Mis vecinos no la saben meter
Lorena no sólo está buena, es la bomba sexual de su bloque de pisos. Ella, consciente de sus voluptuosos encantos, hace y deshace a espaldas de Alberto, su marido. Pero sus planes se alteran cuando su vecina le pide que se quede unos días con su hijo Crispín, un adolescente nada espabilado.
I
“Nunca te cases con un buen bailarín”. Eso me decía mi abuela. Tenía que haberle hecho caso. Pero claro, yo era más lista, con más estudios. Yo sí que iba a saber hacerlo, yo iba a triunfar donde mis predecesoras se habían estrellado. Así que me casé con Alberto, bueno en la pista de baile y guapo a rabiar. Los guapos se atraen como los polos opuestos o las demandas judiciales. Y eso nos pasó a nosotros, tan bellos que era imposible pensar que no estábamos hechos el uno para el otro. Ni mi abuela hubiera puesto pegas. ¡Qué buena pareja hacéis! clamaba el mundo a nuestro paso. Y seguía siendo así… Puertas para afuera. La intimidad, claro, ya era otra cosa. Porque Alberto era adicto. Y no a su trabajo. Su padre había sido un compositor de éxito y cedió a Alberto una parte de sus derechos musicales para que su único hijo viviese sin problemas. Y eso hacíamos. Vivíamos bien sin hacer nada: bellos, envidiados y ociosos. Así que algo tenía que pasar para que fuésemos expulsados del paraíso.
No hubo manzana, claro. ¿Quién necesita fruta prohibidas si puede tener anabolizantes, esteroides y toda esa industria de los refuerzos vitamínicos que rodea el mundo del ejercicio. Y eso fue lo que le pasó a Alberto. Se había hecho adicto al ejercicio y de ahí, a los esteroides. Sí, estaba guapo. Sí, era la envida de mis amigas. Sí, pasaba horas y horas en el gimnasio. Sí, se sabía los nombres de todos los músculos del cuerpo, hasta de los isquiotibiales. Pero no se le levantaba. Nunca la tuvo muy grande. Pero lo de ahora ya era de traca. El médico se lo dijo, yo se lo dije… pero él era incapaz de dejarlo, incapaz de concentrarse en una película, ya no digamos leer un libro, que le pesaba más en las manos que un juego de mancuernas. Ni de disfrutar de mí, su querida esposa, la cual, está mal que yo lo diga… Pero ¡qué demonios! ¡Soy un bombón! Total, si siempre he juzgado a los hombres por su físico… ¿por qué no voy a hacer lo mismo con mi propia persona? La única diferencia es que yo era una hedonista y Alberto un narcisista. Vamos, lo típico que en una sentencia de divorcio una juez de familia calificaría como “diferencias irreconciliables”.
Pero lo ricos no se divorcian. Eso afirmaba mi padre. Los ricos tienen patrimonio que defender, sentenciaba siempre. Y ahora yo tenía que preservar su herencia, al menos la intelectual. Así que allí estaba yo, Lorena Alcázar, 28 años, casada insatisfecha, bella de día y resuelta a ser infiel por una buena causa a cualquier hora. La buena causa, claro, era tener un hijo. Todo por no hacer caso a mi abuela y, en cambio, seguir a pie juntillas los consejos de mi padre.
Así que decidí encontrar un donante de semen en mi propio edificio, un bloque de 18 pisos, 90 viviendas, piscina en la terraza y donde vivíamos bellos y distantes. Noventa residentes daban para cinco hombres perfectos para un polvo rápido que me dejase preñada y que evitase preguntas posteriores de Alberto. No tratábamos mucho con los vecinos pero eso estaba cambiando. En realidad todos me caían mal y siempre que podía evitaba hablar ellos. Ahora ya no iba a ser así. Y bueno, hablar, hablar, tampoco hablaría mucho.
Siempre quedaba Alba, la pelma de mi vecina de rellano. Ella era una pesada, pero su hijo Crispín, era insufrible. Llevábamos en el edificio como ellos, seis años. Desde que lo construyeron. Con 10 años el niño era tonto. Pero con 16 era tonto del culo y su enmadramiento se había vuelto patético. Además, cada vez que me veía se quedaba embobado pero claro… yo había arrancado la “Operación seduzca a su vecino” pues estaba dispuesta a quedarme embarazada sí o sí. De modo que había empezar a llamar la atención del público objetivo, como decimos en marketing. Vestidos ceñidos como una segunda piel, minifaldas que parecían cinturones anchos, pantalones tan finos y pegados a mi culito que sabía con total seguridad lo que miraban los hombres después de que yo hubiese pasado… Tacones altos: en sandalias, en zapatos de salón, en botines... Blusas abiertas hasta el ombligo, corsés que levantan mis pechos… Si se quiere cazar un león hay que atar una cabra, dice el proverbio. Si se quiere cazar un hombre hay que ponerlos como cabrones, digo yo misma. Lo decía cuando me ganaba unos dinerillos extra como azafata… Y era buena. Pero soy mejor como licenciada en marketing. Y mejor aún como mujer trofeo de Alberto. Y sin parangón como objeto de deseo de todo un bloque residencial.
Ya lo era, por eso. Y por culpa de Crispín, el vecinito infradotado intelectualmente. Entonces tenía sólo 12 años, pero ya le faltaba un hervor.
Por aquel entonces Alberto y yo estábamos en otra fase. Los esteroides todavía no le habían dejado inútil total. En esa época nuestro juego favorito es que yo llegaba del trabajo y mi marido me tomaba rápido, vestida, sobre la mesa, sobre el sofá en la encimera de la comida. No eran grandes polvos, Alberto siempre fue un tanto… limitado. Ese día volví vestida con un vestido de falda larga, de bastante vuelo, y una simulación de blusa con lacito al cuello. Ceñido pero no demasiado. No era como ahora, un anuncio viviente que dice “fóllame”. Pero ese día Alberto estaba hablando con su contable. Ni me miró cuando crucé la puerta.
–Querida, ¿podrías bajar? Es que están repartiendo las llaves del aparcamiento. Será sólo un momento.
No me importó echar una mano. Volví sobre mis pasos. Frente a la rampa de entrada del parking había unos quince tipos. El presidente de la comunidad estaba repartiendo las llaves de mando a distancia. El técnico del sistema de apertura, un tipo con entradas pregoneras de una calvicie implacable, para explicar las ventajas del nuevo sistema. Yo me puse al final del grupo, no quería llamar la atención. El repelente niño Crispín estaba a mí lado pero no vi a su madre. Le debían haber enviado a buscar la llave, como a mí.
–Y así se abre la puerta –y el presidente de la escalera, en plan demostración apuntó hacia el aparcamiento. El grupo se abrió en abanico para contemplar el milagro de la técnica. Yo fui a hacer lo mismo pero no pude. Algo tiraba de mi falda…
Antes de darme cuenta, mi falda subía enganchada por la puerta. Intenté soltarla, pero no puede y, visto y no visto, ya estaba demasiado alta y se veía demasiado y prometiendo más al sorprendido público.
–¡Paren esto, paren esto, por Dios!
Si alguno de los vecinos no se había dado cuenta ahora con mis grito ya no podía ignorarme. Vi como varios de ellos enfocaban la puerta con sus propios mandos y apretaban sus botones de manera frenética…
–¡No, no hagan eso! ¡No los aprieten todos a la vez! –gritó el técnico –. ¡Van a colapsar los sensores!
Por alguna razón, nadie paró. Y la puerta se quedó arriba de todo, bloqueada como profecía autocumplida y yo con mi falda, arriba también. Además, no me tenía que haber puesto aquellas medias negras, con sujetaligas, pensadas para que Alberto me hiciera suya sobre el mueble zapatero. Pero allí estaba yo ahora: la falda se me había levantado tanto que se me podía ver hasta la parte de abajo del sujetador. Yo tiraba de la falda de manera histérica… Pero no había manera. Parecía estar enganchada con un reborde metálico.
Mis vecinos intentaron ayudarme, claro. La puerta no bajaba ni a la de tres. Pero he de reconocer que los presentes fueron muy amables. Algunos se esforzaron en bajar la pesada hoja de forma manual, pero no había manera. Otros intentaron alcanzar hasta donde se había enganchado el borde del vestido. Pero para hacerlo, puede que por torpeza, puede que por lujuria, porque, está mal que yo lo diga, pero mis piernas son espectaculares, y más con aquellas medias, y aquellas braguitas de encaje… Pues claro, muchos vecinos se pegaban a mi culito expuesto durante tanto rato, o rozaban mi cintura, mi abdomen, mis piernas… incluso algún descarado aprovechó el tumulto para colar sus dedos entre mis braguitas y mi dermis, que temblaba, pura piel de gallina… Excitada a mi pesar o, de nuevo esta mal que lo reconozca, en secreto encantada de la morbosa situación. Algún listo incluso me sujetó de la cintura dos o tres veces e intento levantarme del suelo para así probar si se soltaba el vestido, pero no hubo manera. Sólo sirvió para que cada vez que mis pies volvía a pisar la rampa, él, como por accidente, me rozaba los pechos por encima del sujetador.
El incómodo accidente duró como cinco minutos. Al final me desgarraron la falda para librarme… Y me fui tan avergonzada como con el culo al aire. Creo que los que no quisieron manosearme fue porque que me estaban grabando con el móvil pero nunca llegué a saberlo. El técnico se deshizo en excusas pero yo me fui tan rápida como pude, convencida de que había sido el cabroncete de Crispín el que, mientras yo escuchaba las aburridas explicaciones, había enganchado el borde de mi vestido en aquella maldita puerta. Desde entonces, evito al niñato siempre que puedo. Con la mayor parte de los vecinos que participaron no ha sido posible hacer lo mismo: cuando me los encuentro en el ascensor siempre me dedican una sonrisa de oreja a oreja que me dejan muy mal cuerpo.
Ese día llegaba de mi trabajo a media jornada. Y tal como salí del ascensor. Se abrió la puerta de mi vecina… La pesada de Alba, la madre del odioso Crispín.
–Lorena, necesito tú ayuda. Mi padre a muerto. He de ir al pueblo y tendré que pasar allí unos días hasta zanjar todos los temas de la herencia.
–¿Y?
–Necesito que te quedes con Crispín. Será sólo una semana. Espero…
Le dije que no, claro.
Pero cuando se lo comenté a Alberto, escandalizado me replicó:
–Pues no entiendo nada, Lorena. Cuando vamos de cena con nuestros amigos –en realidad sus amigos– siempre hablas de feminismo, sororidad, apoyo entre colegas. Y ahora que tienes una ocasión, la dejas tirada.
–Me cae mal, Alberto. Y el crío es como un grano en el culo.
–Ah, claro. Sólo ayudas a las mujeres que te caen bien. Luego os preguntáis porque no avanza la causa feminista.
La causa feminista me importaba una mierda. Sólo mencionaba el tema porque sacaba de quicio a un par de amigos de Alberto, para romperles las pelotas.
–Es muy mayor. Podría quedarse solo –era mi última línea de defensa.
–Eso es relativo, Lorena. Su padre siempre está viajando por Oriente Medio, como ahora. Está claro que casi no sabe cuidarse. Pero estará con el móvil. Casi ni nos enteraremos.
Torcí el gesto. Volví hacia el rellano para volver a hablar con mi vecina Alba. Troya había caído.
II
No soy una buena samaritana. Hubiera sido, en todo caso, una samaritana buena, tía buena más bien, que no es del todo lo mismo. Así que cada día le preparaba el desayuno a nuestro inquilino, le hacía la cena. Por suerte el pequeño bastardo comía en el cole. No hablaba mucho. Pero era insoportable. Alberto, en cambio, elogiaba sus silencios y que por costumbre se mostrase ensimismado con su ordenador portátil.
–Ves, si casi no nos enteramos de que está aquí –destacaba el sin sangre de mi marido–. Podremos hacer nuestra vida de siempre.
Pero no era así. Porque él, mi marido, no se enteraba de nada, claro… Es verdad que yo no ayudaba. Nuestra torre residencial estaba configurada en dos bloques en 60 grados. Y yo nunca quise poner cortinas, porque creo que hacen los pisos más pequeños. Y ahora que estaba en plena campaña de promoción de mi cuerpo serrano… ¡menos todavía! Así que yo me seguí comportando como en los últimos meses. Total, si Alberto creía en su estupidez supina que podíamos seguir con nuestra vida de siempre eso es lo que yo haría. Al fin y al cabo, él consideró normal que de un día para otro yo le sirviese el desayuno ataviada con tops mínimos y minifaldas al límite. Alberto pensaba que era para su propia solaz, para combatir su impotencia inducida por los esteroides. Pero no era para que me viese él. Era para que me viesen ellos: mis vecinos de enfrente. Un funcionario mediocre de pelo entrecano incluso se había comprado un telescopio. El factor público implicaba variedad de vestuario: mallas superajustadas de un blanco nuclear, pantalones tan cortos que me marcaban hasta el clítoris, a veces le preparaba el desayuno en camisón, un baby doll transparente negro siempre combinadas con braguitas o culottes a juego.
Alberto era inmune a mis alardes. Pero el que yo vistiese siempre tan provocativa también me había traído problemas. La vecina de abajo, a la que llamo la cacatúa, y que era la esposa del presidente de la escalera, subió a protestar. Se quejaba de mis tacones repiqueteando todo el puto día en su techo. El presidente de la escalera era el mismo que me había visto medio en bolas en el incidente de la puerta del garaje.. Así que al final no subió a apoyar a la bruja de su mujer. Yo creo que no podía estar delante mío sin imaginarme medio desnuda sobeteada por buena parte de la junta de vecinos en la entrada del garaje. Y yo seguí con lo mío: llamar la atención de todo macho a tres kilómetros a la redonda.
El problema es que había uno mucho mas cerca: Crispín. Y resultaba imposible exhibirme para unos y taparme para otros. Además, nuestro nuevo huésped no se limitaba a contemplarme con la boca abierta mientras no acertaba a llevarse la cuchara a la boca. Era muy activo.
Un día salí de la ducha envuelta en una toalla breve, breve, breve… Cuando se disolvió el vapor Crispín, como el dinosaurio, todavía estaba allí, lavándose los dientes y con una más que evidente erección.
–Crispín, te dije que no usases este baño.
–Es que su marido está en el otro, señora.
Alberto no jodía, pero siempre estaba dando por el culo. Y el niñato no perdía ocasión. Estaba claro que toda su atención se fijaba en mis pechos. No me extrañaban. Hasta a mí me parecían demasiado grandes. De pequeña me acomplejaban. Luego se convirtieron en un blasón. Y ahora era mi pasaporte para obtener lo que quería: que me llenasen de semen hasta desbordarme.
Por las noches era igual. Alberto siempre se dormía en el “chaise longue” del sofá, mientras yo miraba la tele y Crispín me miraba a mí. Para esas ocasiones, pantalones deportivos o camisolas XXL, pero no mucho, que mis largas y torneadas piernas siguiesen a disposición de los mirones de guardia.
Otra especialidad de Crispín era entrar en mi cuarto con cualquier excusa:
–Lorena, ¿tienes una pila para una reloj de pulsera?
–¿Me queda bien esta camisa con este pantalón?
–¿Dónde ha puesto el zumo de naranja, Lorena?
La pregunta siempre era diferente pero la situación siempre se parecía: Crispín abría la puerta de golpe y yo me estaba cambiando.
–¿Pero no te he dicho mil veces que llames antes, Crispín!
–Perdón, perdón.
Pero ya me había visto: en ropa interior negra supersexy, medias con liguero incluida… O con aquel conjunto de tanga blanco, tan pequeño… O justo cuando me estaba bajando esa falda de tubo, con el culito en pompa.. O en el momento preciso en que dejaba caer mi sujetador y mis dos imponentes pechos quedaban al descubierto hasta que me los tapé con las manita para protegerlos de los ojos del intruso. Y siempre así. Día tras día, mientras mi marido seguía en su inopia de gimnasio y reconstituyentes.
Mientras Crispín incordiaba, yo intrigaba. Y ya tenía listo mi plan. Había localizado a 10B, un abogado cuarentón y enjuto que todos los viernes a las cinco de la tarde subía la piscina. No había casi nadie así que sería fácil. Era viernes y vi a Crispín tirado en el sofá.
–¿Subes a la piscina conmigo?
–No tengo bañador.
–Coge uno de mi marido.
No sé si aceptó por eso. O por mi aspecto en bikini. Un bikini rosa, con ribetes amarillos y sujetador sin tirantes. Sí, no era prudente un sujetador sin tirantes con mi volumen pectoral… Pero era igual, la prudencia se había abandonado hacia meses, cuando me embarqué en la aventura de captar un donante de semen voluntario y gratuito. Me había visto en el espejo, lucía espectacular, con unas sandalias de tacón, inapropiadas… Tanto como subir en el ascensor sin pareo, sólo con una toalla al hombro, que apenas cubría mi exuberante anatomía. El único problema fue que, como pasaba a veces, vimos como, ya con nosotros dentro, el elevador aceptó una orden y bajó a la planta baja. Allí había tres vecinas entre ellas la bruja de la mujer del presidente de la comunidad de vecinos, la que vivía debajo mío y se quejaba de mis tacones. Sus miradas de desaprobación hubiera podido fundir los casquetes polares, pero después de los litros de crema hidratante que había absorbido mi cuerpo resbalaron por mi anatomía como si me hubiera untado en aceite antes de subir. El viaje de ascenso hasta la piscina se hizo eterno.
Llegué con Crispín arriba de todo, bordeé la piscina seguida de mi indeseado inquilino y nos apalancamos en dos tumbonas libres. Delante estaba Rafael, el abogado, seco, cuarentón, canoso. Como cada día. Si eres cazador es mejor escoger un animal de costumbres Vi como levantaba una ceja por encima de sus gafas de sol. Quedaba claro que mi bikini demasiado rosa, demasiado breve, no había pasado desapercibido.
El tipo fingió arreglarse el bañador, pero me quedó claro que se estaba recolocando el paquete. Fue suficiente. Con la calor que hacía Crispín dejó su comic y se fue al agua… Era mi momento.
Rodeé la piscina con un bamboleo de caderas que hubiera podido cambiar la inclinación del eje de la Tierra. Me acerqué a Rafael y me incliné sobre su tumbona, que no se perdiera nada de mis impresionantes melones, demasiado grandes para ese bikini, demasiado grandes para cualquier bikini… y que las tuviera en primerísimo primer plano.
–¿Quieres fuego? –me preguntó.
–Es que me he olvidado la crema solar… ¿No tendrá un poco, no… ¿ Su nombre era….? –no, no había olvidado que se llamaba Rafael, pero necesitaba que creyese que sí, que se sintiese algo pequeño, más allá del cetro, sin duda tiránico, que albergaba su bañador a cuadros.
–Rafael, Rafael Delavara.
–Encantada, Rafael…
–Pues yo no tengo crema, pero creo que en la garita del guarda vi uno frasco que olvidó alguien.
La garita del guarda había sido un error arquitectónico. En principio la piscina debía tener vigilante, pero al final se quedó con el tamaño mínimo legal para poder carecer de ella. Pero ya era tarde, y allí se quedó la garita, inútil… con sus cristaleras y su aire de despachito inútil. Hubiera tenido que estar cerrada, pero yo siempre había visto la puerta entreabierta. La garita se había convertido en una especie trastero informal, de refugio de toallas perdidas y flotadores en desuso.
–Si me sigue, Lorena.
–¡Oh, veo que usted sí recuerda mi nombre! –y añadí la risa boba de una mujer que está deseando ser follada.
Fui tras él, aunque hubiera preferido que hubiera sido al revés, para que cayera subyugado por el ampliamente conocido poder hipnótico de mi trasero al caminar.
Cuando entramos en la garita, ya estaba toda mojada. No sé si por la situación o si por el calor imperante. Me apoyé en la mesa y esta vez él sí que se puso detrás de mío. Rafael ya había cogido el bote de protector solar.
–Aquí la tiene.
–Si fuera tan amable de extendérmela, por la espalda, Rafael.
–Claro, salgamos afuera y échese en la tumbona.
–Fuera, no, Rafael. Que las vecinas son muy cotillas y no quiero que nadie se piense lo que no es.
–Claro, claro…
–¡Uy, que frío! –sentí sus manos extendiendo la crema por mi espalda. Tenía unos dedos nudosos, firmes, que me hacían estremecer.
–Si quiere paro, Lorena.
–No, no, siga. Es que creo que me he recalentado con este sol –le mentí, claro. Ya había venido caliente de casa.
Cuando acabó con mi espalda se excusó:
–No quisiera violentarla, señora. Pero es que si uno se olvida de las zonas delicadas, luego el sol da disgustos –y acto seguido, sin esperar mi permiso empezó a masajearme el culito, sin cortarse un pelo, llevando los dedos a mi entrepierna. Me molestó la crema porque temí que no notase lo mojada que ya me encontraba en mi rincón más íntimo, ese mismo que ahora se encontraba del todo expuesto, indefenso ante los avances de mi descarado vecino.
Sus dedos eran cada vez más osados. Iban, volvían. Pero a cada nuevo embate llegaban un poco más lejos: primero apartaban un poco la braguita del bikini, luego se colaban entre mis labios vaginales, más tarde rozaban mi clítoris… Cada avance me provocaba un escalofrío y me dejaba ansiosa de más…
–¡Por Dios, Rafael ¿no se estará aprovechando de mí? –inquirí deseosa de que se aprovechase mucho más.
–Para, nada Lorena, para nada. Si me estuviera aprovechando haría algo así.
–¡Pero Rafael, ¿cómo se atreve? –fingí, de nuevo, claro, al mismo tiempo que ponía mi culito más en pompa, para ofrecerle con mi lenguaje corporal lo mismo que en teoría le estaba negando con las palabras que brotaban de mi boca.
–¡Por favor, Lorena! ¡Me ofende! ¡Es sólo para que tenga clara la diferencia. Si estuviese abusando de usted, sería algo como esto –y yo notaba de forma clara su miembro viril intentando abrirse paso entre mis glúteos y mi rosada braguita, una frágil cobertura para lo indefensa que se encontraba mi intimidad.
–Rafael, ¡por Dios! ¡Qué se pierde!
–Oh, sí, sí…. me pierdo.
Apartó mi braguita y su verga, dura, tersa, sobre todo comparada con la flácida herramienta de mi musculado marido. La noté entrar, libre, preseminal, dispuesta a todo. Yo apreté mi culo contra él para que entrase más a fondo, más rápida.
–¡Oh, sí! ¡Síiiii! ¡Si hiciera algo así, entonces sí que se estaría aprovechando de mí. ¡Es que soy tan tonta! ¡Menos mal que me lo está explicando… co… con un ejemplo práctico!
Flap, flap, flap. Los embates eran firmes, cada vez más profundos. Y yo apoyadas las manos sobre la mesa, me dejaba hacer desde atrás, aparentando una indefensión que en realidad había sido buscada.
Estaba apunto, yo. Estaba apunto él… Y entonces me sobresaltaron unos golpes en el vidrio de la caseta.
–¡Déjala! ¡Le haces daño!
Era el idiota de Crispín, con sus orejas de soplillo rojas de rabia, golpeando con las palmas en cristal. ¡Menudo cretino! ¡Y encima inoportuno!
Rafael paró un momento, estupefacto.
–¡Sigue, sigue! –pedí.
Pero el nefasto adolescente no le bastó con ese acto de intromisión. Estaba convencido de que yo necesitaba un caballero andante, cuando lo que quería era una buena lanzada. Así que no va el muy imbécil y entra como un loco en la caseta, sí esa de la maldita puerta que nunca cerraba. Y empujó a Rafael con una fuerza que parecía fuera de toda lógica en aquel cuerpo de alfeñique.
–¡Déjala, déjala!
No sé si fue por el inesperado vigor del chavalín, por lo mojada que estaba yo o porque desconcentró a Rafael. El caso es que el empujón fue suficiente para desequilibrar a mi voluntarioso amante y que su nabo se saliese justo cuando descargaba su valiosa carga…
–¡No, joder! ¡Ahora no!
Sentí su semen caliente, pegajoso, por mi culo, mi espalda, mis piernas… Desperdiciado por todas partes menos por dónde debía.
Rafael parecía confundido, perdido… Perdida la intimidad ya no parecía tan arrogante.
–Bueno, yo… creo… mejor me voy.
Justo volvió a enfundarse su pene en horas, de repente en horas bajas, y salió por la puerta, ya se sabe, esa que nunca cerraba.
Visiblemente molesta, cogí a Crispín de la mano y me lo llevé abajo sin disimular mi contrariedad.
–Pero yo quiero bañarme, Lorena.
–Tú ya te has tirado a la piscina, guapo.
En casa me estaba secando la parte posterior con una toalla cuando Crispín incurrió de nuevo por sorpresa. Él seguía en bañador, igual que yo continuaba en bikini.
–¿Pero a ti que te pasa? ¿Por qué no llamas nunca?
–Es que me encuentro mal… Te he salvado pero…
–Sí, sí, me has salvado Crispín… ahora vete…
Yo seguía en bikini. Él, en bañador. Y de repente va y se lo baja el muy descerebrado.
–Es que no sé lo que me pasa. Nunca me había sentido así.
–¡Crispín, por Dios! –y mi sorpresa esta vez no era fingida. Se debía no sólo a lo inapropiado de la situación sino también al tamaño del órgano, inesperado para su edad y también en comparación con cualquier otro. Un pollón XXL.
–Pero, pero… – y fui retrocediendo hasta que acabé sentada en la cama.
–Y me duele, me duele mucho –seguía él que se acercaba a mí mientras se la iba sacudiendo con una mano, con una pericia que desmentía su supuesta inocencia.
Dio tres pasos más y ya la tenía a un palmo. Un gran pene si no hubiera estado pegado a un gran imbécil.
Se la seguía sacudiendo cada vez con más fuerza:
–Me duele, me duele…
–¡Aparta, eso pervertido! –y extendí mis manitas, que siempre han sido un poco pequeñas, para alejarlo. No sé si se lo rocé, a lo mejor sí, pero fue sólo un segundo.
–¡Oh, sí, sí! –y empezó a correrse, con furia, como un surtidor. Tanto que me llegó a las tetas, a mi cara, a mi ombligo… Pringada por delante cuando hacía pocos segundos me habían pringado por detrás.
–¡No! ¡Qué asco!
Había acabado llena de semen por todas partes menos por una, justo la que de verdad necesitaba. Y encima no había llegado al orgasmo. Rabiosa, abofeteé a Crispín con todas mis fuerzas.
–Para que aprendas.
Crispín se quedó descolocado. La mejilla se le estaba poniendo colorada. Los cinco dedos bien marcados.
–¡Y no vuelvas a entrar en mi alcoba sin llamar!
Creo que cuando se fue estaba llorando.
III
Al día siguiente sonó el timbre de la puerta. Era por la tarde. Yo iba ataviada como acostumbraba en aquellos días: minivestido elástico color vainilla con escote palabra de honor, medias transparentes con liguero , tacones nude… Vamos, lo típico de estar por casa si quieres tener a todos los mirones del edificio en alerta roja. Alberto no estaba en casa, claro… Sesión de “running” para preparar un “iron man”, creo… Ya hacía meses que no le escuchaba cuando me daba explicaciones. El caso es que abrí, era el presidente de escalera… Sí, el tipo que fantaseaba conmigo en bolas desde el día de la jodida puerta del garaje. Allí estaba en todo su esplendor, es un decir: su papada incipiente, su coronilla incipiente, barriguilla incipiente, su barba incipiente. Era míster Incipiente. Como una cerveza a medio fermentar que se había quedado así, aunque había cumplido más de los 40. E igual de poco interesante.
–Venía a hablar con usted, señora.
–Pase… pase.
Le invité a sentarse en el sofá. Y le ofrecí un café.
–Sí, con un poco de leche.
Le traje su cortado. Al ponerlo sobre la mesita de café lo hice poniendo el culito en un ángulo de 90 grados perfecto. Era del todo consciente de que al hacer eso serían del todo visibles el final de mis medias y mis dorados muslos…
Cuando me volví vi como tragaba saliva… Había funcionado. Estaba indefenso.
El presidente de la comunidad de vecinos dio un sorbo a su cortado. Y balbució:
–Venía a decirle… no sé cómo plantearlo… que algunas vecinas…
–Su mujer, querrá decir.
–Algunas mujeres, Lorena. No me gustaría personalizar.
–Ya, pero ha venido a verme personalmente, señor presidente.
–Ejem… Bueno… Es que ha habido quejas de que sube en el ascensor en un atuendo… un tanto… no sé cómo decirlo. Es que tiene que entenderlo, señora. Esto es un edificio familiar.
–¿Qué quiere decir? No le entiendo –y crucé las piernas para seguir poniéndoselo difícil. El minivestido hizo el resto, logrando que el liguero, de nuevo resultase del todo visible.
–Puede que algunos de sus bikinis resulten, ¿cómo decirlo? –volvió a tragar saliva– Excesivos.
–No se lo creerá presidente –y le toqué de forma la rodilla justo cuando daba un sorbo de su cortado. Se atragantó. Prueba superada–. Pero no me doy cuenta del efecto que provoco. Mi marido, Alberto, me riñe a menudo por ello. ¡Suerte que ahora no está!
El “glup” del presidente incipiente se pudo oír como si hubiese sido un eco que retumbase por todo el piso. Yo aproveché su silencio para seguir a lo mío.
–Este vestido, por ejemplo, señor presidente. Mi marido siempre me riñe. Me dice que es muy corto –mentira, Alberto nunca me dice nada. Cualquier cosa para evitar que salga el tema de que casi no lo hacemos nunca–. ¿Usted qué cree?
–Bueno, a decir verdad, un poco corto sí que es…
–Eso es que se sube al sentarse… Pero si me lo bajo así –y tiré de él con mis manitas para que no se viese el final de las medias. Si las tapaba parecía casi decente… Pero la ilusión sólo duró un segundo, porque, claro, al bajar la falda se bajaba el escote palabra de honor. Paré al notar que el borde superior rozaba mis pezones que en aquella situación ya se habían puesto firmes, listos para pasar revista.
Vi como gotitas de sudor perlaban la frente de Míster Incipiente. Repasé mi labio superior con mi lengua, de derecha a izquierda. Sería fácil: un par de palmaditas en las espalda camino de la puerta y me lo quitaría de encima.
–Me han pedido que haga una nota y la cuelgue en el vestíbulo. Y los estatutos exigen que se de el nombre y apellidos de los vecinos que incurran en falta.
¡Mierda! Pues no iba a ser tan fácil. Y encima Alberto lo vería e incluso él podría darse cuenta de que había estado yendo demasiado lejos.
–Yo, yo… lo siento, Lorena–. Y fue a levantarse. Y justo en ese momento a la altura de mi cara quedó clarito que había otra cosa que estaba en un estado, algo más que incipiente en el aburrido presidente de la comunidad. Volví a poner la mano sobre el muslo… Esta vez la dejé unos segundos más.
–Por favor, no lo haga… Mi marido y yo ya estamos pasando un momento… digamos difícil. Si mi nombre aparece en un comunicado voy a tener un problema.
–No puedo obviarlo…
–Le prometo que no volveré a usar el ascensor sin un pareo.
–No basta. Algunas veces va sólo envuelta en una toalla, sin bikini debajo. Me lo han dicho.
–Es para no mojar el ascensor. Es que yo mojo mucho, señor presidente –y entonces vi l luz al final del túnel–. Mire, ahora mismo también estoy mojada.
Y ni corta ni perezosa le tome la mano y la llevé a mi entrepierna. Pese a que me había bajado la falda no fue nada difícil que llegase a mis braguitas. Le había mentido, claro, pero sólo pensarlo y el gesto de coger su mano y encontrarla tan blanda de voluntad ninguna, bastó para humedecerla.
–Yo… yo… señora Lorena… esto no es correcto, no debemos… no debo.
–Tranquilo, si a mi me incomoda, ya se lo limpio –y me volví a llevar su mano esta vez a mi boca, para empezar a chuparle los dedos –¿Ve? Así, su mujer no notará nada.
Por un minuto pensé en él como posible solución a mis cuitas. Pero vi su barriguilla, su coronilla, su babilla cayendo por la comisura del labio sin que pudiese articular una frase completa, que concluí que no, que no podía aceptar aquellos genes de mierda, por mucho que llevase meses sin un buen orgasmo y casi un semestre sin un polvo en condiciones. Aquello iba a requerir otro tipo de solución… más rápida.
–Yo, yo… yo me…
–Usted no se va… ¿Qué diría su mujer si le ve llegar así? –y le señalé su visible abultamiento genital –. Mejor que no provoquemos un nuevo escándalo en la comunidad de vecinos.
Y tal como le solté esto le empecé a abrir el pantalón. La bragueta bajó como si estuviese engrasada… En cambio el género costó de sacar al exterior por ser de un tamaño mayor del esperado.
–Pero, Lorena… ¡Lorena! ¿Qué hace?
–Pensaba que era obvio lo que me traía entre manos –y fue lo último que contesté antes de empezar a chupársela… primero un poco y luego con una desconocida devoción.
–¡Lorena, por Dios! ¡Qué me pierde!
–¿Paro? Si le molesto lo dejo.
–¡No! ¡No! ¡Siga! ¡Siga! –y su mano fue a mi cabeza para indicarme por el lenguaje de los signos que debía continuar abocada a mi improvisada tarea.
–Ya decía yo.
Y seguí chupándole aquella pija. Una verdadera sorpresa que me tenía que haber enseñado a no juzgar a los vecinos por las apariencias, justo lo que me molestaba de ellos cuando lo hacían conmigo. Aunque para ser justos, las vecinas se quejaban de que era un putón. Y putón putón, no; pero un poco pendón desorejado sí que estaba resultando a juzgar por mi comportamiento en los últimos tiempos.
Empecé a cimbrear aquella polla desde abajo con una de mis manitas y a chuparla desde arriba, para ver si la eyaculación incipiente, cómo no, era vertida de una vez. Mi labios subían y bajaban del pene a su glande y de su glande de nuevo al pene hasta que topaba con mi mano, que estaba haciendo buena parte del concienzudo trabajo.
En esas estaba cuando miré de reojo un momento hacia la puerta del salón. Y allí estaba el cabrito de Crispín. Apenas un dedo de puerta abierta, pero el muy pervertido estaba mirando. ¿No se suponía qué pasaba el día pendiente de su ordenador? Con una mano se tocaba el paquete y con la otra… ¡sostenía el móvil!
Intenté parar de inmediato. Pero mi vecino tenía otra opinión. Y apenas detectó mis intenciones por mi lenguaje corporal la mano en la cabeza me oprimió con una fuerza inesperada.
–¡Ni se te ocurra, zorrita! ¡Tu aquí, hasta que termines!
Su tono era desconocido. Y su determinación también. Hasta Rafa, el vecino en la caseta de la piscina, se había mostrado más amable. Pero el presidente de la Comunidad de Vecinos estaba dispuesto a ejercer sus prebendas más allá de lo que marcaban estatutos que, desde luego, no incluían el derecho de pernada.
Yo intentaba zafarme, no porque me desagradase mamársela sino porque el cabroncete de mi vecino me estaba grabando con su puto móvil. Me hubiera gustado explicárselo, claro, porque desde su posición en el sofá, él no podía ver ni la puerta apenas entreabierta, ni al descarado de Crispín. Para mi desgracia yo tenía la boca llena y el presidente incipiente debía de pensar que sólo había intentando calentarle y ahora pensaba dejarle a medias. Y claro, eso le enfurecía. Y a más se cabreaba, más levantaba la pelvis para llegar hasta mi garganta y con más indignación me hundía la cabeza hacia su vergón exaltado, palpitante. Y menos dispuesto se mostraba mi vecino a ceder a mi lógico reparo a llegar hasta el final, dado que por circunstancias ajenas a nosotros, se había sumado un factor inesperado. Si con una mano no hacía más que forzar mi cabeza, con la otra me había bajado el vestido y me apretaba una de mis tetazas con una revelada falta de contemplaciones que me hacía mojar las bragas, ahora sí, mucho más de lo que me hubieses gustado.
No fue posible para pese a todos mis esfuerzos. Mi vecino parecía un blandengue, pero la situación había sacado lo peor de él, incluido, un instinto salvaje que me sorprendió. Me presionaba la cabeza tan fuerte que me hacía daño… Al, final, además de sus malos modos, y de sus insultos…
–Sigue, putita… ¡que sigas, he dicho!
…lo último que salió de él no fue mejor: un lechazo de un semen espeso, amargo y que no se acaba nunca, que fluía como un catarata, una tubería rota o una presa abierta en el último momento tras una gran crecida. Fue tan grande que acabe cayendo de rodillas desde el sofá hasta el parqué, tosiendo, atragantada y con resto de aquella corrida descomunal en las comisuras de mis labios, en la barbilla. Sobreabundancia de producción denominan en los manuales de Economía a fenómenos como éste. En Bruselas, excedentes lácteos.
Conseguido su objetivo el incipiente concupiscente se me quedó mirando. Sus ojos volvía a ser bovinos, casi tiernos, al mismo tiempo que el rabo perdía poco a poco su anterior tersura. Mr. Hyde se había ido del mismo modo que había llegado, sin avisar… y quedaba el hombre apocado, inseguro… con un punto de calzonazos.
El tipo me dio un beso en la frente –no entiendo por qué no en la boca– y murmuró antes de irse:
–Ha sido un pasada, Lorena. No se agobie por estos problemillas. Los dejaré en nada, faltaría más. Pero, por favor, no me obligue a tener que volver.
Ya en la puerta sólo se giró para añadir.
–Y no te preocupes… A todos los efectos esto no ha pasado.
Y se fue sin más. Sin un ruido, sin un explicación añadida, aunque la verdad es que ambos lo habíamos dejado todo muy claro. Pero para él resultaba sencillo. Yo, en cambio, me quedaba en casa, con Crispín, y la certeza de que lo había visto todo.
IV
No podía dormir. Y no me faltaban razones, un adolescente insufrible tenía un vídeo sexual mío y llevaba varios días sumida en un clima de sexualidad desatada el cual, sin embargo, no me había proporcionado orgasmo alguno. Mi estado era febril, de profundo desasosiego. Entre el “iron man” que estaba preparando Alberto y mi propio malestar, casi no probé bocado a la hora de la cena. Estaba demasiado ocupada apretando los muslos para intentar autocomplacerme. Pero no tuve éxito. Tras las últimas experiencias, necesitaba algo más fuerte que una leve presión pélvica.
Me fui a la cama preocupada, no paraba de dar vueltas.
–¿Qué te pasa, cariño? –preguntó Alberto, al que no dejaba pegar ojo con mis giros y contragiros.
–Es por Crispín… ¿No lo oyes? No puede dormir… Está llorando.
–Yo no oigo nada.
Crispín dormía al otro lado de nuestra habitación. Un tabique de pladur… Alberto tenía razón, claro. Pero esto ya no iba de tener razón… Y si yo insistía iba a salirme con la mía.
–Esta tarde ha llamado a una chica y ella le ha rechazado. Ha sido muy cruel. Le ha destrozado –mentí de nuevo. Pero se me estaba dando bien…
Alberto rezongó… Tenía a su lado a una mujer espectacular, con un camisón negro cortísimo… Pero él sólo pensaba en empezar a rondar de una vez a pierna suelta. Así que el contexto me facilitaba salirme con la mía…
–Voy a consolarle… Será sólo un momento.
–¡Vale! Ve…
Me incorporé y salí. Alberto tenía que haberse fijado: mi tanga minúsculo bajo el camisón corto y transparente o el que me fuese a la habitación de al lado enzancada en unos tacones de diez centímetros… Todo junto le tenía que haber hecho sospechar… Pero la ausencia de deseo, la obsesión por el deporte y sus prisas por entregarse a Morfeo me pusieron el puente de plata hacia la habitación de al lado.
Dos leves toques y entré. Se la estaba cascando como un mono.
–¿Qué haces! –se quejó el salido de Crispín, tapándose con la ropa de la cama.
Me senté en la cama. Le puse una mano sobre la pierna. Como con el incipiente presidente. Como siempre que quiero dominar a un hombre.
–Quiero el vídeo, Crispín.
–No, no te lo daré. Eres mala.
–Tú te la estás machacando en mi casa, Crispín… No puedes darme lecciones de nada.
Crispín dudó. Pero escupió su réplica con resentimiento:
–Claro, yo no me puedo tocar pero usted se puede enrollar con medio edificio.
No podía decirle que no tuviera razón. Alargó su mano y se metió los tejanos bajo la sábana. Era cómico verlo maniobrar para ponérselos.
–No puedes juzgarme… Eres todavía un niño.
–Un niño que sufre –se lamentó él, contrariado molesto consigo mismo.
Y entonces se levantó. Llevaba los tejanos puestos, sí, pero sin abrochar por razones obvia. O, más bien, por una razón de grandes dimensiones: aquel pollón que ya conocía, ahora en estado semiflácido, y que ya le hubiese gustado tener a Alberto, el soplagaitas de mi marido. Divertida corrí mi trasero y me recosté en los almohadones contra la cabecera de la cama.
–¡Mire como me tiene! ¡Ni siquiera soy capaz de abrocharme los pantalones!
Al mismo tiempo que el hipaba, entristecido… No pude evitar que se me escapase la risa. Decidí tomar el control de la situación y así le hice la siguiente propuesta, mientras me pasaba de manera falsamente distraída, mi dedo índice por el canalillo del profundo escote del camisón, hasta el lazo que mantenía unido a la altura del esternón:
–Haremos una cosa, Crispín. Te podrás rozar conmigo. Entre mis muslos. Y así te aliviarás.
Crispín no salía de su estupor.
–Será sólo una vez, Crispín. No volverá a pasar. Y después me entregarás tu móvil y yo misma borraré ese maldito vídeo.
Delante de mí tenía a un adolescente estupefacto ahora que lo que tanto había deseado se le ponía al alcance de la mano.
–¿Haremos un froti-froti?
Volví a reírme de su definición. Pero me pareció acertada.
–En efecto, Crispín… Y es muy importante que no chilles. Mi marido está al otro lado de la pared. Sólo tu pene entre mis muslos, hasta que acabes. Con las bragas puestas. Sin penetración, sin mete-saca, sin nada. No follaremos, que te quede claro.
–Sólo froti-froti –repitió.
Se acercó, primero tímido. Yo me recosté más sobre el almohadón y levanté mi piernas, rectas, con los zapatos de tacón todavía puestos apuntando al techo. Crispín se acopló a mí, encajando aquella enorme herramienta entre mis muslos y yo a su vez las piernas sobre los hombros… Intentó ponerme las manos en la cintura pero lo frené rápido.
–No me toques.
El camisón tapaba más bien poco. Era un baby doll negro, con dos franjas negras más opacas que cubrían los pechos desde los hombros, pero que los dejaba estratégicamente a la vista por debajo. Más allá de eso era tan tenue y transparente que quedaba del todo expuesta. Pero no quería que aquellas manos trastearan con mi anatomía. A poco duchas que fuesen sus extremidades, mis pechos quedarían a la vista, indefensos. Por eso quería mantenerlo todo bajo control, que el chaval de desahogase y dar por listo nuestra transacción lo antes posible.
Y al principio todo fue bien. El pedazo de cipotón de Crispín era en verdad notable. Y lo sentía recorrer mis muslos, ahora adelante, ahora hacia atrás. Caía sobre su propio peso sobre mi sexo y era tan grueso y lo sentía tan caliente que era un placer sentir como se rozaba una y otra vez contra mi clítoris. Nunca lo iba a reconocer pero yo misma estaba levantando el culito de manera leve –no quería parecer una cualquiera– para notarlo un poco más, para excitarme con aquel movimiento, una fricción que en breve iba a servir para que él se desatase y yo me librase de las amenazas que se cernían sobre mi persona y mi ya maltrecha reputación.
Pero de repente, algo empezó a ir mal. Mi tanga, tan escueto que poca protección suponía, estaba empezando a estar demasiado húmedo. Y Crispín iba perdiendo la verticalidad en la cama… poco a poco.
–¿Qué haces, Crispín? ¡Qué te caes!
–¡Lo sé! ¡Lo estoy intentando! ¡Pero está usted muy resbaladiza!
Y era cierto, mi sexo ya no era tal sino que parecía fuente en vez de vagina de recatada esposa. Pero ya era tarde. Crispín intentó mantenerse incorporado pero el cabezal de diseño sueco no ayudó en nada –una superficie lisa sin puntos donde agarrarse– y los cómodos cojines se hundieron ante sus manotazos.
–¡Te vas a caer, idiota! –y empecé a patear, intentando sacármelo de encima. Para nada aquel cretino me la iba a meter.
–¡Eso quiero evitar! ¡Estate quieta! – para mantener su posición se apoyó en uno de mis pechos. Como temía, la banda del camisón se corrió y mi enormes tetas quedaron a la intemperie. Su huesuda mano se hundió en unos de mis melones como si éste fuera un flan.
–¡Me hace daño, niñato de mierda!
–Lo siento – y retiró la mano, con la lógica consecuencia de que se inclinó más sobre mí, en aquella delicada posición.
–¡Me está clavando la cremallera de tu pantalón! ¡Me haces daño! ¡Torpe, más que torpe!
Pataleé, sacudí mis brazos. Por error le acabé metiendo un dedo en la boca.
–Brammm, em cain… do –farfulló Crispín,
–¡No te entiendo! ¡No, no! ¡Nooooo!
Justó llegué a sacar la mano de su boca para sentir aquel cipotón deslizarse junto al mojadísimo tanga y entrar como Pedro por su casa hasta lo más hondo de mi intimidad.
¡Flap!
–¡Sácamela! ¡Sácamela!
–Eso quiero, pero resbala una y otra vez…
–¡Dios! ¡Es enorme! ¡Qué grande! ¡Ahhhh! ¡¡¡Joder!!! – y ahora era yo, la misma que había pedido a Crispín silencio, la que aullaba como una loba, ajena a la fragilidad del pladur y su escasa capacidad aislante. Si Alberto no se había despertado aún lo iba a hacer pronto, de seguir siendo yo la que levantaba mi voz llevada por el gozo.
–¡Sal! ¡Fuera!
Sentía aquel miembro. Notaba que Crispín se esforzaba en retroceder, pero era tan, tan largo, que sólo hacía de émbolo. Es el problema de los principiantes: ni saben meterla, ni saben sacarla. Estaba negra de rabia… pero la rabia dejó paso a un orgasmo que me sacudió en dos, que me recorrió la columna vertebral desde el clítoris a la cerviz, que me llevó a proferir un rugido de placer, que apenas logré ahogar mordiéndome los labios.
–Yo, yo… yo no quería, Lorena… no… –pero eso era igual, porque dentro de mí sólo había sitio para el enorme placer que me estaba proporcionando aquel miembro cuyo propietario ni siquiera sabía guardarlo en sus propios pantalones. La herramienta más excelsa en las manos más torpes.
Aquella especie de pepino volvió a retroceder. Eso no era una polla, era pura carne en barra.
–¡Ni se te ocurra correrte dentro, cabronazo! –le volví a amenazar yo, mientras reincidía en follarme una y otra vez. A ver si después de todos mis trabajos me iba a quedar preñada de un estúpido de ese calibre.
–A ver si ahora… ¡pues no! – y volví a sentir como me taladraba de nuevo hasta las entrañas. Y Segunda oleada de placer en menos de dos minutos. Gozaba, sí… pero a pesar de mi voluntad, mi indeseado partenaire y lo incómodo de la situación. Gozaba como una perra y yo ya no era yo… Más allá de la sensatez, de mi voluntad, de lo que me parecía correcto.
–Espera, espera… a ver si ahora…
¡Flop! Y la sensación de vacío.
–¡Dios! ¡Dios! ¡Joder, joder! –maldecía yo… que ya no sabía qué sentía más, si la vejación de que me la hubiesen hundido hasta el tuétano o el abrupto final de la salida de tamaño pollón.
–Ya está, ya está –intentaba calmarme un Crispín azorado, que no entendía nada.
–¡No puede ser! ¡Maldición, no puedo tener tan mala suerte! –me lamentaba yo entre ecos de aquel segundo orgasmo en mi cuerpo.
–Perdón. Pensaba que quería que saliese. No se preocupe, Lorena.
Y se volvió a poner a la tarea, malinterpretando mi desazón por lo ocurrido y el estado de confusión en que me encontraba como más ganas de verga… lo que a lo mejor también era verdad, en cierto modo, pero que yo no hubiese reconocido nunca. Y menos a él, en voz alta… Total, que aquel tonto de capirote no se enteraba de nada. Así que aquel vergajo del demonio intentó volver por sus fueros, pero estaba yo tan mojada y eran tan inexperto su dueño que sentí que iba claramente desencaminado.
-¡No, por ahí no, joder! ¡No!
¡Flap! Pero ya era tarde. Volvió a entrar, esta vez con más trabajos, más dolor.
–¡Noooooo! ¡Dios, qué grande! ¡Me va a destrozar!
–¡La siento más apretada! ¡Es usted increíble, Lorena! ¡A más la follo más estrecha la tiene! –farfulló el muy cretino, mientras me la hundía más y más.
–¡Cómo que es mi culo, imbécil! ¡El culo!
Nunca me habían dado por tan al sur. Lo reservaba para un amante especial. Y había acabado entregándolo al más vulgar de los machos. Apenas un crío inepto que ni sabía lo que se hacía ni lo que decía.
Volví a gritar. Dolor. Placer. Tercer orgasmo en una brevedad de tiempo del todo inusitada. No sé si Crispín entendió lo que le dije… pero le debía dar igual porque me siguió dando, dando y dando. Mordí hasta que no pude más uno de los almohadones, para evitar que mi descontrol despertase a mi marido. En un breve receso de la oleada de placer pude articular…
–Sal, cabrón. Sal… ¡Fuera joder!
Lo hizo. Aunque noté cada centímetro de carne batiéndose en retirada. Cuarto orgasmo. No quería gozar tanto, no. Pero lo hice, Dios si lo hice.
Fue salir y correrse encima mío. Una cascada de semen. Otra más, más grande, más espesa, más abundante. Leche, leche, leche… Por mi tripa, mis tetas. Hasta mi cuello. El carísimo camisón arruinado. Oh, cuánto desperdicio, de nuevo.
–Me he corrido fuera, como usted quería.
Perpleja, enfada, pero ya dueña de mí empujé a Crispín fuera de la cama.
Luego me lancé sobre el móvil.
–La puta contraseña. La puta contraseña o te mato. Y si no crees que yo te mataré piensa que lo hará mi marido cuando le explique cómo me has violado.
–Yo, yo… yo no quería –estaba a punto de llorar, el muy gilipollas.
–¡La contraseña, joder!
Me la dio. Borré el vídeo.
Volví a mi cama. A nuestra alcoba. Increíblemente, Alberto no se había despertado con nuestra escandalera sexual. Y yo me quedé allí, hasta que me dormí pensando en que de una forma del todo inesperada, yo, que me creía la más cabrona del edificio, había acabado convertida en una víctima de las circunstancias y de mis propias maquinaciones. O como un mal polvo, de alguna manera, había sido también el mejor de mi vida.
EPÍLOGO MORAL… O NO
Crispín se fue sin despedirse. Pero no de mi casa, del edificio. Al parecer la herencia que al final trincó su madre, Alba, fue tan cuantiosa que les dio para mudarse… y mucho más. Imagino que aquella experiencia le cambió… pero no puedo explicar cómo. En todo caso, no creo que lo volviese más listo.
Para mí también cambió todo. Sólo pensar que podía tener un hijo como el merluzo de Crispín hizo que mi fugaz pasión por la maternidad se esfumase. Dejé de vestir como la fulana del edificio y mi vida se normalizó.
Yo había sido mala. Y merecía un castigo. Pero no fue así. Al contrario. Alberto también cambió. Seguía enganchado a los anabolizantes… Pero ahora era consciente de que tenía que darme placer… ¡Y cómo se esforzaba! ¡Qué lengua, qué dedos! Eso cuando no compraba juguetes y montaba pequeñas bromas, como ir a cenar con amigos y hacerme llevar puesto un pequeño vibrador que él activaba con un pequeño mando a distancia. Un matrimonio se salva a lo largo del tiempo por este tipo de bromas compartidas.
Entendía el motivo de mi cambio. Pero, ¿los del suyo? A veces temía que nos hubiese oído o visto la noche de autos, a Crispín y a mí… Y que ese hecho hubiese alterado a Alberto… para bien. Nunca me dijo nada y yo nunca saqué el tema. Igual que no pregunté como en los últimos años se había hecho tan amigo del incipiente presidente, que pronto dejó de serlo, lo de presidente claro. Ahora iban a correr juntos… o algo así. Una vez los pillé hablando en el rellano. Fue llegar yo y callarse de golpe ambos, con un intercambio de miradas culpables.
Una vez, incluso, Alberto me pidió que llevase el vibrador puesto a una reunión de vecinos. Justo era para volver a cambiar la puerta del parking. Me dijo que no me preocupase, que esta vez él estaría a mi lado que y que llevase pantalones. Así lo hice, pero cuando llegó el momento de activar los nuevos mandos volvieron a hacerlo todos a la vez... y el vibrador no paró de darme sacudidas hasta los más hondo de mi intimidad. No tenía tantos orgasmos seguidos desde aquella aciaga noche con Crispín. Alberto, me dijo que habían sido interferencias del Bluetooth. Algo imprevisible, según él. Pero me pareció percibir en el ya ex presidente de la comunidad y todavía vecino una mirada maliciosa. Vete tu a saber si estaba en el ajo o no. Es el problema de cuando a un tío le comes le rabo por sorpresa. Luego no sabes interpretar las señales.
De eso hace ya cinco años. Me ha venido a la memoria porque la semana que viene vuelven a cambiar la puerta del garaje otra vez. Somos el único edificio que lo hace tan a menudo. No sé qué incentivo deben de tener. Como me pasa siempre en los temas vecinales, intenté eludir mi presencia.
–Cariño, tienes que ir. Sin ti no sería lo mismo –me replicó Alberto sin dar más opciones.
Me preguntó que encerrona me tendrán reservada esta vez, mi marido y su perverso amigote. Pero es lo que tiene un matrimonio feliz: hay que saber disfrutar de las pequeñas sorpresas.