MIS PRECIOSAS HIJAS ME ADORAN (Parte 3)

Papa y la pequeña van a jugar a "Siete minutos en el cielo" en la despensa de casa.

SIETE MINUTOS EN EL CIELO

Mientras la mayor florecía, la pequeña se marchitaba. Yo no tenía tiempo para las dos, ni ahora tampoco tenía paciencia. Mi relación era tan maravillosa con la mayor, que no me quedaba tiempo para la pequeña, y hasta procuraba evitarla al ver que aquellos ojos inmensos que yo había adorado me miraban siempre, no con reproche, porque no era capaz, sino con infinita tristeza, con una demanda muda de atención. Yo no renunciaba a mis deberes paternales, pero ahora era…no se…había algo nuevo, privado, que no afectaba a mi condición paterna y que estaba explorando con su hermana. Quizás era parecido a lo que había tenido con ella, pero era mucho más intenso y nuevo, y ella notaba que eso la dejaba de lado, y sufría.

Pero yo no me esperaba aquella reacción.

Un día estaba ordenando un poco la despensa. Nuestra despensa es un armario grande, medio trastero medio almacén de conservas y por supuesto no tiene ventana. Allí estaba yo cuando noto que apagan la luz y distingo a la luz del pasillo a mi hija pequeña entrar dentro conmigo mientras cierra la puerta.

Es una niña especial, no cabe duda, y nunca le meto prisa en nada. Espero a que me cuente que pasa.

“Papa. Ayer en clase de gimnasia el profesor tuvo que irse, y nos sentamos en corro para jugar a siete minutos en el cielo. Pero a mí no me tocó. Me dio mucha vergüenza y querían que pasase con un chico muy feo. Me dio miedo. ¿Tu has jugado alguna vez?”

Y mientras lo decía se me acercaba peligrosamente. Notaba su olor, ese olor de primavera, de inocencia, de fruta que aún está madurando. Un olor enloquecedor.

“Creo que sí. Cuándo tenía tu edad”

No té, sin verlo, como se mordía sus labios jugosos. Noté como se ponía se puntillas y apoyaba sus arrogantes y afilados pechitos en mí para acercarse a mi oído.

“¿Me enseñas?”

Su olor y la oscuridad me volvieron loco. La apreté fuerte contra mí y mis manos corrieron a ese culito que tanto echaban de menos. Llevaba la falda del uniforme, y mis manos la levantaron para encontrar sus dulces braguitas. No quise bajárselas y metí las manos dentro de ellas. Notar su piel desnuda y poder apretarla con codicia me enloqueció. Notaba su aliento agitado junto a mi oreja y lo fuerte que me abrazaba, pero yo solo tenía una idea en la cabeza, y era amasar aquel culito, tan pequeño pero tan duro, con toda mi fuerza. Notaba la excitación de ella en su respiración, mitad miedo, mitad triunfo, pero yo solo podía pensar en aquel culito. Por mí habría estado allí toda la vida, hasta que la oí hablar de nuevo.

“Tiempo papi.”

Y con suavidad se separó de mí y me sacó las manos de sus braguitas. Abrió la puerta y ví su sonrisa picara a la luz del pasillo. Algo nuevo brillaba en aquella sonrisa. Algo muy inteligente y sabio.

“Gracias por ayudarme papi. Pero tendremos que practicar más. ¿Quieres?”

Mi sonrisa debió decírselo todo.