Mis ojos se cerraron

Un arreglo… un pacto con el diablo.

Mis ojos se cerraron

Un arreglo…un pacto con el diablo

Café La Maga de Flores. El piso es empedrado como si fuera una callecita de Buenos Aires, esas callecitas que mencionaba el Polaco en Balada para un Loco. Las mesas de madera. Afuera llueve. Es un domingo gris. El invierno me despertó con hambre, con frío y solo. Sobre la mesa de madera un pocillo, un cenicero de metal con color a bronce viejo, y un atado de puchos con el encendedor encima. La tarde es triste y melancólica. La música es un tango antiguo que suena grabado de un Wincofon. Y mi cabeza funciona a mil. Siento enloquecer, siento necesidad de internarme, de olvidarme que existe una vida cotidiana. Una rutina sin trabajo, sin nada caliente en el estómago, sin nadie que me acompañe. Siento que nada importa, que nada tiene sentido. Que el hecho de estar aislado puede ser bueno, que podría compartir mis sentimientos con otros internos. Estudiarlos, aprender de ellos, solidarizarnos. Cerré Veronika decide morir en la hoja donde explicaba: "la locura no es más que vivir tu propia realidad". Y mi única realidad era mi depresión, el motivo que me sentó en ese Café de Flores. Y una decisión que dio vueltas hasta que caminé hacia el teléfono público que estaba en la barra. No entendía que algunas veces, algunas decisiones, están tomadas por una cuestión de necesidad, de no tener otra salida. Sólo hay que pensar los motivos, que caen como excusa para sentirnos mejor con nosotros mismos, y no traicionarnos. Caminé hasta el teléfono público y llamé a Lorena – lo hago -. Fue lo único que dije.

La tarde noche seguía fría y había comenzado a llover, pero estaba en un taxi, rumbo a una vieja casa de Palermo. Lorena en silencio, con sus extensiones rubias, su falda azul, sus botas negras, su campera de cuero. Y yo simplemente con un cigarrillo, en lo último que hubiera pensado es en la apariencia. Llegamos a esa vieja casa. En la puerta nos esperaba un hombre viejo, alto y delgado, con bigotes y cabello canoso. Con el cuerpo vencido. Mi saludo fue seco, sin sonrisas ni cordialidades. Quizás él, haya sido más educado, pero no me importó. Nos llevó hasta una habitación en el segundo piso. Con una cama grande, con un acolchado abrigado. El piso era madera, sobre él una cantidad de velas aromáticas encendidas, y un sillón verde. El arreglo estaba hecho. Ninguna excusa me servía. Sería cuestión, de protegerme en la piel de Lorena.

El hombre viejo de cuerpo cansado se recostó en el sillón verde, con un vaso de whisky en la mano, cruzó sus piernas y ordenó: - Que baile -. Lorena se movió como Solange la Gata Cruel, sus ojos inspiraban el mismo frío de la calle, su cuerpo bailaba sensual, sexy, hermoso. Su piel era reflejada por los truenos del infierno. El cielo oscureció. Las llamas nos rodearon. La habitación comenzaba a arder. Lorena bailaba disfrutando de cada parte de su interior. Y el fuego era intenso. La voz ordenó nuevamente: - Desnudálo -. Se acercó a mí con ritmo. Sentí sus manos en mi cuello, quise abrazarla pero hubiera estropeado todo, quise llorar pero me contuve. Sus manos bajaron lentamente acariciando mi cuerpo, con suavidad, desabrochó mi camisa. Tocó mis pectorales. Desabrochó el pantalón. Y se desató el deseo. Aceleró sus brazos, sus movimientos. Acercó sus partes intimas con las mías. Bailaba con erotismo. Con excitación. Hasta que la voz mandante volvió a ordenar: - Chupalo -. Mi erección quedó al descubierto un instante antes que Lorena la cubriera con sus labios. Su lengua rozaba mi pene. Su boca me tragaba. Tomé su cabeza con mis manos e intenté ser suave pero ella me forzó un gemido. Su cara era de lujuria, sus ojos transmitían ambición. Con sus manos sobre mis nalgas mi placer estaba coartado a la presencia en el sillón. La extrañaba.

Acostálo boca abajo –

Inclinó mi cuerpo en la cama y se masturbó frotándose en mis nalgas. Yo la sentía. El viejo la veía. En sus movimientos parecía penetrarme. Con fuerza, con brusquedad, con bestialidad. Mis ojos se cerraron para que mi olfato huela su delicioso perfume a piel sudada. A esfuerzo por complacerme. El viejo añadió: - con el consolador -. Mi corazón se aceleró con temor. Temor a muerte. Temor a vergüenza. Temor a humillación a no poder volver a levantar la vista jamás en mi vida. Los besos de Lorena acariciaron mis nalgas. Su lengua mojó dentro de mí. Sentí amor, sentí todo su amor, pero una punta metálica me dio escalofríos. Mi cuerpo temblaba, me contraía pensando que evitaría algo, concentraba todos mis músculos en las piernas que querían cerrarse. Esa cosa metálica, helada, suavemente se acercó queriendo estar dentro de mí. ¡Ahora! -. Gritó. Y el dolor me penetró en el alma. Traté de no llorar y mostrar placer, el mismo placer que mostraba el viejo. Solange La Gata Cruel, calentaba glaciares y mi cuerpo desgarrado intentaba acostumbrarse. Gemí con placer. Gemí con lujuria. Grité de dolor. Grité con humillación. Empecé a vibrar a su ritmo, al ritmo de la batería y de los tambores, al ritmo de la masturbación del anciano. Que se veía excitado, realmente excitado. En el cielo se oían truenos y rayos. El universo confabulaba unas tinieblas que tenían lugar, en ese momento, en ese instante, dentro de mí. Por fin el viejo escupió su semen, sus gemidos sonaban asquerosos en mis oídos tapados de dolor. Su goce me repugnaba. Y todo estaba terminando.

Lorena me besó con amor, con comprensión y sacó esa cosa de mis adentros. Mi cuerpo estaba débil. Cansado. Tardé en vestirme. Y me dolió hacerlo, pero pude, intentando mostrar una dignidad que perdí en una vieja casa de Palermo para el resto de mi vida. Tomé whisky, tomé un rigotril, pedí un taxi y salí de ahí con 400 pesos que era el precio, arreglado por Solange La Gata Cruel.

En el coche me abrasé a Lorena, ella me respondió con ternura, sus ojos volvieron a ser dulces. Y mis lágrimas limpiaban la tristeza de mi alma. Mi llanto. Llegamos a casa, tuve que acostarme boca abajo, Lorena me abrazó. Nos tapamos con las sábanas. E intentamos estar juntos eternamente.

En ese instante, mis ojos se cerraron y el mundo siguió andando, sin importar como había sucedido.