Mixtly y su Hermana Tzitzitlini

Con su mano libre, Tzitzi se levantó su falda y ansiosamente desenredó su tzotzomatli, bragas. Tuvo que abrir las piernas para quitarse esa ropa interior y yo vi su tepili lo suficientemente cerca como para poderlo distinguir claramente.

Mixtly y su Hermana Tzitzitlini

Fragmentos de la Crónica relatada por un indio viejo de nombre Mixtly, perteneciente a una tribu de la Nueva Espania llamada comúnmente Azteca, cuya narración fue dirigida a Su Ilustrísima, el Muy Reverendo Don Juan de Zumárraga, Obispo de la Sede de México.  Publicada por el difunto Don Gary Jennings en el Libro simplemente llamado “Azteca”.  El Señor Jennings tiene varios libros muy interesantes tanto por su valor literario asi tambien como por su erotismo del cual todos sus libros estan generozamente salpicados. El relato se desarrolla circa 1560, y el libro fue publicado a principios de los 80.  El Señor Don Gary Jenennings quien fue amamte de la investigacion historica, la literatura y como todos nosostros del erotismo; fallecio a finales de los 90 en el norte de Virginia, USA (area metropolitana de Washington, DC).

Los castigos que más frecuentemente nos daba mi madre eran infligidos sin tardanza, sin compasión y sin remordimiento; yo sospecho que incluso con algo de placer en dar una pena, además que corregir. Ésos, quizá, no dejaron legado en la historia-pintada de esta tierra como la lengua atravesada por una espina, pero ciertamente afectaron la historia de nuestras vidas: la de mi hermana y la mía. Recuerdo haber visto a mi madre golpear una noche a mi hermana con una manojo de ortigas hasta dejarle rojas las nalgas, porque la muchacha había sido culpable de inmodestia. Debo decirles que inmodestia no tiene el mismo significado para nosotros que para ustedes, los hombres blancos; entendemos por inmodestia una indecente exposición de alguna parte del cuerpo que debe estar cubierta por la ropa.

En cuestiones de ropa, nosotros los niños de ambos sexos íbamos totalmente desnudos, lo que permitía la temperatura, hasta que teníamos la edad de cuatro o cinco años. Después cubríamos nuestra desnudez con un largo rectángulo de tela tosca que atábamos a uno de los hombros y plegábamos el resto alrededor de nuestro cuerpo, hasta la mitad del muslo. Cuando éramos considerados adultos, o sea a la edad de trece años, los varones empezábamos a usar el máxtlatl, taparrabos, bajo nuestro manto exterior. Más o menos a esa misma edad, dependiendo de su primer sangrado, las niñas recibían la tradicional blusa y falda de las mujeres, además de una tozotzomatli, una ropa interior muy parecida a lo que ustedes llaman bragas.

Probablemente Tzitzitlini nunca hubiera desobedecido esa única prohibición razonable, pero cuando tenía doce años empezó a sentir, seguramente, las primeras sensaciones sexuales y alguna curiosidad acerca del sexo. Tal vez para ocultar lo que ella consideraba sentimientos impropios e indecibles, trató de darles salida privada y solitariamente. Lo único que sé es que, un día nuestra madre regresó del mercado inesperadamente a casa y encontró a mi hermana recostada en su esterilla desnuda de la cintura hacia abajo, haciendo un acto que yo no entendí hasta mucho después. La había encontrado jugando con sus tepili, partes, y utilizando un pequeño uso de madera para ese propósito.

Para castigar la ofensa que Tzitzitlini hizo contra su propio cuerpo, nuestra Tene tomó el frasco que contenía el polvo de chili seco y tomando un puño lo frotó violentamente, quemando la expuesta y tierna tepili. Aunque ella sofocaba los gritos de su hija tapándole la boca con la colcha, los oí, fui corriendo y le pregunté entrecortadamente: «¿Debo de ir a traer al tícitl?» «¡No, no un físico! —me gritó nuestra madre violentamente—. ¡Lo que tu hermana ha hecho es demasiado vergonzoso para que se sepa más allá de estas paredes!»

Tzitzi sorbía su llanto y también ella me rogó: «No estoy muy lastimada, hermaníto, no llames al físico. No menciones esto a nadie, ni siquiera a nuestro Tata. Es más, procura olvidar que sabes algo acerca de esto, te lo ruego.»

Quizás hubiera ignorado mi tirana madre, pero no a mi querida hermana. Aunque entonces yo no sabía la razón por la cual ella rehusaba una ayuda, la respetaba y me fui de ahí para preocuparme y preguntarme solo.

¡Ahora pienso que debí haber hecho algo! Y no hacer caso a ninguna de las dos, por lo que sucedió más tarde, ya que la crueldad infligida por nuestra madre en esa ocasión, en la que trató de desalentar las urgencias sexuales que apenas se despertaban en Tzitzi, tuvo un efecto totalmente contrario. Creo que desde entonces las partes tepili de mi hermana se quemaban como una garganta ampollada con chili, calientes y sedientas, clamando por ser apagadas. Creo que no hubieran pasado muchos años antes de que mi querida hermana Tzitzitlini se hubiera ido a «ahorcajarse al camino», como nosotros decimos de una ramera depravada y promiscua. Ésa, era la profundidad más sórdida en la que una joven decente mexicatl podría caer, o por lo menos así lo pensaba hasta que conocí el destino aún más terrible en que finalmente cayó mi hermana.

Cuál fue su conducta, lo que ella llegó a ser y cómo la llegaron a llamar, lo contaré a su debido tiempo. Sin embargo, quiero decir solamente una cosa aquí. Quiero decir que para mí, ella siempre fue y siempre será Tzitzitlini, «el sonido de campanitas tocando».

Ocurrió un día cuando estaba trabajando como aprendiz en la cantera de mi padre. No era un trabajo pesado; se me había nombrado vigilante de la gran fosa durante el tiempo en que todos los trabajadores, dejando sus aperos, iban a sus casas para la comida del mediodía. No es que hubiera allí mucho riesgo de robo por parte de humanos, pero si se dejaban los aperos sin vigilancia, los pequeños animales salvajes iban a roer las asas y mangos, salados por la absorción del sudor de los trabajadores. Un pequeño verraco-espín podía roer totalmente una pesada barra de ébano, durante la ausencia de los hombres. Por fortuna, mi sola presencia era suficiente para que esas criaturas buscaran su sal en la playa, ya que una manada de ellos hubiera podido invadir el lugar, pululando ante mí sin ser vistos por mis ojos de topo.

Ese día, como siempre, Tzitzitlini corrió fuera de casa para traerme mi itácatl, mi comida del mediodía. De un puntapié se quitó sus sandalias y se sentó a mi lado sobre la hierba de la orilla de la cantera, parloteando alegremente mientras yo me comía mi ración de pescaditos deshuesados y blancos del lago, enrollados en una tortilla caliente. Habían venido envueltos en una servilleta de algodón y todavía estaban calientes del fuego. Noté que mi hermana estaba también acalorada, aunque el día era frío. Su rostro estaba sonrojado y abanicaba el pecho con el escote cuadrado de su blusa.

Los rollos de pescado tenían un ligero saber agridulce poco común. Me pregunté si Tzitzi los había preparado en lugar de mi madre y si era por eso que estaba parloteando tan volublemente a fin de que no la embromara por su falta de pericia en la cocina. Sin embargo, el sabor no era desagradable, yo tenía mucha hambre y quedé completamente lleno cuando terminé de comer. Tzitzi me sugirió que me recostara y digiriera mi comida cómodamente; ella vigilaría para que no entrara ningún verraco-espín.

Me recosté sobre mi espalda y miré hacia arriba, hacia las nubes que antes podía ver claramente dibujadas contra el cielo; en ese momento no eran más que manchas blancas sin forma en medio de desdibujadas manchas azules. Para entonces ya me había acostumbrado, pero en un momento algo le pasó a mi vista que vino a perturbarme. El blanco y el azul empezaron a girar como un torbellino, al principio despacio y después más rápido, como si un dios allá arriba empezara a menear el cielo con un molinillo para chocólatl. Sorprendido, traté de sentarme, pero de pronto me sentí tan mareado que me caí de espaldas otra vez sobre el césped.

Entonces sentí una sensación muy extraña y debí de hacer algún ruido raro porque Tzitzi se inclinó sobre mí y miró mi rostro. A pesar de estar confundido, tuve la impresión de que ella estaba esperando que algo sucediera. La punta de su lengua se asomaba entre sus blancos dientes y sus ojos rasgados me miraron como buscando alguna señal. Luego sus labios sonrieron traviesamente, se pasó la lengua por sus labios y sus ojos se agrandaron con una luz casi de triunfo. Ella se veía en mis propios ojos y su voz parecía un extraño eco venido de muy lejos.

«Tus pupilas se han puesto muy grandes, mi hermano —dijo, pero como seguía sonriendo no me sentí alarmado—. Tus iris están apenas parduzcos, casi enteramente negros. ¿Qué ves con esos ojos?»

«Te veo a ti, hermana —dije y mi voz era torpe—. De alguna manera te ves diferente. Te ves...» «¿Sí?», dijo sugestivamente.

«Te ves tan bonita», dije, pues no pude evitar decir eso. Como cualquier otro muchacho de mi edad, se esperaba que despreciara y desdeñara a las muchachitas, si es que me dignaba mirarlas, y por supuesto que a la propia hermana se la desdeñaba más que a cualquier otra muchacha. Sin embargo, yo me había dado cuenta desde hacía mucho que Tzitzi iba a ser muy bonita, aunque no lo hubiera oído comentar por los adultos, hombres y mujeres por igual, quienes detenían el aliento en cuanto lo notaban. Ningún escultor podría haber captado la gracia sutil de su joven cuerpo, porque la piedra o la arcilla no se mueven y ella daba la impresión de estar siempre en un movimiento continuo y ondulante, aun cuando estuviera estática. Ningún pintor podría mezclar los colores oro-cervato de su piel, ni el color de sus ojos: ojos de gacela delineados con oro... Sin embargo, en aquel momento algo mágico había sido agregado y fue por eso que no pude rehusar a dar crédito a su belleza, aunque no lo deseara. La magia estaba visible alrededor de ella, como esa áurea neblina de joyas de agua, que, cuando sale el sol, inmediatamente después de llover, se ve en el cielo. «Hay colores —dije con mi voz curiosamente torpe—. Tiras de colores, como la neblina de joyas de agua. Todas alrededor de tu cara, mi hermana. La incandescencia del rojo... y afuera de éste un púrpura encendido... y... y...»

«¿Sientes placer cuando me ves?», me preguntó. «Sí, eso. Tú me lo das. Sí. Placer.»

«Entonces cállate, mi hermano, y deja que te dé placer.» Jadeé. Su mano estaba debajo de mi manto. Recuerden que todayía me faltaba un año para usar el tnáxtlatl, taparrabo. Debí haber pensado que el gesto de mi hermana era muy atrevido, una afrentosa violación de mi intimidad, pero por alguna causa no me lo pareció y de cualquier modo me sentía demasiado torpe para levantar mis brazos y rechazarla. Casi no sentía nada, solamente me pareció que una parte de mi cuerpo estaba creciendo, una parte que nunca antes había notado que creciera. Había cambiado también, del mismo modo, el cuerpo de Tzitzi. Sus pechos jóvenes se veían ordinariamente como modestos montecillos debajo de su blusa, pero ahora podía ver sus pezones contraídos golpeando contra la fina tela que los cubría, como si fueran pequeñas yemas de dedos, ya que ella estaba arrodillada sobre mí.

Me las arreglé para levantar mi cabeza, que sentía muy pesada, y contemplé aturdido mi tepúle, que ella manipulaba con su mano. Nunca antes se me había ocurrido que mi miembro pudiera salirse tan lejos de su vaina de piel y ésa fue la primera vez, pues antes solamente había visto su punta y la boquita lloriqueante, pero en ese momento al resbalar su piel hacia atrás, se convirtió en una columna rojiza con una terminación bulbosa. Se parecía más a un pequeño hongo lustroso que brotaba de la mano de Tzitzi, que lo asía apretadamente. «Oéya, yoyolcatica —murmuró ella, con su rostro casi tan rojo como mi miembro—. Está creciendo, empieza a tener vida. ¿Ves?»

«Totorí... ilapeztia —dije sin aliento—. Se está poniendo enardecidamente caliente...»

Con su mano libre, Tzitzi se levantó su falda y ansiosamente desenredó su tzotzomatli, bragas. Tuvo que abrir las piernas para quitarse esa ropa interior y yo vi su tepili lo suficientemente cerca como para poderlo distinguir claramente. Siempre había tenido entre sus piernas nada más que una especie de hoyuelo cerrado o plegado, que incluso era casi imperceptible pues estaba cubierto por un ligero vello de finos cabellos. Sin embargo, en ese momento su hoyuelo se estaba abriendo por sí mismo, la humedad del mismo ayudaba en esta operación que ninguno de los dos conocia como funcionaba pero que ella con sus experiencias anteriores no le eran desconocidas del todo.

Su tepili estaba abierto por sí mismo, desdoblándose como una flor, destacando sus pétalos rojizos suaves contra el perfecto color cervato de su piel, y los pétalos, incluso, relucían como si hubieran sido mojados con rocío. Para mí, la flor, por primera vez abierta de Tzitzitlini, daba una suave fragancia almizcleña como la de la llamada caléndula. Mientras tanto, todo alrededor de mi hermana, alrededor de su cara, de su cuerpo y de sus partes descubiertas, en toda ella, estaba todavía pulsando y reflejándose aquellas inexplicables listas y oleadas de varios colores.

Arrojó a un lado mi manto para que no le estorbara y levantó una de sus piernas para sentarse por encima de mi cuerpo. Se movía con urgencia, pero con el temblor de la nerviosidad y de la inexperiencia. Con una de sus pequeñas manos, sostenía trémulamente mi tepule apuntándolo hacia ella y con la otra parecía tratar de abrir lo más posible los pétalos de su tepili flor. Como ya he dicho anteriormente, Tzitzi ya había tenido práctica utilizando un huso de madera, como en ese momento me estaba utilizando a mí, pero su chitoli, membrana, todavía estaba muy cerrada. En cuanto a mí, mi tepule, por supuesto, no era todavía del tamaño del de un hombre, aunque ahora sé que gracias a las manipulaciones de Tzitzi llegó a tomar más rápidamente las dimensiones de la madurez o más allá de ésa, si es que otras mujeres me han dicho la verdad. De todos modos, Tzitzi era todavía virgen y mi miembro por lo menos era más grande que cualquier huso pequeño y delgado.

Hubo un momento de angustia y frustración. Los ojos de mi hermana estaban apretados y respiraba como un corredor en plena competición; se desesperaba porque pasara algo. Yo hubiera ayudado de saber qué era lo que se suponía que debía pasar y si no hubiese estado tan entorpecido en todo mi cuerpo a excepción de esa parte. Entonces, abruptamente, la entrada dio paso. Tzitzi y yo gritamos simultáneamente, yo por la sorpresa y ella, quizás, de placer o de dolor. Para mi gran pasmo y de una manera que todavía no podía entender completamente, yo estaba dentro de mi hermana, envuelto, calentado y humedecido por ella, y de pronto, cuando ella empezó a mover su cuerpo hacia adelante y hacia atrás en un suave ritmo, me estaba dando gentilmente masaje.

Me sentía aturrullado, la sensación de mi tepule calientemente asido y lentamente frotado se diseminaba por todas las partes de mi ser. La neblina de joya de agua alrededor de mi hermana parecía crecer y brillar más, incluyéndome también a mí. Podía sentir la vibración y el hormigueo en todo mi cuerpo. Mi hermana estrechó algo más esa pequeña extensión de mi carne; me sentía totalmente absorbido por ella, dentro de Tzitzitlini, dentro del sonido de campanitas tocando. El placer creció hasta tal grado que creí no poder soportarlo por más tiempo; entonces culminó con un pequeño estallido mucho más delicioso, una especie de explosión suave, como las asclepias que al impulso del viento desparraman y avientan sus esponjosas motas blancas. En ese mismo instante, Tzitzi dejó de jadear y lanzó un gemido suave y prolongado, y aun yo en mi gran ignorancia, en la media inconsciencia de mi propio y dulce delirio, comprendí que provenía de su delicioso relajamiento.

Ella se desplomó a mi lado, y su cabello largo y sedoso cayó como una oleada sobre mi rostro. Descansamos así por un tiempo, los dos jadeando con fuerza. Lentamente me di cuenta de que los extraños colores se desvanecían y desaparecían, y que en lo alto el cielo dejaba de girar. Sin levantar su rostro para mirarme, apoyada sobre mi pecho, mi hermana me preguntó tímida y quedamente: «¿Te arrepientes, mi hermano?»

«¡Arrepentirme!», exclamé, espantado y haciendo volar a una codorniz que se paseaba por el césped, cerca de nosotros.

«¿Entonces lo podemos hacer otra vez?», murmuró, todavía sin mirarme.

Pensé acerca de eso. «¿Es que se puede hacer otra vez?», interrogué. La pregunta no era tan estúpidamente jocosa como sonaba; dije eso en una ignorancia comprensible. Mi miembro se había deslizado fuera de ella y yacía en ese momento mojado y frío y había regresado a su tamaño natural. No se me puede ridicularizar por haber pensado que quizás a un hombre solamente le estaba permitido tener una experiencia como ésa en toda su vida.

«No quiero decir que en este momento —dijo Tzitzi—. Los obreros regresarán de un momento a otro. Pero, ¿lo podemos hacer otro día?»

«¡Ayyo, si podemos, todos los días!»

Levantándose sobre sus codos y mirándome a la cara, sus labios sonrieron de nuevo traviesamente. «¿Y tendré que engañarte la próxima vez?»

«¿Engañarme?»

«Los colores que viste, el mareo y el entorpecimiento. Cometí un gran pecado, mi hermano. Robé uno de los hongos de su urna en el templo de la pirámide y lo cociné con tus pescados.»

Ella había hecho algo osado y peligroso, aparte de pecaminoso. Los pequeños hongos negros eran llamados teonanácatl, «carne de los dioses», lo que indicaba cuan escasos y preciosos eran. Los conseguían, a un gran precio, en alguna montaña sagrada en lo más profundo de las tierras Mixteca y eran para que los comieran ciertos sacerdotes y adivinos profesionales, y solamente en aquellas ocasiones muy especiales en que fuera necesario ver el futuro. Seguramente hubieran matado a Tzitzi en el mismo lugar de haberla sorprendido hurtando algo tan sagrado.

«No, nunca vuelvas a hacer esto —le dije—. ¿Por qué lo hiciste?»

«Porque quería hacer... lo que acabamos de hacer y... temía que tú te resistieras si te dabas cuenta claramente de lo que estábamos haciendo.»

Ahora me pregunto si lo hubiera hecho. No me resistí entonces ni tampoco ni una sola vez después, y cada una de las experiencias subsecuentes fue igualmente maravillosa para mí, aun sin el encanto de los colores y el vértigo.

Sí, mi hermana y yo copulamos innumerables veces durante los años siguientes, mientras estuve viviendo todavía en mi hogar, cada vez que teníamos oportunidad, durante el tiempo de la comida en la cantera, en partes despobladas en la playa, dos o tres veces en nuestra casa cuando sabíamos que nuestros padres se ausentarían por un tiempo conveniente. Los dos aprendimos mutuamente a no ser tan desmañados en el acto, pero naturalmente los dos éramos inexpertos, ninguno de nosotros hubiera pensado en hacer estos actos con ninguna otra persona, así es que no sabíamos mucho cómo enseñarnos el uno al otro. No fue sino hasta mucho más tarde que descubrimos que lo podíamos hacer conmigo arriba y después de eso inventamos otras posiciones, numerosas y variadas.

Así, pues, mi hermana se deslizó fuera de mí y se desperezó lujuriosamente. Nuestros vientres estaban húmedos y manchados con un poco de sangre de la ruptura de su chitoli y con otro líquido, mi omícetl, blanco como el octli, pero más pegajoso. Tzitzi arrancó un poco de zacate seco y lo metió en la jarra de agua que había traído con mi comida y me lavó y se lavó hasta que quedamos limpios, para que no hubiera ningún rastro delator en nuestras ropas. Luego volvió a ponerse sus bragas, arregló nuevamente su ropa arrugada, me besó en los labios y diciéndome «gracias» —que debí haber pensado en decir yo primero— acomodó la jarra entre la servilleta del itácatl, y se fue corriendo por el herboso declive, brincando alegremente, como la niña que en realidad era.

Si he logrado despertar la curiosidad del lector sobre los escritos del finado escritor Mr. Gary Jennings, sugiero que busquen sus libros;  de verdad valen la pena.  Les ruego que de haber interés pongan comentarios a fin de continuar con la recopilación de sus historias.

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