Mis preciosas hijas me adoran (capítulo iv)

Mis pequeñas suben las apuestas por el amor de su papi. Mi hija mayor me ofrece el regalo más bonito que ninguna hija puede ofrecer a su padre.

Sé que todo esto, que ya no dice nada bueno de mi como padre, tampoco dirá nada bueno de mí como hombre, porque vivía en una casa donde era la pareja (O al menos a mí me gustaba pensar que mis niñas no buscaban más caramelos fuera de casa) de las tres mujeres que vivían conmigo bajo el mismo techo. Una situación que muchos padres encuentran irritante a mi me parecía el mismo cielo. ¡Tenía un haren formado por tres preciosas mujeres que además eran familia entre ellas! Por no decir que también lo eran mía. Pero el caso es que no era capaz de decidirme por una. El asunto de mi mujer lo tenía asumido, porque la infidelidad, potencial o real, es algo con lo que todo hombre tiene que resolver su propio conflicto interno, y yo lo había resuelto hacía mucho. ¿Había una diferencia real entre esconderme para oler la ropa interior de mi hija y esconderme para chuparle sus preciosas tetas? Sólo una diferencia de rango, pero no de especie. Pero claro, lo que le hacía a mis niñas era otra cosa. Ya era bastante malo el asunto del incesto (Malo a nivel filosófico, a nivel físico era la mejor experiencia de mi vida) como para encima fomentar su rivalidad y enseñarles lo poco que valía el cariño de su papi, que oscilaba de un lado  a otro en función de su interés del momento. Y claro, recibiendo ese ejemplo de mí, no podía resultar extraño que subiesen las apuestas de nuevo.

Lo cierto es que moralmente (Repito, siempre que olvidemos el detalle del incesto) la situación era la idónea (Sobre todo para mí) porque la mayor me seguía acompañando en mis siestas (Donde ya ni nos molestábamos en fingir cualquier tipo de barrera o ritual y la arrinconaba contra la pared para subirle la camiseta hasta el cuello u poder chuparle a gusto esos melones del diablo) mientras que la pequeña, con aquella sonrisa pícara que había desarrollado, me indicaba sólo con morderse sus abultados labios que ya estaba loca por volver a encerrarse a oscuras conmigo. Y vaya si le gustaba. Modestamente, creo que la volvía loca. Y como ya he dicho, no la besaba. En su caso, por ser más angelical, si que me daba la impresión de que aquello era un amor más suave, más puro, y me moría por besarla. Pero no podía olvidar que aquello también era una relación entre un padre y una hija, y me pareció imposible hacer aquello. Quizá para compensar, también me olvidaba de su zona genital. Aunque soñaba con aquellos labios tersos, hinchados y seguro que desprovistos de vello, no lo tocaba. Prefería esperar a que ella se tocase para mí, o soñar que lo hacía a solas pensando en su querido papi. Era otra puerta que me parecía incómodo pasar. Pero en cambio no me costaba nada pasar la de la despensa. Esto era más evidente que lo de las siestas, y por eso controlábamos mucho el tiempo. Siempre los famosos siete minutos. Por eso no le daba tregua. Al amparo de la oscuridad, ya le había bajado las bragas y subido el sujetador (No había tiempo de quitarlo y ponerlo) ya había degustado sus pechitos de pico, preciosos como alguna fruta exótica y diminuta, precisamente por eso más dulce. Ya me había arrodillado para respirar la fragancia de sus cachetes y lamerlos, morderlos y degustarlos. Que maravilla. Era como volver a ser adolescente y conformarse con esos placeres incompletos pero absolutamente maravillosos.

Pero había alguien que no se conformaba con aquello.

Mientras nos dirigíamos, por separado claro, a la despensa, escuché la voz gruesa y severa de la mayor avisando a su hermana pequeña de que la llamaban al teléfono (Y hablamos de los viejos teléfonos fijos, de cable)

Naturalmente, como llevaba la obediencia impresa en los genes, se alejó con aquel trote alegre que a veces hacía que apareciesen sus braguitas estampadas con corazones por debajo de la falda del uniforme. Y en ese momento apareció ella, con los ojos de una depredadora, de una arpía revivida. Me cogió de la mano y me llevó a rastras a mi habitación. No supe negarme.

Allí, cerró la puerta y se apoyó sobre ella para evitar que nadie entrase. Yo era un corderito, y seguía sujetándome con firmeza por la muñeca. Con la mano libre, me desabrochó el pantalón con una maestría insuperable, y me sujetó la polla en su mano. Si os digo que se me puso dura a la velocidad de la luz, quizás me quede corto. Se me paró la respiración, la circulación sanguínea y hasta el tiempo. Aquellas manos eran como meter la polla en un tazón de nada. Frescas y suaves. Y ella me sujetaba la polla con firmeza sin apartarme la mirada de los ojos. Me miraba directamente con aquella mirada que te decía que todo lo que decía lo decía tan en serio como podía hablar una persona en este mundo. Y yo solo podía derretirme, porque mi hija tenía mi polla en su mano. Que delicia. Que momento tan maravilloso.

“Cuando no estén ellas…ven a mi habitación…y hazme lo que quieras”

No podía ser verdad. No podía ser verdad tanta felicidad. Hubiese llorado de alegría. Durante unos segundos no supe que decir, pero al final me acerqué a ella y volví a lanzar mis garras sedientas de inocencia contra sus cachetes, sin que ella me soltase la muñeca…ni la polla.

Apreté codicioso aquel culo delicioso con el que tanto había soñado. Y aunque era obvio y ella era lista, quise que lo supiese. Necesitaba oírmelo decir. Necesitaba que ello lo oyese.

“Quiero tu culo”

Ella callaba, pero dejó caer su cabecita sobre mi hombro, y notaba su respiración que silbaba entre la nota del miedo y la de la rendición.

“Quiero ser el primero. Y el único. Y que luego me lo reserves a mí. A tu papi. Para siempre.”

Lo amasaba con mas fuerza, y su mano temblaba sobre mi polla. O era mi polla la que temblaba. Y era maravilloso.

“Dímelo. Dime que seré el primero. Que seré el único. Que este culo sólo será para mí, o no quiero que vuelvas a entrar en mi habitación”.

Las dos notas de su respiración vibraban todavía más fuerte.

“Me dijiste que ella no podía darme lo que tú. Que sólo tú podías darme lo que yo necesitaba. Te necesito a ti. Necesito tu culo. O me volveré loco. Podría morir si no te tengo”

Su respiración la asfixia.

“Dímelo”

El ritmo decrece.

Mi culo es para mi papi. Es para ti. Será sólo para ti. Claro que serás el primero. Y el único. Aunque nunca quieras volver a hacerme el amor por ahí, yo lo guardaré siempre para ti. No dejaré que nadie entre por ahí, por donde entrará mi papi. Mañana ellas tienen que ir al médico temprano. Te estaré esperando”

Y dándome un beso en la mejilla soltó su presa, por lo que yo entendí que debía soltar la mía.

Y salió de la habitación.

Entendí que no debía salir yo tampoco. Habría sido indigno enrollarme con la pequeña en la despensa después de aquello.

Sobre todo porque no quería violarla.