Misionero

Experiencia con Pareja Cuckold

Era la segunda cita que teníamos. También sin el marido, que tal y como prefería ella, se limitaba a esperarla en casa. Era un buen síntoma. Esta vez no sería un encuentro limitado a una toma de contacto: “Follamos y nos vamos a valorar si nos ha gustado y si merece la pena seguir” . Cenamos los tres juntos, pero ella lo despachó antes de ir al motel: ya me voy con Luis, espérame en casa . Esto significaba que no tenía hora de llegada. Esperaba estar toda la noche o buena parte de ella conmigo.

Su marido, contrariado pero obediente, acepto tras oponer una débil resistencia que ella cortó por lo sano.

La primera cita había sido satisfactoria pero incompleta. Los dos nos fuimos con la sensación de que aquello podía dar mucho más de sí. Creo que esperaba mi iniciativa, pero en cualquier caso, no me iba a parar a descubrirlo. Yo iba a tomarla. Sin dudar y hasta el final.

Esta señora adolecía de vicios adquiridos en sus últimos 30 años de casada. La falta de interés, de sentimientos y de motivación, la impulsaba a usar al hombre solamente como un apoyo para conseguir el placer que ella misma se proporcionaba. Su marido solo se empalmaba realmente, cuando ella consentía satisfacer su vena cornuda. Solo entonces ponía algo de su parte. Los últimos diez años en concreto, estaban trufados de decepcionantes polvos, donde se limitaba a penetrarla, y ella a hacer una prueba contra reloj, aprovechando antes de que se le fuera la erección, para masturbarse y correrse. Casi prefería utilizar su consolador. Era más cómodo y eficaz.

Así pues, en esa primera vez, tuvo prisa por conseguir su primer orgasmo, buscando la posición que más la favorecía para ello. Tumbada y con las piernas cerradas, para sentirla más. Primero boca arriba y luego boca abajo, dándome el culo. Masturbándose furiosamente la primera vez. Casi con coraje por el tiempo y los polvos perdidos en los últimos tiempos. Cansada y exhausta en el intermedio. Con más dificultades para llegar la segunda.

Pero hoy el guion sería diferente. Ya estaba claro que nos gustábamos y que esto podía tener futuro. Ellos habían enfrentado la aventura como una operación comercial, como una inversión. Llego, veo y si me gusta lo que hay, compro. Ahora tocaba conquistarla. Conseguir que se tranquilizara y que se dejara llevar. Jugar y llegar poco a poco al clímax. Hacerlo esperar, dejar que subiera la tensión y finalmente hacerla explotar. Y luego no dar tregua. No se podía ir de la habitación desahogada simplemente. Ni siquiera satisfecha. Tenía que salir exhausta, desmadejada, desorientada del carrusel de orgasmos y sensaciones. Que no pudiera pensar siquiera hasta horas después. Y que luego cuando pensara, solo quisiera repetir.

Quizá un objetivo ambicioso para una mujer de su edad y experiencia, poco dada a sentimentalismos y más bien orientada a resultados prácticos y medibles. Pero para conseguir lo posible, es necesario intentar lo imposible. Tenía que darlo todo porque con el tiempo, sé que ella no se conformaría con un simple folla esposas. Ni yo tampoco.

Dicen algunos que la posición del misionero es aburrida y demuestra poca imaginación en un amante. No estoy de acuerdo, todo depende de las personas, del contexto y de la forma de follar. Cada situación y cada momento tiene su juego y su postura. Hay que buscar siempre nuevos incentivos sexuales, eso es cierto. Pero pocos recuerdos tengo de ella tan excitantes, como cuando la vi abrirse de piernas completamente para recibirme la primera vez.

Había retrasado el momento. Esta vez no le permití quitarse la ropa sin más y tirarla en una silla. Las caricias y los magreos previos, continuaron mientras yo mismo la desvestía. Mi boca ayudaba. Ya fuera uno u otra, cada vez que retirábamos una prenda y un centímetro de su cuerpo quedaba al descubierto, era inmediatamente recorrido por mis labios, mi lengua o mis dedos. El contacto de un cuerpo 14 años más joven, duro y excitado, conseguía hacerla sentirse deseada, protagonista.

Apoyó la cabeza en la almohada, los pezones erizados, el vientre bajando y subiendo por la tensión y el deseo. Se abrió para mí, sin desviar ni un segundo la mirada de mis ojos, sin pestañear siquiera. Separó tanto sus muslos que sus labios mayores se abrieron un poco, mostrándome una vagina húmeda y preparada. El mensaje estaba claro:

Soy tuya, sin reparos, sin límites…entra hasta el fondo, poséeme como tú quieras.

Esta vez seria lentamente, sin prisas, recreándonos en el gusto y en la sensación de mi verga entrando hasta topar con los huevos, sintiéndola bien al fondo, y vuelta atrás entre las humedades de su vagina, notando el palpitar de sus entrañas. Perdimos un poco la noción del tiempo, jugando con nuestras lenguas, intercambiando caricias y pellizcos en nuestros pezones, observando el vaivén de sus tetas con cada embestida.

La prueba definitiva vino cuando aumenté el ritmo y la dureza de la follada. Ella se mordía los labios y luego sacaba la lengua para humedecerlos, la mirada de vicio sostenida entre ambos. Cerró entonces sus muslos sobre mis caderas y presionó con los pies en mi espalda y glúteos. No hizo ademan de cerrar las piernas, no lo necesitaba. Yo me iba a correr y ella me lo daba todo. Cada vez más mojada, procurando seguir todo lo abierta que podía para mí, sin nada que obstaculizase mis pollazos y mi eyaculación.

Se acabó corriendo casi a la vez. Un orgasmo prolongado que llegó mucho más allá de los últimos espasmos de mi verga en su coñito. Nos mantuvimos largo rato enganchados. Sellando un pacto de deseo y entendimiento. Las caricias continuaron. Y el sexo también. Despacio, sin prisa pero sin pausa. Explorando, proponiendo, tratando de sorprender. El inicio de una relación que ha durado hasta hace poco y que está en suspenso por temas ajenos a nuestra voluntad.

En el caso de un asunto de cuernos consentidos, en este caso concreto, un buen misionero no es ni mucho menos una señal de rutina o falta de imaginación. Es mi mejor recuerdo. El día que se entregó, el momento en que me aceptó. La señal de que obtuve su aprobación como amante.