Mis experiencias con la masturbación anal VII
Narra mi experiencia más extrema y cómo conocí a Diana, la primera y única mujer con la que he tenido encuentros heróticos
Cuando me gradué del cole cometí el error de irme de casa para vivir con mi novio de esa época, siendo tan jóvenes e inmaduros. Pasaron solo un par de meses de mucho sexo, peleas, malentendidos, arrepentimientos, risas, palabras bonitas, hambre, contento y muchas otras sensaciones. Nos queríamos demasiado y por ello nos dimos cuenta de que lo mejor era que volviera con mi madre y así lo hice.
Cuando tenía 18 años conseguí un trabajo de medio tiempo e ingresé a la universidad. Hace poco me gradué de Literatura y heme aquí combinando dos de mis pasiones. Solía ir a clases, durante la noche, con mi viejo amigo: el buttplug , metido en el culo. Me excitaba ver a todos mis compañeros y profesores sentados a mi alrededor hablando de Dante Allighieri, Lev Tolstoi o Baudelaire mientras estaba yo ahí con el ano repleto. A veces me gustaba hacer comentarios a toda la clase solo para sentirme observada mientras movía discretamente mis nalgas sobre la silla y sentía el objeto apretarse contra las paredes de mi interior. Terminada la jornada caminaba hasta casa para explotar más las sensaciones, era un recorrido de 45 minutos al cabo de los cuales, en casa, le daba la espalda al espejo de mi habitación, bajaba el pantalón o levantaba la falda, abría mis nalgas y sacaba el tapón lentamente, prestando especial atención a los pliegues de mi ano que se adherían a él mientras se delizaba hacia afuera.
Entonces, aprovechando la dilatación, comía algo liviano por la boca y algo pesado por el culo. Descubrí el más o menos doloroso placer de usar alimentos que se consiguen con facilidad en la cocina. Me gustaba usar zanahorias y pepinos, los elegía de diferentes tamaños. Primero jugaba con el extremo delgado de las zanahorias y luego, cuando lograba calentarlas con el fuego que escupía todo mi cuerpo en ese momento, intentaba el extremo grueso, lo introducía y lo sacaba lentamente, aceleraba el ritmo poco a poco usando mucho lubricante. Las zanahorias tienes fisuras que lastiman un poco el delicado tracto interno por el que viajan. Después tomaba el pepino elegido, lo ponía perpendicular al suelo y exhalando grandes bocanadas de aire hirviendo me sentaba sobre él dejando que mi propio peso se encargara de ejercer la presión necesaria para que el pepino entrara. No creo poder describir con fidelidad la sensación tan especial de tener un objeto tan duro, tan frío penetrando en medio de mis nalgas, deslizándose mientras se hace más grueso, para luego hacerse delgado poco a poco. Cuando llegaba a la parte más gruesa sentía que se me iba a romper el ano, entonces descansaba un poco y respiraba logrando relajar los músculos para bajar un poco más. Finalmente entraba y llegaba el momento de empezar a rebotar suavemente, acostumbrándome a la sensación y acelerando el ritmo. En poco tiempo empezaba a sentir mis delicados senos dándome pequeños golpes en la parte baja del pecho. Me encanta ver esto en el espejo mientras, en cuclillas, cabalgo sosteniendo con mis manos mis nalgas abiertas y toco con mis dedos mi ano húmedo. Me fascina sentir con mis dedos cómo entra y sale lo que sea que haya decidido meterme allí.
Lo más grande que me he introducido ha sido un pepino en cuya parte más gruesa medía unos siete centímetros de diámetro y cuya longitud alcanzaba unos dieciséis. Cuando terminaba de jugar con mi cuerpo me metía bajo las cobijas y, tocando mi ano dilatado con una mano y mi clítoris con la otra, me masturbaba hasta quedarme dormida en mi humedad. Debo decir que en la web hallé muchísimos videos de mujeres que no pueden ser de este planeta, introduciendo en sus "agujeritos" objetos con un tamaño estratosférico, sus manos enteras, un puño, dos puños, botellas inmensas de refresco, etc. Y debo admitir que durante el punto más álgido de mi hambre de masturbación anal lo intenté, pero pronto comprendí que ya estaba llegando a un límite seguramente perjudicial para mi cuerpo y, lo más importante, perjudicial para el placer, ya que tal extremo deja de ser placentero, al menos para mí.
También, a pesar de mis deliciosos encuentros sexuales con algunos hombres que conocí en la universidad, sigo pensando que es mejor la autosatisfacción. Espontáneamente he sentido la necesidad de que un hombre me utilice como a un trapo viejo, también he querido que me traten con mucha ternura, he amado y me he sentido amada. Sin embargo, la masturbación tiene algo de especial en la libertad de hacer lo que quiera con mi cuerpo, cuando quiera y como quiera.
Es por esto que compré dos dildos. Un vibrador liso y delgado que ha hecho que tiemble de placer y uno con la forma y la textura de un pene real que consta de una ventosa en la base. Su cabeza tiene cinco centímetros de diámetro y el tallo tres centímetros y medio. Con ambos he sentido las emociones más extremas de mi vida.
Tal vez se note en todo lo que he escrito que siento una atracción especial por las mujeres, aunque no han dejado de gustarme los hombres y siento que no dejarán de hacerlo. La piel delicada y tersa de una mujer es propensa a verse y sentirse bien en casi todo momento. Estar en la ducha mientras agua tibia cae sobre dos cuerpos femeninos que se besan, se acarician, se deslizan uno contra otro con ayuda de jabón espumoso tiene cierta magia sexy que hace que mi entrepierna se humedezca con los fluidos que expulsa mi vagina.
Conocí a Diana en la universidad, una chica delgada y esbelta, de piel blanca y atractiva, ojos grandes que a veces parecían cansados pero se abrían sensualmente de par en par en momentos de placer. Me miraba con sospecha cuando yo intervenía en clases para hacer algún tipo de comentario, me la encontraba en la cafetería o cerca del banco donde me sentaba a veces a fumar un cigarrillo, hasta que una noche coincidimos y se sentó a fumar conmigo. Esa noche, durante esos 15 minutos de humo estuvimos hablando sobre literatura renacentista y así olvidamos asistir al segundo bloque de la jornada. Fue la primera vez que me sentía atraída por una mujer en especial. Cuando nos despedimos me sorprendí mirándole el trasero y, sin pedirme permiso, mi mente dibujó su cuerpo desnudo tendido boca abajo sobre mi cama, con una cola de zorro (o zorra, para el caso) creciendo de entre sus nalgas. Me di media vuelta, sacudí mi cabeza sin poder creer que tan solo lo estaba considerando y, con ambos, ano y vagina, palpitando bajo mi falda, fui a casa a pensar en esa posibilidad de compartir mis fantasías con alguien.
No voy a entrar en detalles, solo diré que nos hicimos íntimas. La atracción era mutua, así que, tímidamente, quedé con ella para tomar algo un viernes después de clases. Compartimos unas cuantas cervezas y dos tragos de brandy (amo el brandy), la conversación se tornaba juguetona, ya no era un secreto que nos gustábamos y de pronto sentí esos deseos casi irrefrenables que nunca una chica sentiría estando sobria, de confesar sus secretos más íntimos. Entonces le pregunté por sus fantasías, sus pasiones sexuales, qué era lo que lograba hacer temblar sus piernas, ruborizar sus mejillas, retorcer sus labios hasta descomponerse en una mueca de placer inmedible. Lo que buscaba era que respondiera cuanto antes guiando el tema de conversación con el fin de perder la vergüenza y al fin sentirme libre de confesarle aquella pasión aberrante que quería salírseme del pecho.
Me habló de lo mucho que le gusta que una mujer dibuje círculos alrededor de sus pezones con la lengua, que escupa en ellos y luego repase los círculos con un dedo, suavemente. Me dijo que le encanta la sensación en sus manos al hacer sexo oral, ya que solía postrarse con sus hombros encajados en la parte posterior de las piernas de su amante para extender sus manos acariciando sus caderas, abrazando sus muslos, sintiendo la silueta de su cintura, estirarlas un poco más para estrecar los senos, presionar un poco con las uñas mientras el éxtasis del clítoris rozando con su lengua se hacía más y más grande. Dijo que le gustaba morder con suavidad, chupar y lamer el cuerpo de su compañera sexual, saborear la piel tersa de las nalgas dando pequeñas mordidas con su boca hambrienta de los jugos del cuerpo femenino. Los míos corrían por mis bragas, mis pezones se pusieron duros tan solo con el sonido de su voz que elegía cuidadosamente las palabras que describieran más sensual y fielmente sus fantasías.
Esa noche terminamos en su casa, vivía cerca de la universidad y en su cama me hice responsable de lo que provoqué con mis preguntas. Al fin y al cabo no encontré valor para contarle mis placeres, mi profundo placer anal. Sin embargo ella, con su enorme habilidad para deslizar su lengua por cada rincón de mi cuerpo, descubrió la sombra que se hizo alrededor de mi culo y su suavidad poco natural. No dijo nada cuando lo notó. Yo me retorcía boca abajo, empuñando sus sábanas lila con fuerza por el placer que me provocaban sus labios besando y chupando mi espalda y mis nalgas. Las tomó para abrirse paso hacia mi vagina pasando por mi ano. Yo podía ver perfectamente, en una ilusión, mi rostro medio desfigurado de éxtasis, mis ojos blancos de placer, mi ceño fruncido a veces, arqueado otras. Una corriente de energía sacudió mi cuerpo, me dolía un poquito el labio inferior de mi boca roja y después de un rato descubrí que se apretaba entre mis dientes, la ilusión me mostró el rostro de antes con medio labio devorado por mis dientes superiores y cabellos negros adheridos a mi frente sudorosa. Llevaba ya algunos segundos con la yema de su dedo metida en la parte más superficial de mi culo. Había entendido tan bien la razón de aquella sombra que, en vez de decir o preguntar algo, prefirió estimular la fantasía que no pude contarle antes.
Era la primera vez que tenía una experiencia sexual con una mujer, alguien con un cuerpo parecido al mío, un cuerpo con el que podría jugar como juego conmigo misma desde hace tanto, alguien con un rostro al que podría observar atentamente mientras mis manos obraban sobre su piel, sus senos, sus nalgas, sus piernas, una vagina cuyo clítoris podía tomar con mis labios, acariciar con mi lengua, un abdomen que podría besar con pasión, saborear con deleite, una melena de cabello castaño que podía enredar entre mis dedos mientras besaba su boca carmesí, suave como la crema, que se mezclaba con la mía, roja como cerezas y fresas maduras, jugosas y maduras derritiéndose en su sexo. Cabello castaño que halaba hacia su espalda mientras humedecía su cuello con mi lengua y mordía con mis dientes jugando a ser vampiros. Lo cierto es que podría alimentarme con el deseo y el consiguiente placer de su piel tersa. Podía jugar con ese ano virgen que toqué tímidamente y de con mesura aquella noche, en medio del mareo del alcohol y sus dos piernas abrazando mi cuello.