Moldeando a Silvia (04)

Joven empresaria es convertida mediante chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

VIII

UN BUEN EQUIPO

Una llave sonó en la cerradura, era Alberto. Jorge se levantó del sofá y fue a su encuentro, él traía las manos ocupadas con una bolsa de bocadillos, pero a pesar de ello le dio un gran abrazo.

  • Joder tío, lo que te debo

¾

le dijo irradiando alegría, los dos se tenían confianza como para hablarse así

¾

, me la has puesto en bandeja, no te lo vas a creer hasta que veas las fotos, si no fuera por ellas hasta yo mismo acabaría por no creerlo.

  • Tranquilo, hombre, tranquilo

¾

le respondió Alberto

¾

, ha sido trabajo de los dos. No habría sido posible si no me hubieras avisado con antelación, y ambos nos estamos divirtiendo, de hecho apenas hemos sino empezado a divertirnos.

Jorge apenas podía evitar atosigarlo. Le costó un esfuerzo ímprobo dejarlo entrar en su propia casa, soltar la bolsa sobre la mesa.

  • Tengo que contarte, no puedo resistir; contar lo que se ha hecho es casi tan estupendo como hacerlo.

  • Pués no me cuentes

¾

le respondió Alberto, mitad en serio y mitad en broma

¾

, prefiero que lo veamos.

Jorge se quedó asombrado, al principio sin entender, y después se llevó la mano a la frente.

¾

Jodeeer, se me había olvidado, es alucinante que lo hayas hecho.

En ese momento, ya Alberto deambulaba por la casa, extraía las cintas de las cámaras, instaladas en compartimentos disimulados detrás de cuadros y otros adornos. Tenía en los ojos un brillo cómplice, malvado. Los dos se sentaron en el sofá, frente al televisor. La mayor parte la pasarían a velocidad rápida, con Jorge manejando el mando a distancia, y pulsando el play en los momentos más interesantes. En cuestión de segundos apareció Silvia, Alberto no paro de reírse de verla saltar, retorcerse mientras se meaba.

  • Puñeta, qué bien, mira qué cara de duda, qué magníficamente la estás entreteniendo. Parar, templar y mandar, dicho en el argot taurino. Mira, mira, tío, que se mea, que lleva el chorro por la rodilla.

Jorge se moría de alegría de tener aquellas cintas, poder verlas cuando quisiera, y de oír las risas de su amigo y sus alabanzas. Además, le había dado mucha pena no poder fotografiar la follada, especialmente la del culo; aquello era la mejor manera imaginable de conservarla.

  • Ah, sí, no dejarla cerrar la puerta, admirable

¾

prosiguió Alberto, jocoso

¾

Oh, con los ojitos cerrados, la foto, qué sentido de la oportunidad tuviste.

Los comentarios entre los dos siguieron cruzándose animadamente todo el rato, durante el visionado de las cintas. Hubo un momento, el de cuando empezó a cortarse pelos con la tijera, en el que Alberto se puso a carcajearse hasta que se le saltaron las lágrimas, mientras, señalaba al suelo con el dedo.

  • Mira, mira, pero si los pelos están ahí ¿Te importa que me quede con unos cuantos? Es que soy un poco fetichista.

  • Claro hombre, coge los que quieras, vamos a medias en esto.

Todo le encantó a Alberto, el modo durísimo en que la había tratado, la mamada, el que le abriera los labios del coño, todo. Pero para ver bien eso último, eran preferibles las fotos, así que se pusieron en el ordenador, conectaron el interface, y las hicieron pasar despacio, una a una. Cuando llegaron a las últimas, a las del chocho afeitado de Silvia completamente abierto, unas veces con los labios sujetados por los dedos de Jorge, otras por los suyos propios; ese chocho brillando con sus jugos, y su cara al fondo, esa cara de rendición, de abandono... Alberto se quedó pasmado. Quizás pasó un minuto antes de que se repusiera y mirara a su amigo admirativamente:

  • ¡Qué barbaridad! Definitivamente eres genial.

  • Que va hombre si lo has hecho tú todo, hasta me pasé de rosca y fui más lejos de lo que tú hubieras ido.

  • ¿Que yo lo hice todo?

¾

Dijo Alberto sonriente y señalándose con el dedo

¾

yo en todo caso construí la cerca, y quizás eso se me dé mejor que a ti. Pero cuando se trata de entrar dentro, de ponerle la silla a esa potranca y domarla, cuando hablamos de someterla y demostrarle quien manda; joder, en eso no puedo compararme contigo. La has montado como nadie y ahora sabe qué es el bocado y para qué son las riendas, irá donde se le diga. Yo no sirvo para eso, soy demasiado fino.

¾

Hombre, reconozco que estuve bien...

¾

¿Bien? Has hecho cosas arriesgadísimas, por las que podría habérsete largado en cualquier momento, pero tan juntas, tan inteligentemente, que no ha podido reaccionar. Yo no sería capaz de eso, necesito pensar las cosas y no tengo tus reflejos. Además, ¿te das cuenta del salto adelante que hemos dado? Después de semejante paliza esa cría nos teme tanto que probablemente nos obedecería aunque no tuviéramos con qué amenazarla.

  • Sí, y ahora además tenemos esas cintas, me entran ganas de empezar a putearla desde mañana mismo.

  • No, Jorge, no seas tan violento...

  • ¿Violento yo?

¾

le interrumpió un poco achispado.

  • Pues sí, tú, ¿Quién si no le dio ese mordisco que tiene en la teta?

¾

Dijo señalando al monitor.

Jorge se rió, al darse cuenta de que tenía razón, y le dijo que estaba demasiado buena, que no había podido evitar ponerse un poco bestia y exprimir el limón.

Claro estaba que Alberto lo entendía, si era el sentido del juego, pero no se podía abusar de esa dinámica, al menos de momento. En ese terreno, era él el mejor capacitado para decidir, y tenía que convencer a su amigo de que había muchas cosas que debían tener presentes:

-Mira, Jorge, salvo lo del plagio, que no es gran cosa, todo el poder que tenemos ahora sobre ella está en el interior de ella misma; no te das cuenta, pero la tenemos sujeta con un hilo. ¿Qué pasa si renuncia a dirigir la empresa, o si asume el daño familiar de que su padre viera tus fotos? Se nos escapa.

Jorge, a pesar de hallarse un poco borracho por su éxito, no dejó de reconocer que lo que Alberto decía era la verdad. Le parecía psicológicamente difícil que Silvia fuera capaz de tales renuncias, pero era lista, y si aceptaba sus pérdidas y se retiraba sería libre. Saldría malherida de un enfrentamiento con ellos, por supuesto, pero se escaparía. Le convenía seguir escuchando.

  • ¿Y después de todo qué prisa tenemos? ¿No es mejor pinchar cada cierto tiempo e ir acumulando hilos hasta trenzar una soga? ¿No sería mejor aún que fuera una cadena de acero? Es preciso que no sepa que existen las cintas, se pondría demasiado a la defensiva y siempre es conveniente tener una carta en la manga; por eso tus fotos son providenciales, son la aguja con la que daremos el próximo pinchazo, con la que le introduciremos otro hilo quizás más grueso.

Jorge escuchaba asombrado. Definitivamente Alberto se movía mejor que él en esos terrenos e iba a hacerle caso. Ya le había proporcionado enormes placeres el hacérselo.

  • Completamente de acuerdo con lo que dices

¾

le respondió

¾

dejémosla descansar, démosle cuerda para que se ahorque. Es maravilloso lo bien que nos complementamos

¾

añadió mientras le daba en el hombro una palmada admirativa.

  • Tan bien como un martillo y un yunque

¾

le respondió Alberto

¾

, estamos destinados a encontrar el modo de hacer una cadena. Cuando esté acabada ya no harán falta precauciones, tiraremos todo lo que nos apetezca, y las cintas podrían convertirse incluso en una especie de adorno, una guirnalda que colocar sobre los eslabones.

Los dos se sentaron a comerse los bocadillos, con una cerveza por delante y viendo los videos, ya a velocidad normal, todavía quedaban muchos detalles por comentar acerca de ellos.

IX

LA MAÑANA SIGUIENTE EN SU DESPACHO

Silvia llegó tarde al trabajo. No había conseguido verse en Madrid hasta muy avanzada la noche, y para entonces estaba tan deshecha que se quedó dormida nada más tumbarse en el sofá. Por la mañana, examinó con atención su cuerpo lleno de moratones, y le costó la misma vida salir para la empresa.

Recordaba muy poco de lo que había pasado, y eso era lo que más miedo le daba. Bueno, eso y el inevitable encuentro con Jorge, porque tenía que encontrárselo, y estaba casi segura de que intentaría convertir en crónicos los abusos del día anterior. Desde el instante en que se tomó la pastilla todo le quedaba nebuloso, y ni siquiera estaba segura de si sería bueno recordar hasta dónde había llegado su crueldad.

Cuando recorrió el pasillo y vio que él no estaba en su oficina respiró aliviada ¿Se habría quedado a gusto e iría a dejarla en paz? En el interior de su despacho había un desconocido que se presentó a sí mismo como Luís Bermúdez. Ella le preguntó qué hacía allí, y él respondió que era el asesor laboral de la empresa, y que lo habían llamado para citarlo, aunque al parecer, todo el mundo iba a llegar tarde. No sabía nada más.

Silvia aceptó la explicación y se sentó con cuidado tras su mesa. Eso de sentarse fue una tarea difícil, que cumplió poniendo atención en no mostrar las emociones que le despertaba. El hombre se quedó mirando con extrañeza sus movimientos, y después encendió un cigarro con aire aburrido.

Un asesor laboral ¿qué haría allí un asesor laboral? se preguntó ¿Quién y para qué lo habría llamado? ¿Sería... ? Mejor no pensarlo, se dijo asustada. Tanto le había dolido lo que había pasado, que había preferido alejar de sí hasta las partes que no estaban perdidas, a las que tenía acceso consciente. La presencia allí de Luís Bermúdez, podría estar relacionada con alguna reclamación de los empleados que iban a ser despedidos, pero también podría explicarla la contratación personal nuevo.

En realidad, estaba dispuesta a dar todos los rodeos del mundo para no recordar el nombre de Alberto Sagasta; la mataba de vergüenza reconocerlo, pero estaba clarísimo que no podría oponerse a nada que se le antojara. Sería una estúpida si creyera que iba a mantener su palabra y no volver a amenazarla. Para una chica normal, para alguien que careciera de sus aspiraciones y con otro tipo de relaciones familiares, lo de la acusación de robo, o plagio, sería poco menos que una tontería; pero contra ella era un arma definitiva (con creces había comprobado Sagasta su efectividad); sólo su vida errante podía evitar que la usara. Por Dios, ojalá que el asesor no tuviera nada que ver con él, ¿Qué impresión se llevaría si la directora no sabía nada de un contrato importante? ¿Qué cosas diría por ahí? Las heridas estaban demasiado frescas y todavía no podía pensar correctamente. Motivos para tener miedo había muchos, el mayor de todos ignorar el alcance de la complicidad entre Alberto y Jorge, si era tan grande como parecía, las dificultades podían llegar a hacerse terribles, esa era la razón por la que no se atrevía ni a imaginar el verse obligada a contratarlo. Ella era una mujer fuerte, pero tener que ver a Jorge todos los días ya iba a ser suficientemente duro. Por supuesto ni se planteaba la posibilidad de ir llorando a su padre y decirle la verdad, con la amistad que lo unía al cabrón de Jorge lo creería antes que a ella y hasta pensaría que era una maniobra suya para apartarlo de la empresa.

Antes de salir de su casa había decidido aparentar que todo seguía normalmente. Su posición se había vuelto tan precaria que sería una estupidez soñar con otra cosa. Pero ese hombre allí sentado, fumando, y mirando el reloj constantemente, le hacía temerse que a lo mejor también era tarde para eso. ¿Qué iba a suceder? Sabía que se engañaba a sí misma queriendo creer que las cosas podían todavía ser normales; en el mejor de los casos Jorge se lo contaría a todo el mundo, todo el mundo sabría lo que había pasado menos ella, pero la verdad era tan aterradora de afrontar... tan aterradora como que a lo peor aquello sólo podía estar empezando. ¡Dios, qué miedo!

En esto, Luís Bermúdez sonrió, unos pasos sonaban por el pasillo, y ella quiso esconderse debajo de la mesa. Pronto lo peor se hubo confirmado: Jorge y Alberto entraron por la puerta. A pesar de estar a punto de desmayarse, ella le echó valor:

¾

Buenos días y gusto de veros

¾

les dijo con una sonrisa forzada y el corazón cayéndosele a pedazos

¾

, encantada de tenerte entre nosotros, Alberto

¾

añadió con una hipocresía nacida de la desesperación.

Alberto la miró con frialdad y le respondió:

¾

Será un gran placer trabajar aquí, se lo aseguro, puede llamarme Señor Sagasta, o Señor a secas, si lo prefiere.

Silvia acusó el golpe, había sucedido lo peor. Los ojos del asesor se veían desencajados por la sorpresa, se había dado cuenta. Jorge en cambio parecía a punto de echarse a reír, pero no llegó a hacerlo, aún se le había ocurrido algo más hiriente:

¾

Señorita Sostén

¾

le dijo mirándola a los ojos

¾

le pagaremos setecientas mil al mes, firme aquí.

Silvia seguía con vida muy a pesar suyo y contenía las lágrimas ¿Qué iba a hacer? ¿Pedirle que pronunciara correctamente su apellido? ¿Negarse a refrendar el contrato? Lo de decirle el sueldo, esa cifra exorbitante, no había sido para informarla, había sido una patada, había sido para que supiera lo generosamente que iba a pagar a su propio verdugo. Pero ella sólo podía hacer una cosa: alargar la mano y firmar.


Serían las ocho de la mañana, Jorge y Alberto estaban sentados ante una mesa, en la cafetería de enfrente del edificio Setién. Era la hora de entrar a trabajar, pero ellos gozaban del privilegio de retrasarse, gozaban de todos los privilegios, o acaso únicamente gozaban.

Los primeros dos o tres días habían sido agotadores, habían tenido que reorganizar varias campañas con otro criterio distinto del que Silvia había intentado imponer; ahora ya no podía imponerles ni su presencia. Ellos desayunaban juntos todas las mañanas y preparaban el trabajo. Daba igual cuanto dinero se gastara, lo importante era hacer buenos anuncios.

Por fin esa primera etapa de reorganización estaba quedando atrás, los proyectos reformados empezaban a andar solos, y ellos tenían tiempo para otras ocupaciones más lúdicas. En la empresa, la noticia de que habían logrado domar a la fiera había caído muy bien, y aún mejor la persona de Alberto, que venía precedido de su fama de gran fotógrafo y además era el responsable directo de que nadie fuera a ser despedido. Habían corrido la voz de que había impuesto una cláusula en su contrato por la que tenía que conservar íntegra a toda la plantilla. Eso sobre todo lo había convertido en una especie de héroe local.

Alberto estaba moviendo el café cuando vio a través del cristal pasar a Silvia. Tenía los ojos hundidos y llevaba puesto un largo abrigo negro que le llegaba hasta más abajo de las rodillas. Parecía distante, temerosa, y miró varias veces a cada lado de la calle antes de decidirse a cruzarla. Finalmente desapareció tras la puerta principal del edificio.

—Parece mentira como ha cambiado esa —dijo Jorge con tono jocoso—. La antigua tigresa se ha convertido en asustadiza gacela; hasta su forma de vestir es distinta de la de hace unos días. Se nota que pone todo su empeño en disimular sus formas y resultar lo menos provocativa posible.

—Pues sí que se nota —corroboró Alberto—. No es ninguna tonta y sospecha en lo que la estamos metiendo. El miedo no la deja vivir. Un miedo muy justificado por otra parte, ayer ya tuve tiempo de preparar la infraestructura sobre la que descansan nuestros planes.

—¿Ah sí? ¿qué hiciste? —Preguntó intrigado.

A Alberto, a pesar de su edad, se le puso cara de niño travieso y sus ojos emitieron un brillo juguetón.

—Bah, nada que de momento sea importante. Ahora cuando subamos te lo enseño; es una tontería que te va a encantar.

Jorge no fue capaz de disimular su ansiedad. Quería ver a toda costa lo que su amigo había preparado y se bebió el café de un trago. Tenía prisa, se moría de ganas de retomar las operaciones con Silvia, y sabía lo tremendamente sibilino que Alberto podía llegar a ser.

—¡Vamos! —Rugió con impaciencia.

El camarero los estaba mirando con un interés que a Alberto le pareció excesivo y por eso no quiso soltar prenda. Le pagó el desayuno con gesto aburrido y volvió a dirigirse a Jorge en voz bastante alta:

—Está bien, hombre, está bien. ¡Vaya prisa que tienes por entrar a trabajar!

El despacho de Alberto estaba en la primera planta, contiguo al de Silvia, y algo alejado del de Jorge. A pesar de que había sido instalado con mucha precipitación, Alberto no había olvidado detalle, ni escatimado en exigencias; había hecho que le pusieran ordenador, vídeo, teléfono con línea al exterior y todo cuanto se le había ocurrido. Más que un despacho casi parecía una sala de estar, sólo la sobriedad del mobiliario indicaba que era un lugar de trabajo. Jorge no pudo evitar sonreír al ver lo mucho que se cuidaba su amigo.

—¿Y bien, qué es eso que vas a enseñarme? —Preguntó sin poder contener la curiosidad.

—Espera un segundo, ahora te lo cuento. Quiero hacer una cosa con el ordenador antes de que se me olvide.

—¿Qué espere? Espera mejor tú y deja el trabajo para luego. Quiero saber qué has hecho.

Pero Alberto no le contestó, ya había encendido el equipo y movía el ratón por la pantalla. Jorge parecía a punto de explotar, pero de pronto, increíblemente, la imagen de Silvia apareció en el monitor. Estaba sentada tras su mesa, en su despacho y tenía una apariencia entre aburrida y preocupada. No se trataba de una foto, se movía; Alberto había situado una cámara en la habitación de al lado.

—¡Joder, desde luego que eres la hostia! —Exclamó Jorge— Pero ¿para qué quieres tenerla tan vigilada si de momento no vamos a hacerle nada?

—Acopio de información, amigo, ese es el secreto. Te sorprendería lo equívocas que pueden resultar unas pocas frases extraídas del contexto en que fueron pronunciadas. Pronto o tarde cometerá algún error y si no...

—Si no ¿qué?

—Si no la presionaremos con lo que tenemos de ella. Todo el mundo comete errores bajo presión, lo que pasa es que los suyos quedan registrados y se convierten en nuevos hilos de nuestra tela de araña. Créeme: tenemos todo el tiempo del mundo. Hay que dejar que se reponga, que crea que no pasa nada, podría tomar determinaciones tan drásticas como la de suicidarse y no es eso lo que queremos. Siempre debemos cuidar de dejarle algún resquicio que defender de su vida anterior. Nuestros ataques deben ser esporádicos y terribles, pero espaciados, dejando siempre un hueco por el que quepa la esperanza.

— ¿De verdad son necesarias tantas precauciones? —preguntó Jorge con tono dubitativo—

A Alberto no le dio tiempo a responderle; bruscamente sonaron varios golpes en la puerta de Silvia y tres jóvenes, de unos veintitantos años, pasaron al interior; eran dos chicos y una chica, y los dos amigos se quedaron absortos en la contemplación de la escena. Aunque nada fuera a pasar digno de mención tenía su encanto eso de observar sin ser visto.


No dio permiso para que entraran hasta estar segura de haber recompuesto su imagen. Era casi seguro que no se trataba de nadie de la empresa, nadie tenía nada que consultar con ella y si alguien lo tuviera, no se molestaría en llamar.

Cuando Pablo, Quique y Rita pasaron ya ella había dibujado en su rostro la sonrisa jovial que estaban acostumbrados a ver. Al fin y al cabo eran sus amigos del Club los que menos debían saber de la pesadilla que estaba viviendo. Era de esperar que, en un momento u otro, se acercarían a verla.

—¡Chica! Hay que ver como te ha cambiado eso de dirigir la empresa familiar. Pero si vas vestida como una señora mayor —dijo Pablo, un poco sorprendido.

Pablo era un buen mozo de veinticuatro años que acababa de terminar la carrera de económicas sin demasiada brillantez. A pesar de ello, Silvia estaba interesada en él; tenía un cuerpo musculoso y lo que lo hacía más atractivo: un hermoso padre banquero al que a ella le encantaría tener como suegro.

Ya ves —respondió, mirándolo con picardía— hay que adaptarse a las circunstancias y dar aspecto de seriedad.

Rita, que no parecía dispuesta a ceder un ápice de protagonismo, se apresuró a intervenir:

¾

Pasábamos cerca y se nos ha ocurrido venir a visitarte. Además, tenemos que recordarte que el Jueves catorce es el Día del Caballo, no estaría bien que olvidaras venir a la fiesta.

¾

Uf, chicos, estoy ocupadísima, no sé si podré —contestó Silvia, que no tenía ánimo para jolgorios.

¾

Nada, mujer, que quedan casi veinte días. Además, hay algo por lo que no puedes faltar y es que voy a ser coronada Reina de la Fiesta. Alégrate por mí, que ya verás como el año que viene el puesto es tuyo.

Aquello fue una mala noticia. Silvia aspiraba a ser la reina, había sido mejor estudiante que Rita y era más guapa, o al menos eso creía ella. De todos modos, esa circunstancia casi la obligaba a hacer acto de presencia; no debía exhibir lo mucho que la hería no haber sido elegida y lo que era más importante: El hecho de ser la Reina ya le concedía a su "amiga" una enorme ventaja con Pablo; tenía que estar allí para reducirla lo más posible.

¾

Eso, no puedes faltar —apostilló Quique—. Da además la casualidad de que es mi cumpleaños y lo celebraremos allí.

A Silvia le molestó que Quique interrumpiera el curso de sus pensamientos. ¿Qué más daba que fuera su cumpleaños? ¡Valiente imbécil! El hijo de un vulgar empleaducho de Correos cuyo único mérito era ser un genio de la informática. Total, un técnico, un administrativo ¿Cuándo se había visto que un informático ocupara un puesto de dirección? De no ser por esa habilidad suya con los ordenadores jamás lo admitirían entre gente selecta.

¾

Pero bueno, Quique, ¿tú no pretenderás que tu cumpleaños compita en importancia con la coronación de una querida amiga? —Respondió con ironía— No, es seguro que no lo pretendes. Naturalmente que estaré allí y, si me quieres como Dama, Rita, te sujetaré la cola. Hoy por ti y mañana por mí.

Quique acusó el golpe, no lo exteriorizó, pero le dolió. Claro que le gustaba Silvia Setién ¿y a quién no? Pero él se daba cuenta de que estaba fuera de su alcance y no había hecho nada por acercarse a ella, sólo intentaba ser amable; no tenía por qué estar maltratándolo a la mínima ocasión. Podía ser feo, podía ser hijo de una familia normal y corriente, pero tenía derecho a tener su orgullo. Algún día alguien debería apretarle los tornillos a esa cerda. Después de todo había sido idea de Rita ir a verla, no suya.

X

EL PRIMER ANILLO DEL INFIERNO

Los días pasaron mucho más apaciblemente de lo que Silvia se esperaba. Cierto era que las cosas estaban raras, pero Alberto y Jorge la habían dejado en paz. Ella, desde luego, ya parecía no pintar nada en la empresa, no era informada de ningún trabajo, si preguntaba algo la gente le respondía con evasivas, y las cosas sucedían a su alrededor como si no existiera. Eso era triste, aunque lo daba por bueno si también permanecía ignorada para sus torturadores.

A veces, cuando pasaba por alguna parte escuchaba risitas, lo de Señorita Sostén estaba empezando a convertirse en el modo natural de dirigirse a ella, y ella lloraba por dentro, pero fingía no haberlo oído. Evitaba cualquier cosa que, directa o indirectamente, pudiera llevarla a un enfrentamiento que estaba segura de perder.

Alberto y Jorge se pasaban el día juntos y trabajaban de firme, no en vano los dos eran excelentes profesionales. Por lo que sabía, nunca publicidad Setién había creado mejores anuncios, ni había tenido más contentos a sus clientes. Sin embargo esto también tenía su lado negativo: el dinero. Nunca tampoco habían gastado tanto en producción. Hubo un día en el que se armó de valor e intentó hablar con Jorge, le dijo que vigilara si no estaban gastando demasiado, pero él ni la miró, sin levantar la vista de su trabajo le dijo que eso no era asunto suyo. Ella, naturalmente, no se atrevió a preguntar cuáles eran sus asuntos.

En realidad, estaba relativamente contenta de que la dejaran en paz, y hasta empezaba a hacerse ilusiones de que las cosas pudieran quedarse así indefinidamente. Ojalá fuera posible llegar a algún tipo de pacto no hablado, ojalá ese binomio Jorge-Alberto sólo pretendiera mangonear la empresa, porque entonces ella podría dejarlos hacer, seguir disfrutando de la fama y del sueldo de ser la directora, y empezar a labrarse un porvenir en otro sitio. Pero no, cuando lo pensaba despacio estaba segura de que aquella era la paz que precede a la tempestad. A Jorge le había gustado demasiado aquel siniestro episodio, Alberto volvería a "prestarla"; no quería ni pensar que esa tranquilidad, esa ausencia de alusiones, formara parte de algún tipo de estrategia. El clima general de los trabajadores era bueno, al parecer alguien había ido diciendo que ya no se iba a despedir a nadie, y ella tampoco se sintió capaz de contradecir ese rumor. Había muchos rumores circulando sobre los que prefería no indagar.

Paradójicamente, fuera de allí, ella estaba cada vez mejor considerada; las revistas le atribuían todo el mérito del magnífico anuncio del Ron, la habían llamado empresaria modelo, y se habían deshecho en alabanzas cuando la contratación del Señor Sagasta, el mejor fotógrafo de España. Hasta su mismo padre había caído en la trampa, la había telefoneado hacía poco para darle la enhorabuena, había llegado a decirle que estaba logrando triunfar donde él había fracasado, que lo de la contratación de ese fotógrafo a él siempre se le había resistido. Silvia se dejó elogiar, menos que nunca podía consentir que él supiera el barril de pólvora sobre el que vivía; estaba tan orgulloso que casi lo odió por su ingenuidad. Si no fuera por su conciencia de ser un cero a la izquierda, aquello sería lo que siempre había deseado.

El que los empleados se reían de ella era evidente, y le quitaba el sueño ignorar qué y cuánto sabrían. Una mañana, casi al entrar, le sucedió algo que le permitió hacerse una idea al respecto: Ella andaba por el pasillo, y coincidió con varios peones que acababan de salir de los lavabos de hombres; el caso fue que se la quedaron mirando todos a la vez, fijamente, y se partieron de risa. Ella se puso colorada, y aparentó como siempre no darse cuenta; cuando se fueron, una extraña intuición la hizo entrar en los servicios. Sobre el alicatado había una foto pegada con papel celo, en la foto aparecía ella de medio cuerpo, con un sujetador blanco por el que se le transparentaban las tetas y los pezones. Era bastante provocativa, pero lo peor quizás era su mirada cargada de lujuria. Silvia lloró, lo de llamarla "Señorita sostén" no era únicamente por la similitud fonética con su apellido.

Instintivamente alargó la mano para arrancar aquella vergüenza de la pared, pero se arrepintió; no sabía cuántas más podría haberle hecho Jorge, no quería encontrar mañana otra en su lugar, ni hallar a la gente llamándola "chochito pelón". Era más prudente dejarlo así.

Fue a su despacho, a ese despacho suyo que estaba siempre desierto, y lloró tras su mesa hasta quedarse sin lágrimas. Era completamente seguro que la tempestad era inminente y no sabía qué hacer para evitarla. Hablar con su padre, definitivamente, no era una alternativa; no se sentía capaz de contarle la barbaridad que le estaba sucediendo, ni lo lejos que había llegado. A pesar de sus años en Madrid, seguía siendo un hombre de pueblo; si no se moría de la decepción, podría llegar a intentar hasta meterla en un convento; su represalia, fuera la que fuera, le resultaba tan temible como las amenazas de Jorge y Alberto. Esperar era la única posibilidad.

fedegoes2004@yahoo.es