Moldeando a Silvia (06)

Joven empresaria es convertida mediante chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

XIII

LUCHANDO POR LA LIBERTAD

Le costó un esfuerzo enorme decidirse a despertar. Se sentía amodorrada, agotada; era consciente de estar en su cama, pero también de que habían sucedido cosas horribles, cosas que no se atrevía a afrontar despierta. Estuvo un rato dando vueltas intentando volver a dormirse, cerrarse a la realidad.

Lo primero que vio al abrir los ojos fueron las botas fucsia colocadas en el suelo, aquellas botas de prostituta, y le entraron ganas de volver a cerrarlos. En el acto regresó a su memoria toda la noche pasada, el modo en que Juan y Benito la habían levantado del suelo y traído hasta su casa. Jorge también los había acompañado y le había dicho por el camino que le concedían el día libre, no tendría que aparecer por el trabajo pues comprendían que debía estar exhausta. ¡Cuánta magnanimidad! Después, la habían soltado como un fardo a la entrada de su apartamento y ella tuvo que arrastrarse por sí misma hasta la cama, y que buscar a tientas la caja de somníferos.

Volvió la vista hacia el despertador. Eran las doce de la mañana. Tenía que haber dormido casi diez horas. Fue al baño y se dio una larga ducha. Esta vez, a diferencia de la anterior, no encontró ninguna marca en su cuerpo que delatara los excesos sufridos; su mente, en cambio, apenas se atrevía a sacarlos a la luz. La ducha le sentó bien, le hizo volver a sentirse humana, limpia, y con un gesto de rabia arrojó a la basura la ropa de la cama. No quería volver a dormir nunca más sobre aquellas sábanas.

Se hizo un café, y el primer sorbo que dio acabó de traerla del todo al mundo de los vivos. El terror se le enredó en el estómago. ¡Había sido una estúpida! Lo que aquella gente quería no era mangonear Publicidad Setién, era obvio, lo que intentaban era convertirla en una especie de esclava sexual. Desde el principio todos los signos lo habían indicado, aunque... ¿Cómo podían pretender algo así en estos tiempos? En realidad, no era extraño que le hubiera costado trabajo decidirse a aceptar una posibilidad tan descabellada. Pero no era momento de entregarse a autoindulgencias. Las cosas habían ido demasiado lejos y no sabía por cuánto tiempo sería capaz de resistir algo así; los perjuicios psicológicos podían llegar a ser inimaginables. ¡Tenía que luchar! Ya no se trataba de la empresa, ni de su reputación, probablemente ambas cosas estuvieran ya perdidas; tenía que luchar por su vida. Porque era su vida lo que estaba en juego, no le cabía esperar piedad de aquel atajo de sádicos.

Dejó la taza vacía en el fregadero y volvió a sentarse junto a la mesa de la cocina. Tenía que pensar, pensar y sobre todo actuar con rapidez. Se le antojaba evidente que, de una manera u otra, tendría que renunciar a algo, que su vida entera tendría que cambiar en los próximos meses. Una cosa había que estaba clara: Tenía que buscar ayuda, que atreverse a confiar en alguien, aquello excedía lo que era capaz de afrontar por sí misma; además, le costaba un esfuerzo ímprobo controlar el miedo, serenarse lo suficiente para pensar con lucidez. Era ayuda, sobre todo, lo que más le urgía encontrar.

Repentinamente, sonó el telefoniyo y se echó por encima el albornoz del baño antes de descolgar. Era un repartidor de "El Corte Inglés", que venía a traerle un vestido que había comprado hacía poco. En el acto se le vino a la memoria que era esa tarde la coronación de Rita. Lo último que le apetecía era tener que asistir a la estúpida fiesta, pero se había comprometido y ya no había más remedio. Un instante después estaba desdoblando sobre la cama el hermoso vestido blanco que había elegido para la ocasión. Quizás, si no estuviera tan cansada, si no tuviera tantas cosas que hacer, hasta le hubiera venido bien olvidarse por unas horas de su privadísimo desastre, vivir tal y como lo había hecho siempre.

Bien, la fiesta era a las ocho. Tenía tiempo de buscar un detective en las páginas amarillas, almorzar en cualquier sitio, y después ir a verlo. Estuvo un rato llamando por teléfono a distintas agencias, sin conseguir que ninguna le diera cita antes de las siete, momento en el que tenía que empezar a arreglarse. Finalmente, hacia las dos de la tarde, una voz masculina aceptó darle hora para las cinco, y ella aceptó con satisfacción.

Tal y como tenía previsto, a las cinco menos diez y con la hamburguesa dándole vueltas en el estómago estaba en la Calle Barquillo. Había comido sin hambre en un Mc Donald próximo, pensando en la entrevista y sin lograr decidir cuánto debía contar al investigador privado.

El portero la hizo pasar y ella tomó el ascensor con toda normalidad. Iba correcta aunque informalmente vestida, había hecho caso omiso de la orden de Jorge de no salir sin las botas fucsia; después de todo no iba a verla nadie de la empresa y, aunque se las hubiera puesto, después habrían sido totalmente incompatibles con el vestido de noche que llevaría a la fiesta ¿Qué importaba empezar a arriesgarse desde una horas antes?

La agencia estaba ubicada en un piso del bloque y un hombre gordo, que se presentó a sí mismo como Gerardo Villanueva, le abrió la puerta casi instantáneamente. Enseguida estuvo sentada ante él, en su despacho y sin saber por dónde empezar.

—Me llamo Silvia Setién —logró articular al fin—, dirijo la empresa de mi padre y me están haciendo chantaje...

Mal que bien, como pudo, fue contándole a don Gerardo la manera en que se había metido en todo aquel embrollo. Al llegar a la parte en que ella robaba el reportaje de Alberto titubeó, pero fue capaz de seguir. Eso sí, más adelante decidió que no era necesario decir nada de Jorge, ni del terrible episodio de la noche pasada. Bastaba con que supiera que Alberto la había chantajeado con lo del plagio y con fotos comprometedoras, que la había forzado a seguir acostándose con él.

El detective escuchó la historia con escepticismo, haciendo preguntas aquí y allá, pero sin tomarse demasiado interés. Cuando Silvia dejó de hablar su consejo fue tajante:

—Acuda a la policía.

Silvia protestó. No quería confesar lo del plagio, no quería que se divulgara cierto material comprometedor, necesitaba resolver aquello con la mayor discreción posible.

¾

Mire, señorita —respondió don Gerardo—, el plagio es un delito, y el chantaje otro aún mayor. Debe comprender que no puedo hacer nada por usted porque no tengo caso. Hay agencias (desde luego no la nuestra), compañeros de profesión que estarían dispuestos a usar medios... llamémoslos expeditivos para recuperar el material comprometedor, pero ¿Cómo se deshace un acta en el Registro de la propiedad intelectual? Créame, acuda a la policía y confiéselo todo, es lo mejor que puede hacer.

Todavía estuvo un rato más remoloneando, dando vueltas, pero el detective no modificó su dictamen. Al final acabó rogándole que se callara. Él mismo se movía por los límites de la ilegalidad. La ley lo obligaba a denunciar hechos delictivos si le parecían dignos de crédito.

Silvia se sintió decepcionada, pero no se lo tomó mal. Después de todo ya se temía que un detective no podría ayudarla. Un abogado sin embargo... Un abogado podría informarla de las consecuencias que tendría una denuncia por plagio. Le era muy necesario saber eso, antes de decidir el próximo paso. A pesar de todo estaba contenta, estaba luchando con las armas de que disponía, estaba en la dirección correcta y esclavizar a alguien, en estos tiempos, tenía que ser imposible. Más pronto o más tarde hallaría un camino que minimizara los daños.

Pagó diez mil pesetas a don Gerardo por la consulta y salió de allí. En la misma Calle Barquillo encontró una tienda de ordenadores y compró un juego de última generación para Quique; era su cumpleaños y recordaba haber sido un poco dura con él el día que fue a verla. No era momento de ganarse nuevos enemigos, era de enemigos, precisamente, de lo que andaba sobrada.


A pesar de ser muy amplio, el despacho de Alberto rebosaba de gente. Estaban allí Jorge, Carmen, Juan, Benito, y otros siete hombres que completaban la lista de despedidos que hiciera Silvia. Acababan de ver el vídeo de la noche anterior y todos sonreían, bromeaban, y hasta pedían cita para "despachar" con la directora. Todos estaban contentísimos, salvo Alberto; él, parecía preocupado y se mantenía aparte del jolgorio. Cuando consideró que ya habían tenido suficientes celebraciones levantó la voz por encima del murmullo:

— Todos estamos muy alegres por lo de ayer, yo también lo estoy; pero una cosa os digo: eso fue ayer. Hasta ahora Silvia había estado a la espera de acontecimientos y sin saber qué carta quedarse, hoy eso ya es historia. Debe estar destrozada, pero no es ninguna tonta y lo que hemos hecho ha sido lisa y llanamente mostrarle nuestras cartas, obligarla a combatir.

¿Qué intentas decir? —Preguntó Jorge, al que la experiencia había enseñado a tener en consideración las opiniones de su amigo.

Intento decir que, al margen de las apariencias, nunca hemos corrido peligro tan grave de que se nos escape. Va a empezar a buscar salidas como una loca y, si le damos tiempo, hallará alguna, se dispondrá a hacer sacrificios.

Un silencio denso cayó sobre la reunión. Nadie sabía como responder a Alberto, nadie salvo Carmen que ocupaba uno de los escasos sillones, y que ya había estado barajando esas hipótesis:

¾

¿Y cómo sabemos que es tan dura? ¿Quién nos dice que ahora mismo no está tirada en su cama, llorando y aterrorizada de nuestras órdenes?

¾

Hay una manera de saberlo —respondió Alberto—. Si esta tarde aparece por la fiesta para la que está citada, si no lleva sus botas, eso querrá decir, inequívocamente, que está entera y dispuesta para la lucha. Por cierto —continuó con una sonrisa maliciosa—, no os he comentado que me he hecho socio del club de hípica y que tengo intención de aparecer por la fiesta.

Una vez más Jorge volvió a admirar a su amigo; tenía un sentido de la previsión que lo dejaba pasmado. A pesar de ello, él era un hombre eminentemente práctico y no veía con claridad qué camino debían seguir.

¾

Eso está muy bien pero, si llega a ir ¿qué hacemos? —Preguntó.

¾

En mi opinión, asista o no a la fiesta, sólo nos queda una opción: No darle tiempo, golpearla psicológicamente de una manera tan brutal que ni siquiera conciba la idea de la rebelión. Si cometiera algún error adicional, si nos diera algo más consistente, más sólido con que amenazarla, entonces podríamos permitirnos actuar con más lentitud, con mucha mayor crueldad. En realidad, sería lo más deseable.

Aquello fue música para los oídos de Jorge, precisamente lo que él quería, poder empezar a arrastrar a su furcia particular por todas las humillaciones imaginables. Asintió encantado e hizo su propuesta:

¾

Mañana, dentro de la política de "mantenerla ocupada", podríamos hacer que se acostara con Pedro, el guionista. No estaba entre los despedidos pero es muy buen compañero y le vendría bien un esparcimiento.

Alberto dio su conformidad. Pedro era un cuarentón muy tímido, con bastante tripa y poquísimo éxito con las mujeres. Proporcionarle a Silvia era un acto de caridad, ofrecerle un polvo magnífico, además de algo muy humillante que hacerle a ella. A pesar de eso había algo que no acababa de convencerle: Si le daban a Silvia tantas palizas tan seguidas iban a quemarla antes de haber empezado. Causarle daño como para mantenerla aterrada pero sin destruirla iba a ser un equilibrio muy difícil de lograr; ojalá surgiera pronto otra estrategia que pudiera aplicarse. En ese momento, otro hecho relacionado se le vino a la memoria y lo puso en conocimiento de sus compañeros:

¾

Ah, olvidaba decíroslo, a primera hora dieron los del Ron Maracagua el visto bueno a la segunda fase de la campaña. Mañana empezarán a colocarse los nuevos carteles.

La carcajada fue casi general y los comentarios de la concurrencia llegaron casi a ahogar su voz. Esta genérica locuacidad le hizo reparar en otro asunto no menos delicado. Esperó un poco a que disminuyera el jaleo y expuso lo más eficazmente que pudo el motivo de su inquietud.

¾

Quiero insistir en que no nos dejemos llevar por el triunfalismo. Nada de lo que sucede debe salir de ésta habitación. Hasta ahora lo único que sabe el resto de la plantilla es que tenemos bajo control a Silvia, pero no los motivos; eso debe seguir así. Hemos diseminado demasiados indicios para que hagan sus hipótesis. Divulgar a destiempo lo que tenemos puede propiciar que se nos escape. Si todo sale bien, ya más adelante la compartiremos todo lo que nos apetezca. No nos precipitemos y cualquiera lo desee podrá pronto follarla.

Los concurrentes aceptaron guardar el secreto de muy buena gana.


Silvia pulsó desesperada el claxon. Al final se había retrasado arreglándose y para colmo iba y cogía un atasco. Eso sí, el retraso había merecido la pena; el vestido le caía como un guante. La falda, ceñidísima, le llegaba por debajo de la rodilla, pero tenía una de esas rajas laterales cuyo efecto ella solía administrar tan sabiamente. La parte alta tenía un gran escote trasero que le dejaba descubierta la espalda, y la tela era muy ligera, con una bella caída y unos calados que le daban elegancia además de picardía. Era la clase de vestido que pocas chicas podían ponerse. Había disimulado su palidez con un discreto colorete y la sombra de ojos le había quedado tan perfecta como el rojo de sus labios. Todo de ensueño, salvo sus recuerdos y el maldito atasco.

Al fin la caravana de coches se puso en marcha y ella se desvió, lanzó el suyo hacia el sudeste para bordear la Casa de Campo. La suerte le sonrió, el tráfico era fluido, y media hora después embocaba el carril del club.

El edificio era grande, de dos plantas, rematadas por un bonito tejado rojo a dos aguas. Lo rodeaba una amplia parcela cercada en la cual se ubicaban las caballerizas y las distintas dependencias. El edificio albergaba un gimnasio, discoteca, peluquería y toda una variada gama de ofertas de ocio; no obstante, nada de eso le interesaba ahora. La fiesta empezaba en el salón principal y era allí donde le urgía llegar; eran las ocho y diez.

Una fila de quince o veinte coches se acumulaba en la entrada, y Silvia tuvo que detener el suyo. Un portero negro, con chaleco y corbata de pajarita, iba solicitando el carnet de socio a los que llegaban, y era el que ocasionaba tapón. Maldijo por lo bajo. Cuando llegó al paso nivel, el negro se le acercó pero ella le dijo desabridamente:

¾

Soy una socia antigua, imbécil, abre que me están esperando.

El pobre hombre se apresuró a subir la valla. El parking era enorme, así que no tuvo problema en encontrar dónde dejar el coche. Segundos después entraba en el salón principal, un poco incómoda por tener que llevar en la mano el Cd Rom que pensaba regalarle a Quique. Aquella era una de las fiestas a la que, en condiciones normales, jamás dejaría de ir. Los asistentes pertenecían a las clases más selectas, los hombres iban de smoking, y por todas partes se respiraba la elegancia, el bienestar del que adoraba rodearse. Instintivamente buscó la figura de Pablo, mozo de sus sueños, pero fue incapaz de distinguirlo entre tanto smoking. A quien sí vio fue a Rita, que estaba radiante con su traje blanco, hermoso como el de una novia. Sintió la mordedura de los celos, pero tenía asumido que no debía exteriorizarlos. Se acercó a ella a saludarla, pensando que Pablo no podía estar lejos, ni tampoco Quique, desgraciadamente; pero al menos así tendría ocasión de deshacerse del Cd. No llevaba bolso, ni por supuesto bolsillo en el que meterlo.

¾

Oh, chica, estás preciosa —dijo con voz hipócritamente dulce, al tiempo que estampaba en las mejillas de Rita dos sonoros besos— No imaginas lo contenta que estoy por ti. Te mereces ser la reina.

— Nada, querida, tú también estás guapísima —respondió Rita, con el tono almibarado que reservaba para esos casos— Ya temía que me fuera a dejar abandonada mi dama de honor. Verás como el año que viene te toca a ti —le susurró al oído.

Tal como esperaba, allí al lado estaba Pablo, con una sonrisa orgullosa y más guapo que nunca dentro de su traje. Rita podía tener ventaja, pero ya encontraría ella manera de revertir la situación. También, naturalmente, estaba Quique; se acercó a él le dio un abrazo y ofreciéndole estaba ya el dichoso Cd cuando se quedó petrificada ¿Qué hacía allí Alberto Sagasta? ¿Cómo lo habían dejado entrar? Sin poder evitarlo se estremeció y los ojos se le humedecieron. Él también la había visto y se acercó enseguida hasta ella.

¾

Oh, querida ¡qué maravillosa coincidencia! Me he hecho socio hace sólo unos días y lo último que esperaba era encontrarme aquí con mi jefa. Por cierto, llevas unos zapatos preciosos, y mucho más adecuados que los que te regaló Jorge; te vistes con una armonía que subyuga.

Silvia se puso tan encarnada como las botas que había dejado tiradas a los pies de su cama. Sintió ganas de vomitar, de dejar que fluyeran sus lágrimas, pero Quique estaba allí con ellos, estaban rodeados de gente, hizo un esfuerzo sobrehumano por guardar la compostura.

¾

Nada, nada —contestó titubeando— Una hace lo que puede por estar presentable.

¾

¿Presentable? Eso es poco, pero si pareces un hada salida de un cuento —dijo Alberto con soltura—. Disculpa la inoportunidad pero hay un asunto de trabajo que me gustaría comentarte ¿Podríamos ir a algún lugar tranquilo? Prometo que seré brevísimo ¿Nos disculpas un segundo? —preguntó, mirando esta vez a Quique.

El muchacho asintió con la cabeza y los miró alejarse hacia la sala de juegos recreativos. Aquello era muy extraño. Enrique era un tipo observador y le había parecido rarísima la aparición de aquel empleado de Silvia, y más rara aún la reacción que ella había tenido. ¡Pero si parecía que hubiera visto a un fantasma, si había estado a punto de llorar! Allí pasaba algo. Para colmo lo de los zapatos ¿qué tenían que ver? ¡Si se había puesto roja hasta las cejas cuando habló de ellos! Y la manera tan brusca de llevársela... ¿Habría estado Silvia enrollada con ese vejestorio? Definitivamente había gato encerrado. Él sabía que esas cosas están mal pero ¿no era natural que quisiera enterarse? Contiguos al salón de juegos estaban los servicios de caballeros y sabía que allí había un respiradero, una rejilla a través de la cual podía oírse cuánto se dijera en el otro lado. La tentación era demasiado fuerte. Con todo el disimulo de que fue capaz se dirigió a los servicios.

En cuanto Alberto cerró la puerta tras ellos Silvia dejó que afloraran sus lágrimas ¿En ningún sitio iban a dejarla en paz? Quería gritar, patalear, arañar a ese hijo de puta, y sólo el saber lo cerca que estaba la gente le hacía negarse el desahogo de hacerlo. A punto estaba de empezar a chillarle cuando él la desarmó con un tono casi dulce:

¾

Ay, pequeña ¿Qué vamos a hacer contigo? Ayer te decimos que te pongas las botas y sólo hoy te encuentro aquí de esta forma ¿te das cuenta de que me dejas muy pocas opciones? Las botas eran una prueba de sumisión. Sí, ya sé que no casan con el traje; las cosas eran tan sencillas como pedir permiso ¿Crees que no lo habríamos comprendido? ¿Crees que no entendemos que una chica de tu edad ha de divertirse? Ahora ya no tiene remedio y me has colocado en el triste deber de exigirte una prueba de tu sometimiento.

¾

¡Cerdo! Eres un cerdo, sois todos un atajo de cabrones —Estalló Silvia, incapaz de contenerse.

Alberto hizo un gesto de impotencia, tras el cual respondió con cinismo:

¾

Ah, querida ¿todavía no has entendido que esa actitud no te conduce a nada? Mira, te las vas a ingeniar para atraer a esta habitación a tu amigo Enrique, y le vas a hacer una mamada. Eso demostrará tu lealtad a nuestro pequeño pacto y quedaremos tan amigos como siempre; no me negarás que es sencillo.

¾

Eso ni lo sueñes, hijo de puta; este es mi ambiente, ni loca voy a chupársela a ese imbécil.

¾

Bueno, como prefieras —contestó Alberto encogiéndose de hombros — Yo te voy a esperar diez minutos en los servicios de caballeros. Si no estás allí con la boca llena de esperma en ese tiempo iré a la pantalla panorámica y sustituiré la cinta que hay en el vídeo por esta otra que grabamos anoche —dijo extrayendo una del bolsillo del smoking— Tú decides. Creo que encenderán la pantalla en el momento de la coronación. A tus amigos les encantará el espectáculo.

A Silvia le dio un mareo tan grande que tuvo que sentarse. ¿Aquella cinta puesta en la pantalla panorámica? ¿En aquel salón lleno de gente? Antes muerta. Eso no podía ser. Empezó a balbucear súplicas hacia Alberto, pero él se dio la vuelta y se marchó. Ya al lado de la puerta sencillamente le dijo: "Disculpa un momento que tengo que ir al baño" y al instante siguiente se había ido.

¿Qué hacer? ¿Buscar a Quique? Y si lo encontraba... ¿Con qué pretexto atraerlo hasta allí? Todo aquello era demasiado sórdido, tenía que estar soñando. Pero no, por mucho que se pellizcaba no acababa de despertarse. Tenía que salir urgentemente a buscar a Quique. Aquello no podían filmarlo, no tendría un después, no les daba material; ceder a lo que Alberto exigía era la manera de minimizar el daño ¿Por qué sus opciones eran siempre tan amargas? Además había otra cosa: No importaba mucho si lo contaba ¿Quién iba a creer que Silvia Setién se la había chupado? Sólo conseguiría quedar como un estúpido. Repentinamente se sintió afortunada ¡qué casualidad! Quique, con su aspecto desgarbado a pesar del smoking, estaba entrando en la habitación. Se secó las lágrimas como pudo y esbozó una sonrisa nerviosa que quería parecer amable.

¾

Ah, sigues aquí —dijo el muchacho— me he cruzado con ese empleado tuyo y me dije: Silvia iba a darme un regalo, me acercaré a recogerlo.

¾

Sí, llegas que ni caído del cielo, estaba ya cansada de llevarlo en la mano —contestó ofreciéndole el Cd—. Feliz cumpleaños.

Quique, que naturalmente lo había oído todo, había decidido aparecer de inmediato para aprovechar el tiempo; pero eso sí, dispuesto a no dar ninguna clase de facilidades. Eso lo haría más divertido.

¾

Oh, muchas gracias. Un juego de ordenador ¿verdad? Eres una gran amiga.

¾

Y es sólo una parte... —sugirió ella casi susurrando.

¾

¿Una parte? —preguntó Quique con fingida sorpresa.

¾

Sí, la otra es mucho más... personal —continuó Silvia, dejándose caer de rodillas y empezando a desabrocharle los botones de la bragueta. No sabía cuánto le quedaban de los diez minutos y creía haber agotado el tiempo de los prolegómenos.

Quique se lo estaba pasando en grande. Que la señorita Setién se viera obligada a hacer aquello era impensable, maravilloso. Tenía una erección descomunal y sentía su pene abultando los slips; no obstante quería alargar el juego lo más posible.

¡Pero chica! ¿Te has vuelto loca? ¡Puede entrar alguien, nos puede ver el salón entero! Si quieres, más tarde buscamos algún sitio tranquilo...

Silvia no estaba para dilaciones, le corría demasiada prisa llegar al servicio de caballeros. Persiguió a Quique, de rodillas, varios metros por la habitación y finalmente lo acorraló en un rincón. Entonces acabó de sacarle la polla y se la comió ávidamente. Hacer aquello fue horrendo, pero al menos duró poco. Veinte segundos después notó tensarse el cuerpo de Enrique, y como la boca se le llenaba de un fluido amargo, viscoso. El muchacho se sintió ligeramente avergonzado. Había resistido demasiado poco, había eyaculado prontísimo (por segunda vez en unos minutos, la primera fue en el váter mientras escuchaba) y apenas había tenido ocasión de disfrutar la humillación de Silvia. Ella se levantó enseguida y salió disparada por la puerta. El se sentó tranquilo a fumar un cigarrillo, aún le quedaba por oír el segundo e interesante capítulo que iba a tener lugar en el cuarto de baño.

Dios Santo ¡La coronación iba a empezar! La gente se estaba moviendo hasta sus asientos. Rita iba camino del escenario y ella debería estar a su lado, pero tenía que entrar al servicio de caballeros. ¿Y qué iba a pasar si alguien la saludaba, si la obligaban a hablar? Se derramaría o se vería obligada a tragar la prueba que tanto le había dolido obtener. Casi corrió histérica por el pasillo de los excusados. Miró hacia fuera; parecía que no la miraba nadie. Giró el picaporte y entró.

Nunca había estado en aquel lugar y casi la sorprendió ver la fila de urinarios. Tal y como esperaba Alberto estaba allí, fumando, y dejado de caer sobre el poyete de la ventana. Se aproximó a él, nerviosísima y abrió los labios, mostró a su torturador la literalidad con que había cumplido. Él sonrió complacido, y ella se apresuró a escupir en el lavabo el odioso contenido de su boca. Al hacerlo, se vio de refilón en el espejo y notó que una gota de semen resbalaba desde el labio inferior hasta su barbilla. Se apresuró a limpiársela con la mano, pero en el acto se sintió agarrada y se volvió sorprendida hacia Alberto.

¡Quieta, furcia! —Le dijo con dureza— Si te limpias ese chorreón tendrás que conseguir otro antes de subir al estrado, y desde ya te adelanto que yo no estoy disponible, no voy a ayudarte.

Ella volvió a quedarse pasmada. ¿Era posible que pretendiera que saliera así entre la gente? Poco a poco la idea se fue abriendo paso en su interior. Claro, era exactamente eso lo que pretendía. Dejó caer los brazos sobre los costados y él aflojó la sujeción. Temblaba. Oía el bullicio de fuera y, entremezclado con él, creía oír su nombre. La estaban buscando. Rita tenía ya que haber subido al escenario y, como era lógico, esperaba a su "dama", antes de descender las escalinatas.

Era tan fácil como pedir permiso —oyó que decía Alberto—. Espero que hayas aprendido la lección.

Dios, para colmo ahora no podía ni ver si había alguien mirando hacia la puerta. Cuánto más tardara en salir más se secaría la dichosa gota, más transparente se volvería; pero la buscaban, estaban esperando por ella... Con un golpe de determinación abrió y taconeó atropelladamente por el pasillo. Sí, parecía que nadie se había fijado en de dónde salía. Todo el mundo estaba ya sentado, y ella, sintiéndose blanco de mil miradas curiosas, intentó serenar sus andares, parecer tranquila mientras se moría de ganas de ocultarse tras las cortinas del lateral del escenario.

Para llenar el tiempo, la pantalla panorámica exhibía carreras de caballos, saltos de obstáculos, extraídos de los éxitos obtenidos por el club durante la temporada. Rita se movía de un lado a otro como una leona enjaulada. Por un instante Silvia se había hecho la ilusión de besarla y dejarle en la cara la porquería que llevaba en su propia barbilla. Nada más verla supo que no iba a tener ocasión de nada de eso.

¿Pero se puede saber dónde te habías metido? Estamos desesperados por tu culpa. —Le gritó Rita histérica.

Lo siento, chica, es que estaba indispuesta —balbuceó compungida.

Indispuesta, indispuesta ¿Eres imbécil? Anda, cógeme la cola y salgamos de una vez.

Silvia cogió la cola del vestido y, en compañía de las otras damas salió al escenario. Por suerte, de momento nadie parecía notar nada. Rita dio el breve discurso que abría propiamente la fiesta, y tras él se dirigió a la escalinata. La gente se levantó de sus asientos dejando libre el pasillo de butacas, por el que debía pasar la reina y su séquito. Silvia fue tras ella, sujetando la tela blanca para que no rozara el suelo. Las piernas le temblaban, se sentía fatal por no estar en el lugar de su amiga, y terriblemente consciente de la hedionda humedad que le resbalaba del labio. Habría querido que se la tragara la tierra, pero en lugar de eso se acabó la escalera y casi dio un traspiés. Ante ella se abría aquella línea de caras felices, bajo cuyas miradas iba a pasear su vergüenza. Enseguida vio a Pablo en la hilera; sonreía encandilado mirando a Rita, como si fuera una visión celestial. Por Dios ¿No era bastante que la hubieran elegido a ella? ¿Tenía también que pisarle el chico que le gustaba? A esas alturas, en esa situación, empezó a sospechar que quizás era así cómo debían ser las cosas, que quizás era lo que Alberto la había llamado: sencillamente una furcia y que estaba allí fuera de lugar. ¿Quién sino una furcia se pasearía con esperma chorreándole por la cara? Pero... Oh, aún no había apurado del todo el cáliz de la humillación: ¡Enrique estaba allí, al lado de Pablo! Enrique le decía algo al oído, cuchicheaban, y después los dos la miraban al unísono ¡a ella! Pablo con cara de sorpresa que poco a poco iba cambiando hacia el desprecio...

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