Moldeando a Silvia (02)

Joven empresaria es convertida mediante chantaje en una esclava sexual.

ADVERTENCIA

Esta obra contiene escenas de sexo no consensuado, sadismo, humillación, dominio y está orientada a lectores adultos. Si este tipo de cosas no son de su agrado o de algún modo hieren su sensibilidad deje de leer AHORA, después podría ser tarde. Por supuesto todas las escenas aquí narradas son de absoluta ficción y es voluntad del autor que nunca lleguen a ser reales. Cualquier comentario será bienvenido. (Absténganse de mandarme ficheros adjuntos porque NUNCA los abro)

fedegoes2004@yahoo.es

III

EL PECADO ORIGINAL

Se subió en el Ave de las ocho de la mañana, se había dado permiso a sí misma para ausentarse del trabajo, después de todo iba a Sevilla en comisión de servicio. El Señor Sagasta había resultado ser un chico malo de alrededor de cincuenta años. Era uno de los mejores fotógrafos de España, pero increíblemente no había querido aceptar ningún puesto estable con ninguna de las firmas que se lo habían ofrecido. Desde el primer momento le intrigó la personalidad de Alberto ¿Sería posible que alguien prefiriera trabajar como reportero, andar dando tumbos por el mundo que vincularse a una empresa como Publicidad Setién? Pues lo era, no había quien le echara el lazo.

Y el caso era que ella quería a toda costa el reportaje. Tenía que apuntarse ese tanto para ser respetada como directora. Nada más que llevaba unos días y era consciente de estar en libertad vigilada. Su padre era el mayor de los problemas: Seguía siendo el propietario y a poco que no confiara en ella se la llevaría al hogar familiar de una oreja. Dichoso viejo, si le había fallado el corazón había sido por el derroche de energía con que se lanzaba a todo siempre. Si no fuera por eso aún estaría manejando la empresa a su capricho. Desgraciadamente, no terminaban ahí sus inquietudes: Además estaba don Jorge, él era el confidente del viejo en la cúpula, también de él debía cuidarse.

El tren abandonó la estación y empezó a ganar velocidad. El cañonazo de luz diurna a través de las ventanillas hizo que Silvia volviera a la línea original de sus pensamientos. Menudo elemento tenía que ser el Señor Sagasta. En la conversación telefónica que habían mantenido se había negado en redondo a venderle las fotos. Había llegado a ofrecerle un millón de pesetas y él había seguido negándose; si había algo que lograra confundirla, era que alguien pudiera rechazar semejante cantidad de dinero por algo tan nimio. Don Alberto había estado algo huraño e incluso un poco violento, había llegado a preguntarle si su padre aprobaría que gastara ese dinero en comprar unas fotografías que ni siquiera había visto. No, no lo aprobaría naturalmente.

Ella había acusado el golpe, se había sentido herida, pero seguía queriendo el reportaje y se tragó el orgullo. Le propuso que viniera a Madrid a enseñarle su obra, por supuesto con los gastos pagados; su negativa había sido rotunda: "¿Bromea Doña Silvia? ¿Quiere que me desplace a Madrid a enseñarle algo que no le venderé? Si le sobra el tiempo venga usted a Sevilla." Esa había sido su respuesta y era por eso que ella, aceptando una humillación de la que no se creía capaz, se había puesto en camino. Qué insoportables le resultaban esos artistiyas a los que se le subían los humos.

En realidad había sido todo una cuestión de mala suerte, un cruce de casualidades transitorias. Ella no era una creadora y sabía que no iba a ser capaz de emular los éxitos de su padre, si tenía alguna posibilidad de sostenerse era actuando como lo que era: una economista brillante, y aplicando los criterios que conocía. Pero claro... la tensión se palpaba. Tantos despidos juntos habían hecho que todo el mundo la odiara, que necesitara con urgencia un éxito que exhibir. Si no fuera por eso habría dejado que el dichoso Sagasta se cociera en su soberbia y en sus ínfulas de divo.

El viaje se le pasó en un suspiro, entre la rapidez del Ave y lo enfurruñada que iba estuvo en la estación de Santa Justa antes de darse cuenta. Aquello no era una excursión de placer y tampoco planeaba hacer noche; nada más quería resolver el asunto e irse, por lo que tomó un taxi directamente a casa de Don Alberto.

Se puso un poco nerviosa al llamar al portero automático de su piso, pero respiró hondo, y se recordó a sí misma que no era más que un encuentro de negocios, al fin y al cabo aquello para lo que se había preparado. Tardaba en cogerlo. ¿Sería posible que la hubiera dejado plantada? Era cierto que quería ver las fotos, pero además también tenía mucha fe en su capacidad para salir con bien en un encuentro cara a cara. La esbeltez de su cuerpo y la picardía de su sonrisa eran virtudes que no le pasaban desapercibidas a ningún hombre, ella era consciente de ese poder, del peso que tenía en cualquier negociación. Pasó cerca de un minuto sin que nadie respondiera y volvió a pulsar el botón. Esta vez sonó una voz ronca:

¾

¿Quién es?

¾

Silvia Setién, le dije que vendría.

No escuchó palabra, pero enseguida oyó el ruido de la cerradura al abrirse. Alberto Sagasta la recibió en pijama. Era bastante alto y pesar de sus años tenía un cuerpo atlético. Ella lo miró de arriba a abajo aprobatoriamente.

¾

Pasa, por favor

¾

dijo Alberto, esbozando una vaga sonrisa

¾

, así que te has decidido a venir, lástima que sea en balde.

Silvia notó el súbito tránsito hacia el tuteo y no le desagradó prescindir de formalismos. Tuvo la impresión de que le gustaba aquel hombre; su mirada inteligente, su barba canosa... tenía un aspecto interesante. Se le ocurrió la idea de que quizás perteneciera a una clase nueva de tío a la que no podía dominar, y eso la preocupó un poco. Él parecía tranquilo, al decir verdad casi recién salido de la cama. La hizo pasar a un salón grande, elegantemente amueblado, y la miró directamente a los ojos al hablarle:

¾

Siento no tener copias, tendrás que ver las fotos en el ordenador

¾

dijo señalando hacia él.

¾

No importa, será suficiente para hacerme una idea.

Los dos se sentaron frente al equipo y él fue diestramente navegando hacia la carpeta indicada. Al instante empezaron a desfilar las imágenes por el monitor. Silvia se quedó atónita. Ella, muy a su pesar, carecía de un temperamento artístico, pero había hecho varios cursos de fotografía y era capaz de reconocer la obra de un genio cuando la tenía delante. Parecía imposible que se pudieran lograr esas luces, esos tonos en una playa. Alberto jugaba con toda clase de frutas tropicales, mezcladas con el mar y la arena, y esas composiciones magníficas en las que lo imbricaba todo en un conjunto armonioso; el espectáculo duró sólo un momento pero estaba impregnado de una sensibilidad tan exquisita que no pudo evitar emocionarse. Además, las fotos eran endiabladamente adecuadas, exactamente lo que querían los del Ron Maracagua. Cuando cesó el flujo de imágenes ella se quedó como petrificada. Ahora sabía lo que intentaba comprar, y sabía que lo quería más que nunca.

¾

Es de una belleza... sobrecogedora

¾

acertó a decir

¾

. Le ofrezco dos millones.

¾

No

¾

fue la seca respuesta de Alberto.

¾

Dos y medio

¾

insistió ella sin pensárselo

¾

, es lo más a lo que puedo llegar.

¾

No es una cuestión de dinero

¾

contestó Alberto con gesto impotente

¾

, es cuestión de que tengo el reportaje apalabrado, acepté vendérselo a la revista Nature por una cantidad mucho menor. Créeme que lo siento, ojalá quisieras otra cosa.

Silvia se quedó callada, le encantaban las fotos, y eran su pasaporte hacia consolidarse en la dirección; tenía que conseguirlas a cualquier precio. Alberto estaba muy cerca de ella, todavía en pijama, y aún le quedaba otra moneda con la que podría pagarle. Rara vez había hecho esa clase de cosas, sólo en casos extremos, en casos como aquel. Le echó el brazo por la espalda y lo miró fijamente mientras hacía aflorar la mejor de sus sonrisas.

  • ¿Y si junto al dinero te propusiera algún pequeño esparcimiento?

El no rehuyó el contacto y sonrió también, aparentemente halagado, aunque con un brillo malicioso.

¾

¿Qué puedo decirte? No todos los días le hago el amor a chicas tan guapas, pero no quiero engañarte: es más que probable que eso no cambie la situación.

Definitivamente le gustaba aquel hombre, aceptó Silvia. Estaba nerviosa y sentía un hormigueo dulce recorriéndole el cuerpo. Se daba cuenta de que Alberto era peligroso, se le antojaba que su aspecto afable no era más que una fachada, que había cruzado al otro lado de sus sentimientos como si hubiera atravesado un espejo, y que donde él se hallaba las emociones podían coexistir con la más terrible frialdad. Sí, era peligroso, pero eso era precisamente lo que la atraía. Se levantó despacio e hizo resbalar los tirantes de su vestido, luego, lentamente, tiró de él hacia abajo, hasta que quedó enrollado a sus pies. El rostro de Alberto se iluminó con una alegría que a ella le resultaba familiar.

¾

Créeme

¾

le advirtió

¾

yo vivo a través de la cámara; en ti veo luces, volúmenes y colores; esto no te va a salir bien.

Pero ella ya había ido demasiado lejos como para retroceder. Se quedó ante él, con una sonrisa desafiante dibujada en los labios. Estaba preciosa, con su sujetador negro transparente, y las mínimas braguitas que dejaban entrever el vello púbico. Alberto se levantó sin prisas, disfrutando pausadamente de cada momento y la atrajo hacia sí. Ella gimió de placer nada más sentir las manos en su espalda, como sus dedos experimentados jugaban con el cierre del sujetador y la despojaban de la prenda, que tardaba una gozosa eternidad en caer al suelo.

Sus pezones, rosados y enormes se irguieron desde las primeras caricias, aceptando agradecidos cada roce. En ese momento dejó de existir la señorita Setién, se dejó conducir riéndose y dando tumbos hacia el dormitorio. A partir de ahí ya Silvia sólo pudo sentir a ráfagas sueltas; sintió como Alberto besaba sus pechos, como deslizaba su lengua golosamente desde el esternón hacia su coño, y después ya todo estallaba en luz. Las horas siguientes se le pasaron entre vueltas e incoherencias, sacudida por continuos orgasmos, y con su vida entera achicándose en algún remoto lugar de su mente, mientras las manos de Alberto, su lengua, ocupaban el espacio del universo entero. Finalmente la penetró, y ella se entregó al oleaje, se dejó traer y llevar por un mundo líquido, deslabazado, en el que todo la sumergía hacia dimensiones de sí misma que nunca antes conociera, nunca antes había gozado tanto con un hombre. Por primera vez en su vida, agotada y sudorosa, agradeció que su compañero eyaculara y se quedó dormida, exhausta entre sus brazos.

Debió pasar un buen rato antes de que se despertara con el sonido de la ducha. Sentía una extraña sensación de plenitud, y tenía el cuerpo flojo y satisfecho, como si fuera una muñeca de felpa. En unos minutos salió Alberto del baño, todavía a medio secar, y empezó a vestirse.

¾

Tengo que salir

¾

le susurró afablemente, en cuanto se dio cuenta de que estaba despierta

¾

debo ir a un almuerzo de trabajo. Espérame si quieres.

Silvia salió de su modorra y regresó a la realidad, volvió a recordar por qué estaba allí, e hizo la fatídica pregunta:

¾

¿Y qué hay de las fotos?

Alberto se tensó, tenía ya puestos los pantalones y los zapatos, y rehuyó mirarla.

¾

Te advertí de que esto no cambiaría nada; ha sido estupendo, pero sigo teniendo el reportaje comprometido, y yo sólo tengo una palabra, cuando la doy la doy, y ya no hay marcha atrás. Debo ser un tipo raro

¾

añadió encogiéndose de hombros.

Silvia se sintió desconcertada, al tiempo que la furia iba naciendo en su interior: Era la primera vez que un hombre le negaba algo después de haber llegado tan lejos.

¾

Me había hecho la ilusión de que cambiarías de idea

¾

dijo, haciendo un último esfuerzo por no enfadarse y mantener la calma.

¾

Pues no, y mucho que me gustaría porque el dinero me hace falta, pero sencillamente no puedo.

Ya había acabado de vestirse y estaba yéndose, nada más le dijo desde la puerta:

¾

Pues eso, si quieres me esperas

¾

y se marchó.

Ella se quedó enfurruñada en la cama, rabiosa, y con la mente embebida en un despechado monólogo: ¿Ah, con que eres un tipo noble eh, de los que cumplen lo que prometen? ¿Con que estás de vuelta del amor, del sexo, y haces siempre lo correcto? Pues yo no soy así, soy una joven de ahora, tramposa, y que además necesita desesperadamente lo que tú le niegas. Así que te vas enterar, cerdo, te vas a quedar sin mí, sin dinero, y sin reportaje; así aprenderás a seducir jovencitas con tu sonrisa autosuficiente y tu moral tan estricta. Así aprenderás. Apenas se dio cuenta, pero había dicho todo aquello en voz alta.

De su cuerpo desapareció todo rastro de flojedad, y se levantó de la cama como si le quemara el contacto de las sábanas; fue al salón y se vistió en menos tiempo del que había tardado él en hacerlo. Después agarró su bolso y sacó del interior varios disquetes. Ese era el último recurso, el plan B que ella siempre tenía preparado, aunque no, era otro, el plan B había sido hacerle el amor a ese viejo. Aunque... ¡Qué bien follaba el maldito!

Había anotado mentalmente todos los pasos que dio Alberto y no encontró ninguna dificultad en hallar los archivos, en un momento tuvo todas las fotos guardadas en los discos; le asaltó el deseo de borrar del ordenador los originales, pero no lo hizo, era mejor que él no se diera cuenta de lo que había hecho. Un par de horas más tarde estaba otra vez en el Ave, camino de Madrid, y sujetando el bolso entre sus manos con una sonrisa autocomplaciente.

IV

PLANES PLACENTEROS

Jorge entró en la cafetería "El Museo", muy cerca de la estación de Atocha. Miró en su derredor, y no vio a Alberto por parte alguna. Tomó una mesa casi en el centro del local, para estar visible, y se dispuso a esperar.

Las cosas estaban saliendo de una manera muy extraña durante los últimos días. Silvia había cosechado en Sevilla el sonoro fracaso que él ya se esperaba, pero lejos de amilanarse le había echado valor y se había largado a Cuba, según decía a hacer las fotos ella misma. Ilusa ¡A hacer las fotos! No se había reído en su cara por no enfrentarse con ella. Estaba muy pagada de sí misma, y había puesto de inútil a todo el mundo antes de irse.

Después, lo había llamado Alberto y le había hecho toda clase de preguntas, pero no había querido soltar prenda sobre la entrevista con Silvia. Además, lo había citado allí, porque necesitaba hablar con él e iba a acercarse por Madrid. ¿Qué querría decirle? Se sentía tenso, impaciente, porque ya pasaban cinco minutos de la hora prevista y seguía sin vérsele por ninguna parte. Encendió un cigarrillo y se pidió un café para entretener la espera.

Alberto apareció un cuarto de hora más tarde, trayendo bajo el brazo unas cuantas revistas pornográficas. Los dos amigos se abrazaron calurosamente.

¾

Perdona hombre, me he entretenido en el Kiosco.

¾

Estás muy viejo para seguir siendo tan guarro

¾

Le respondió Jorge con una sonrisa cómplice.

¾

Nada, nada ¿De donde te crees que saco la inspiración para hacer unas fotos tan buenas?

Llevaban bastante tiempo sin verse, y los dos hablaron un poco de vaguedades, pero Alberto sabía exactamente a qué había venido y entró directamente en materia:

¾

Pues sí, la niña apareció por mi piso, talonario en ristre y dispuesta a comprar lo que fuera. Cuando me negué, ella usó su hermoso cuerpecito para mejorar la oferta.

Jorge emitió un gruñido alegre, y la boca se le quedó abierta por la sorpresa.

¾

Espera, espera ¿Me estas diciendo que te follaste a Silvia Setién?

¾

Exactamente eso te estoy diciendo, hombre

¾

replicó Alberto, riéndose

¾

, pero no te asombres tanto, no es nada del otro jueves, una de tantas que lo basan todo en estar buenísimas; mucho culito y poco arte.

¾

¿Y a pesar de eso no le diste las fotos?

¾

Preguntó Jorge con Incredulidad.

¾

Pues no, no se las di. Me tomó por uno de esos muchachitos a los que seduce, me desafió, y yo tengo muchos tiros dados. Pero eso no es lo mejor, lo mejor es que tiene el reportaje, lo copió del ordenador sin mi permiso y se lo llevó.

¾

¿Pero como va a ser bueno eso hombre?

¾

Interrumpió Jorge, que iba de sorpresa en sorpresa

¾

¿Estás loco? Te ha quitado las fotos y volverá de Cuba diciendo las ha hecho ella, y se apuntará un tanto gracias a tu imprevisión.

¾

De eso nada, las fotos están registradas. Cuando vuelva de Cuba tú harás como que no las conoces, y dejarás que las cosas sigan su curso. Cuando la campaña esté en marcha y los carteles colocados ya tomaremos cartas en el asunto.

A Jorge le encajó todo en la cabeza de pronto. Mientras no hubiera difusión no habría plagio; cuando hubiera carteles del Ron Maracagua por todas partes Alberto la demandaría, y el padre la apartaría de la dirección.

¾

Eres un demonio, y me felicito de que estés de mi lado, debe ser jodido enfrentarse contigo. La denunciarás en plena campaña y se acabarán los despidos y los malos modos de la niña.

¾

No la denunciaré, al menos no inmediatamente. Lo que me propongo es mucho más divertido, y más malvado: me propongo dirigir a la directora. Hay algo que no te he contado y es que, gracias a ti, tuve tiempo para preparar las cosas; coloqué varias cámaras de vídeo ocultas y distribuidas por la casa; tengo grabado el polvo que le eché y hasta el momento en que sacó las fotos del ordenador.

Jorge se quedó callado. La mente de Alberto había ido mucho más lejos de lo que él hubiera podido imaginarse; la amenazarían con denunciarla y con enseñar el vídeo, iba a pagar por cada una de las faenas que había hecho.

¾

Eso, la chantajearemos, y la obligaremos a hacer lo que nos dé la gana

¾

dijo con un brillo malvado en la mirada, como si ya estuviera maquinando venganzas.

¾

Despacio, despacio

¾

le pidió Alberto con una sonrisa

¾

. No nos olvidemos de que nuestro poder sobre ella radica en su padre, y en el temor que siente de que la aparte de la empresa. Al fin y al cabo el chantaje es un delito mucho más grave que el plagio. No debemos enseñar todas nuestras cartas hasta que estemos seguros de haberla metido en la trampa.

Jorge, naturalmente estuvo de acuerdo. Aquello era importantísimo para él, y veía con buenos ojos que extremaran las precauciones. Al fin y al cabo estaban corriendo riesgos muy serios, los dos podían acabar la aventura en la cárcel. Debatieron durante unos minutos estos aspectos hasta que unas preguntas de Alberto lo sumieron en un mar de dudas:

¾

¿Hasta dónde quieres llegar? ¿Estás seguro de que no te va a dar lástima? Si se trata de un mero ajuste de cuentas y un par de polvos de quinceañero esto podría no merecer la pena.

Él se quedó dubitativo. Al cabo de un momento reconoció que no sabía hasta dónde deseaba llegar. Lo más lejos que fuera posible, naturalmente. Pero era un tipo impulsivo e ignoraba el extremo hasta el que sería capaz de humillarla.

¾

Entonces estamos de acuerdo

¾

Respondió Alberto, con un gesto de asentimiento

¾

Si hacemos bien las cosas, no habrá más límites que nuestra imaginación.

Los dos amigos charlaron aún durante largo rato, quedaban innumerables detalles que decidir.

V

LA DUDA

Silvia cerró tras sí la puerta de su apartamento y respiró hondo. Había concluido otro largo y agotador día de trabajo, teniendo que supervisar cada cosa que se hacía, y con todo el mundo en contra. Jorge había faltado inesperadamente y le había tocado hacer toda su parte, por eso llegaba tan tarde, pasadas las diez de la noche. A pesar de ello estaba contenta, se dejó caer en el sofá y se desperezó largamente.

Las cosas le habían salido hasta extraordinariamente bien, y con una facilidad increíble. Para empezar, Jorge no había reconocido las fotos como ella temía, y más aún, los del Ron Maracagua habían quedado encantados. Hacía un par de días que había empezado la campaña, y el colmo de su alegría fue cuando la llamó su hermana Alicia y la puso con el viejo. Él, la felicitó, le dijo lo orgulloso que estaba de ella, y le dedicó un montón de ternuras de padre a hija. Ella no era una persona especialmente sentimental, más bien lo contrario, pero aquello le encantó, significaba que había logrado consolidarse en la dirección.

Se sentía feliz, agotada, pero feliz. Dentro de unos meses habría logrado rodearse de una plantilla más afín a sus intereses, y ya no tendría que trabajar tanto, tendría tiempo para divertirse, alternar con gente importante, y disfrutar un poco de su privilegiada existencia. Justo en ese momento sonó el timbre y se levantó de mala gana para abrir.

Era un motomensajero que la hizo firmar y se fue deprisa, dejando una carta entre sus manos. Desde el primer momento se puso nerviosa, no esperaba nada ni a nadie, y mucho menos una carta. Cuando miró el remite el corazón se le subió a la boca, era de Alberto Sagasta. Rasgó el sobre torpemente, y lo que vio la llevó al borde del desmayo: era una fotocopia de un acta del Registro General de la Propiedad Intelectual, en ella se determinaba la propiedad de un reportaje fotográfico a nombre de Alberto Sagasta, y tenía fecha de un par de días antes de que fuera a verlo.

El papel se le cayó de las manos, aquello no podía estar sucediendo. Tomó aliento y lo recogió del suelo, en el dorso había una brevísima nota manuscrita (con letras mayúsculas), escuetamente decía: SI NO ESTÁS EN MI CASA A LAS SIETE DE LA MAÑANA TE DENUNCIO.

¾

¡Hijo de puta!

¾

Dijo en voz quizás demasiado alta. La había atrapado, iba a chantajearla. Por desgracia no era difícil de imaginar lo que quería: naturalmente volver a follarla, pero por descontado esta vez según sus reglas, sometiéndola a sabría Dios qué caprichos.

Se sentó en el sofá temblando. No iría, decidió repentinamente, no podía pasar por una humillación así. Pero enseguida imaginó que la denunciara, la cara de decepción de su padre diciéndole que tenía que dejar la empresa, y que su hermana Alicia la sustituiría. Y eso no era lo peor, lo peor era ser culpable. Semejante mancha en su reputación la imposibilitaría para ocupar cualquier puesto de importancia durante el resto de sus días. No podía ser, estaba demasiado cansada, tenía que estar soñando; una vida como la suya, tan prometedora, tan llena de ambiciones y esperanzas, no podía truncarse de una manera tan sórdida. Lo mejor era acudir a la policía, contar lo que pasaba, pero el chantaje de Alberto era tan difícil de demostrar, y en cambio su plagio...

No, mejor iría ¿Qué querría de ella el maldito Sagasta? ¿Sólo tirársela? Había otra cosa, ¿sería realmente capaz de ir? Eran las once de la noche, ya no había tren, y ninguno llegaba a Sevilla antes de las siete de la mañana. Si iba tendría que llevarse el coche, y salir en plena madrugada. Dios santo, el corazón pareció parársele, no iba a poder ni pegar ojo, ¿Sería posible que realmente estuviera estudiando la posibilidad de ir?

Volvió a coger el papel, y volvió a releerlo esperando haberse equivocado, haber leído otra cosa, pero no, estaba allí, decía lo que decía. Las siete de la mañana ¿Qué hacer?

Para cualquier persona normal una denuncia de esa clase tendría muy poca importancia, pero para ella... ¿Cómo iba a contratar personal si la gente temía que le robaran sus obras? La directora de una empresa como "Publicidad Setién" debía ser intachable.

Iría, decidió haciéndose pedazos el alma. Le iba demasiado bien, había trabajado, robado, mentido para mantenerse arriba; no podía consentir que todo se le escapara. Iría, se tragaría el orgullo, y haría lo que Alberto quisiera con tal de que no la denunciara. Se acostó en el sofá tiritando, intentando relajarse, y se puso el despertador a la una de la madrugada. No le quedaban más que dos horas.

fedegoes2004@yahoo.es