Mis compañeros de piso

Ahí tengo a los tres ante mí, todos con los calzoncillos bajados hasta las rodillas y las pollas más tiesas que bates de béisbol. Cada uno en una silla del salón de nuestro piso compartido. Ander da las órdenes y todos le seguimos.

Me acuerdo de cuándo conocí a Ander, el día que llegué a París en septiembre. Vine de Erasmus y, resumiendo todas las aventuras que me llevaron hasta eso, acabé por entrar de alquiler en un minúsculo piso de un barrio que ni siquiera estaba muy cerca de mi universidad. No conocía a ninguno de los inquilinos que ya vivían allí, tres universitarios de diferentes países, que estudiaban en otras tantas universidades.

Como todos los alquileres eran difíciles y carísimos en París, me resigné a compartir con otros tres chicos unos 50 metros cuadrados, con un salón a la entrada, que albergaba en una esquina una minúscula cocina, un baño completo y dos habitaciones, con dos camas en cada una. No había casi ni espacio para los armarios o para las maletas que traía, pero pensé que era mejor eso que una residencia o un albergue.

Ander me estaba esperando y me recibió amablemente, pero con cierta prudencia, como tomando mis medidas. Era vasco y, por ser español como yo, entre ellos se habían puesto de acuerdo para que nosotros dos compartiéramos una de las habitaciones. Estaba buenísimo: era más bien alto, 1,85 o así, y delgado, pero se le veía en forma. Como era septiembre, llevaba una camiseta de manga corta que dejaba ver unos buenos bíceps, y unos vaqueros cortos que le marcaban tanto el paquete como un culo bien rellenito. Tenía el pelo moreno corto y ojos oscuros. El resto, lo iba a descubrir de ahí a nada.

Lo que más me llamó la atención en él desde el principio, y es algo que ha ido aumentando con el tiempo, fueron sus comentarios sobre el sexo: en España diríamos que “está muy salido”. Ya en ese primer día me explicó que la regla de la casa era que, a no ser que uno estuviera seguro de que iba a estar solo, no se podían llevar chicas (“¿y chicos?”, me pregunté para mis adentros), y que a él eso le había costado más de una vez quedarse sin follar, caliente como un volcán en erupción. Me advirtió que de vez en cuando se hacía pajas en la cama, pero que intentaría evitarlo cuando yo estuviera en la habitación (“¡no hace falta!”, me habría gustado decirle). Hablándome de la vida en París, me decía que, si te lo sabías montar bien, podías follar casi siempre, sobre todo con las españolas y extranjeras de Erasmus. Vamos, que me estaba poniendo a cien ya desde el primer día.

Lo mejor del piso, descubrí el 1 de octubre, era el sistema de calefacción. Desde ese día el edificio funcionaba con calefacción central, así que no pagábamos más y, sobre todo durante la noche, la temperatura dentro de casa era más bien alta. Esto significaba que bastaba una sábana y una colcha fina para dormir, y que no te podías poner pijama. En estos casos, yo dormía con unos pantalones de baloncesto, que tienen una braguilla para colocar mi bulto, pero que son muy anchos y cómodos. A veces, me ponía una camiseta.

Ander dormía sólo en gayumbos y me daba cada espectáculo... Su ropa interior se podía dividir en dos tipos, que fui identificando e incluso intuyendo cuándo se ponía unos u otros. Los fines de semana o los días en que salía, se ponía calzoncillos de tipo slip, que le marcaban bien el paquete porque echaba hacia adelante los huevos y se metía la polla hacia uno de los dos lados. Los días normales, prefería ponerse otros más largos y menos ajustados, de algodón, con dibujitos de naves espaciales, marcianitos o cosas así, un poco infantiles.

Si nunca habéis compartido habitación con alguien, os preguntaréis cómo puedo saber tanto detalle. Pues es que normalmente me iba a la cama antes que él y esperaba para verle desnudarse, y por la mañana me levantaba más tarde para verle vestirse. Claro que lo hacía a escondidas.

Por las noches, me echaba en la cama boca abajo y metía encima de mi cabeza la almohada o mi brazo izquierdo torcido como agarrando la nuca, dejando estratégicamente una pequeña apertura para ver a Ander desnudarse hasta quedarse en gayumbos. Era así como se quedaba para dormir. A pesar de que mi corazón batía a velocidades escandalosas, creo que nunca se dio cuenta de que le espiaba.

Esta situación me permitía también masturbarme, con una técnica que aprendí hace algún tiempo. Debajo de las sábanas, me metía la mano derecha por debajo de los pantalones de baloncesto y con los dedos índice y pulgar me pellizcaba la piel del prepucio, subiéndola y bajándola sólo un poquito, ni siquiera un centímetro, de modo que ni mi bíceps ni el resto de mi cuerpo se movían. Como estaba casi siempre boca abajo, nadie me había pillado nunca. Y, como ver el cuerpazo y el paquete de Ander me ponía siempre cachondo, pues no tardaba mucho en correrme. Eso sí, si pensaba que él estaba todavía despierto, me quedaba así, sin poder limpiarme como me habría gustado.

Por las mañanas el espectáculo era diferente. No he contado todavía que el único baño de la casa era obviamente compartido y no tenía llave. Por eso, entrábamos y salíamos sin problemas y, como creo que es normal entre hombres, mientras uno se duchaba, otro podía entrar a mear o a lavarse los dientes. La ducha, desgraciadamente, tenía una mampara de estas translúcidas, por lo que no se veía gran cosa cuando alguien estaba dentro. La costumbre que me inculcaron era ponerse un albornoz al salir y vestirse luego en la propia habitación.

Así, lo habitual era que cada mañana esperase a que Ander se duchara y volviera a la habitación vestido con su albornoz. Raramente se lo quitaba antes de ponerse los calzoncillos, por lo que me dejaba siempre con ganas de más. Le lograba ver a veces sólo un poco del culo, y otras veces de refilón la polla, pero nunca por ejemplo un frontal entero.

La habitación quedaba muchas veces muy desordenada y, no sé bien cómo, pero un día en que él ya había salido y yo colocaba todo lo que estaba esparcido por el suelo, encontré uno de sus slip

s

. Se me ocurrió llevármelo a la nariz y a partir de ahí empezó un capítulo nuevo de mis aventuras en París. El olor de su polla todavía lo impregnaba, porque era el que había llevado el día y la noche anteriores. Después de unas 24 horas con él puesto, sólo había pasado media hora en el suelo. Tenía rayitas en blanco y negro, tipo cebra, estaba limpio y no olía a pis, pero desprendía otro olor: olor a macho, a sexo, a “ganas de follar”, como él solía decir. Ni que decir tiene que se me puso dura como un palo y que me hice una buena paja mañanera para empezar mi día.

A partir de ahí, pasó a ser una especie de ritual. Casi todas las mañanas, cuando Ander se iba a su universidad, donde empezaba siempre antes que yo, buscaba sus calzoncillos por el suelo o en el saco de la ropa sucia del baño, los olía y me cascaba una buena paja. Me encantaba imaginarme o recrearme en aquello que de vez en cuando podía entrever cuando se quitaba el albornoz o la ropa: un pollón siempre caliente, siempre preparado para descargar su leche.

Una noche, hacia el mes de noviembre, pasó otra cosa inolvidable. Ander y yo nos estábamos yendo a la cama al mismo tiempo, porque habíamos ido juntos a una fiesta de estudiantes Erasmus. Mientras nos quitábamos la ropa, empezó a decir:

  • Joder, estoy más caliente que el coño de la Le Pen en el día de la República...

  • Y, ¿no has podido hacer nada con la rubia con la que te he visto? – le dije, muriéndome de ganas de hacerle algo que pusiera remedio a sus males.

  • Puff... Eso ha sido lo peor. Sin darme un beso siquiera, me ha agarrado la mano y me ha hecho metérsela primero por debajo del sujetador y luego por debajo de las bragas... Cuando le iba a dar unos besos para echarnos en el sofá y seguir hasta donde fuera, me corta el rollo y me dice que se tiene que ir... Me ha dejado con la polla ya mojada. Mira cómo tengo los calzoncillos...

Y el hijoputa va y me enseña su paquete, al menos medio empalmado, con la polla intentando salir de un trozo de tela tan pequeño. Donde imagino queda la punta del rabo, se ve una mancha redondita de líquido, que en aquel instante le habría relamido, para después ordeñarle hasta sacarle todo lo que tuviera entre pierna y pierna. No quise joder el buen rollo que se estaba creando en esos meses, así que intenté cambiar de tema y meterme en la cama lo más rápidamente posible.

En mi habitual posición, le veía por el rabillo del ojo que se había quedado mirando el móvil, como muchas veces solía hacer. Por lo que había observado en ese periodo, raramente se quedaba en las redes sociales o mandando mensajes, sino que solía jugar a algo un rato y en poco tiempo lo apagaba y se dormía. No fue así en esa noche, en que le veía teclear y luego ver lo que me pareció ser, acertadamente, vídeos porno.

La luz de su móvil se reflejaba sobre todo en su cara y en sus ojos se le saltaban de las órbitas. Tras girarse una vez hacia mí, como para comprobar que no estuviera despierto, en seguida se destapó y se bajó los calzoncillos, liberando el pedazo de carne que allí llevaba y que no aguantaba más en esa prisión. Así tumbado, su rabo apuntaba hacia el techo, ligeramente torcido hacia su tripa. Primero empezó a pajearse con un sube y baja diríamos al estilo tradicional, pero después fue recreándose con varias técnicas diferentes. ¡Vaya manita tenía el cabrón! Se retorcía la polla, la giraba en varias direcciones, se la acariciaba sólo con la palma o con el índice, se rascaba los huevos y luego se los agitaba... y todo esto mientras con la otra sujetaba el móvil para no perderse nada de lo que veía.

Después de un buen rato, en que pensé que me iba a dar un infarto o que el corazón se me iba a salir, por la boca o por la entrepierna, emitió un leve gemido y se retorció un poco, puso de lado el móvil y vi como unos chorros de lefa salían de la punta de su polla en dirección a su abdomen, su pecho y, por lo que me pareció, incluso hasta su cuello y barbilla.

No me lo podía creer. Mi timidez me dejó paralizado. Desde entonces, nunca le he hablado de aquello que vi, por desgracia sólo en aquella ocasión, pero en aquel momento habría deseado ser diferente y haber tenido huevos para levantarme y chuparle todo ese semen esparcido por su cuerpazo. ¿Quién sabe si en un futuro no muy lejano...?

Desde que llegué a París, de hecho, espiar a Ander y oler sus gayumbos han sido mis mayores “aventuras sexuales”. No sé, no he ido encontrando a gente de mi ambiente, me ha costado entablar conversaciones o tomar la iniciativa... Por eso en mi piso me he estado desahogando tanto, a un ritmo de pajas que ha batido todos mis récords.

Os hablo ahora de mis otros compañeros de piso. El segundo que conocí se llama Jan y es sueco. No era el típico nórdico, aunque sí alto, más o menos 1,90. Tenía el pelo y la piel relativamente oscuros, como un español medio, y algo de pelo en el pecho y bajo el ombligo, como he tenido oportunidad de observar cuando andaba por casa en bóxers. Aunque era relativamente delgado, tenía un poco de tripita y se ve que no hace deporte. Jan era muy seco y hablaba muy poco. Nunca comía o cenaba con nosotros en casa y se pasaba la vida fuera, o en su cuarto ante su ordenador o su móvil. Eso sí, cada vez que aparecía, yo no podía evitar imaginarme cómo sería estar a solas con él, desnudos y con, a mi disposición, una polla sueca larga y fina, tal y como me la imaginaba acertadamente ya desde entonces.

Como en casa cada uno de nosotros tenía su proprio saco de ropa sucia en el baño, porque cada uno se ponía sus lavadoras, en varias ocasiones busqué los bóxers sucios de Jan para olerlos. Nada.

Los que encontraba p

arecía como si nunca se los hubiera puesto. ¿Será que no se hacía pajas? ¿O será que se limpiaba perfectamente en el baño, o con otros sistemas desconocidos para mí?

Ander me contó que Jan tenía una novia en Suecia, a la que era muy fiel. Me aseguró que una vez le preguntó sobre el tema y que él, muy esquivo, le dijo que no quería tener ningún tipo de relaciones en Francia. Ander también me contó que creía que tenía con ella sesiones de “sexo por internet”, o sea, que se llamaban por vídeo y se iban enseñando “cosas” uno al otro y cada uno se masturbaba a dos o tres mil kilómetros del otro. Una noche casi le pilló, me aseguraba. ¡Qué desperdicio!

El tercer y último compañero era italiano y se llamaba Sebástian. No sé si lleva acento o no, pero lo he escrito así porque esa es la sílaba acentuada como él la pronunciaba. Sebástian tenía el pelito moreno y un poco largo, normalmente recogido con una cinta fina, de esas con que las chicas se hacen coletas, alrededor de la parte más amplia de la cabeza. Medía 1,65 o así, era delgado y tenía ojos grandes, labios gruesos y carita de niño inocente, algo que claramente no era. Lo digo, en primer lugar, porque solía ponerse pantalones un poco descaídos y camisetas ajustadas, que dejaban ver tanto la musculatura de su tronco, por encima de la cintura, la parte superior de sus gayumbos y un poco del abdomen.

Sus calzoncillos eran siempre de marca: es increíble cómo me ponían. Siempre se podía leer justo por encima de su cinturón o sus vaqueros Calvin Klein, Dolce e Gabana, Tezenis, Uomo, o alguna otra palabra que, no sé por qué, siempre contenía la letra X. Los tenía de muchos colores, dejando ver a veces la cinta elástica de un color y la licra de la parte inferior de otro o de varios, siempre excitantes.

Obviamente, después de haber descubierto los olores de los calzoncillos de Ander, pasé a rebuscar también los de Sebástian en el saco del baño con su ropa sucia... Uff... Esto sí que era olor a rabo... Se veía que la licra o los tejidos de la ropa interior tan ajustada le apretaban siempre de manera que exprimían algo de sus jugos, que yo podía oler al ritmo de mi sube-baja matinal.

Una de las primeras veces que busqué en su saco, encontré una especie de tanga de algodón increíble. En la parte delantera, centralmente, tenía dibujado un emoji, o sea una cara circular amarilla guiñando un ojo, con una sonrisa y la lengua fuera. Me lo imaginé con el pollón de Sebástian dentro y el mío se empezó a emocionar. En la parte interior correspondiente, no había duda, encontré una mancha blanca que conocía muy bien: era semen seco y olía a macho. Me metí en la ducha y cerré la mampara. Mientras con una mano me pajeaba, con la otra me restregué el emoji y su parte trasera por la nariz y la boca, después por las axilas y el pecho, hasta llegar a mi vello púbico y a mis huevos. En un minuto, como mucho, apunté para el cristal translúcido y dos grandes chorros blancos cayeron como agua de lluvia en una ventanilla. Otros con menos fuerza fueron cayendo al suelo

de la ducha

. Alguien entró en el baño en ese momento: era el sueco Jan, menos mal. Rápidamente enchufé la ducha, pasé agua por la mampara y me puse los gayumbos debajo de una axila, para ver si no se mojaban y no me pillaban... Creo que lo conseguí y pasé inadvertido.

El último episodio caliente antes de llegar al momento que quiero contar en presente, me pasó hace un par de semanas, cuando llegué a casa una noche. Había estado tomando algo pero volví pronto, sobre las once o así. En el piso se entraba directamente en el salón y, si había alguien, le veías inmediatamente. Pues en esa ocasión, en el momento en que giré la llave oí unos cuchicheos y, al abrir la puerta, el vasco Ander y el italiano Sebástian se agitaron en sus sillas, bajando en un instante la pantalla del portátil que estaban viendo juntos. Me dijeron un tímido “hola”, mientras observaba que estaban rojos, completamente sudados, en calzoncillos y, lo juraría, empalmados. Como tenían la mesa delante, no pude fijarme bien en sus paquetes y, como soy bastante gilipollas, en lugar de preguntarles qué estaban haciendo o hacerles salir de su escondite, me senté en frente de los dos y les dije:

  • Joder, vaya calorazo que tenéis aquí dentro...

  • Eso es porque tú vienes de la calle – me respondió Ander –. Nosotros estamos genial. Si te quedas en gayumbos, se está bien.

Le podría haber dicho que estaban sudados como pollos, que me apetecía lamerles sus cuerpos y sus pollas, pero les dije que necesitaba ir al baño. Meé, con alguna dificultad porque me estaba empalmando,

f

ui a mi habitación y me quité la ropa, me puse los pantalones de baloncesto que me disimulaban más la erección y salí.

Sebástian había abierto de nuevo su ordenador portátil y estaba, seguramente, cerrando lo que fuera que estaban viendo antes de que yo llegase. Me lancé hacia la pantalla, para ver si le pillaba algo, y a mi modo de ver di a entender que estaba abierto a lo que surgiera, pero ellos cambiaron de tema y poco después estábamos cada uno en su cama. Otra oportunidad perdida, otra decepción. Otra vez mi vieja técnica de pellizcarme el prepucio pensando en mis compañeros de piso hasta correrme sin que nadie me viese.

Pero la gran ocasión siempre surge y hay que estar preparados. Este sábado, los cuatro nos juntamos en el piso y, sin haberlo preparado, surge la idea de jugar a algo. Sebástian saca una baraja de cartas y, mientras tanto, Jan saca una botella de whisky y yo otra. Jugamos durante una hora más o menos y todos bebemos bastante. No sé decir cuánto, porque empiezo a no controlar.

Como siempre, hace un calor de cojones y nos vamos quitando ropa, hasta quedarnos todos en calzoncillos. Los míos son unos bóxers negros de tela ajustada, de momento tranquilos, Jan lleva uno de sus bóxers anchos a rayas verticales que no dejan ver nada, Ander tiene un slip granate que deja ver casi todo, y por fin Sebástian, unos Emporio Armani con la cinta elástica gruesa negra y la parte de abajo blanca, de modo que se le nota el vello y toda su artillería. Ninguno está empalmado, todavía, pero estamos en guardia: somos cuatro tíos llenos de hormonas enloquecidas y siempre preparados para el sexo.

Ander, que se crece porque ve que tiene la mejor puntuación de la partida, se inventa que el ganador del juego podrá obligar a los otros tres a hacer algo que él quiera. Aceptamos, quizá por la bebida, quizá por el buen rollo que se ha creado especialmente esta noche. Os ahorro, porque no soy capaz de reproducirlos, todos los comentarios obscenos que Ander iba metiendo en medio de la conversación, que podrían dar una pista... pero en ese momento seguramente ninguno de los tres se imagina lo que Ander está pensando...

De este modo, cuando finalmente gana, nos pide que nos sentemos los cuatro en círculo, sin mesa de por medio, y que nos hagamos una paja juntos.

  • Yo no aguanto más – confiesa – y seguro que a vosotros os viene bien descargar los huevos, visto que hoy nadie moja.

Nos miramos sorprendidos, pero mi polla da un claro señal de que la idea le parece genial y, mirándome el paquete, se lo enseño a los otros para que me vean. También Sebástian nos muestra el suyo y

podemos comprobar que

se está empalmando.

  • Ni de coña – dice Jan, y hace como que se va para su habitación.

  • Vamos, joder... No cortes el rollo, no seas aguafiestas... – le suplicamos los otros tres, increíblemente unidos en nuestra idea. Pero

él

se va a su habitación.

Colocamos entonces tres sillas, apartados de la mesa, y Ander va aún más allá en su atrevimiento, diciendo que será él quien dicte cuándo nos pajeamos y cómo. Va a por su ordenador y se conecta a una página porno, a lo que pregunta:

  • ¿Qué os mola más? ¿Lésbico o hétero?

  • Me da igual, tú mandas – dice Sebástian, con una sonrisa pícara.

  • A mí también me da igual – digo yo, pensando que no le voy a hacer ni puto caso al vídeo.

El vídeo que Ander escoge entra a matar e inmediatamente se oyen gemidos de dos jovencitas que acarician a un tío medio desnudo ya, al que luego le van a ir haciendo más cosas. En eso vemos que Jan, de camino al baño, se ha parado y nos mira de lejos, no sé si más atraído por los sonidos o por lo que ve, pero el hecho es que Ander insiste de nuevo y

le convence para que

se un

a

a nosotros. ¡Fenomenal!

  • Vale. Empezamos – dice Ander –. Hay que sobarse por encima de los calzoncillos hasta que se nos ponga totalmente dura. Despacio, sin prisa... Joder, Sebástian, ¡que no hay prisa!

Lo mismo me podía haber dicho a mí, porque mi corazón ya late a 160 por minuto.

  • Vale. Podemos bajar los gayumbos hasta las rodillas y darle un poquito con la derecha...

Ahí tengo a los tres ante mí, todos con los calzoncillos bajados hasta las rodillas y las pollas más tiesas que bates de béisbol. Cada uno en una silla del salón de nuestro piso compartido. Ander da las órdenes y todos le seguimos: nos hemos quitado la ropa cuando él lo ha pedido, nos pajeamos cuando dice que podemos tocarnos. Y, por lo visto, lo mejor está por llegar.

Os describo un poco lo que veo. A mi izquierda está Ander, tan salido como siempre. Aunque esto lo había visto ya, compruebo que sólo tiene vello en la zona del pubis, su polla es larga y un poquito torcida hacia arriba, con un glande cabezón. En frente está sentado Sebástian, que tiene la polla más gorda de los cuatro, aunque no muy larga. Me sorprende que, no teniendo casi vello en el resto del cuerpo, alrededor del rabo, incluyendo los huevos y lo que se ve del perineo hasta el agujero del ano, tenga una mata tan espesa de ricitos morenos. De todas formas, era lo que sus olores y los Armani que hoy lleva ya sugerían. A mi derecha tengo a Jan, cuyo rabo es larguísimo: se le podría agarrar con las dos manos enteras y todavía sobraba. No sé medir en centímetros, pero lo que veo, lo veo bien, y en este caso, bien grande.

  • Ahora vamos a hacer lo siguiente – prosigue el cabrón de Ander –. Con la derecha seguimos subiendo y bajando, sin prisa, y acariciamos la punta de la polla con la palma extendida de la mano izquierda. Así, Jan, muy bien... ¿Qué tal, tú?

  • Mmmmm – es lo único que consigo decir. Lucho por no correrme todavía, porque el espectáculo es maravilloso. Además, Ander no ha dado órdenes para ello y no me gustaría ser el primero, precoz. Gracias a mi gran práctica reciente, consigo aguantarme bastante bien durante mucho tiempo, así que espero que esto dure.

  • Tiramos los calzoncillos al suelo y estiramos las piernas todo lo que podamos.

Todos lo hacemos casi a la vez y nuestros pies y piernas se entrecruzan, con contactos que nunca imaginé que podrían ser tan eróticos. Tener muslos por encima de mí o una rodilla que me toca los míos me pone la piel de gallina, sobre todo porque estamos sudados por el calor y mi piel está muy sensible.

  • Ahora paramos un momento –, ordena Ander, poniendo sus manos como el jugador de fútbol que muestra al árbitro los brazos en alto para decir que no ha cometido falta.

Le imitamos, mientras justo se acaba el vídeo que ha puesto. Nadie dice ni pío, porque nadie le está prestando atención. Sólo miramos a estas cuatro pedazo de pollas, a una distancia de medio metro entre sí, que ahora vemos tan duras como el acero, apuntando

a

l techo y latiendo mientras esperan más

acción

. Me gustaría acercarme más para ponerlas juntas y, agarrándolas al mismo tiempo con las dos manos, hacer una paja conjunta, pero creo que físicamente sería imposible y, además, es Ander quien manda, por lo que le sigo. El hijoputa sabe lo que hace y sabe que nos tiene en bandeja, así que se sale con la siguiente:

  • Ahora, si os atrevéis, dejáis la izquierda bajo el culo y con la derecha se la agarráis a vuestro vecino de al lado.

Sin tiempo para pensar, él ya me la ha cogido la mía y ha empezado a meneármela... Uff... Qué gustazo... Creo que me voy a morir... Pero yo también tengo que hacer mi parte, así que miro a Jan, a mi derecha, como pidiéndole perdón, y se la cojo. Como decía, su rabo es tan largo que no sé muy bien por qué parte empezar, así que lo acaricio de arriba abajo sin hacer demasiada presión y, como al pasar por la zona del prepucio le veo estremecerse, me concentro en esa zona para darle más placer. Ni que decir tiene que Sebástian también está bien servido: Jan le ha agarrado la polla y le está dando con una fuerza brutal, mientras que él retuerce

el rabo

de Ander con dedicación.

Sebástian se está mordiendo el labio inferior, mientras que Jan gime bajito: “aah, aah”. Yo respiro con agitación y Ander parece el más tranquilo, mientras también gime de vez en cuando: “mmm, sí... sí...”. Todo esto al ritmo característico “ti-ti-ti-ti-ti” que nuestros líquidos empiezan a producir, a veces en solitario y a veces en coro polifónico.

  • Ander, se me está quedando dormida la mano izquierda... – interrumpe Jan.

  • Vale, ¡pues de eso se trataba! – le responde –. Dejamos descansar la derecha y cada uno coge su polla con la izquierda, controlando bien, que nadie se vaya a correr antes de tiempo...

Realmente, lo había oído antes, pero nunca lo había hecho. La sensación de hacerte una paja con la mano dormida realmente es como si te la estuviera haciendo otra persona, pero con más control de la situación. Así me calmo un poco y me pajeo, pero despacito para durar más.

  • ¿Alguien está ya a punto? ¿O podemos aguantar otro poco más? – pregunta Ander, al paso que nuestras tres caras le dicen que aquello ya nos está poniendo a dura prueba –. Lo último y después os dejo correros. Ahora hacemos así: mientras cada uno se puede seguir tocando el nabo con la derecha, con la izquierda le va a meter el dedo por el culo a su

otro

vecino.

¡Qué cabronazo! ¡Vaya pedazo de idea! Sabe que en este momento nadie se va a cortar, porque estamos a ocho mil revoluciones, aunque la cara de Jan y sobre todo la de Sebástian muestran alguna perplejidad.

Esta vez soy yo quien toma la iniciativa, porque a mi izquierda está Ander y me muero por tocarle. Desde la base de su polla, por debajo de los huevos, sigo bajando con el índice y el anular, como si fuera un niño imitando con esos dedos una persona que camina. Al llegar al ano, intento meterle los dos de sorpresa, a lo que da un pequeño salto atrás: “Uuuh... Calma...”. Pero luego me deja irle metiendo el índice,

lo

que me resulta más fácil en esa posición.

Mi polla está llena de líquido preseminal, totalmente lubricada, cuando siento que me la toca la mano de Jan. Humedece su dedo con mis líquidos, para luego bajar al ano. Intenta entrar, pero mi culo está cerrado y duro, así que luego va escupiendo un par de veces en sus propios dedos para volver a intentarlo, hasta que finalmente cedo y lo consigue. No puedo más... Me voy a correr...

Los cuatro estamos sudando, gimiendo, excitadísimos y a punto de caramelo.

  • Os habéis portado muy, muy bien. Quien quiera, ahora, puede correrse encima de mí – concluye Ander, mientras se tumba en el suelo y él mismo, entre convulsiones, lanza varios trallazos

de lefa

que le llegan a su pecho y a su cara.

Jan no lo duda un instante y, sacando su dedo de mi culo y llevándoselo a su nariz para olerlo, se corre encima del pecho de Ander, mientras exclama: “¡Toma, cabrón! ¡Toma, bastardo!”.

El siguiente es Sebástian que, fuera de sí, se levanta y se pone de rodillas al lado de la cintura de Ander, para después dispararle su semen contra la misma polla, que éste ya tiene un poco menos empinada.

Es mi turno, lo sé. No me gustaría acabar nunca, pero hay que hacerlo. Les pido que me dejen limpiarles la lefa a los tres, tanto de sus pollas como del pecho de Ander. No con mi

lengua

, porque aún no me atrevo, sino con nuestros respectivos calzoncillos. (Así puedo seguir mañana, pienso). Por fin, pongo las cuatro piezas de ropa en el suelo y me corro como nunca,

empap

ando todas ellas

con mi blanca y abundante leche

.

Fin.

¿Qué os ha parecido? Espero que os haya “inspirado”... Confieso que la última parte, desde que pasé a escribir en presente, es solamente una fantasía, pero todo lo que escribí en pasado es verdad, así que todavía estamos a tiempo... Gracias por leerme.