

Silvia ya había conseguido centrarse en la conversación y tenía claro lo que debía responder. Extrañamente, y a pesar de tener un físico que era una ruina, Pedro no le resultaba del todo desagradable; tenía una mirada jovial, y parecía simpático además de bondadoso. El tipo de hombre que a veces elegía como souvenir.

Pues sí, la vi hace siglos y me encantó. Lástima que no la tengo en vídeo porque me encantaría refrescarla.

Pedro miró hacia todos lados como si no pudiera creer lo que le estaba pasando. Daba la impresión de que Silvia Setién estaba intentando propiciar una cita. ¡Qué raro! De todos modos aparentó querer jugar sus cartas con precaución. Con mujeres así se estaba siempre demasiado cerca del ridículo.

Bueno, por supuesto yo sí la tengo. Si alguna tarde te apetece pasas por casa y la vemos.

Hagamos una cosa —respondió ella con la más pícara de sus sonrisas—, yo te invito a almorzar y tú a café y cine ¿Hace? ¿Puede ser hoy mismo?

El pobre hombre estuvo a punto de atragantarse con la tostada, y sólo su edad, su experiencia, le permitió ahogar la alegría que pugnaba por aflorar a su rostro. Claro que le era oportuno quedar con ella ¿Qué hombre en el mundo no dejaría plantada a su mamá enferma por pasar una tarde con una mujer así?

De acuerdo. Pasaré por ti a la salida.

A Silvia representar aquella pantomima la dejó exhausta. La sonrisa le duró lo que tardó en despedirse y darles la espalda. Era increíble que ella ¡ella! Se viera reducida a eso, a sacarle una cita a cita a Pedro como si fuera de su mismo nivel social, como si fuera joven, y guapo, y tuviera dinero. Curiosamente, en el aspecto práctico le había resultado hasta fácil hacerlo, una mera cuestión de poner el piloto automático y dejar que sucedieran las cosas; el aspecto moral no tenía tiempo de analizarlo, estaba demasiado obsesionada por lo que guardaba en el cajón de su mesa.

No se sintió capaz de dirigirse directamente a su despacho, de afrontar la terrible realidad de sus actos. Quizás fue por ver la cafetería, a la gente moverse en su salsa cotidiana que le resultó inaceptable la idea de que ella hubiera tomado la decisión de matar a su padre. ¿Estaba dispuesta a hacerlo? ¿Podría realmente llegar hasta ese extremo? Embocó el pasillo de las oficinas sintiendo cada metro como un enemigo, como un océano de indecisiones en el que sólo le era posible ahogarse. No se atrevía a alzar la vista, sabía decenas de ojos escrutadores estarían clavados en su cara, y, lo que era peor, su trayecto terminaba en el tubo de pastillas, aquel tubo infernal que la precipitaba hacia un crimen horrendo, hacia lo desconocido.

Resistir la presión se le hizo insoportable. Bruscamente tomó un desvío y entró en los servicios de señoras. Se encerró por dentro, bajó la tapa del inodoro y se sentó a llorar. Por primera vez en su vida empezó a jugar con la posibilidad del suicidio...

No podía matar a su padre. Había sido capaz de rellenar las cápsulas porque eso era todavía reversible. Pero ofrecerle una... Eso era otra cosa. Ella podía ser una hija de puta, hacía tiempo que se había dado cuenta de que lo era, pero atreverse a cometer un asesinato en la persona de un ser querido... Era demasiado incluso para ella. Hizo un esfuerzo supremo por dejar de llorar. Tenía que pensar, pensar, pensar, hasta hallar otra solución. Se secó las lágrimas con papel higiénico; tras un par de suspiros alumbró la idea de que quizás no hubiera aún agotado sus bazas negociadoras; quizás, si abiertamente les ofrecía el control de la empresa ellos se conformarían y la dejaran en paz. Ya sabía que tenía que perder algo para conservar algo, o la empresa o su reputación; a una de las dos cosas debía renunciar. Naturalmente tenía fundados motivos para esperar que no aceptarían, pero debía jugar esa carta antes de apelar a una medida tan extrema como la del parricidio.

Tras un par de minutos de respirar hondo logró serenarse y recomponer su apariencia. Salió del excusado con decisión y entró sin llamar en el despacho de Alberto. Sabía que él, sin duda, era el cerebro de toda la operación. Jorge no era lo bastante inteligente como para tramar algo como lo que le habían hecho. Era con Alberto con quien debía hablar. Él estaba sentado tras su mesa de escritorio examinando una fotografía, y sonrió al verla entrar.

¾

Ah, señorita Setién, encantado de su visita. Puede y debe usted sentarse.

Silvia tomó asiento nerviosamente. Empezó a hablar sin tener una conciencia clara de lo que quería decirle. Su propia voz le sonó ridícula e infantil. Propuso que se quedaran con Publicidad Setién, ella seguiría aparentemente como directora, pero jamás intervendría en nada. Él y Jorge podrían hacer lo que quisieran con la empresa con tal de que la mantuvieran informada, para que ella pudiera defender ante su padre esa componenda. A cambio de la tranquilidad que les daba de que no interferiría con sus decisiones sólo quería que la dejaran en paz, que cesaran las amenazas, los chantajes, y sobre todo los abusos de naturaleza sexual. Sabía reconocer sus pérdidas y adaptarse a nuevas situaciones.

Alberto escuchó la perorata con una mueca irónica. Silvia siguió murmurando incoherencias histéricamente, hasta que al final acabó por callarse.

¾

Bien

¾

replicó Alberto, con displicencia

¾

. Nos ofreces la dirección de la empresa, cosa que ya tenemos, para salvarte tú, y a ti también te tenemos. Pareces traerlo bien pensado ¡Menudo negocio que pretendes hacer!

¾

Exclamó poniéndose en pie y dejando caer la fotografía que sostenía entre las manos. Silvia enrojeció de vergüenza, era la foto del cartel del ron.

¾

Pero eso es imposible ¡Imposible!

¾

Chilló histérica

¾

. Ustedes no pueden creer que seréis capaces de esclavizar a alguien en estos días; lucharé, renunciaré a cosas; no lo conseguiréis. Es imposible

¾

repitió machaconamente.

Sus protestas se vieron interrumpidas por una súbita explosión en su mejilla. No supo que había pasado hasta que, recostada en el sillón, comprendió que Alberto acababa de abofetearla. En el acto volvió a romper a llorar. La voz de Alberto sonó inflexible:

¾

Lo siento, cree que me molesta tener que hacer esto. Los golpes son la especialidad de Jorge, es su terreno, pero estabas histérica, y lo que es peor: me estabas aleccionando. ¿Acaso te crees en situación de decirme lo que puedo o no puedo hacer?

Silvia ya no sabía qué creer.

¾

Por favor, por favor, te lo suplico: acepta, ya ganáis mucho, haz que me dejen en paz. Te lo suplico, acepta.

Alberto se sentó de nuevo y volvió a esbozar una sonrisa, esta vez de suficiencia.

¾

Eso está mucho mejor. Cuando se te ayuda captas las ideas a la primera. Realmente las súplicas son el camino más adecuado que te queda. Somos gente generosa, Jorge aprecia a tu padre y por ahí lo tienes todo ganado. Para demostrarte mi buena voluntad voy a hacerte una contraoferta más realista que la que tú me has hecho a mí: Un armisticio. Tú permaneces como directora de nombre y nosotros congelamos las actividades en tu contra; mantendremos discreción absoluta sobre el material que tenemos contra ti, y no crecerá el círculo de los que ya conocen su existencia. Sólo tendrás que estar disponible para los que ya te hemos usado. Permanecerás así durante unos meses, hasta que yo me convenza de tu obediencia, y de la sinceridad de tus súplicas, hasta que me cerciore de que has cambiado. Entonces, te lo devolveré todo y serás libre. Pedro será el último de tus... llamémoslos inquilinos

¾

dijo al fin encogiéndose de hombros

¾

, ya es un compromiso adquirido que tendrás que cumplir. Naturalmente, el menor signo de rebeldía por tu parte dejaría en suspenso este pacto, al menos mientras no hubiera una reparación adecuada. Esta es una última oferta no negociable. Creo que te conviene aceptarla.

Silvia aceptó. ¿Qué otra cosa podía hacer? A pesar de su llanto, de la enorme depresión que le producía todo aquello, no dejaba de reconocer que salía ganando y que era una enorme tranquilidad el saber que el círculo de sus torturadores no iba a seguir creciendo. Además, si las palizas no eran demasiado constantes, quizás pudiera resistirlo, al menos mientras no encontrara ninguna solución mejor. Después de todo, sin introducir a más gente, sin ponerla en evidencia, no podrían hacerle nada más vejatorio que lo que ya le habían hecho, habían llegado a una especie de tope del sadismo que ya no podrían superar.

Una cosa estaba clara

¾

pensó mientras abandonaba la habitación

¾

: Pasara lo que pasara no era capaz de matar a su padre. Mejor clausurar cuanto antes la nefasta idea de las cápsulas. Volvió a salir del edificio y compró en la farmacia de al lado una caja de Aspirina y otra de Carditone para sustituir a las adulteradas. Una vez en su despacho abrió el cajón de su mesa y a punto estaba de hacer el cambio cuando el teléfono empezó a sonar con estridencia.

¾

¿Sí?

¾

Hola. Soy Quique

¾

Sonó alegre su voz en el auricular

¾

. Te llamo por si te apetece que pase a recogerte y comamos juntos.

Silvia hizo una mueca de contrariedad. ¿Sería posible que ese idiota no se diera cuenta de que no quería nada con él? Enseguida se le vinieron a la mente los motivos por los que era probable que se hubiera hecho una idea equivocada...

¾

Lo siento, chico, estoy cargadísima de trabajo. Quizás en otra ocasión.

¾

Venga, mujer, anímate; así descansas un rato

¾

insistió Quique

¾

. Lo de tu regalo de cumpleaños estuvo genial.

Aquello fue demasiado. Que tuviera la desvergüenza de recordarle la porquería a la que se vio obligada era más de lo que podía soportar. Sin que pudiera evitarlo salió a relucir la niña caprichosa, engreída que seguía llevando dentro:

¾

Vete a la mierda, imbécil

¾

le contestó con ira

¾

. Nunca me recuerdes eso, nunca; y sobre todo que te quede claro que jamás se repetirá. ¿Captas la insinuación?

¾

Pero mujer, por Dios

¾

protestó Quique

¾

, yo me refería al juego en Cdrom, que está divertidísimo. Deberías verlo...

Silvia no le dio tiempo para terminar la frase y colgó bruscamente el teléfono. ¿Sería posible que tuvieran que estar siempre presionándola con las mismas guarrerías? ¿Serían así todos los hombres o era que ella había tropezado con los peores? ¡Qué asco! Tan bien trajeados, tan respetables y en el fondo tan podridos. Y ahora ella dependía tanto de encontrar en la gente un ápice de bondad, su situación era tan vergonzosamente débil...

Se dejó caer en su sillón y se echó hacia atrás. Necesitaba relajarse, descansar; tenía que disponer su mejor cara para dentro de un par de horas: el momento en que Pedro vendría a buscarla para el almuerzo. Dios: ¡qué horror, tener que acostarse ahora con ese mequetrefe! ¿Acabarían alguna vez sus desgracias? Abrió la caja de aspirinas y se tomó un par de pastillas. Algo hueco le dolía en la cabeza.

fedegoes2004@yahoo.es