MIS PRECIOSAS HIJAS ME ADORAN (Parte 2)

Las siestas en las que metía mano a mi hija mayor me enseñaron a lo que sabían sus tetas.

“Ella no puede darte lo que yo”.

Y era verdad. Negarlo sería absurdo. Y una hipocresía. La mayor, mi vaquita, si que era toda una mujer, por encima de su edad. La pequeña era demasiado tonta como para saber lo que yo necesitaba, y el ritual de la siesta se convirtió no en la parte más importante del día, sino en la única parte del día que me importaba de verdad.

Aunque nunca dormíamos.

Toda nuestra relación cambió, y ella floreció ante mis ojos. Que dulzura entrar juntos de la mano en la habitación, o mejor aún, esperar a que ella entrase con aquella sonrisa picara que la hacia parecer feliz de verdad. Nos tumbábamos y me daba la espalda, y esa la señal para darme a entender que ya podía empezar. Ya ni siquiera me aferraba a la excusa de que por encima de la camiseta no era pecado. Metía las manos por debajo para emborracharme con su carne fresca y suave. ¡Y ella no llevaba sujetador! Cuando apretaba mi paquete contra su culo también notaba que se le olvidaba la parte de abajo. ¡Mi hija venía a verme sin ropa interior!  Un día se lo dije y rió con esa risa pícara y cristalina que en las chicas decente significa un desafío a seguir. Le bajé las mallas elásticas, y me encontré con aquel culo divino. ¡Que revelación encontrarme con aquella blancura simétrica, con aquella dulce nata! Acariciarlos fue maravilloso, pero yo ya no me podía quedar allí. Tenía que seguir adelante, y como en las mejores pajas culeras de mi adolescencia, me bajé también los pantalones para sentir directamente en la polla aquella frescura de nieve que me calmaría. ¡Divino!

Naturalmente, uno no puede conformarse con eso, ni con eso ni con nada, y aunque retrasaba cada paso por una mezcla de hipocresía y necesidad de disfrutar realmente de cada momento, llegó el día en que nos miramos cara a cara, en que no se acostó de espaldas sino dándome la cara.

Me sentí extraño. ¿Qué tenía que hacer? ¿Besarla? Eso jamás. Le daría una impresión equivocada, de igualdad, y eso no iba a permitirlo. ¿Pero que esperaba ella? Nuestra comunicación verbal no era nada del otro mundo, así que me limité a mirarla, cuándo ella misma se levantó la camiseta. ¡Madre mía! Había sobado mucho sus tetas, pero verlas, verlas de verdad, no las había visto nunca tan de cerca. Eran perfectas. De forma, color, tamaño. Rosadas y con unos preciosos pezones oscuros, color capuccino. Y eso no era lo mejor. Colocando sus manitas debajo, mi hija me las ofrecía como dos frutas en una bandeja. Ahí me volví loco y me lancé a chuparlos, morderlos, lamerlos…¡Que sabor! Era como volver a ser joven de nuevo. Y ella reía y me daba besitos en la cabeza. ¿Podía ser cierta tanta felicidad? Desde luego aquel sabor si era real.