Mis preciosas hijas me adoran

Papi cuenta su verdad

Como pasa el tiempo. Como un sueño. Un día tienes a tu novia adolescente debajo de ti. Sientes su cuerpo duro, flexible, firme. Oyes sus gemidos y su voz es dulce y cristalina. No quieres volver a oír otra cosa. Sientes el placer infinito de entrar con tu virilidad invencible en ese cuerpo delicado. De romperla, de abrirte camino entre un placer infinito sabiendo que eres el primero y gozando del placer que eso conlleva. Tienes el sabor inexplicable de esa boca fresca. Chupas esos pechos recién madurados, con esos pezones tan suaves. Y de pronto, ha pasado el tiempo. Tienes dos hijos. Tu mujer no te desea, y su cuerpo está devastado por dos partos.

¿Dónde están los niños que fuimos?

¿Qué te queda luego entra tantos pañales? Te queda xvideos y sus universitarias dormidas, tienes todorelatos, tienes las compañeras de trabajo recién licenciadas a las que espías. Y uno se para a pensar. ¿Dónde se ha ido mi vida?

Pues justo en ese momento empezó a mejorar.

La primera fue la mayor. Nunca tuve una buena relación con ella. Demasiado inteligente. Demasiado intuitiva. Demasiado exigente en sus silencios, siempre llenos de preguntas y de reciminaciones. ¡Pero cómo me castigaba la naturaleza! ¡Como le crecían las tetas a mi pequeña vaquita ante mis ojos! Opté por la respuesta que da todo padre al evidente desarrollo sexual de su hija. Lo ignoré. Claro que mis lecturas de todorelatos no ayudaban. Si el arte imita la vida, la vida debe imitar al arte. Pero en medio del camino, es lógico que muchos padres se masturben con la ropa interior de sus hijas. Así que el camino estaba abierto. Una vez no pude resistirme y me puse a acariciar su ropa interior. Que delicia. Olía a juventud e inocencia. A un cuerpo fresco e inmaculado, todo firmeza y vigor. Una preciosidad. Un conjunto a cuadros blancos y negros. El tanga hinchadito allí donde sus abultaditos labios, seguro que sólo cubiertos por una pelusa, se habían marcado. Y el sujetador. ¡Las copas eran enormes! Aún se notaba el calor de su cuerpo. De aquellos pechos pesados y densos que habían deformado aquellas copas donde solo podría brindar Satanás.

Y en ese momento ella me pilló. Y otra vez su silencio. Su mirada fija que reclama respuestas. Y yo sólo puedo dar un grito y fingir que me he confundido con la ropa interior de su madre. Los cojones va a usar su madre esa tentación, todo inocencia y juventud.

Esos cuadritos blancos y negros fueron el tablero de ajedrez donde se jugó la partida en la que perdí mi alma.

Así de simple.

Puede resistirme a mi vaquita. Pero cuando mi campanilla empezó a crecer ya no pude. Se me habían agotado las defensas.

Era preciosa. Los ojos eran inmensos. Las mejillas sonrosadas. La sonrisa permanente. Y su cuerpo. Su cuerpo era el pecado. Tenía las piernas largas y bien moldeadas, terminando en dos lunitas, en dos pelotitas perfectas, formadas mejor que las de cualquier actriz. Y sus pechitos. Tan pequeños. Tan erguidos. Tan desafiantes. Con aquella boca de labios jugosos. ¿Quién se podía resistir?

Siempre había sido mi preferida, porque su ingenuidad y su simpleza la hacían cómoda. Ella no preguntaba cosas raras. Se conformaba con caricias y abrazos. Y que abrazos. ¡Qué abrazos! Aquel cuerpo era como acero. Qué maravilla sentirla tan cerca.

Reconozco que quizás no me comporté como debía. Pero os aseguro que JAMÁS me pasé. Todo lo que hice, aunque yo lo disfrutase como lo disfrutaba, fue honesto. No había nada malo en ello. Lo malo era como yo disfrutaba. Pero por mucho que leyese todorelatos, jamás hice nada evidente. Jamás traspasé la línea.

Me metieron dentro.

Un día estaba tan tranquilo en la cama, intentando echarme una siesta, cuando la mayor entró y se me acostó al lado. Me sorprendió más de lo que podáis imaginar, porque era una hija despegada y distante, y jamás teníamos nada de que hablar. Toda nuestra relación era una sucesión invariable de silencios incómodos. Así que bueno, guardé las distancias. Y entonces ella se volvió para mirarme. Con aquellos ojos profundos tras sus gafas de montura gruesa. Aquellos ojos que parecían saberlo todo de ti. Y me dijo con una voz turbia y adulta. Al menos más adulta de lo que yo mismo me sentía en ese momento.

“Abrázame papi. Como a ella”.

Pensé. Quise pensar. A lo mejor era tan fácil como parecía. Así que la abracé como un buen padre. Y entonces ella me cogió las manos y me las colocó sobre sus pechos. No. No pensé eso. Pensé. ¡Tetas! Y que tetas. Tan cálidas y suaves y sin embargo firmes como yo había soñado. Y encima la muy atrevida empujó el culo hacia atrás hasta clavármelo en el paquete. ¿Esto era verdad? ¿Lo estaba soñando? Quizás fuese mi hija. Pero eso era un vínculo teórico. El vínculo práctico eran mis manos en aquellas tetas con las que tanto había soñado, y su culo clavado en mi paquete. ¡El puto paraíso! No se cuanto estuvimos, y se que quizás me pasé un poco, porque hasta le amasé un poco las tetas. ¿Un poco? No se. Igual mucho. Supongo que hasta fue algo decente. En mi época meter mano por encima de la camiseta se podía hacer hasta entre amigos. ¿También entre padre e hija? Con los ojos cerrados podía imaginar que era su madre. O otra. Da lo mismo. Era una chica joven con unas tetas divinas y yo estaba oliéndola y sobándola. Era maravilloso.

Se que en algún momento aquello se acabó, y yo me quedé con una erección de campeonato.

Al día siguiente, la pequeña ocupó su puesto habitual. Joder. Algo se me cruzó. Hice las cosas mal. Solo se que se levantó como un resorte y salió corriendo.

Yo salí detrás. Pero tampoco tenía muy claro que hacer. ¿Pedirle perdón? Sería reconocer que había hecho algo.

Pero me paré en seco. Allí estaba la mayor. Mirándome con aquellos ojos de detective privado. Sabía perfectamente lo que había hecho. Simplemente se me acercó. Mucho. Tanto que me clavó las tetas. Que me miraba desde abajo y me inundaba con su aliento cuándo me dijo:

“Ella no puede darte lo que yo”.