Misterios de Praga 3: Un trío exótico.
Anastasia me lleva a un local extraño donde hacemos un trío con una ninfa... Y descubro cuál es mi verdadera esencia. Todo ello mientras nos entregamos a un trío desenfrenado.
Relatos anteriores de esta serie:
Misterios de Praga 1: Follada en la tienda.
http://todorelatos.com/relato/131418/
Misterios de Praga 2: Anastasia y los gemelos. http://todorelatos.com/relato/131779/
Anastasia era un enigma envuelto en sexo. Un sexo primario, atávico, iniciático. Algo en su ser, en su mera existencia y su hallazgo agitó una parte oscura de mí que no sabía que estaba allí… hasta que lo descubrí; y en parte fue gracias a ella.
Llevaba tres meses enganchado a ella. Habíamos hecho de todo en la cama, y aún quedaba mucho por descubrir. Que ella me relatara su historia mientras follábamos fue simplemente catártico, y aún había más por venir.
Curiosamente compartíamos una parte del origen. Pero yo por entonces no lo sabía. No lo supe hasta que fuimos a ver a Aruna.
Aruna era una enigmática mujer que regentaba un extraño local en los suburbios de Praga. Cruzamos la ciudad en mi coche, una noche de luna llena de invierno, donde las nieblas del Moldova cubrían las calles como un sudario.
¿Por qué fuimos a ver a una descendiente de las Apsará? Bueno, realmente íbamos a un local que en algún momento le recomendaron a Anastasia. Un sitio… entre amigos.
El lugar en sí estaba bastante apartado, cerca de un polígono industrial. Al llegar un tipo extraño, grande y musculoso nos recibió, nos miró e hizo algo raro: oler . Nos olió, asintió y nos dejó pasar. El local era sinuoso, con luces tenues, sofás y reservados con una plétora de exótico aspecto: hombres trajeados, mujeres de tez aceitunada, música oriental, incensarios, estatuillas de dioses y bebidas servidas por un hombre inmenso con trenza manchú y una sonrisa amable.
Pedimos un par de bebidas en la barra y continuamos hacia uno de los reservados.
Anastasia estaba despampanante: se había vestido con un vestido azul intenso con un profundo escote que esa misma mañana había regado de semen mientras ella se sujetaba los pechos, con los pezones erectos y el sabor de mi polla en la boca, picándole en la lengua, los labios hinchados de tanto chupar, sus jugos chorreando de su entrepierna; en su perfecto trasero de piel blanca y suave tenía insertado un plug metálico (que aún llevaba puesto cuando llegamos al local, y sabía que aquello la excitaba sobremanera). Calzaba unas altas botas y llevaba el blondo cabello recogido en un moño de rodete, bajo un gorro de piel de corte ruso. Un gran abrigo de piel ocultaba su cuerpo, al menos hasta la entrada del local. Yo por mi parte vestía con un unos pantalones elegantes negros, camisa negra y chaqueta y un largo y cálido abrigo que dejé en el guardarropía.
Ir al local había sido idea suya.
Anastasia había seguido hablándome de su familia, y de cómo llegó a Praga, atraída por la magia arcana de la ciudad. En el momento en que me lo contaba, estaba desnuda, con los pezones relajados y la areola ancha y provocativa, sus pies perfectos reposaban sobre mi pecho; ambos estábamos tumbados en largo sofá del salón. Ante mi pregunta de si existía más gente como ella, sonrió.
— ¿También quieres follártelas? —murmuró con sorna.
—Puede —le sonreí yo.
—Pues no te diré que no me excita la idea… Conozco a alguien. Ella puede aclararte cosas. Incluyendo a qué saben las criaturas como nosotros…
Acercó su pie, despacio, hasta mí. Sus dedos se posaron sobre mis labios y los recorrieron despacio. Junto al pulgar llevaba un pequeño anillo plateado, trenzado. Sus uñas eran perfectas, y sus dedos de tamaño regular, descendente; eran una delicia para un buen fetichista como yo. Abrí la boca y los dedos, juguetones, buscaron mi lengua. Los chupé, recorrí el empeine suavemente, besé su suela; vi cómo empezaba a tocarse.
Lamí y besé despacio la pierna izquierda, buscando su nido de humedad. De nuevo su perfume me la puso dura.
Dura. La tenía tan dura que me dolía. Acerqué mi cabeza a su coño. Rezumaba de nuevo, espeso y dulce. Me atraía como un imán. Abrió bien sus piernas y con dos dedos separó los labios. Los menores sobresalían un poco, y estaba tan excitada por el recorrido de mi lengua que su clítoris se había endurecido y los pliegues lo dejaban entrever como un duro brote rosado que me llamaba. Con la lengua recorrí desde su ano plugueado hasta la entrada de su vagina, de la que salían jugos que prácticamente bebí. Lamí. Rodeando su entrada que empezaba a palpitar suavemente, subí por los labios menores, húmedos y calientes, hasta juguetear con la punta de la lengua en su clítoris. Empezó a gemir y a corcovear, moviendo las caderas, invitándome a más. Me entretuve en comérselo, en meter toda mi lengua en los pliegues de su interior, en provocar su clítoris sin piedad. Sus manos me apretaban contra su entrepierna, y mi lengua sintió las oleadas y fuertes palpitaciones contra del interior de su coño. Se corrió. Se corrió tanto (tres veces seguidas) y tan fuerte que eyaculó. Yo me había incorporado y su chorro me salpicó el pecho. Gritó, gimió, sus manos amasaban con fuerza sus pechos blancos y bellos, sus pezones rosados y anchos, duros casi hasta el dolor, y pellizcados hasta enrojecerse. Uno de sus perfectos pies me empujó de nuevo, y mi preciosa y deliciosa pervertida se inclinó hacia mí, y lamió su propia eyaculación de mi pecho con largos lengüetazos. Bajó, sopesó mi erección, masturbándome con sus manos, y tragándose todo mi pene hasta que su nariz tocó mi pubis. Allí, estando yo tumbado y ella de rodillas e inclinada en el sofá, me la chupó hasta que no pude evitar correrme dentro de su boca. Ella me miró fijamente mientras recogía todos los restos de semen de mi polla, y tragó ruidosamente, haciéndome palpitar y volver a eyacular un par de fuertes chorros que me salpicaron… su risa cantarina, su lengua sobre mi piel, sus pechos colgando sobre mi rostro, su abrazo, su sexo, su cabello… ella.
Respiré profundamente tratando de controlar mi erección. Ahora estábamos en aquel local extraño y nos dirigimos hasta lo que parecía ser un reservado. Al parecer conocían a Anastasia de haber estado allí antes, y nos franquearon el paso sin problemas.
Llegamos hasta una habitación que olía como a selva. Tierra húmeda, el verde de las plantas. Y otro olor mezclado. Especias. La habitación tenía un color rojo intenso mezclado con el dorado de su decoración. Un gran dios hindú que no supe identificar, con múltiples brazos y atributos de hombre que nos contemplaba desde el lomo de un elefante tricéfalo. La habitación, bastante grande, de casi quince metros de diámetro, hizo rebotar el sonido del chapoteo del agua de una cascada y de un cuerpo saliendo de ella. Una suave música sonó de inmediato, una dulce voz cantaba en sánscrito una tonada bella y armónica. Vi cómo Anastasia respiraba profundamente y de pronto me inundó un súbito calor.
El lugar tenía varias lenguas de musgos pegadas a las paredes y algunas se sumergían en una piscina iluminada en la que chapoteaba una cascada.
Supe de inmediato que ella se estaba excitando salvajemente. Y, por ende, yo también. Aún no habíamos visto a quien se ocultaba tras aquella piscina, tras los bambúes, y ya sentíamos la pulsión sexual. Aquel lugar, que tenía una atmósfera cálida y húmeda, empezó a oler más fuertemente a especias hindúes entre el incienso. Normalmente lo habría considerado una atmósfera cargada, pero de alguna manera mi cuerpo ignoraba todo eso y sólo sentía la pulsión.
— ¿Aruna? —llamó Anastasia suavemente.
Lo primero que vimos, como si trataran de seducirnos, fue una pierna. Una larga pierna de color tostado suave, casi blanco. Apenas una suave capa de canela clara. De ese color que en India solo se da en las antiguas castas nobles. Una piel perfecta, suave al tacto (comprobé minutos más tarde). Un pie hermoso, con los dedos enteros pintados de un rojo intenso y decoración henna hasta media pantorrilla en sus intrincados patrones que luego subían en espirales por las piernas.
Posteriormente vi el resto de aquel cuerpo, como una ninfa emergida de húmedos y turbios sueños. Caderas anchas, vientre plano, sin vello, el sexo muy marcado: labios gruesos pero apartados en un jugoso bocadillo que mostraba su clítoris y los labios menores de aspecto resbaladizo. Ombligo alargado y pechos prominentes, redondos. Tenía los pezones duros y de un intenso color rojo rosado. Su rostro era fino, con una barbilla aguda, gruesos labios y unos enormes ojos color miel de espesas pestañas negras. Su largo cabello estaba recogido en una trenza que le llegaba por debajo de ese tremendo y hermoso culo. En su nariz veía un diminuto brillo de una pequeña perforación y dos anillos en la otra narina, y sus tobillos y muñecas tenían doradas ajorcas de bella factura. Las manos, también tenían los dedos finos pintados de rojo hasta la primera falange, y estaban decoradas con diversos patrones en henna.
En su cintura, en sus deliciosas caderas que mi sangre empezó a desear, tanto que empecé a meter mano en el culo de Anastasia casi inconscientemente, estaban decoradas con un cinturón de monedas anchas y plateadas muy ceñidas. De éste cinturón colgaban varias monedas más que tintinearon más al acercarse a nosotros con paso sensual y suave, como prolegómeno de un placer por llegar y por el que muchos hombres mortales morían y desesperaban.
Por si no lo sabíais, una Apsará es una ninfa acuática de la mitología hindú. Cantaban y danzaban con gracia eterna y numinosa. Y era la primera vez que veía una en vivo, una que se me acercaba con una sonrisa incitante, una cuya carne deseaba tanto como la de Anastasia, que había empezado a desnudarme, como si la pulsión que sentíamos nos obligara a hacerlo.
Antes de darnos cuenta, estábamos tumbados sobre un lecho de espeso y fresco musgo. Mi deliciosa Anastasia, de piel blanca y suave estaba a mi lado, en mi entrepierna, chupándomela con verdadera desesperación, alternando sus labios y boca con sus pechos jugosos donde mi dura erección era masturbada en su blandura. Mientras, Aruna se había recostado a mi lado y me besó profundamente. Sabía caliente, especiada, como cardamomo y nuez moscada. Sus labios eran jugosos. Su lengua, experta. Recorría mis labios. De pronto Anastasia subió. Las manos de ambas se entrelazaban en mi polla, masturbándome. Me acariciaban el escroto, que se encogió. Sus dedos me acariciaron, me rozaron, cálidas y excitantes. Sus pechos se me ofrecían a la vez. Se besaban. Probé los pezones de Apsará que de nuevo, sabían especiados e intensos, y los más frescos de Anastasia, en mi boca, como nieve suave y recién caída. Se rozaron entre ellas, sus dos lenguas me acariciaron el cuello y me sentí morir. Sus dientes mordisquearon mis pezones, con pequeños pellizcos y provocaciones, y bajaron. Sus lenguas se mezclaron en la punta de mi glande. Se turnaron chupando, mi perineo, mi escroto, mi ano, todo fue lamido, ensalivado, estimulado. Las manos me acariciaban, me buscaban. Anastasia cambió de postura y vi cómo, tras besar a la ninfa profundamente y lamer la saliva de su barbilla, avanzó hacia mí y se puso a horcajadas sobre mi cara.
Su coño destilaba jugos, caían en transparentes hilos densos y lo abrió con los dedos para mí. Me puse a lamer y chupar, estimulando su clítoris y su vagina. Mientras tanto sentía la potente mamada que Aruna me estaba haciendo. Sus labios besaban el glande y se abrían lentamente para engullir toda mi polla mojada. Esos mismos labios tocaron mi pubis y aguantaron ahí y mientras tanto su mano me acariciaba los testículos, un dedo travieso bajaba, presionaba mi perineo. De pronto la boca abandonaba mi polla, bajaba y se metía en la boca primero uno y luego otro, dejándolos caer, pesados. Lamía mi perineo, sin dejar de masturbarme, y mi acariciaba el ano en círculos. Un dedo travieso empezó a jugar y entró. Era la primera vez que lo sentía, pero el calor especiado me inundaba y me hizo gemir. Volvió a chupármela sin dejar de jugar con el dedo y sentí que me corría. Casi a punto, palpitando, de pronto, el dedo salió, acarició mi polla y sentí que la eyaculación se detenía ahí en la punta, justo bajo el glande, como si hubieran cerrado un grifo o me la estuviera estrangulando con un hilo invisible. Aquello provocó violentos espasmos en mí, como si me hubiera corrido en seco, y mi lengua penetró el coño de Anastasia, que se corrió ferozmente en mi boca (pero esta vez sin eyacular, aún... Sentía el semen acumulado, esperando a salir, pero me moría por follármelas a las dos, mi polla saltaba como si fuera un potro salvaje y deseaba entrar en aquellos dos coños. Anastasia se levantó, enfebrecida, con los labios entreabiertos. Me miró la polla y gimió. Miró a Aruna, y vi cómo le caía un hilo de fluido y saliva de la entrepierna. La Apsará se levantó y avanzó hacia Anastasia. Se empezaron a besar, a acariciar. Yo las miraba desde abajo. Veía sus dedos buscar el sexo de la otra. Ella buscó los pezones de la hindú y empezó a chuparlos y lamerlos mientras hurgaba en su interior con los dedos hambrientos haciendo tintinear las monedas de su cintura. Los dedos de ella hacían lo mismo, y me di cuenta de que sus pinturas de henna empezaban a brillar mientras se metían dentro del coño de la rubia. Se acariciaban con locura, con fiebre, se pellizcaban, se mordisqueaban la piel.
La Apsará situó a Anastasia en el musgo, la empezó a besar y bajó a comerle el coño, haciendo que la otra gimiera en alto del gusto apretándola salvajemente las caderas y levantando la pelvis. Mientras, la hindú, a cuatro patas conforme se deleitaba con el coño de mi novia (sí, vale, ya lo he dicho, era y es mi novia… Tres meses de locura, pero lo nuestro iba más allá…), Aruna me ofrecía su coño y su culo, arrodillada, moviéndolos, dejando claras sus intenciones. Me acerqué y no esperé: la penetré de una sola vez, fuerte, entera, y ella gimió con fuerza en el coño de Anastasia. Empecé a bombear. Sentía que aquella vagina se cerraba, aferraba con hambre y posesividad mi polla, y mis caderas se movieron aún más rápido, continuamente, sin piedad, haciendo sonar mi cuerpo contra el suyo. Sus nalgas temblaban, su culo, su ano se abría y cerraba pidiendo más. Metí un dedo, dos, y saqué la polla para sodomizarla sin pensármelo. El culo era más estrecho pero no cedí y la penetré de una sola vez, como si ya estuviera lubricado. Aquello era insoportable. Sentía que me corría, pero mi polla no expulsaba nada, palpitaba con desesperación, sentía que todos los nervios desde la espina dorsal a mi polla se crispaban y me pedían derramarme como una fuente.
La Apsará se corrió, sentí latir su coño y su culo, estrecharse sobre mi miembro. Saqué la polla, que latía con una fuerza casi cegadora por la necesidad de derramarse. Anastasia gritaba un orgasmo tras otro, los dedos de la ninfa entraban y salían de sus orificios. Me moví, le metí la polla en la boca a Anastasia, salida directamente del culo de la ninfa, pero ninguno reparó en ello y mi propia ninfa, como yo la llamaba a veces, me la chupó redobladamente al sentir el sabor de Aruna. Anastasia se colocó, y esta vez la penetré a ella mientras la hindú le lamía los pezones, me besaba, se ponía sobre la cara de ella y ésta le comía el coño como si estuviera famélica. Le tiré de los pezones con fuerza y gimió aún más fuerte. Las marcas de la Apsará brillaban, doradas, con intensidad, y me besó profunda y largamente mientras yo no dejaba de follarme a Anastasia con locura.
Otro orgasmo en seco, la presión era inaguantable, y no sabía si en el olor a especias e incienso había Viagra u otro afrodisíaco potente, pero mi erección no bajaba.
—Necesito… necesito correrme —gruñí.
Aruna me miró, sonrió y se corrió en ese momento conforme la lengua de Anastasia hurgaba en su coño. La hindú cayó a cuatro patas y retuvo mi embate. La saqué, me tocó la polla de nuevo. Sentía que me iba a desmayar. Las dos mujeres se pusieron de rodillas ante mí, y se turnaron mi polla en sus bocas, con el jugo de las dos. Me lamían los huevos, todo el tronco hasta la punta. Y no pude más: me corrí. Bueentorno, esa es una forma de decirlo. Otra forma fue decir que todo mi ser de forma sobrenatural, se derramó en forma de semen. Cubrí la cara de las dos, sus pechos, sus vientres. El tapón saltó, por así decir, y las dos se restregaron el semen y empezaron a lamerse mientras mis potentes chorros las cubrían; eran anormalmente intensos, parte de la magia de la ninfa hindú lo provocaba. Las cubría como un surtidor incesante. Yo gritaba, ellas chupaban, ponían las lenguas, ponían sus pechos y se lamían la una a la otra intercambiando mi semen, sus jugos, saliva, y embates de puro placer físico.
Caí de rodillas. Anastasia vino a chupármela hasta dejarla limpia. Casi sentí que me arrastraban a la cálida piscina después de que mi piel se estremeciera al contacto con el agua.
Recuperé el sentido unos minutos después. Las dos mujeres hablaban en voz queda.
— ¿Qué eres? —fue lo único que atiné a preguntar, tontamente.
Me encontré en ese momento dentro de la piscina de los lotos blancos. En ese momento la polla me colgaba, fláccida, mecida por el agua cálida en la que flotaban pétalos de flores. Las dos mujeres eran un espectáculo magnífico, bello, calaba hasta el alma y despertó más cosas en mi interior.
Escuché la risa cantarina y Anastasia habló con Aruna en un idioma que no entendí. Después, la hindú habló conmigo. Se acercó en el agua, como si se deslizara en ella, y se colgó de mi cuello, con sus piernas encajadas en mis caderas. Anastasia fue detrás y se abrazó a ella poniendo sus manos en su vientre.
—Yo, al igual que tú, al igual que ella —dijo Aruna en inglés, con suavidad y su exótico acento—, somos seres de más allá de la humanidad. Somos anteriores a ellos. Somos elementales, primarios, poderosos a nuestra manera… Yo soy una Apsará, una ninfa acuática de la sagrada tierra del Ganges. Ella —dijo llevando el rostro atrás y besando profundamente a Anastasia—, es descendiente de las Rusalkas y los Taltos, un “híbrido” como dirían lo que se hacen llamar “puros”. Y tú, por lo que he sentido —me besó marcando mis palabras—, en tu semen, en tu sangre, y en tu sabor, eres un Taltos. Eso explica por qué encajas tan bien con ella —apostilló.
—Un Taltos…
—Sí.
Los Taltos, según los mitos de la vieja Hungría, eran seres que estaban en estrecha relación con los viejos dioses. Percibían los ecos del pasado, eran sanadores, tenían una resistencia mayor que la de los humanos y se regeneraban con prontitud. Tenían la capacidad de ocultarse y asistían a héroes en los viejos cuentos, y aconsejaban a reyes y reinas con su antigua sabiduría y sus conocimientos inherentes del mundo natural y sobrenatural, conociendo el lenguaje de los animales, leyendo de las emociones y los deseos de los hombres.
— ¿Cómo puedo ser un Taltos…? Si yo soy…
— ¿Normal? —acabó la frase Anastasia. Vi que volvía a lamerse los labios.
—SSSS… sí…
—No. No lo eres. Y lo sabes —dijo delicadamente Aruna—. Has visto el pasado. Por eso tienes el negocio que tienes. Sabes lo que ha pasado con los objetos, y lo que desean lo que entran en tu tienda. Juzgas bien el corazón de los hombres, y lo que lees y aprendes no lo olvidas…
Pensé en ello.
Si era cierto que era un ser sobrenatural, que los allí reunidos lo éramos, que existía un submundo que implicaba a esos seres, entonces tenía mucho que aprender. Pero aquello sería después de aquella noche. Porque la Apsará empezaba a lamerme el cuello, y Anastasia acariciaba mi polla suavemente para estimularme, y hacer que aquella noche llegara a un éxtasis aún mayor.
Y donde hay un mundo sobrenatural, hay nuevos peligros de los que aprender.
Anastasia era un enigma envuelto en sexo. Un sexo primario, atávico, iniciático. Algo en su ser, en su mera existencia y su hallazgo agitó una parte oscura de mí que no sabía que estaba allí… hasta que lo descubrí; y en parte fue gracias a ella.
Llevaba tres meses enganchado a ella. Habíamos hecho de todo en la cama, y aún quedaba mucho por descubrir. Que ella me relatara su historia mientras follábamos fue simplemente catártico, y aún había más por venir.
Curiosamente compartíamos una parte del origen. Pero yo por entonces no lo sabía. No lo supe hasta que fuimos a ver a Aruna. Aruna era una enigmática mujer que regentaba un extraño local en los suburbios de Praga. Cruzamos la ciudad en mi coche, una noche de luna llena de invierno, donde las nieblas del Moldova cubrían las calles como un sudario.
¿Por qué fuimos a ver a una descendiente de las Apsará? Bueno, realmente íbamos a un local que en algún momento le recomendaron a Anastasia. Un sitio… entre amigos.
El lugar en sí estaba bastante apartado, cerca de un polígono industrial. Al llegar un tipo extraño, grande y musculoso nos recibió, nos miró e hizo algo raro: oler . Nos olió, asintió y nos dejó pasar. El local era sinuoso, con luces tenues, sofás y reservados con una plétora de exótico aspecto: hombres trajeados, mujeres de tez aceitunada, música oriental, incensarios, estatuillas de dioses y bebidas servidas por un hombre inmenso con trenza manchú y una sonrisa amable.
Pedimos un par de bebidas en la barra y continuamos hacia uno de los reservados.
Anastasia estaba despampanante: se había vestido con un vestido azul intenso con un profundo escote que esa misma mañana había regado de semen mientras ella se sujetaba los pechos, con los pezones erectos y el sabor de mi polla en la boca, picándole en la lengua, los labios hinchados de tanto chupar, sus jugos chorreando de su entrepierna; en su perfecto trasero de piel blanca y suave tenía insertado un plug metálico (que aún llevaba puesto cuando llegamos al local, y sabía que aquello la excitaba sobremanera). Calzaba unas altas botas y llevaba el blondo cabello recogido en un moño de rodete, bajo un gorro de piel de corte ruso. Un gran abrigo de piel ocultaba su cuerpo, al menos hasta la entrada del local. Yo por mi parte vestía con un unos pantalones elegantes negros, camisa negra y chaqueta y un largo y cálido abrigo que dejé en el guardarropía.
Ir al local había sido idea suya.
Anastasia había seguido hablándome de su familia, y de cómo llegó a Praga, atraída por la magia arcana de la ciudad. En el momento en que me lo contaba, estaba desnuda, con los pezones relajados y la areola ancha y provocativa, sus pies perfectos reposaban sobre mi pecho; ambos estábamos tumbados en largo sofá del salón. Ante mi pregunta de si existía más gente como ella, sonrió.
— ¿También quieres follártelas? —murmuró con sorna.
—Puede —le sonreí yo.
—Pues no te diré que no me excita la idea… Conozco a alguien. Ella puede aclararte cosas. Incluyendo a qué saben las criaturas como nosotros…
Acercó su pie, despacio, hasta mí. Sus dedos se posaron sobre mis labios y los recorrieron despacio. Junto al pulgar llevaba un pequeño anillo plateado, trenzado. Sus uñas eran perfectas, y sus dedos de tamaño regular, descendente; eran una delicia para un buen fetichista como yo. Abrí la boca y los dedos, juguetones, buscaron mi lengua. Los chupé, recorrí el empeine suavemente, besé su suela; vi cómo empezaba a tocarse.
Lamí y besé despacio la pierna izquierda, buscando su nido de humedad. De nuevo su perfume me la puso dura.
Dura. La tenía tan dura que me dolía. Acerqué mi cabeza a su coño. Rezumaba de nuevo, espeso y dulce. Me atraía como un imán. Abrió bien sus piernas y con dos dedos separó los labios. Los menores sobresalían un poco, y estaba tan excitada por el recorrido de mi lengua que su clítoris se había endurecido y los pliegues lo dejaban entrever como un duro brote rosado que me llamaba. Con la lengua recorrí desde su ano plugueado hasta la entrada de su vagina, de la que salían jugos que prácticamente bebí. Lamí. Rodeando su entrada que empezaba a palpitar suavemente, subí por los labios menores, húmedos y calientes, hasta juguetear con la punta de la lengua en su clítoris. Empezó a gemir y a corcovear, moviendo las caderas, invitándome a más. Me entretuve en comérselo, en meter toda mi lengua en los pliegues de su interior, en provocar su clítoris sin piedad. Sus manos me apretaban contra su entrepierna, y mi lengua sintió las oleadas y fuertes palpitaciones contra del interior de su coño. Se corrió. Se corrió tanto (tres veces seguidas) y tan fuerte que eyaculó. Yo me había incorporado y su chorro me salpicó el pecho. Gritó, gimió, sus manos amasaban con fuerza sus pechos blancos y bellos, sus pezones rosados y anchos, duros casi hasta el dolor, y pellizcados hasta enrojecerse. Uno de sus perfectos pies me empujó de nuevo, y mi preciosa y deliciosa pervertida se inclinó hacia mí, y lamió su propia eyaculación de mi pecho con largos lengüetazos. Bajó, sopesó mi erección, masturbándome con sus manos, y tragándose todo mi pene hasta que su nariz tocó mi pubis. Allí, estando yo tumbado y ella de rodillas e inclinada en el sofá, me la chupó hasta que no pude evitar correrme dentro de su boca. Ella me miró fijamente mientras recogía todos los restos de semen de mi polla, y tragó ruidosamente, haciéndome palpitar y volver a eyacular un par de fuertes chorros que me salpicaron… su risa cantarina, su lengua sobre mi piel, sus pechos colgando sobre mi rostro, su abrazo, su sexo, su cabello… ella.
Respiré profundamente tratando de controlar mi erección. Ahora estábamos en aquel local extraño y nos dirigimos hasta lo que parecía ser un reservado. Al parecer conocían a Anastasia de haber estado allí antes, y nos franquearon el paso sin problemas.
Llegamos hasta una habitación que olía como a selva. Tierra húmeda, el verde de las plantas. Y otro olor mezclado. Especias. La habitación tenía un color rojo intenso mezclado con el dorado de su decoración. Un gran dios hindú que no supe identificar, con múltiples brazos y atributos de hombre que nos contemplaba desde el lomo de un elefante tricéfalo. La habitación, bastante grande, de casi quince metros de diámetro, hizo rebotar el sonido del chapoteo del agua de una cascada y de un cuerpo saliendo de ella. Una suave música sonó de inmediato, una dulce voz cantaba en sánscrito una tonada bella y armónica. Vi cómo Anastasia respiraba profundamente y de pronto me inundó un súbito calor.
El lugar tenía varias lenguas de musgos pegadas a las paredes y algunas se sumergían en una piscina iluminada en la que chapoteaba una cascada.
Supe de inmediato que ella se estaba excitando salvajemente. Y, por ende, yo también. Aún no habíamos visto a quien se ocultaba tras aquella piscina, tras los bambúes, y ya sentíamos la pulsión sexual. Aquel lugar, que tenía una atmósfera cálida y húmeda, empezó a oler más fuertemente a especias hindúes entre el incienso. Normalmente lo habría considerado una atmósfera cargada, pero de alguna manera mi cuerpo ignoraba todo eso y sólo sentía la pulsión.
— ¿Aruna? —llamó Anastasia suavemente.
Lo primero que vimos, como si trataran de seducirnos, fue una pierna. Una larga pierna de color tostado suave, casi blanco. Apenas una suave capa de canela clara. De ese color que en India solo se da en las antiguas castas nobles. Una piel perfecta, suave al tacto (comprobé minutos más tarde). Un pie hermoso, con los dedos enteros pintados de un rojo intenso y decoración henna hasta media pantorrilla en sus intrincados patrones que luego subían en espirales por las piernas.
Posteriormente vi el resto de aquel cuerpo, como una ninfa emergida de húmedos y turbios sueños. Caderas anchas, vientre plano, sin vello, el sexo muy marcado: labios gruesos pero apartados en un jugoso bocadillo que mostraba su clítoris y los labios menores de aspecto resbaladizo. Ombligo alargado y pechos prominentes, redondos. Tenía los pezones duros y de un intenso color rojo rosado. Su rostro era fino, con una barbilla aguda, gruesos labios y unos enormes ojos color miel de espesas pestañas negras. Su largo cabello estaba recogido en una trenza que le llegaba por debajo de ese tremendo y hermoso culo. En su nariz veía un diminuto brillo de una pequeña perforación y dos anillos en la otra narina, y sus tobillos y muñecas tenían doradas ajorcas de bella factura. Las manos, también tenían los dedos finos pintados de rojo hasta la primera falange, y estaban decoradas con diversos patrones en henna.
En su cintura, en sus deliciosas caderas que mi sangre empezó a desear, tanto que empecé a meter mano en el culo de Anastasia casi inconscientemente, estaban decoradas con un cinturón de monedas anchas y plateadas muy ceñidas. De éste cinturón colgaban varias monedas más que tintinearon más al acercarse a nosotros con paso sensual y suave, como prolegómeno de un placer por llegar y por el que muchos hombres mortales morían y desesperaban.
Por si no lo sabíais, una Apsará es una ninfa acuática de la mitología hindú. Cantaban y danzaban con gracia eterna y numinosa. Y era la primera vez que veía una en vivo, una que se me acercaba con una sonrisa incitante, una cuya carne deseaba tanto como la de Anastasia, que había empezado a desnudarme, como si la pulsión que sentíamos nos obligara a hacerlo.
Antes de darnos cuenta, estábamos tumbados sobre un lecho de espeso y fresco musgo. Mi deliciosa Anastasia, de piel blanca y suave estaba a mi lado, en mi entrepierna, chupándomela con verdadera desesperación, alternando sus labios y boca con sus pechos jugosos donde mi dura erección era masturbada en su blandura. Mientras, Aruna se había recostado a mi lado y me besó profundamente. Sabía caliente, especiada, como cardamomo y nuez moscada. Sus labios eran jugosos. Su lengua, experta. Recorría mis labios. De pronto Anastasia subió. Las manos de ambas se entrelazaban en mi polla, masturbándome. Me acariciaban el escroto, que se encogió. Sus dedos me acariciaron, me rozaron, cálidas y excitantes. Sus pechos se me ofrecían a la vez. Se besaban. Probé los pezones de Apsará que de nuevo, sabían especiados e intensos, y los más frescos de Anastasia, en mi boca, como nieve suave y recién caída. Se rozaron entre ellas, sus dos lenguas me acariciaron el cuello y me sentí morir. Sus dientes mordisquearon mis pezones, con pequeños pellizcos y provocaciones, y bajaron. Sus lenguas se mezclaron en la punta de mi glande. Se turnaron chupando, mi perineo, mi escroto, mi ano, todo fue lamido, ensalivado, estimulado. Las manos me acariciaban, me buscaban. Anastasia cambió de postura y vi cómo, tras besar a la ninfa profundamente y lamer la saliva de su barbilla, avanzó hacia mí y se puso a horcajadas sobre mi cara.
Su coño destilaba jugos, caían en transparentes hilos densos y lo abrió con los dedos para mí. Me puse a lamer y chupar, estimulando su clítoris y su vagina. Mientras tanto sentía la potente mamada que Aruna me estaba haciendo. Sus labios besaban el glande y se abrían lentamente para engullir toda mi polla mojada. Esos mismos labios tocaron mi pubis y aguantaron ahí y mientras tanto su mano me acariciaba los testículos, un dedo travieso bajaba, presionaba mi perineo. De pronto la boca abandonaba mi polla, bajaba y se metía en la boca primero uno y luego otro, dejándolos caer, pesados. Lamía mi perineo, sin dejar de masturbarme, y mi acariciaba el ano en círculos. Un dedo travieso empezó a jugar y entró. Era la primera vez que lo sentía, pero el calor especiado me inundaba y me hizo gemir. Volvió a chupármela sin dejar de jugar con el dedo y sentí que me corría. Casi a punto, palpitando, de pronto, el dedo salió, acarició mi polla y sentí que la eyaculación se detenía ahí en la punta, justo bajo el glande, como si hubieran cerrado un grifo o me la estuviera estrangulando con un hilo invisible. Aquello provocó violentos espasmos en mí, como si me hubiera corrido en seco, y mi lengua penetró el coño de Anastasia, que se corrió ferozmente en mi boca (pero esta vez sin eyacular, aún... Sentía el semen acumulado, esperando a salir, pero me moría por follármelas a las dos, mi polla saltaba como si fuera un potro salvaje y deseaba entrar en aquellos dos coños. Anastasia se levantó, enfebrecida, con los labios entreabiertos. Me miró la polla y gimió. Miró a Aruna, y vi cómo le caía un hilo de fluido y saliva de la entrepierna. La Apsará se levantó y avanzó hacia Anastasia. Se empezaron a besar, a acariciar. Yo las miraba desde abajo. Veía sus dedos buscar el sexo de la otra. Ella buscó los pezones de la hindú y empezó a chuparlos y lamerlos mientras hurgaba en su interior con los dedos hambrientos haciendo tintinear las monedas de su cintura. Los dedos de ella hacían lo mismo, y me di cuenta de que sus pinturas de henna empezaban a brillar mientras se metían dentro del coño de la rubia. Se acariciaban con locura, con fiebre, se pellizcaban, se mordisqueaban la piel.
La Apsará situó a Anastasia en el musgo, la empezó a besar y bajó a comerle el coño, haciendo que la otra gimiera en alto del gusto apretándola salvajemente las caderas y levantando la pelvis. Mientras, la hindú, a cuatro patas conforme se deleitaba con el coño de mi novia (sí, vale, ya lo he dicho, era y es mi novia… Tres meses de locura, pero lo nuestro iba más allá…), Aruna me ofrecía su coño y su culo, arrodillada, moviéndolos, dejando claras sus intenciones. Me acerqué y no esperé: la penetré de una sola vez, fuerte, entera, y ella gimió con fuerza en el coño de Anastasia. Empecé a bombear. Sentía que aquella vagina se cerraba, aferraba con hambre y posesividad mi polla, y mis caderas se movieron aún más rápido, continuamente, sin piedad, haciendo sonar mi cuerpo contra el suyo. Sus nalgas temblaban, su culo, su ano se abría y cerraba pidiendo más. Metí un dedo, dos, y saqué la polla para sodomizarla sin pensármelo. El culo era más estrecho pero no cedí y la penetré de una sola vez, como si ya estuviera lubricado. Aquello era insoportable. Sentía que me corría, pero mi polla no expulsaba nada, palpitaba con desesperación, sentía que todos los nervios desde la espina dorsal a mi polla se crispaban y me pedían derramarme como una fuente.
La Apsará se corrió, sentí latir su coño y su culo, estrecharse sobre mi miembro. Saqué la polla, que latía con una fuerza casi cegadora por la necesidad de derramarse. Anastasia gritaba un orgasmo tras otro, los dedos de la ninfa entraban y salían de sus orificios. Me moví, le metí la polla en la boca a Anastasia, salida directamente del culo de la ninfa, pero ninguno reparó en ello y mi propia ninfa, como yo la llamaba a veces, me la chupó redobladamente al sentir el sabor de Aruna. Anastasia se colocó, y esta vez la penetré a ella mientras la hindú le lamía los pezones, me besaba, se ponía sobre la cara de ella y ésta le comía el coño como si estuviera famélica. Le tiré de los pezones con fuerza y gimió aún más fuerte. Las marcas de la Apsará brillaban, doradas, con intensidad, y me besó profunda y largamente mientras yo no dejaba de follarme a Anastasia con locura.
Otro orgasmo en seco, la presión era inaguantable, y no sabía si en el olor a especias e incienso había Viagra u otro afrodisíaco potente, pero mi erección no bajaba.
—Necesito… necesito correrme —gruñí.
Aruna me miró, sonrió y se corrió en ese momento conforme la lengua de Anastasia hurgaba en su coño. La hindú cayó a cuatro patas y retuvo mi embate. La saqué, me tocó la polla de nuevo. Sentía que me iba a desmayar. Las dos mujeres se pusieron de rodillas ante mí, y se turnaron mi polla en sus bocas, con el jugo de las dos. Me lamían los huevos, todo el tronco hasta la punta. Y no pude más: me corrí. Bueentorno, esa es una forma de decirlo. Otra forma fue decir que todo mi ser de forma sobrenatural, se derramó en forma de semen. Cubrí la cara de las dos, sus pechos, sus vientres. El tapón saltó, por así decir, y las dos se restregaron el semen y empezaron a lamerse mientras mis potentes chorros las cubrían; eran anormalmente intensos, parte de la magia de la ninfa hindú lo provocaba. Las cubría como un surtidor incesante. Yo gritaba, ellas chupaban, ponían las lenguas, ponían sus pechos y se lamían la una a la otra intercambiando mi semen, sus jugos, saliva, y embates de puro placer físico.
Caí de rodillas. Anastasia vino a chupármela hasta dejarla limpia. Casi sentí que me arrastraban a la cálida piscina después de que mi piel se estremeciera al contacto con el agua.
Recuperé el sentido unos minutos después. Las dos mujeres hablaban en voz queda.
— ¿Qué eres? —fue lo único que atiné a preguntar, tontamente.
Me encontré en ese momento dentro de la piscina de los lotos blancos. En ese momento la polla me colgaba, fláccida, mecida por el agua cálida en la que flotaban pétalos de flores. Las dos mujeres eran un espectáculo magnífico, bello, calaba hasta el alma y despertó más cosas en mi interior.
Escuché la risa cantarina y Anastasia habló con Aruna en un idioma que no entendí. Después, la hindú habló conmigo. Se acercó en el agua, como si se deslizara en ella, y se colgó de mi cuello, con sus piernas encajadas en mis caderas. Anastasia fue detrás y se abrazó a ella poniendo sus manos en su vientre.
—Yo, al igual que tú, al igual que ella —dijo Aruna en inglés, con suavidad y su exótico acento—, somos seres de más allá de la humanidad. Somos anteriores a ellos. Somos elementales, primarios, poderosos a nuestra manera… Yo soy una Apsará, una ninfa acuática de la sagrada tierra del Ganges. Ella —dijo llevando el rostro atrás y besando profundamente a Anastasia—, es descendiente de las Rusalkas y los Taltos, un “híbrido” como dirían lo que se hacen llamar “puros”. Y tú, por lo que he sentido —me besó marcando mis palabras—, en tu semen, en tu sangre, y en tu sabor, eres un Taltos. Eso explica por qué encajas tan bien con ella —apostilló.
—Un Taltos…
—Sí.
Los Taltos, según los mitos de la vieja Hungría, eran seres que estaban en estrecha relación con los viejos dioses. Percibían los ecos del pasado, eran sanadores, tenían una resistencia mayor que la de los humanos y se regeneraban con prontitud. Tenían la capacidad de ocultarse y asistían a héroes en los viejos cuentos, y aconsejaban a reyes y reinas con su antigua sabiduría y sus conocimientos inherentes del mundo natural y sobrenatural, conociendo el lenguaje de los animales, leyendo de las emociones y los deseos de los hombres.
— ¿Cómo puedo ser un Taltos…? Si yo soy…
— ¿Normal? —acabó la frase Anastasia. Vi que volvía a lamerse los labios.
—SSSS… sí…
—No. No lo eres. Y lo sabes —dijo delicadamente Aruna—. Has visto el pasado. Por eso tienes el negocio que tienes. Sabes lo que ha pasado con los objetos, y lo que desean lo que entran en tu tienda. Juzgas bien el corazón de los hombres, y lo que lees y aprendes no lo olvidas…
Pensé en ello.
Si era cierto que era un ser sobrenatural, que los allí reunidos lo éramos, que existía un submundo que implicaba a esos seres, entonces tenía mucho que aprender. Pero aquello sería después de aquella noche. Porque la Apsará empezaba a lamerme el cuello, y Anastasia acariciaba mi polla suavemente para estimularme, y hacer que aquella noche llegara a un éxtasis aún mayor.
Y donde hay un mundo sobrenatural, hay nuevos peligros de los que aprender.