Misterios de Parga 1: Follada en la tienda.
Anastasia, una joven poseída por una extraña Hambre entra en mi tienda. Acabamos follando como posesos, y no es una follada normal...
Podemos decir que fue una follada espectacular, que allí, en la trastienda de mi tienda de antigüedades, hubo sexo primal, básico, necesitado, casi violento.
Anastasia, se llamaba. Bueno, se llama. Ahora es asidua a la tienda. Pero la fría mañana en la que entró, yo desconocía que, pese a lo impactantemente bella que era, guapa a rabiar, llevaba casi tres meses sin follar. Anastasia no era muy alta para mi estándar (metro noventa), midiendo ella un metro sesenta. Pero era, como he dicho, espectacular. Rubia, con el cabello largo, dorado. Mejillas coloradas por el frío. Luego por el esfuerzo de meterse toda mi polla con hambre desesperada hasta la garganta, pero en esos momentos entró en mi tienda a medias para refugiarse del frío y para que le tasara una joya familiar que ya casi no recuerdo que era.
Más adelante, bajo las capas de ropa con la que se protegía del frío que azotaba Praga, descubriría un cuerpo cimbreante, perfecto, de caderas amplias, cintura de avispa, pero no excesivamente delgada, pechos llenos, turgentes, pesados, de amplio pezón sólo un poco más rosado que la piel. Ya conocería más tarde su sabor, los mordería casi con rabia, los estrujaría cuando ella me pidió que los apretara, y en alguna ocasión llegué a correrme en ellos sólo para ver cómo ella sacaba la lengua y lamía mi corrida de sus propios pechos. Joder, se me endurece sólo de recordarlo. Eso y su coñito. Un coño rosado, lleno, jugoso, carnoso, con los labios rosados inferiores asomando ligeramente. La primera vez que le bajé las bragas estaba empapadísima y los pude ver, cuando la encaramé a mi escritorio, totalmente brillantes y colmados, esperando que lo tomara.
Aquella mañana, decía, antes de empalmarme como una mala bestia mientras lo recuerdo, yo desconocía que durante esos tres meses de secano en los que ella se había estado masturbando como una loca en su pobre apartamento mientras veía porno en Internet, tocándose, metiéndose los dedos con fuerza y cierta violencia hasta correrse una y otra vez, obsesionada por una fiebre sexual cada vez mayor, pero sin poder encontrar con quién desfogar toda esa tensión sexual. Lo supe mucho después, cuando averiguamos el por qué, lo que le había ocurrido, lo que ella era en realidad.
Al entrar me miró y sus ojos de un profundo azul oscuro, como un zafiro, que si no lo ves a contraluz, a veces puede parecer negro, se abrieron mucho y sus pupilas se dilataron al sentir ese Hambre retorcerle las entrañas de aquella manera. Refrenó su respiración. A fin de cuentas en ese lapso de tiempo, aun siendo muy guapa, con sus delicados rasgos eslavos, nariz fina y labios llenos y jugosos, ojos suavemente rasgados y pómulos altos y orgullosos, algo en su Hambre hacía que aquellos a los que se había acercado huyeran despavoridos, al sentir que estaban frente a algo que no podían controlar.
Yo por mi parte… no sé, podríamos decir que sentí curiosidad. No soy feo, tengo un físico decente, aunque no ganaría unas olimpiadas, pero el trabajo físico los fines de semana en mi cabaña y los de diario en la tienda, moviendo muebles, subiendo y bajando trastos, me mantienen decentemente en forma, sin aspavientos. Al ver a Anastasia entrar en la tienda, me detuve en seco. Sonó la campanilla, y ella entró coreada por varios copos de nieve, como una aparición de algún cuento ruso, pero sin tanta tragedia. Ella clavó los ojos en mí y se acerqué. No fue un andar seductor, sino más bien cauto, como de un lobo cauteloso entrando en un territorio que no es el suyo. Casi con temor a tocar los muebles antiguos, piezas del XVIII y XIX fundamentalmente, y las piezas expuestas.
—Buenos días —fue mi escueto saludo seguido de un—: ¿Puedo ayudarla?
Ella aleteó las pestañas rubias un par de veces antes de sonreír para contestar.
Dijo algo del anillo de su abuela, de que quería saber qué tenía entre manos, si era una vieja baratija de un rastrillo o realmente podía sacársele algo. Era una pieza interesante, creo recordar, un ópalo de fuego en talla lágrima (rara) montado sobre bronce negro. Del XIX me atrevería a decir.
Le di una estimación y una oferta, le ofrecí un café caliente, para paliar el frío, y la cosa, a partir de ahí, empezó a caldearse. Tras varios piropos velados, sentí que su interés crecía al ver que no me amilanaba (de nuevo, esto lo supe después), y la charla se puso más íntima. Me dijo que no tenía novio, que vivía sola en Praga y que trabajaba como freelance para varios proyectos de diseño. Yo le hablé de la tienda, que vivía en el piso de arriba y sobre la cabaña de la montaña. Ella insinuó que debía de ser un sitio idóneo para hacer travesuras y yo repliqué que las mejores se hacen sin ropa. Ella, que se había sentado en una silla de madera art decó se levantó, sonrió pícara, pero vorazmente y se sentó a horcajadas sobre mí. Me cogió la cara con ambas manos, de dedos rosados y fríos, y me besó. Fue un beso largo, lento, deleitado, el preludio. La lengua, más larga de lo que suponía, recorrió toda mi boca, reconociendo el terreno. Tocó y lamió la mía, los labios jugosos abrazaron los míos y la sentí gemir. Entonces algo dentro de mí despertó, y la abracé posesivamente, para sentarla sobre la mesa.
Ella se desabrochó los botones de la blusa, habiéndose quitado el jersey y la chaqueta, y soltó la presilla delantera del sujetador. Joder. Sus pechos pálidos y rosados bambolearon suavemente, libres. No sé cómo ya estaba chupando sus pezones con hambre y deleite. Ninguno de los que había probado me supieron igual, tan delicados, especiados al gusto, con el tibio aroma de la piel y el fuerte palpitar de su corazón que podía sentir cuando lamía el seno y ella me apretaba la cabeza gimiendo.
—Muérdeme —susurró entre gemidos.
Lo hice y ella respondió llevándose las manos a la entrepierna y masturbándose. Se corrió. Sus pezones se endurecieron en mi boca y juraría que sentí un sabor distinto de algo que salía de ellos. Pero no me detuve. La puerta estaba abierta. Ella sacó la mano de sus bragas y me metió los dedos en la boca. Aquél sabor casi hace que me la follara sobre la mesa independientemente de que estuviera abierto o no. Le cogí la mano, chupé los dedos, los lamí suavemente y con deleite. Ella los sacó de mi boca y los lamió a su vez y cerró los ojos, gimiendo de nuevo profundamente. Su otra mano ya la estaba masturbando otra vez.
No había tiempo para la lógica. Una chica hermosa que entra en mi tienda, y de repente se pone a follar pervertidamente conmigo… ¡al carajo la lógica, vivan las erecciones fulminantes!
Me dirigí a la puerta, puse el cartel de cerrado y pulsé el botón que chapaba todas las persianas blindadas, encerrándonos dentro. Para cuando me di la vuelta, Anastasia estaba desnuda sobre la mesa, con las rodillas flexionadas, y metiéndose los dedos mientras gemía alocadamente y con la otra mano se retorcía con fuerza el pezón izquierdo. Me acerqué a un lado, sin muchas contemplaciones, me saqué la polla, que a esas alturas palpitaba ostensiblemente como si estuviera viva, y, reluciente de mis propios jugos, atraje la cabeza de Anastasia hasta ella.
La chica, esa extraña y atrayente mujer, misteriosa como las nieblas del Moldava, el río que cruzaba Praga y creaba fantasmagorías a la luz de las farolas, se abalanzó sobre mi polla con un Hambre inconmensurable. Tanto que casi se la clava en el fondo de la garganta antes de empezar a tragarla hasta, a la primera, pegar sus labios a mi pubis. Aquello me pilló por sorpresa y me dio una fuerte palpitación que ella notó en su interior. Miró hacia arriba. La sacó y empezó a lamerla, pasó por mis huevos para detenerse a chuparlos, totalmente depilados, con fruición. Volvió a lamer cada centímetro de mi polla, sin dejar de gemir ni de tocarse. Abrió la boca, dejó solo la punta: era una invitación a que tomara el control y le follara la boca. Y lo hice. Lentamente, para que sintiera cada una de las hinchadas venas que se arracimaban en mi miembro mientras entraba en su boca. Escuchaba su reflejo de arcada cuando llegaba hasta la garganta. Cambié de posición y me puse en la cabecera de la mesa, para que pudiera dejar caer la cabeza y poder irrumarla mejor.
Aquello sí que era un espectáculo, ver cómo se tocaba, cómo su mano prácticamente, con todos los dedos dentro del coño, se estrellaba contra él, y el sonido húmedo que producía mientras yo penetraba lentamente y veía cómo se le hinchaba la garganta cuando mi miembro entraba. Lo dejaba unos segundos y ella tensaba y apretaba su pezón con más fuerza y se follaba con los dedos con más intensidad y velocidad, chop, chop, chop…
Aumenté el ritmo y aquello la hizo gemir. Arqueó la espalda al correrse violentamente y tembló mientras mi polla tomaba posesión de aquella garganta… y no sería lo único. Esperé a que terminaran los espasmos. La saqué despacho, dejando rastros de saliva pervertidamente en sus mejillas. Anastasia me miró con mirada vidriosa.
—Fo…
—Calla —le dije—. Despacio.
Di la vuelta a la mesa. Anastasia se chupaba los dedos con ansias. Recorrí sus blancas piernas con mis manos, sus tobillos, sus rosados y delicados pies (soy fetichista, qué le vamos a hacer). Se sorprendió al notar que empecé a chuparle uno de ellos delicadamente, pero con ganas.
Recorrí la pierna con la lengua hasta su coño. Le amonesté con un cachete en la mano que ya buscaba masturbarse otra vez. Acerqué la silla en la que ella había estado sentada hasta que empezó todo el jaleo folletil, y me dispuse a comerle el coño. Ya que tenía a una pequeña diosa en mi tienda, y por más que palpitara exigente y malvadamente mi polla, enhiesta como un cañón napoleónico, me exigí disfrutar la situación. Y valió la pena.
Aquel pequeño, rosado y suave coño sabía mejor que todo lo que hubiera probado anteriormente, chocolate relleno de mermelada de fresa incluido. Me afané, recorrí todos sus pliegues, devoré aquellos jugos, sentí cómo su interior se apretaba y palpitaba en mi lengua cuando la introduje en su interior. Su clítoris estaba duro y sentí al lamerlo y comerlo, mientras ella se tiraba sin piedad de los pezones y amasaba sus pechos con sus manitas, pero clavándose las uñas, que se humedecía aún más. Había varios regueros en la mesa, lo que me llevó a la conclusión de que además, eyaculaba. Bueno, ya lo limpiaría.
Después del atracón que le arrancó un orgasmo que me roció de tibia corrida femenina mientras ella gritaba, me levanté, y me hundí sin miramientos en su interior. Aquello ya no podía aguantar más. La embestí sin piedad, la follé mientras ella entera se perdía en las nieblas de su propio y carnal éxtasis. Yo sentía que aquella carne ardiente y húmeda me aferraba la polla, le exigía tributo. Pero me resistí. La embestí más fuerte, agarré sus caderas, ella puso las piernas apoyadas en mi torso hasta los hombros y empecé un bombeo impío y plagado de una lujuria desatada de algún infierno ancestral. Todo fue líquidos, corridas, la llené entera como si pudiera eyacular litros, sin parar, mientras ella se corría durante largos minutos hasta casi desmayarse por falta de aire.
Mi polla estalló la primera vez como si no me hubiera corrido en la vida y para horror mío pareció soltar litros y litros, tanto que empezó a rezumarle el coño y yo seguía antinaturalmente eyaculando. Ella gritaba, se aferraba a la mesa como si cada chorro le provocara un orgasmo tras otro. Cuando acabé, con todo aquello perdido, pringado y rezumante, con el cuerpo empapado sus corridas, ella emitió un último gemido.
Joder. ¿Dónde había estado aquella pequeña diosa toda mi puta vida? ¿Y cómo cojones follaba así? ¿Qué había sido toda esa corrida? Ni que fuera un caballo. A ver, la tenía grande, sí, pero tampoco una animalada, nada de actor porno. Decente, gruesa, venosa…
Ella abrió los ojos varios minutos después. Cada vez que respiraba fuerte, su coño expulsaba más semen mío. Como si albergara suficiente para preñar media Praga. Hombres incluidos.
La cogí en brazos. Vi que estaba en extremo debilitada. Se había hecho sangre en las tetas con sus propias uñas y pequeñas gotas perlaban la blanca piel.
La llevé hasta la ducha, en el piso de arriba, atravesando un frío pasillo y unas escaleras que le endurecieron los pezones y la hizo gemir al sentirlo. La dejé sentada en el inodoro, para que acabara de vaciarse, mientras abría el agua y dejaba que el vapor caldeara la propia estancia.
Entonces vi el extraño antojo de su piel. En la cadera derecha. Un símbolo como una M mayúscula con los bordes rematados con una especie de espinas. Casi parecía un tatuaje, si no hubiera sido por su color.
Cuando el agua estuvo a punto, la introduje en la ducha y aquello pareció vivificarla un poco.
—Yo… siento si… esto…
—Hey, nada de remordimientos. Ha sido increíble…
Hablamos tontamente. E inopinadamente, me abrazó, allí, desnuda, bajo el agua que casi quemaba su piel. De pronto sentí algo más. Se había separado, y empezó a lamerme el pecho. Allí donde había salpicado sus jugos, hasta ponerse de rodillas y meterse mi polla fláccida en la boca. La limpió con delicadeza y empezó a masturbarme. No sé cómo hizo que aquello se viniera arriba, y me la empezó a chupar otra vez, con hambre. Lo de abajo no había sido suficiente. Chupó, exigió, tragó toda la polla y movió la cabeza. Sentí que explotaba. Esta vez me dejé hacer y me llevó hasta un orgasmo tan rematadamente potente y que llené su boca mientras la apretaba contra mi polla. Tragó, tragó todo lo que salió de mi polla como si le fuera la vida en ello. Lo que le cayó en el cuerpo lo lamió de sus pechos con los dedos; pasó la lengua por mis huevos y por mis piernas para asegurarse de que no se dejaba nada.
Volvió a meterse mi polla en la boca y extrañamente solté un último chorro potente que le escuché tragar. Sentí cómo el líquido recorría su camino en mi interior y salía a presión. Fui consciente de cada milímetro de mi interior con el recorrido de aquel inexplicable semen…
Me desperté varias horas después, en mi cama, desnudo, y con sus bragas en mi almohada. Una nota perfumada de su sudor en la que decía que se había masturbado en mi cara mientras yacía dormido, y que volvería esa misma noche. Porque lo necesitaba. Porque me necesitaba
El ópalo de fuego seguía en la mesa de la tienda. Lo encontré mientras limpiaba. Me quedé mirándolo un largo rato. Y allí, en su ígneo interior vi grabado el mismo símbolo de la cadera de Anastasia.