Mis experiencias con la masturbación anal (IX)
Ojalá que quieras saber el resto...
Han pasado muchas cosas con Diana de las que hablaré luego. Hoy, sin extenderme mucho en mis palabras, sin esperar que el deseo cobre tiempo al placer, describiré un poco de mis últimos cuatro días. La extraña sensación en la que nos sume la situación actual y angustiante por la amenaza invisible me hizo considerar lo conveniente que sería volver a casa de mi madre y ahorrarme una buena cantidad de dinero que, por cierto, empieza a escasear.
Volví a casa de mi madre hace varias semanas, sin embargo, apenas hace 3 días retomé la deliciosa costumbre de rellenarme el culo casi con cualquier objeto fálico que encontrase por ahí. Ha sido una mezcla de más excitación y más adrenalina ya que nunca estoy sola en casa. Por lo que debo ser mucho más cuidadosa.
Entré en la habitación de mamá para sacar algo que se me había quedado en su mesa de noche el día anterior y, después de un leve suspiro de nostalgia por el recuerdo de mi infancia y mi amor por esta preciosa casa, pude ver en la pantalla del televisor apagado la imagen de aquellas perras sucias que me hicieron explorar esta aventura que hoy hace que ponga mis ojos en blanco y jadee con desespero y ansias exageradas.
Me quedé pensativa unos instantes, olvidé lo que había ido a buscar, me crucé de brazos y, en medio del silencio y la leve oscuridad que se formaba en la habitación de mi madre, me pasaron ideas por la mente. Eran recuerdos que se hacían deseos, quería revivir los momentos de mi primera y pervertida adolescencia.
Después de estar inmóvil por un instante, sin pensarlo mis ojos recorrieron la habitación hallando un cepillo para el cabello con el cabo esférico; otro pequeño movimiento de mi cuello me permitió encontrar el recipiente de crema de manos de mi madre y, sin darme cuenta, mis manos lo tomaron, deposité un poco de la crema en la palma de mi mano derecha, bajé mi short con la izquierda y froté aquella sustancia alrededor de mi ano. Inmediatamente un jadeo de placer se escapó de mi boca, mi vagina estaba húmeda, la acaricié un poco provocando mi respiración entrecortada. Deslicé un dedo en mi ano, volví a sacarlo mientras mis ojos se cerraban y mi boca hacía lo contrario. Empecé a dibujar círculos en el interior cuando escuché que mi madre se acercaba. Rápidamente saqué la mano de mi short.
— Hola hija, ¿dónde te sentaste? Tienes el short mojado.
—Ah, mm, ¿qué? ¿Mojado? Mmm, no sé. Ahh, debió ser en el baño—. Pude sentir en mi cara el mismo calor que me recorría por todo el clítoris.
— ¿Qué estás buscando?
— Ah, eh, tu cepillo para el cabello, ya lo encontré, ¿me lo prestas un momento?
Me miró extrañada, pero accedió y, como queriendo evitar la extraña incomodidad en la que yo me encontraba sumergida, salió de la habitación y se fue.
Uffff, expulsé el aire caliente que acumulé en aquel momento y, titubeando, llevé mi mano derecha de nuevo a aquel lugar adorado por mí misma. Estaba húmedo, y ni hablar de mi vagina. Tomé el cepillo e introduje el cabo poco a poco en mi ano. Por más que intento no quedo satisfecha al describir la sensación que me posee al introducir un objeto en mi culo. Los esfínteres apretados que van ensanchándose con el paso de un objeto que no debería estar entrando allí hacen que la respiración se acelere y a la vez se contenga, generando una especie de estremecimiento en el pecho que busca sin éxito la salida por mi garganta. Más indescriptible aún es la sensación que me produce el paso del objeto por el segundo esfínter y el recto. Lo aguanté un momento allí mientras recordaba el riesgo de que mamá volviera y me encontrara en aquella situación. "Hola hija, ¿por qué tienes mi cepillo para el cabello metido en el culo?". Creo que no sabría qué responderle.
Asomé la cabeza afuera para mirar si era seguro pasar corriendo por el pasillo hasta mi habitación con aquel objeto metido en el ano. "No hay nadie", entonces salí corriendo en medio de aquella adrenalina, sintiendo el cabo del cepillo estrellándose con las paredes de mi recto. Llegué, cerré la puerta y me tumbé boca arriba sobre mi cama. Me deshice del short y empecé el mete-y-saca lento y característico del inicio de la masturbación anal. Mientras tanto acariciaba mi clítoris húmedo en exceso; entonces recordé que debía hacer algo primero: evitar todo riesgo de suciedad. Hice la tarea y, de nuevo en mi habitación, destendí mi cama, abrí una pequeña ventana por la cual es probable que me vea algún vecino, cubrí el colchón con un plástico que tenía por ahí para un caso como este y una sábana limpia. Me tumbé de lado, alcancé un cenicero y mis cigarrillos, encendí uno y luego encendí mi cuerpo con el movimiento salvaje de mi mano, envuelta en el humo del tabaco.
Me daba pereza buscar el dildo que aún yacía en alguna maleta, así que pensé en hacerlo más tarde si me quedaban ganas de masturbarme de nuevo aquella noche. Estuve alrededor de dos horas metiendo y sacando el cepillo, metiendo mis dedos, saboreando los jugos de mi vagina combinados con los de mi culo. Lamía y relamía el cabo del cepillo con los ojos cerrados mientras me frotaba el ano con la mano. Lo volvía a introducir, se sentía frío al meterlo e hiriviendo al sacarlo. A veces esperaba uno o dos minutos para que mi recto retomara un poco de su estrechez natural para que, al introducirlo de nuevo, se sintiera un poco como la primera vez, cuando el objeto se abre paso apartando la carne hacia la periferia.
Como de costumbre, terminé la experiencia cuando mi sexo alcanzó el orgasmo, cuando mis piernas se retorcieron en espasmos, en temblor; cuando mis labios eran mordidos por mis propios dientes y mis cejas trataban de unirse en contra de la voluntad de mi ceño. Ojalá hubiera estado sola en casa para haber gritado como la perra loca que soy cuando me masturbo el culo. Ojalá hubiera estado sola para moverme sin temor de tumbar la cama.
Puedo relatar lo que hice esa noche y los otros tres días hasta hoy, es tu decisión.