Mis musas
Un hombre mira los juegos de seducción y placer entre tres mujeres, sus musas, quienes lo condenan por el momento a ser un simple espectador
Estoy sentado a un lado de la cama. Hoy mi papel será de mirón. Ese fue el trato.
En la cama hay tres mujeres. Muy hermosas las tres. Mucho más que hermosas: atractivas, sensuales, cachondísimas. Y hoy están haciendo de este espectáculo un obsequio para mí.
Las tres se parecen mucho.
Sus cabelleras son negras, intensamente negras; Rosario y Eugenia la tienen ensortijada y larga hasta media espalda. Adriana se la alació hace poco y se la recortó al estilo garzón.
Tienen ojos grandes y negros, con largas pestañas. Los labios, gruesos y carnosos, se ocupan ahora mismo de besarse apenas un poco, con ligeros picos. Todavía no entran en calor.
También sus cuerpos son similares: piernas largas y muslos macizos; caderas anchas, poderosas; nalgas firmes, redondas y no muy voluminosas; cinturas breves y pechos medianos con grandes pezones. Su belleza me enloquece.
Saben provocar hasta con la forma de vestir. Rosario (30 años) es fanática de los negligés. Ahora tiene puesto uno rojo cuyas transparencias dejan ver la pequeña pantaleta y el minúsculo sostén también rojos.
Adriana (27 años) es más libre y desinhibida: no usa ropa interior, así que en estos momentos su torso está desnudo. Sólo viste una microfalda verde.
Eugenia (25 años) usa liguero y medias de seda... nada más.
Mis tres musas están, como dije, en la cama. Están sentadas sobre sus talones formando un triángulo; desde donde estoy, Adriana me da la espalda. Mientras se besan, Rosario y Eugenia no dejan de mirarme de reojo.
Y de pronto el show comienza. Rosario toma la iniciativa, como siempre. Extiende las manos y toma entre ellas la cara de Adriana y le planta un beso bien puesto, con juego de lenguas incluido. Ambas cierran los ojos y se dejan llevar por la calentura. Adriana abraza a Rosario por la cintura mientras Eugenia acaricia las espaldas de sus dos compañeras del juego erótico. Luego Rosario separa su boca de los labios de Adriana y le dedica el mismo tratamiento a Eugenia.
Se besan con ansia, como si no hubiera un mañana, como si no hubieran hecho lo mismo cientos de veces antes.
Adriana entonces acerca su boca al beso. Juntan labios y lenguas mis tres musas en un beso triple, salivoso, cachondo a más no poder. Parece que se sorben la vida y no paran ni para respirar.
Sus manos no están quietas. Mientras se siguen besando, las caricias al principio tiernas en cara y espalda, se vuelven atrevidas y urgentes: unas manos traviesas se meten bajo la microfalda de Adriana y le soban la perfección de las nalgas; otras manos juguetean con los pezones de Eugenia y otras más amasan las deliciosas tetas de Rosario, tratando de sacarlas del sostén rojo. Y a estas alturas yo ya tengo una erección considerable.
Besos y caricias van subiendo de tono y mi verga se va poniendo más y más dura.
Rosario da el siguiente paso. Se separa de sus amantes sólo el tiempo indispensable para despojarse de la ropa y mostrar los pezones enhiestos. Luego se vuelve a unir al triángulo, pero su boca ya no busca el beso colectivo sino el pecho de Adriana y se prende de un pezón, que mama con evidente deleite. Me veo obligado a moverme de lugar para ver lo que hace Rosario y al hacerlo, quedo frente a Adriana quien parece sonrojarse ante mí. Es lógico. Nunca antes la había visto en una situación como ésta.
Pero la pena se le pasa de inmediato y vuelve al juego: su mano derecha acaricia la nuca de su mamadora y la izquierda explora la vagina de Eugenia, con la que ahora sostiene el duelo de lenguas.
Las respiraciones ya suenan agitadas y se escuchan los primeros suspiros y gemidos. Yo no aguanto más y me saco la verga del pantalón para empezar a masturbarme.
Dos dedos de Adriana ya están en un metisaca en la vagina de Eugenia, quien sólo abre las piernas y se deja hacer, con los ojos cerrados y la boca abierta.
Rosario, por su parte, comienza un recorrido de besos, lamidas y chupetones desde el pecho de Adriana hacia abajo, más y más abajo, al estómago, al ombligo, a la mata de vello púbico... al hacer esto, Rosario se va empinando cada vez más y lógicamente su culo sube y sus nalgas se abren ante mis ojos permitiéndome ver ese apretado ano que en otras ocasiones le ha dado tanto placer a mi miembro.
Rosario llega a la vulva de Adriana y, antes que nada, le da un beso. Besa con cariño y ternura la entrada a esa húmeda gruta como si besara una boca amada. Su precioso culo sigue apuntando hacia mí y tengo que esforzarme para no estirar la mano y regodearme con ese magnífico trasero.
Ahora le está dando una mamada en forma. Adriana se estremece como si a su cuerpo lo recorrieran impulsos eléctricos. La entiendo, las mamadas de Rosario siempre son así de buenas.
Eugenia no se quiere quedar al margen: se desprende de los dedos de Adriana, se coloca detrás de ella pero acostada y boca arriba, de modo que su boca alcanza el culo de su “víctima” y empieza a lengüetearle el ano.
Adriana, cuya microfalda a estas alturas no es más que un trozo de tela enrolladlo en su cintura, queda sometida a un doble fuego, por delante y por detrás. Vagina y ano. Alfa y Omega. Sus gemidos se transforman en pujidos y pequeños grititos de placer.
Adriana está en éxtasis. Aprieta los ojos, se pellizca los pezones, mueve la pelvis de un lado a otro, se contonea. Creo que nunca antes la había visto así, transfigurada por tanto morbo y tantas sensaciones placenteras. Y mi verga, a punto de estallar.
Rosario está en una posición incómoda, así que termina por acostarse boca arriba sin dejar de mamar esa rica panocha y esto le ofrece a Adriana una oportunidad de oro que ella no desaprovecha: simplemente se deja caer hacia adelante y queda embonada en un perfecto 69 con Rosario. Ahora se dan placer mutuamente con la boca.
Eugenia sigue en lo suyo, atacando el culo de Adriana, pero ahora la situación se ve desequilibrada, por lo que me atrevo a hacer una sugerencia: “¿Por qué no cierran la rosca?”
Adriana levanta la cara de la entrepierna de Rosario para preguntar: “¿Qué es eso?”
“Yo te explico, mi amor”, le dice Rosario y me hace un guiño de complicidad.
“Mira”, le dice. “Acomódate así”. Rosario empuja suavemente a Adriana hasta hacerla quedar acostada de lado, con una de sus piernas flexionadas de modo que su vagina quede descubierta.
Eugenia no necesita indicaciones. Diestra en estas andanzas, ella sola se acomoda en la misma posición que Adriana, pero dejando la vulva al alcance de la boca de ésta.
“Mámasela”, sugiere-ordena Rosario. Adriana obedece gustosa.
Pero todavía falta cerrar la rosca. Entonces Rosario se acuesta de lado, como sus compañeras de cama, dejando al alcance de la boca de Eugenia su propia vagina y alcanzando la de Adriana para darle su respectivo tratamiento bucal. Se forma así un triángulo equilátero de tres bellezas mamando y siendo mamadas. La rosca está cerrada y yo me sigo masturbando frenéticamente. El espectáculo no es para menos.
Las tres mujeres tienen las bocas ocupadas y aun así la música de sus gemidos y jadeos llena la habitación y exacerba mi deseo.
Sus caderas se mueven rítmicamente adelante y atrás y sus nalgas se contraen con cada espasmo de placer mientras continúa la música de sus gemidos.
Rosario, la más traviesa y ocurrente, le arranca un gritito de sorpresa a Adriana porque le acaba de meter un dedo en el culo. La sorpresa deja paso al gusto de sentir ese dedo y Adriana decide imitarla haciéndole lo mismo a Eugenia. Otro gritito de sorpresa y de nuevo el concierto de jadeos.
Ahora las tres están dándose lengua y dedo, felices. Poco a poco suben de volumen los gemidos (ya de plano gritos, en el caso de Eugenia) y se aceleran los movimientos pélvicos al mismo tiempo que el ritmo de mi chaqueta.
Eugenia está cerca del orgasmo. Deja de mamarle la panocha a Rosario para darle rienda suelta a esos gritos que semejan maullidos y que siempre me ponen tan cachondo.
Se está viniendo. Se separa de la rosca, se desmadeja y suelta el último y más prolongado maullido. Eso es más de lo que puedo aguantar; entonces me vengo, eyaculo chorros y chorros de espeso semen que van a caer sobre las tetas y la cara de Eugenia, quien sonríe satisfecha y agradecida, recoge mi semen con los dedos y los chupa con fruición.
Una vez deshecha la rosca, Adriana y Rosario vuelven a formar un 69, concentradas en lengüetearse y dedearse, ajenas a lo que pasa a su alrededor. Ajenas a lo que no sea darse placer.
De pronto Eugenia se levanta de la cama, pasa a mi lado, abre el armario y dentro de éste, un cajón en el que rebusca hasta encontrar algo con lo que regresa a donde Adriana y Rosario siguen embebidas en su 69.
Ese algo es un arnés con un dildo, pero uno de tamaño más que respetable... y empieza a colocárselo.
Una vez que se lo ha puesto firmemente, Eugenia vuelve a subirse al colchón y mira su objetivo: ese objetivo es Adriana, quien en estos momentos está en la parte de arriba del 69 y, por lo tanto tiene el culo en pompa.
El dildo es enorme. Creo que Adriana no lo va a soportar, por lo que le hago una seña a Eugenia para que espere un poco, voy al baño y del botiquín tomo un bote de vaselina. Vuelvo a la recámara y se le doy. Ella toma una gran cantidad del lubricante y se pone a aplicarla en el consolador. La imagen de Eugenia untando la vaselina en el dildo, como si tuviera verga y se estuviera haciendo una chaqueta, en contraste con sus tetas y sus curvas, es extraña pero muy excitante.
Con el dildo lubricado, Eugenia se acomoda ante el trasero de Adriana y apunta hacia su vagina. Se lo empieza a meter despacio, como tanteando el terreno. Ella, la receptora, no se muestra muy sorprendida; simplemente voltea la cara y le sonríe a la atacante, dándole así su beneplácito. Rosario, por su parte, deja de mamar para permitir el metisaca que ahora empieza.
Ahora son Eugenia y Adriana las que llevan la acción. Pero Rosario no es de las que se quedan quietas. Ella también va al armario a buscar un juguete. Y regresa con él: un vibrador de pilas.
Prende el vibrador, se vuelve a acomodar debajo de Adriana (como cuando estaban trenzadas en el 69) y pega el artilugio al clítoris, en el poco espacio que deja libre el metisaca del dildo.
Entonces Adriana enloquece de placer, cierra los ojos con fuerza, abre la boca tratando de jalar aire, todo su cuerpo tiembla y se sacude frenéticamente. Está a un paso del orgasmo. Y a mí, inevitablemente, se me vuelve a parar la verga.
Es cuando Eugenia y Rosario hacen esa jugada magistral que toma por sorpresa a Adriana... y a mí también: Eugenia, en un movimiento rapidísimo (que no dudo que estuviera muy bien planeado) le saca el dildo de la vagina a Adriana y se lo clava en el culo, casi con brusquedad, mientras simultáneamente Rosario le mete el vibrador en la recién desocupada panocha. Todo esto mientras su víctima se desmadeja por el orgasmo.
De este modo Adriana prácticamente no siente la invasión de su ano. Espero una reacción adversa de su parte, pues a mí casi nunca me deja entrar por ahí. Pero me vuelve a sorprender cuando sonríe, voltea hacia atrás y musita: “¡Qué rico! ¡Cógeme más, más, más!”
Eugenia obedece. Se afianza de las caderas de Adriana y empieza a cogérsela con fuerza, con ímpetu. Rosario, por su parte, le trabaja la parte delantera con el clásico metisaca mientras ella misma se acaricia, se masturba, se mete hasta tres dedos en la vagina.
Adriana se retuerce bajo el doble fuego y parece que encadena un orgasmo tras otro, sin pausas.
Ambas mantienen a Adriana al borde del desmayo durante un tiempo que se me hace eterno. Hasta que después de su enésimo orgasmo ella misma pide que la dejen descansar. “¡Ya no puedo más!”, dice con voz desfalleciente. Comprensivas, Eugenia y Rosario la desensartan. Ella se deja caer despatarrada sobre la cama en el momento en el que yo me vengo por segunda vez. Mi semen cae sobre sus perfectas piernas.
Eugenia y Rosario se conocen perfectamente bien. Ni siquiera necesitan hablar para saber qué quieren. Les basta verse a los ojos. Y eso es lo que hacen ahora: con la mirada se comunican sus deseos.
Rosario apaga el vibrador y lo deja a un lado. Eugenia se despoja del arnés. Ambas, aún sobre la cama, se arrodillan frente a frente, se abrazan hasta que los pechos se tocan, se juntan, se aplastan. Las dos mujeres se besan, más que con lujuria, con algo que a mí me parece amor.
Se besan largamente jugando con sus lenguas, intercambiando saliva, acariciándose las caras con ternura. Poco a poco, sin dejar de besarse, van cambiando de posición, se acomodan para el siguiente acto.
Lo que hacen es ir extendiendo las piernas hacia adelante, poco a poco, las de Eugenia entre las de Rosario, hasta que sus vulvas se tocan. Han formado la tijera y empiezan a mover las pelvis para frotarse. En ningún momento sus bocas se han separado.
La escena que Adriana y yo vemos tiene mucho de tierno y amoroso, pero sobre todo es tremendamente excitante. Tanto, que no podemos evitar masturbarnos.
Rosario y Eugenia siguen en lo suyo, ajenas a todo lo que las rodea, inmersas en su propio mundo. Adriana, quien ya se recuperó de su desfallecimiento postorgásmico, observa embelesada a las dos mujeres. Sabe que no debe interferir, que interrumpirlas sería un sacrilegio. Pero se masturba. Su mano derecha soba los labios vulvares y ocasionalmente desliza uno o dos dedos dentro de la vagina. Su mano izquierda, en cambio, se regodea con sus tetas, pellizcándose los pezones.
Yo sé que ésta no es mi noche, que ésta es la noche de mis musas, pero estoy tan excitado que no me puedo contener. Así que, rompiendo el acuerdo, me acerco a la cama con la verga de fuera y me quedo ahí parado junto a Adriana, esperando a ver cual será su reacción.
Para mi buena suerte ella también olvida el trato; se incorpora, toma mi verga y me jala para que la deje al alcance de su boca. Sin distraerse del espectáculo que nos dan Eugenia y Rosario, Adriana empieza a darme una mamada... Y créanme que ella sabe hacerlo muy bien. Sus mamadas son ardientes e inolvidables.
Lame, succiona, hace que su lengua juguetee, revolotee sobre toda la longitud del miembro mientras sus manos lo frotan y con las uñas rasca suavemente los huevos... Una verdadera delicia.
Eugenia y Rosario siguen frotando sus genitales. Lo hacen con lentitud pero con fuerza, imprimiendo a sus caderas movimientos circulares y de adelante hacia atrás. Todo un ejercicio.
La mamada de Adriana, en cambio, va volviéndose frenética y sus gemidos y jadeos parecen acelerar el ritmo de las dos mujeres trenzadas en la tijera.
Tras unos minutos así, presa otra vez de la calentura, Adriana interrumpe la mamada que me está dando, se acuesta de espaldas, abre las piernas y me urge: “¡Cógeme, mi vida. Cógeme como tú sabes!”. A Adriana le gusta la acción fuerte, ruda.
Entonces la complazco. Me desvisto. Me subo a su cuerpo, apunto a su vagina y le clavo la verga de un golpe, con rudeza, como le gusta. Su grito (siempre grita cuando se la meto así) distrae momentáneamente a las dos mujeres con las que compartimos cama, quienes nos voltean a ver y sonríen. “¡Tramposo!”, me regaña amistosamente Eugenia. “Hoy no te tocaba”, dicho lo cual vuelve a ocuparse de Rosario.
Estamos los cuatro concentrados en dar y recibir placer. Adriana y yo, duro y dale al buen metisaca. Eugenia y Rosario, con sus frotamientos. Como en una comedia de situaciones, los ruidos amorosos que hacemos nos van retroalimentando, nos enardecen más, aumentamos nuestros ritmos y, en consecuencia, hacemos más ruidos que nos excitan más, hasta que el concierto culmina con cuatro gemidos orgásmicos. ¡Acabamos al mismo tiempo!
Quedamos derrengados y acezantes sobre la cama. Y yo les doy las gracias a Eugenia y a Rosario, mis hermanas, por darle a Adriana, mi esposa, esta genial bienvenida a nuestro pequeño círculo incestuoso.