Moldeando a Silvia (05)

Joven empresaria es convertida mediante chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

XI

LA SOGA

Aquella tarde (unos quince días después de la contratación de Alberto) Silvia tuvo la premonición de que iba a pasar algo. La gente estaba agitada, todo el mundo muy feliz, y eso la envolvió en terribles presagios. Quizás sólo se tratara de la proximidad de una fiesta, pero la odiaban tanto... Lo de la foto del baño era humillante, los empleados sabían más de lo que ella se atrevía a asumir, pero seguía ignorando el verdadero alcance de la conspiración que se tramaba; esa angustia, ese no saber qué harían, era lo que no la dejaba dormir por las noches.

Recurrentemente le asaltaba la tentación de presentarse en la casa del pueblo y contárselo todo al viejo. Pasara lo que pasara, podía ser la mejor de sus alternativas. Pero su padre era un hombre demasiado estricto y demasiado enérgico; si sobrevivía a su confesión quizás la ayudara, pero el precio de su ayuda sería tal que prefería agotar antes hasta la última posibilidad de solucionar el problema por sí misma.

Cuando aquella puerta que ya nadie abría se abrió (la de su despacho), Silvia dio un respingo. Eran dos hombres con cara alegre: Juan, un cámara que andaba siempre con Alberto, y Benito, uno de los peones que se habían reído de ella frente al lavabo de caballeros. Benito era un negro de origen cubano, y un metro noventa de estatura. Los dos caminaron despacio, erguidos y mirándola a los ojos, como si supieran del infierno interior al que la precipitaban y quisieran alargarlo, paladear cada instante de su terror. Se detuvieron junto a la mesa, y Benito, el peón, le habló lentamente arrastrando las palabras:

¾

Venimos de parte del Señor Sagasta.

La frase le resonó en los oídos como un martillazo. Los dos la miraban con una mueca burlona, querían mantenerla en vilo y obligarla a hacer la pregunta, naturalmente lo lograron.

¾

¿Y qué desea de mí?

En esta ocasión fue Juan el que habló:

¾

Benito y yo la recogeremos a la salida para llevarla a su casa, quiere hablarle de un asunto importante.

La cara de Silvia se puso roja a pesar de lo mucho que intentó ocultar sus emociones, y los dos hombres se dieron la vuelta para marcharse. Tuvo la tentación de detenerlos, de preguntarles, pero logró resistirse; de todos modos no le iban a contar nada, Alberto no quería que supiera. Ya en el pasillo Benito se giró y le dijo irónicamente:

¾

Aquí estaremos entonces, que tenga una tarde agradable.

¿Una tarde agradable? ¿Con aquella amenaza cerniéndose sobre su cabeza? Luchó, intentó evitarlo, pero la dominó el terror. ¡Qué seguros estaban de tenerla atrapada, y cuánta razón tenían! Se sentían confiados como para mandarle a esos dos hombres, esos segundones a los que habían metido en el secreto, su actitud había evidenciado que lo sabían todo. ¿Secreto? ¿Y cómo sabía ella que era un secreto si andaba su foto en la pared de los servicios?

¿Y ahora qué podía hacer? Seguir cediendo podía llegar a ser un camino tan doloroso... Sería bueno establecer límites, hallar cosas a las que no llegaría aunque la amenazaran, pero... ¿y si no había límites? El chantaje del plagio era demasiado brutal como para poder resistirlo y podían haber además tantas otras cosas... Dios, Benito y Juan eran dos de los trabajadores que estaban en la lista de los despedidos ¿Por qué los habrían elegido a ellos?

Si al menos Alberto sólo quisiera tirársela, eso podría aguantarlo, sería devastador, pero lo soportaría, sin embargo era casi seguro que quería algo más. ¿Por qué si no la haría ir acompañada? ¿No era bastante la soledad, el estado de indefensión al que la habían reducido? ¿No la habían humillado suficientemente? ¿Dónde pararían?

Las preguntas se acumulaban sin hallar repuesta, giraban y tomaban formas caprichosas en su mente. ¿Por qué le estaba sucediendo eso? Ella era inteligente ¿Cómo era que siempre le llevaban un paso de ventaja? ¿Por qué nunca era capaz de prever ninguno de sus movimientos? ¿Querrían volverla loca?

Tuvo que levantarse e ir al lavabo. Había gente en el pasillo charlando, grupos pequeños que hablaban de algo divertido, porque todos reían y gastaban bromas. Ella no les prestó atención, tenía mareos y llevaba los ojos vidriosos, los miró sin apenas verlos. Llegó por fin al váter y vomitó, y siguió vomitando durante algo más de una hora hasta que escuchó golpes en la puerta.

¾

Abra, Señorita Sostén, abra de una vez

¾

Era la voz de Benito.


¿Sería posible? Estaba tirada en la trasera de una furgoneta de la empresa, rodeada de cables y de bultos. ¿Cómo habría llegado hasta allí? La furgoneta estaba en marcha y no había ventanillas Ah, sí, conducía Juan, y Benito iba a su lado, tenían que ir a casa de Alberto. Dios, debía haberse desmayado en el váter, y la habían transportado inconsciente por todo el edificio. ¿La llevarían a un hospital? No, era seguro que a un hospital no iban, más bien al matadero. ¡Qué extraño! A pesar del desmayo y de estar abandonada allí como un fardo se sentía tranquila; al fin iba a salir de la incertidumbre, iba a pasar lo que tuviera que pasar, y a saber a qué se enfrentaba. ¿Por qué tanta crueldad? Parecía que se paraban, sí, se paraban ¿Habrían llegado?

¾

Venga, zorra, muévete

¾

dijo Benito, que acababa de abrirle una puerta lateral de corredera.

Ella intentó ponerse en pie pero estaba oscuro, tropezó con algo, y volvió a caer de rodillas. Entonces dos manos negrísimas la cogieron por las axilas y la sacaron en peso. ¡Qué mal tenían que estar las cosas para que la tratara así un simple peón! Estaban en el jardín de un chalet enorme, y un gran doberman correteaba alrededor de ellos sin parar. Juan lo agarró del collar y se lo llevó a rastras para amarrarlo.

En fin, ya había sucedido, estaba en casa de Alberto, qué bien vivía el cabrón con el dineral que le pagaba. Juan volvió enseguida y la cogió de un brazo, Benito la cogió del otro y echaron a andar. La puerta de entrada estaba abierta, así que pasaron hasta el salón. Estuvo a punto de volver a desmayarse por lo que vio: Estaban Alberto y Jorge juntos, sonriéndole, y aún había otra persona más, Carmen, la maquilladora a la que había querido despedir.

¾

Pasa, hija, pasa

¾

le dijo Carmen

¾

y relájate que estás entre amigos.

¾

Gracias, buenas noches a todos

¾

respondió ella con un hilo de voz.

Había dos sofás y varios butacones distribuidos en forma rectangular, rodeando una mesita baja. Más que sentarse se desplomó en un sillón, porque le flaqueaban las piernas, y no quería dar el espectáculo de volver a caerse. Juan y Benito también se acomodaron en un sofá, a su lado. Carmen le pasó un porro y ella quiso negarse, pero vio la mirada de Alberto y lo cogió enseguida. Ella había fumado esporádicamente en la época de la universidad, y siempre con gente de confianza. Ahora, después de haber vomitado, y del desmayo, no sabía como podía sentarle. Naturalmente la compañía tampoco ayudaba. La compañía... la miraban constantemente y cuchicheaban entre ellos haciéndola sentirse cada vez más incómoda.

¾

¿No tienes curiosidad por saber para qué estás aquí?

¾

Le preguntó Jorge, echándole una mirada divertida. Ella asintió con la cabeza.

¾

No, hombre, curiosidad, lo que se dice curiosidad no tiene

¾

intervino Alberto con voz suave

¾

, lo que está es asustada perdida. Ah, que no se me vaya, Silvia, te dejaste esto olvidado en mi casa la última vez que me visitaste

¾

le lanzó algo blanco que cruzó la habitación y aterrizó sobre su falda.

Ella miró con incredulidad, eran sus bragas. Sentía fijos sobre sí los ojos de aquellas cinco personas, y sabía lo deseando que estaban de soltar una carcajada. Con la mayor tranquilidad que pudo, guardó la prenda en un bolsillo de su chaqueta.

¾

Por supuesto las he lavado

¾

remachó Alberto

¾

, no olían muy bien.

Tal y como ella se temía, los cinco rompieron a reír. Más que relajarla, el porro la estaba dejando medio adormilada, por lo que mantenerse alerta le costaba ímprobos esfuerzos, y era imprescindible que no se despistara, porque Dios sabría que intenciones tendría aquella gente, y debía estar atenta para minimizar los daños.

¾

Pero bueno, no nos vayamos por las ramas

¾

continuó Alberto

¾

. Si te he hecho venir ha sido porque los del Ron Maracagua quieren que iniciemos la segunda fase de la campaña, y esta vez me gustaría que hubiera algo tuyo, algo como un toque personal.

¾

¿Algo mío?

¾

Preguntó ella extrañada

¾

Yo no hago fotografías.

¾

Lo sé, lo sé

¾

le respondió Alberto

¾

por eso te apropias de las ajenas; pero no importa, tienes otras virtudes... Voy a hacerte un desnudo frontal para el cartel anunciador.

Silvia sintió como los nervios se le enroscaban de nuevo en el estómago, y se estremeció sin poder evitarlo. Le dio una fuerte calada al porro, tratándolo como si fuera un cigarrillo normal y sucumbió en un brusco golpe de tos. ¿Un desnudo frontal para el cartel anunciador? Podría tener varios metros de alto y se instalaría en carreteras, en lugares céntricos, lo vería todo el mundo. No, eso no podía ser.

¾

No puedo

¾

dijo entre arcadas, intentando recuperar el resuello

¾

Lo vería mi padre, y todos mis amigos del club de hípica se reirían de mí; no puedo permitir eso.

¾

Venga niña, no te hagas la mojigata —le contestó Alberto con desenvoltura—. Un desnudo frontal es algo socialmente admitido, y además te prometo que te cubriremos el sexo, incluso apenas se te reconocerá, tu cara irá en sombras.

Silvia intentó pensar. Era evidente que no se podía fiar de lo que le dijeran; le harían la foto y después saldría como les diera la gana. Pero, si se negaba, las consecuencias podían ser tan devastadoras... Pensar le costaba un trabajo horrible, se sentía observada por aquellos cinco pares de ojos, entre divertidos y expectantes, y lo que era peor: el haschis se le iba subiendo a la cabeza por momentos, tenía hormiguillas en los dedos, en la cara, y hasta en otras partes de su cuerpo que apenas se atrevía a confesarse. Pero tenía que luchar, luchar a toda costa por establecer unos límites, pintar una raya, a partir de la cual no pasaría. Al final, levantó los ojos, intentando ofrecer un aspecto lo más sereno posible y le respondió a Alberto:

¾

Mira, si quieres me follas; hasta ahí puedo llegar, o me denuncias por lo que quieras y nos veremos en el juicio; pero salir en el cartel principal es algo que no puedo hacer, sencillamente no puedo.

¾

Intentó que su voz adquiriera un tono determinación inamovible.

¾

Bien

¾

le respondió Alberto sonriendo

¾

, acabas de desperdiciar tu última oportunidad de no ser castigada. Visto que te niegas, arreglaremos alguna de estas para el cartel, quedará menos artística, pero bastante más explícita

¾

Y depositó en sus manos el mazo de fotos que hiciera Jorge.

Silvia las miró horrorizada, los ojos se le llenaron de lágrimas como si quisieran enturbiar la increíble brutalidad de las imágenes. ¿Era posible que ella se hubiera desnudado delante de ese cerdo? ¿Era posible que se hubiera afeitado el coño ante la cámara de Jorge? ¿Y el esperma en su lengua? ¿Y sus propias manos manteniendo abierto su sexo? La voz suave de Carmen interrumpió sus sollozos:

¾

Ah, ¿Sabes por qué no te hemos dado de nuevo una de esas pastillas tan ricas? Pues porque no queremos que te coloques demasiado. Esta vez preferimos que recuerdes bien todo lo que te suceda, que sepas en todo momento lo que vamos a hacerte...

¾

Venga, Carmen, no cargues las tintas ahora

¾

interrumpió Alberto

¾

; entre lo pálida que está y las lágrimas, vas a tener que currar de firme para maquillarla. Blanca como una muerta no nos sirve.

Era inútil resistirse. Quince minutos después Silvia estaba completamente desnuda y rodeada de focos, en un pequeño estudio fotográfico montado en otra habitación. A duras penas había logrado dejar de llorar, y Carmen se había empleado a fondo con su cara, devolviéndole a base de brochitas y tonos pastel una cierta apariencia de normalidad. Le había dicho que como se atreviera a mojarle esa obra de arte la haría llorar de veras, y ella sorbió cuanto pudo sabiendo que no la amenazaba en vano. Juan, Jorge y Benito, también habían pasado al estudio y andaban enfrascados disponiendo las luces, mientras Alberto, situado tras el trípode, hacía los últimos ajustes en la cámara. No podía más. Se sentía mareada por el porro y por el resplandor de los focos de distintos colores. Para colmo, incomprensiblemente, mientras se quitaba la ropa, había creído sentir como los pezones se le endurecían, y había intentado no ruborizarse, temiendo la hilaridad que eso produciría entre sus torturadores. Por fin acabaron los preparativos, y todo el mundo se fue tras Alberto y su cámara.

¾

Bueno, adelanta un poco la pierna, e intenta parecer segura de ti misma, te sientes libre, eres una princesa de una tribu salvaje y estás en una playa rodeada de cocoteros...

Ella hizo cuanto pudo por obedecer, pero no era sencillo sentirse libre allí, en un escenario tan distinto del que Alberto le dibujaba, y sin poder mover un sólo músculo sin recibir una orden expresa. Click, sonó el disparador de la cámara y ella empezó a girarse en ligeros escorzos, click, click, jugaba con su pelo negrísimo haciéndolo caer en ondas sobre sus tetas, cubriéndolas y descubriéndolas.

¾

Vale, magnífico

¾

volvió a sonar la voz de Alberto

¾

; sólo unas pocas más y habremos acabado. Colócate ahora en la posición del loto.

Silvia estaba sudando. Hacía un calor enorme bajo la hilera de focos. ¿Para qué la posición del loto? El cuerpo entero le brillaba humedecido de sudor, y a duras penas resistía la tentación de tocarse la cara con las manos. Se dejó caer sobre el suelo, abrió las piernas cuanto pudo, sin poder evitar acordarse de que estaba exhibiendo su todavía no muy crecido vello púbico. Click, click, sonó de nuevo el disparador.

¾

Bueno, esto ya está

¾

dijo Alberto, aparentemente satisfecho del resultado de su trabajo

¾

. En el laboratorio haremos los montajes necesarios. Por lo que a mí respecta denunciamos a esta perra, publicamos las fotos y nos la quitamos de encima. Me aburre todo esto.

Silvia se sintió morir. Había sido buena, había hecho todo lo que le habían mandado ¿Por qué le hacían eso? Y las fotos de Jorge... si la denunciaban también las darían a conocer y estaría acabada como persona en todos los círculos respetables. ¿Qué iría a pasar? Estaba tan deslumbrada por las luces que apenas podía distinguir más que cinco siluetas sentadas en torno a ella.

¾

No, espera

¾

se oyó la voz de Carmen

¾

, estoy segura de que todavía es capaz de resultar mucho más divertida, de compensarnos por las molestias que nos causa...

¾

¿Capaz de compensarnos?

¾

Interrumpió Jorge

¾

¿Y quién me compensa a mí por el medio millón que me paga la revista felatio por publicar la follada de casa de Alberto?

¾

Y además

¾

añadió el propio Alberto

¾

, follarla ya no es divertido, se estremece de miedo de sólo pensar en nosotros, y ni siquiera cuando está caliente es buena en la cama... Mejor deshacernos de ella y punto.

¾

Hombre

¾

se oyó la voz cavernosa de Benito

¾

yo querría tirármela al menos una vez, por conocer el sabor de la carne blanca...

¾

¡Basta!

¾

Gritó Silvia

¾

¿Es que vais a estar hablando de mí toda la noche como si fuera un mueble? Al menos ya podríais tener claro qué queréis de mí.

Estaba tan asustada que todavía seguía en la posición del loto, aunque temblaba sin parar. Lo de la revista felatio había sido otra nueva vuelta de tuerca, no podía consentir que esas fotos se publicaran, tenía que hacer cualquier cosa por evitarlo, lo que fuera, daba igual, con tal de que su padre, sus amigos del club no la vieran en esas posturas y con esas actitudes. Pero ¿Qué hacer? Seguir obedeciendo sus órdenes, seguir prestándose a aquel juego macabro era ir enredándose cada vez más, dándoles más y más material que usar contra ella. Le cogía todo siempre tan de improviso, y sus alternativas eran tan escasas... Y lo más vergonzoso de todo: incomprensiblemente, el cuerpo la traicionaba; tenía los pezones erectos y la entrepierna humedecida por algo que no era sudor.

¾

¿Encima todavía te permites interrumpirnos? —Preguntó Alberto con tono cínico— Anda, vístete y vete.

¾

Nooo, irme no —respondió ella con los ojos desorbitados.

¾

Espera un poco, hombre —intervino Carmen— la chica tiene buena voluntad, si tienes un poco de paciencia seguro que se le ocurre algo que te compense por tus molestias. Y tú, Silvia ¿No tienes nada que decirle a estos señores?

Ella se lo pensó. Estaba vencida. No tenía más remedio que prestarse a lo que fuera y volver a conquistar algo de tiempo, lograr que la dejaran en paz aunque sólo fuera unos días.

¾

Haré lo que queráis —dijo a modo de rendición.

¾

Lo que queramos, lo que queramos —respondió Jorge, imitando su tono compungido—. Nosotros no queremos nada. Eres tú la que tienes que ofrecer algo que valga el millón de pesetas que voy a perder. ¿Qué es lo que ofreces?

A pesar de que se sentía al borde de volverse loca, Silvia sabía lo que pretendían obligarla a decir. ¿Sería posible que aquello estuviera sucediendo? ¿Sería posible que siempre encontraran maneras de humillarla? Bien, si de eso se trataba que lo hicieran, eran demasiados pero necesitaba que acabara aquello de una vez, que hicieran lo que les viniera en gana y la dejaran irse a su apartamento, tomarse una pastilla para dormir y alejar su mente de todo aquel horror. Vale, adelante:

—Folladme —dijo con un susurro.

Fuera del círculo de luz el ambiente era muy distinto. Poco antes de la llegada de Silvia, Alberto había propuesto el plan a seguir, y lo habían aprobado entusiasmados. Benito y Juan fueron informados durante el transcurso de la sesión fotográfica y se sumaron alegremente. Naturalmente era lo mejor, darle las mínimas órdenes posibles e irla guiando, hacer que cada una de las perversiones que tenían previstas surgieran como ideas suyas. Ella era imaginativa, inteligente, y les tenía un miedo cerval; podía hacerse. Todo era cuestión de tirar y aflojar, de irla confundiendo hasta que ella sola, alienada, se pusiera la soga al cuello.

A pesar de que ya tenía experiencia de lo bien que solían salir los planes de Alberto, Jorge apenas podía creer que hubieran conseguido llegar tan lejos. Estar allí sentado, entre amigos, rodeando a Silvia Setién humillada y desnuda, era algo maravilloso, pero cuando escuchó la palabra salir de su boca, cuando miró sus ojos arrasados y oyó aquel ronco "folladme", tuvo una erección tan enorme que por un momento temió eyacular. Pero no, tenía que aguantarse, aquello podía ser todavía mucho mejor; garabateó unas cuantas frases en varias hojas de su bloc de notas. Una idea no prevista se le cruzó por la mente y enseguida decidió llevarla a la práctica. El afecto que le tenía al viejo no era suficiente para privarse de ese placer. Después de todo, aquello era su especialidad, bajar a las trincheras y dar palizas; sus amigos forzosamente aprobarían aquella filigrana que acababa de ocurrírsele; entonces se levantó y se hizo cargo del asunto.

¾

Follarte, follarte

¾

repitió, imitando de nuevo los gimoteos de Silvia

¾

. Pues sí que te cotizas cara, putita. ¡A millón el polvo! Yo ya te he follado y tuve bastante, a menos que ofrezcas algo más valioso...

Silvia lo escuchó con incredulidad. ¿Algo más valioso? ¿Sería posible que después de todo no quisieran follarla? ¿Y entonces qué pretendían? Aquello la desconcertaba. Tener que ponerse a imaginar qué podían querer aquella panda de guarros era casi tan inconcebible como el poder que tenían sobre ella. Tenía que pensar. Juan y Benito no la habían jodido aún, era seguro que lo estaban deseando, y que no estaba previsto que ella saliera de allí sin que al menos ellos se la tiraran. Pero... ¿Qué más podían querer? En esto, Jorge pareció leerle el pensamiento y se acercó a ella, le agarró la cara y le dijo mirando el fondo de sus ojos marrones:

¾

Vamos a follarnos tu mente, perra.

Silvia rompió a llorar. Era demasiado, llevaba demasiado tiempo conteniendo las lágrimas como para poder resistirse. Se llevó las manos a los ojos y empezó a restregárselos, extendiendo el maquillaje y haciendo que su cara tomara el aspecto de un cuadro surrealista. Carmen contemplaba fascinada la escena y enseguida captó la intención de Jorge. Era oportuna su intervención para que las cosas salieran adecuadamente:

¾

Vamos, niña, no te preocupes

¾

le dijo con amabilidad

¾

, el maquillaje ya da igual. ¿No se te ocurre qué puede querer Jorge? ¿Qué puede ser más valioso que un millón de pesetas? ¿No lo serían unas fotos que valieran millón y medio? ¿O que valieran aún más? ¿Por qué no pruebas a sugerirle algo así? ¿Quizás le apetecería rodar un vídeo, no lo has pensado?

¡Grabarla en vídeo! La sola idea la hizo estremecerse. Naturalmente usarían la cinta para volver a chantajearla; pero después de todo, entre la cinta y las fotos que ya tenían ¿qué diferencia había? No se podía matar a una persona más que una sola vez. Le hicieran lo que le hicieran la amenaza de la película no podía ser mayor que la que ya esgrimían contra ella.

¾

Está bien —dijo Silvia con voz chillona, al borde de la histeria—. Haced lo que os dé la gana, filmad, fotografiad, lo que queráis, cualquier cosa menos que publiquéis las fotos.

Ella se había puesto de rodillas, y Jorge había estado dando vueltas a su alrededor, dubitativo, y mirándola con una sonrisa despectiva.

¾

Bien, si insistes lo intentamos, a ver de qué eres capaz. Anda Juan, coge la cámara y toma un primer plano de su cara, un plano secuencia.

Dios, ¿qué iban a hacerle? Jorge le había dicho que leyera en voz alta los papeles que le iría dando, y que pronunciara despacio, mirando al objetivo todo el tiempo posible. ¿Qué pretenderían obligarla a decir? Le había insistido en que no intentara interpretar, en que la realidad de sus emociones era lo que mayor valor artístico podía dar a aquello. Ya Juan estaba delante de ella, enfocándola y Jorge debió agacharse, porque un pequeño papel, del tamaño de una hoja de bloc, quedó en su mano. Ella bajó los ojos para leerlo, e hizo un esfuerzo por hablar, sin racionalizar su contenido:

¾

Encontrándome en perfecto estado de salud y en plena posesión de mis facultades mentales –dijo con voz ronca— doy mi consentimiento para todas las prácticas sexuales a las que voy a ser sometida.

La habitación había quedado en absoluto silencio, y menos Juan, que estaba enfrascado en la filmación, todos contemplaban asombrados la escena. Por un instante pareció que Silvia no había comprendido al leer, y que sólo el sonido de su propia voz producía algún efecto en ella. Enseguida hubo otro papel en su mano. Silvia estuvo a punto de echarse a llorar de nuevo, pero estaba demasiado asustada para hacerlo y sus palabras volvieron a desgranarse como pétalos de rendición:

¾

La propia naturaleza de los juegos exige que mi consentimiento sea prescindible y por ello sólo me es posible darlo con anterioridad a los mismos y para todo lo que suceda durante las próximas horas. Hago pues renuncia expresa a cualquier derecho ulterior de demandar a mis parteners...

La voz se le quebró y fue incapaz de continuar, pero enseguida oyó a Jorge dándole ánimos:

¾

Sigue o vete, cariño. Sigue o vete.

¾

Renuncio a interponer cualquier demanda –prosiguió— y si por cualquier causa lo hiciera, solicito que sea desestimada. Por ello, hoy 13 de Agosto de 1999, firmo copia escrita de cuanto he dicho para que mi declaración se pueda considerar un documento y tenga validez legal. Es mi deseo ser forjada para el placer.

Exhaló la última frase con tono mecánico, como si no fuera más que una muñeca de cuerda, e igual de mecánicamente firmó lo que le fue presentado: un simple folio en blanco. Se había ido. Se había replegado muy dentro de sí misma, a algún lugar remoto. Que a esa estúpida le pasara lo que tuviera que pasarle, ella era una buena chica, una chica normal, no tenía por qué ver ni saber de esas cosas. La muchacha que estaba arrodillada, desnuda y leyendo papeles no podía ser ella; valía demasiado, tenía demasiado orgullo como para que alguien pudiera hacerle una cosa así. Era repugnante que existiera gente tan débil. Tenía por fuerza que haberse quedado dormida con la tele encendida y oía entre sueños una de esas películas guarras que ponen de noche. Era una casualidad que la protagonista se pareciera tanto a ella. No tenía ganas de terminar de despertarse y buscar el mando, mejor dejarse resbalar otra vez hacia el sueño.

Plaff. La cara le ardió. Alberto había caminado muy erguido, con gesto altanero, y la había devuelto a la realidad de una bofetada. La bragueta le quedaba justo sobre la boca.

¾

Oye, puta ¿Sabes quién soy?

¾

Sí, eres Alberto —respondió ella, con una voz que le sonó extraña, como si viniera de algún lugar lejanísimo— Eres el culpable de que yo esté así, de todo lo que me pasa.

¾

Bien, quería cerciorarme de que lo comprendías ¿Estás segura de que quieres comerme la polla?

Dios. ¿No iban a acabar de tirársela nunca? ¿Era posible que fuera a tener que responder? Aquello se le hacía tan difícil de aceptar, era tan duro tener que responder afirmativamente, sin otra compensación que seguir con vida, que posponer su destrucción. Pero era inútil resistirse, tenía que pasar por lo que fuera, y ya después vería.

¾

Sí —dijo con nerviosismo— quiero tu polla.

¾

Quiero, quiero, quiero. Las niñas ricas no sabéis decir otra cosa —le respondió Alberto bromeando—. Queréis esto y queréis aquello y estáis acostumbradas a que todos corran a dároslo. Pues aquí no, zorra, cosas tan íntimas tendrás que pedirlas por favor, y sin olvidarte de mirar a la cámara.

Silvia se daba cuenta de que iba bajando uno tras otro todos los peldaños de la degradación, pero en algún lugar tenía que hallarse el fin de la escalera. Estaba mareada, sentía el hormigueo del hachís por todo su cuerpo, sumiéndola en una extraña inconsciencia. Qué horror: En contra de su voluntad todo aquello la excitaba, sentía asco y miedo pero tenía los pezones erectos y el coño terriblemente mojado. La peor de las humillaciones era tener que confesarse a sí misma que aquello la había puesto caliente. No había tiempo para pensar. Aún de rodillas se giró hasta afrontar el objetivo de la cámara imprimiendo a sus tetas un bonito bamboleo. Dios santo, el vídeo iba a captar que se había puesto roja hasta las cejas de vergüenza.

¾

Alberto, por favor, te suplico humildemente que me permitas chuparte la polla. Lo deseo, lo necesito mucho.

¾

Está bien —replicó él, condescendiente—, si tanto lo necesitas puedes hacerlo; pero no te olvides de que sólo hablo por mí, aquí hay otros señores que probablemente aspirarán a que las cosas les sean pedidas con un mínimo de cortesía.

Jorge había permanecido junto a ellos, fascinado y sin perder detalle. Se sentía feliz, aunque quizás un poco extraño. Era tan infrecuente tener tanto poder sobre alguien que apenas podía creerse que realmente disponía de un juguete humano tan maleable, tan hermoso. Su propia mente parecía haberse sumido en una extraña sensación de irrealidad y una infinidad de ideas se paseaban por ella, emergían de entre fantasías antiguas tenidas por irrealizables, pero que ahora cobraban una nueva dimensión. Probó sobre su mano una fusta de cartílago de toro que Alberto tenía por la casa y empezó a sospechar que estaba a punto de usarla. Súbitamente, Carmen entró en acción e interrumpió la escena:

¾

Bueno, bueno

¾

dijo con tono divertido

¾

veo que la cosa se pone al rojo vivo. A mí no me gusta ver esta clase de espectáculos y aquí sí que no hace falta una maquilladora. Mejor me largo. Divertíos. Tomó el bolso y se marchó esbozando una mueca irónica.

Silvia se sintió más sola aún; aunque se había comportado como una absoluta enemiga, Carmen era una mujer. Ahora estaba verdaderamente abandonada ante el bosque de cremalleras. Abrió la bragueta de Jorge torpemente y no sin esfuerzo le sacó el pene, completamente erecto. Apenas podía ver más que manchas de luz y color, a través del velo que le imponían sus lágrimas. Dubitativamente tomó la polla entre el índice y el pulgar y rozó el glande con la lengua, luchando por controlar la repulsión. No comprendió que pasaba cuando se sintió atravesada por el dolor. La fusta de Jorge le había cruzado la espalda salvajemente dejándole una delgada línea roja que Pedro se apresuró a enfocar con la cámara. Se derrumbó sorprendida sobre el suelo y la fusta volvió a golpearla dos veces más.

—Hasta los huevos, furcia, hasta los huevos —le gritó Jorge—. No voy a dejar de pegarte hasta que te la tragues entera y vea tus labios rozar los huevos de mi amigo.

A esas alturas ya Silvia no era más que un pobre animal herido. Se levantó como pudo bajo la lluvia de golpes y se comió la polla con hambre, empujó fuerte hacia dentro, más allá de la campanilla hacia la garganta, hasta que el dolor cesó al fin.

Jorge estaba como loco; la golpeaba con furia y parecía que fuera a seguir hasta matarla. Aunque racionalmente sabía que era posible no había llegado a contemplar la posibilidad de una victoria tan absoluta, de gozar de una libertad tan enorme y perdió el control. Sólo logró apaciguarse cuando vio los labios de Silvia tal y como los quería: cerrándose sobre los testículos de Alberto. Bien, se dijo, era el momento de tomar algo para él; dejó caer la fusta y se desabrochó la bragueta.

Silvia se sentía como en el interior de un túnel, a oscuras consigo misma, sorprendida del dolor, del placer, de que su cuerpo siguiera siendo sensible. Sintió una mano que le tocaba la entrepierna, sin ninguna voluntad de acariciarla, con el único objeto de tantear el camino hacia su culo. Enseguida una polla, seguramente la de Jorge, empezó a abrirse paso en el interior de ella. Habría gemido, habría gritado de si no tuviera el pene de Alberto clavándose en su garganta; habría gritado de placer, porque tenía los ojos cerrados y sin embargo había luz, la luz de un orgasmo increíble creciendo en su interior, llenándola de un calor extraño y cada vez más incontrolable. Jorge la penetró del todo con un golpe seco y ella creyó desmayarse; casi enseguida fue capaz de gemir porque Alberto se echó hacia atrás y dejó libre su boca; también Jorge se movió, sin sacarla, tiró de ella hasta que quedó bocarriba, con él sobre el suelo, y su polla durísima entrándole y saliéndole del culo. Abrió los ojos. Todos la miraban sonrientes, salvo Pedro que estaba ocupado con la cámara sacándole un primer plano del coño ¡Qué vergüenza! ¡Dios, qué vergüenza que se hubiera llegado a eso! La voz de Jorge volvió a dejarse oír entrecortada, y ella supo que iba a suceder otro desastre.

¾

Miradla ¿Os gusta esta perra? Venga, os invito; las cosas buenas hay que compartirlas. ¿Le apetece a alguien metérsela por el coño? Anda, tú mismo Alberto. Después de todo esto lo hemos empezado juntos...

Alberto no se hizo de rogar, se arrodilló sobre ellos y penetró a Silvia por donde debiera ser fácil, de no tener su otro orificio ocupado. Sintió la polla de Jorge apretándose junto a la suya, separadas sólo por la fina membrana de la muchacha. Como si se hubieran puesto de acuerdo empezaron a follarla rítmicamente, empujando arriba y abajo, haciéndola rebotar entre sus dos cuerpos. La voz de Jorge volvió a sonar discontinua, interrumpida por gruñidos de placer:

¾

¿No es maravilloso? Siempre nos hemos apreciado pero... ¿Te das cuenta de cómo nos ha unido la puta esta? Colaboramos estrechamente, jugamos al mismo juego y hemos intimado hasta un límite que nunca creímos posible: hasta este límite.

Silvia no pudo dejar de sentir lo estrecho aquella colaboración que Jorge describía. Oyó horrorizada sus palabras, sintiendo como los pezones se le henchían como cerezas, y con el gozo y la humillación mezclándosele por dentro. Tenía la cara cubierta de lágrimas que resbalaban como un río hasta humedecerle los pechos y se sentía invadida, poseída por aquellas dos pollas que se le clavaban en la mente. Nada sería igual a partir de entonces; había descubierto lo terrible, lo abrumador que podía llegar a ser el sexo cuando se vive por el lado oscuro. ¿Podría haber algo más desconcertante que aquella cadena de orgasmos que la atravesaba? Se abandonó, toda resistencia era inútil. Aceptó ser cambiada de postura, aceptó cuantas vergas la penetraron incluso ignorando a quienes pertenecían, y cuando al fin vio la enorme polla negra de Benito flotando junto a ella, la comió como si tuviera hambre, como si hacerlo formara parte de su destino y nada pudiera sustraerla a esa inevitabilidad. Justo en ese momento Juan puso un espejo a su lado y ella pudo ver su cara salpicada de llanto y esperma, sus ojos idos, y aquel ingente trozo de carne negra deformándole los cachetes, abriéndose camino hasta su garganta. Era una suerte no estar viva, no sentir ni padecer más que aquel odioso placer; la cámara, golosamente, se regodeaba en la escena.

Una eternidad después todo acabó. Silvia quedó ovillada en el suelo como un guiñapo, mientras los hombres se movían a su alrededor semidesnudos, buscando sus ropas por los rincones y quizás un poco avergonzados. Ella hubiera querido que la dejaran así para siempre, pero sintió una mano agarrándola del pelo, alzándole la cabeza sin contemplaciones y se encontró ante la cara de Jorge.

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A partir de hoy nos perteneces —le dijo con tono inflexible—. Obedecerás cualquier orden que te demos cualquiera de nosotros; obedecerás sin rechistar, sin preguntar, obedecerás en silencio. A partir de hoy llevarás estas botas en todo momento, serán la prueba diaria que darás de tu sometimiento, de que estás disponible, receptiva a nuestras sugerencias. No te vas a atrever a salir sin ellas.

A pesar de todo lo que le había pasado, Silvia apenas pudo creer lo que vio: Jorge Sostenía en su otra mano un par de botas de tacón alto, de color rosa fucsia; una vez puestas le llegarían hasta los muslos. Su cabeza cayó a plomo contra el suelo cuando Jorge le soltó los cabellos.

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