Mis bragas favoritas de mi esposa

Mi mujer neerlandesa me hace una paja y me encuentro en mi estudio una llave secreta. Al final, todo confluye en unas bragas.

Justo había terminado de ponerle un nombre, mentalmente, al culo de mi mujer y acababa de escribirlo en un folio con mi boli azul, cuando ella entró por la puerta. Sheva era y es una mujer de casi uno setenta, pelo largo y liso de color castaño claro, con unos grandes ojos almendrados de color miel, que resaltan mucho en su expresión aniñada, y con un halo angelical que siempre ha contrastado muchísimo con su cuerpo de infarto, lleno de curvas extremadamente sugerentes para los que somos hombres. Mi mujer es de origen holandés, nacida en la ciudad de Róterdam, aunque desde muy pequeña se vino a Madrid con sus padres. Hablando español, apenas tenía (y tiene todavía) un resto de su acento nativo neerlandés. Que sí que era suficiente, si te fijabas, para encasillarla como una guiri del norte de Europa.

La holandesa dejó una bandeja con la merienda sobre el gran tablero de cristal que cubría desde la muerte de mi madre mi escritorio de trabajo, ejecutado y terminado en madera roja de guindo. Acto seguido, se agachó para alcanzarme del revistero del estudio una de mis revistas de esas de misterios sin resolver y de ocultismo que a mí me gustan tanto. Al agacharse sin ningún cuidado, expandió extraordinariamente su culo enorme pero firme a escasos centímetros de mis ojos. Yo ya no pude apartar mi mirada de él hasta que Sheva se incorporó.

En ese preciso momento, en el que contemplé las dos nalgas de mi mujer dilatadas en toda su tremenda extensión, supe con toda claridad que había acertado de lleno en el nombre que había escogido para su culo. Después de haber estado pensándolo durante más de dos horas, había bautizado a aquel trasero que siempre había provocado tanto desasosiego en todos los varones que lo miraban y, en especial, en mí, como "el Denali" ; el Denali es un monte enorme, una inmensa mole de hielo y roca blanca, que transmite una imagen de sobrecogedora belleza y de una inmensa paz al que lo que mira. Antiguamente, fue llamado el Monte McKinley. Esta montaña se encuentra en el corazón más inhóspito de la tundra de Alaska y es como un ídolo blanco de formas perfectas (en definitiva, como el culo de Sheva). Su nombre, traducido del atabascano, que es el idioma de la tribu india de esa zona, quiere decir "el Grande" . Así que, sonreí profundamente satisfecho: ¿Acaso había en todo Z o en todo Villalba un culo que, sin perder su extraordinaria belleza, tuviese el tamaño descomunal del de mi mujer?

-Estás pinocho, Miguel. ¿Quieres que te haga uno de mis pajotes, cariño? -me dijo Sheva medio en broma medio en serio, sacándome bruscamente de mis pensamientos como solo ella solía y sabía hacerlo, con una picardía que se unía a la presencia de su físico brutalmente impactante. -¿Te bajo el prepucio y te casco uno rápido? De esos de solo con dos dedos -me dijo y me dio un besito en los labios, dejando también frente a mí en el gran escritorio de guindo un número de una de mis revistas favoritas; supongo que por si quería leerlo mientras que ella me cascaba la paja.

-No, ahora no, amor –la dije, para transmitirla un control de la situación y una calma que distaba mucho de tener, al mismo tiempo que sentía unos pinchazos agudos, seguidos y muy dolorosos por todo el tubo de mi polla, como consecuencia directa de mi erección y que me hicieron removerme como un anguila, hasta sentirme incómodo en mi propio sillón.

En ese mismo envolvente sillón de cuero negro y orejas, había trabajado mi madre durante casi cuarenta años para la sección de bolsa de valores de un banco pequeño, primero, y sobre todo para la sección de extranjero de un gran banco, después. El sillón era (y aún hoy en día es) una especie de Trono Oscuro familiar, desde el que yo solía enviar y sigo enviándolos ahora mis artículos para varias prestigiosas revistas geográficas nacionales e incluso, aunque es más raro, para alguna internacional. Con el sueldo conjunto de estos artículos tengo para mantener, decentemente, el chalet de Chimney Rock, en el que mi mujer y yo vivimos desde hace ya mucho, en plena sierra de Madrid.

Y volviendo a lo que me proponía Sheva de hacerme una paja relámpago para calmar mi desasosiego, provocado por la vista a escasos centímetros de mi cara de todo su imponente culo dilatado, tengo que decir que, dentro del elástico de mi pijama de algodón amarillo, que aún no me había quitado desde por la mañana y con el que llevaba moviéndome por todo Chimney Rock todo ese ya lejano martes de finales de octubre de 2010, como consecuencia ante la que yo nada podía hacer, mi pene empezó a hincharse totalmente desbocado, aumentando su tamaño a velocidad de vértigo.

-Pero cuando termine de merendar, sí -le confesé a Sheva.

De esta forma, yo trataba de disimular y de ocultar a toda costa a “la holandesa de las nalgotas” mi devoción por sus pajas. Intentando mostrarla una continua indiferencia a sus propuestas, muchas veces maleducadas y hasta ninfómanas, que ella me lanzaba sin ningún pudor. Mi mensaje de integridad masculina claramente pretendía ser de: "Me da igual cuando me hagas tus gayolas, putita pajillera". Aunque, lo cierto luego era que en mis ojos se encendía un brillo, una llama de placer descontrolado cuando sentía las manos de “la holandesa de las nalgotas” puestas en mis gónadas, acariciándome el saco escrotal con suavidad o al principio de cada una de sus pajas en mi polla desafiante. O como cuando, como de costumbre, empezaba a acelerar en sus masturbaciones sin aviso previo y sin ninguna piedad y me hacía galopar como un caballo hacia un nuevo y profundo orgasmo. Por todo esto, ya en 2010 y desde mucho antes, yo estaba muy enganchado al placer que me daba la holandesa con sus manos.

Otra de las cosas que me hacía, era poner las palmas de sus manos unidas y hacia arriba junto a la boquita de mi polla. Y así, lista para recibir la descarga que yo siempre la echaba, sintiendo unas fuertes contracciones involuntarias por el placer que ella me provocaba en las dos pelotas, el ángel neerlandés me las vaciaba al final de cada paja. En esos instantes, en los que yo me sentía el hombre con más suerte del mundo, me entregaba totalmente y de un modo inocente a la voluntad de mi mujer. Ella hacía y deshacía en la cremallera de mis pantalones, en mis calzoncillos y en mis expuestos genitales externos como quería y le daba la real gana. Así que, habiéndome hecho el duro pero también habiendo expresado con toda rotundidad y claridad el deseo de que me pajeara sin falta después de la merienda, cogí la revista que Sheva me había alcanzado del revistero, para leérmela con avidez.

-O sea, cielo, que ahora no quieres una paja pero dentro de media hora sí -me dijo ella, conteniéndose la risa y dándose completa cuenta de que solo quería hacerme el indiferente.

Pero mi mujer sabía perfectamente que yo me derretía por cada pajote que ella quisiese hacerme. Y no solo eso, sino que además el angelito tenía clarísimo que su marido haría lo que le pidiera si por su trasero de Róterdam saliese cualquier deseo imaginable como condición para hacerle ese pajote.

-Eso es, yo ahora no tengo ninguna gana de que me hagas ninguna de tus pajas pero si me haces una después de que meriende, pues te la acepto -la repetí obcecadamente.

Y así yo me encerré en mis trece de aparentar indiferencia ante la magistral habilidad pajillera de mi mujer.

-Vale, vale, mi vida. Como tú quieras -terminó por decirme Sheva con una sonrisa de oreja a oreja y sabiendo clarísimamente quién tenía la sartén por el mango-. Pues subo luego.

Y para despedirse, me metió su mano por mi pijama y por el calzoncillo y me acarició un poco con sus uñas largas y pintadas de ocre en mi áspero saco escrotal. En un momento, volvió a sacar su mano de mi paquete, con la destreza habitual de cada tarde pero que a mí siempre me sorprendía. Cuando parecía que Sheva ya se iba, empecé a untarme de la nocilla en una de las rebanadas que ella me había partido antes. El último número del "Más lejos que la ciencia" que iba a leerme mientras merendaba, estaba dedicado en su integridad a todos los secretos de Carcasone, una ciudad que fue la capital de los templarios en la Edad Media. Y a mí este tema me encantaba.

-Oye, Miguel, ¿qué es esto que has escrito aquí de “el Denali” ? Está junto a un dibujo que parece de mi culo, ¿no? -me preguntó mi mujer muy divertida, antes de volver a la cocina-. ¿Le estás poniendo un nombre a mi pandero? ¿Tanto piensas en él? ¿Y tanto te motiva verlo, cielo? Me refiero al “Denali” , claro.

Y es que, sin duda alguna, otra de las cosas que le encantaba a mi mujer era saber y comprobar siempre que podía que yo adoraba incondicionalmente a su culo (y eso era rigurosamente cierto. Bastante más que a cualquier estatuilla o a cualquier ídolo de los que yo tenía y tengo aún, esparcidos decorativamente por mi despacho. Procedentes de los rincones más distintos y perdidos de la Tierra y casi todos auténticos, algunos de ellos de oro). Pero lo que le gustaba más aún a la raja holandesa era dejar claro, sobre todo para ella pero también para los dos y sin dejar escapar ninguna ocasión propicia para hacerlo, que todo lo relacionado con su culo a mí me reducía al nivel de un niño. Un niño caprichoso que, al ver aquel formidable culo, deseaba con toda su alma comerse el enorme, gigante, maravilloso, prohibido e inabarcable queso Gouda, que era el pandero de mi mujer.

-No, no –yo recuerdo todavía que la negué como pude, nervioso.

Y comencé a pasar de manera inconsciente y visiblemente azorada las páginas de la revista, mientras mordía la rebanada de nocilla sin ver las letras ni las fotos de los reportajes, como para disimular delante de Sheva. Sin embargo, yo ya tenía muy claro que mi mujer acababa de enterarse de todo lo del nombre que le había dado en secreto a su culo; porque siempre supe que mi mujer cazaba al vuelo todas mis notas, las que yo escribía crípticas y para que fuesen indescifrables y que con solo un vistazo superficial ella las leía y daba sentido a todos mis apuntes ocultos, hasta los más inconexos.

-¡Tú dedícate solo a tus labores, Sheva! ¡Que en este caso y en general siempre son las de la casa y las pajas que tienes que hacerme cuando yo te lo diga! -terminé gritándola, mosqueado y despidiéndola con la mirada para que saliese del estudio de mi difunta madre.

Mi mujer se marchó impasible pero obediente hacia el arco de salida de la sala, que todavía estaba bastante soleada, y yo seguí muy atento con mi mirada los movimientos del balanceo sugerente del descomunal Denali , sin perderme detalle hasta que ella llegó a la puerta y salió y yo tuve la polla como decía una prima mía cuando éramos pequeños, “como la rama de un árbol”. Ya no pude concentrarme bien en la lectura de la revista en toda la tarde.


El sol débil del otoño se colaba por el ventanal, iluminando directamente todo el tablero de cristal de mi escritorio con unos reflejos irisados y cambiantes que le proporcionaban un toque mágico. Debajo de él que yo había puesto un mapa muy antiguo de las Islas Malvinas que se transparentaba perfectamente. Un mapa que fue de mi madre y que “la holandesa de las nalgotas” o “la nalgona holandesa”, como vosotros prefiráis, le había arruinado a mamá, involuntariamente, pero también de la forma más bestial y humillante de la que podía haberlo hecho: posando sin ningún miramiento sobre él todo su culazo sudoroso y dejando la marca no solo ya del borde exterior de sus inmensos glúteos, sino además y lo que fue el remate para mamá, el contorno redondito y diminuto de su ano en todo el centro del viejísimo y ya casi amarillo papel verjurado, especial para mapas y planos y utilizado en el siglo XVI. El mapa, que databa de 1520 y donde Andrés de San Martín había dibujado por primera vez en la historia de la topografía aquellas islas tan australes, había quedado decorado y “sellado” definitivamente con el ojete de Sheva.


Acabé de tomarme la merienda, que aquella tarde disfruté a tope, devorando el artículo sobre la capital de los templarios y también pensando en la pajita que me esperaba. Toqué el timbre que había en el frontal derecho del escritorio junto a una veta especialmente roja del escritorio de guindo; hoy todavía esta gran mesa me parece un mueble impresionante. Mi madre lo adquirió a principios de los ochenta en un anticuario de un pueblo escondido de Portugal y desde entonces ha sido el puesto de trabajo de los De Osca.

Una campanilla sonó en el gran salón del piso de abajo de Chimney Rock. Sheva, que estaba viendo la tele en shorts y con una camiseta de tirantes rosa que apenas le cubría ni la mitad de sus melocotones. Estaba tirada en una de las alfombras y subió inmediatamente, dejando la serie a medias. Según entró por la puerta del estudio, mi mujer cogió del armario empotrado su habitual escabel de tela naranja mullido. Que era bastante ancho, a medida de su culazo, y lo puso debajo de mi escritorio. Después, como solía hacer todas las tardes sobre las seis, se metió ella también debajo del gran tablero rojizo, sobre el que yo a diario me documentaba para escribir mis artículos o donde otras veces, como esa tarde, simplemente leía mis revistas esoterismo y de enigmas.

-El pajote de los martes -anunció muy seria “la holandesa de las nalgotas”, oculta por completo debajo de mi mesa, con una voz tan alta que resonó por todo el despacho.

De un tirón violento, Sheva me bajó con las dos manos los pantalones del pijama y los calzoncillos. Empezó a cascarme la gayola. Yo no tardé mucho en eyacular. Por la visión que había soportado de su gran culo, estaba excitado como un orangután dominante. Esta vez, se lo eché todo en sus manitas pero, otras veces, ella se desabotonaba la blusa, se desbrochaba su sujetador y se lo bajaba hasta su ombligo. Entonces, yo le echaba mis chorros blancos y totalmente desbocados en sus dos redondos melocotones de pezones claros y con la forma de dos circulos perfectos. Esto a ella le gustaba muchísimo. A pesar de que, como estaba metida debajo de la mesa y sentada con su culo enorme posado en el mullido tapizado del escabel (escabel que nosotros llamábamos “el asiento de debajo del guindo” o también “el apoyanalgas de las pajas”), yo nunca la veía la cara que ponía en mis corridas. Pero, sobre todo, en las que yo más me desbocaba, escuchaba jadear a Sheva como una pointer, agradeciendo más que si la echara un hueso el regalo que su dueño la hacía.

Pero en esta ocasión lo que sucedió, justo bajo el tragaluz central del estudio y que filtraba la luz solar sobre mi escritorio, fue que, debido a lo excitado que me había puesto media hora antes con la visión excelsa de sus nalgas al agacharse tan cerca de mí y al dilatarse las dos como dos sandías, fui muy abundante en mi eyaculación y, más que nada, muy potente. Por lo que parece ser según mi mujer luego me contó, porque el supertablero rojo a mí me lo tapaba todo y no lo pude ver, que empecé llenándola de líneas blancas las manos y que después las bocanadas de mi polla fueron subiendo más y más, arriba y arriba, y acabé salpicándola en la cara y hasta en su barbilla.

Sheva, sorprendida y horrorizada, dio un respingo y quiso apartarse o al menos evitar los últimos chorros de mi frankfurt (como ella a menudo llamaba a mi miembro viril). Al hacerlo, se dio un coscorrón fortísimo en la cocorota con el pico del tablero. Yo me reí a mandíbula batiente por la cara de dolor y casi de llanto que puso la nalgona, al principio sin poder contenerme pero luego me fui callando como pude, porque vi que Sheva con el golpe se había hecho hasta sangre.

Tras la accidentada eyaculación, sobre todo para mi mujer, de aquel martes de finales de octubre de 2010, volví al estudio del segundo piso de Chimney Rock bien entrada la madrugada, cuando Sheva ya se había dormido y vi que su cuerpo desnudo plagado de formas redondas se extendía tumbado boca abajo sobre las sábanas naranjas, totalmente inerte. Algo raro había pasado por la tarde para que Sheva se hiciera sangre en aquel golpe, aunque el golpe hubiera sido tan fuerte que la hubiera hecho poner esa cara tan graciosa delante de mí. Palpé con la mano donde parecía que la cabeza de Sheva había impactado contra el macizo y duro tablero de madera de mi mesa y toqué algo inesperado. Pegada a la superficie de guindo, pero por debajo e invisible para mis ojos durante años, había una llave pequeña. Contra su punta metálica se había dado por la tarde con una fuerza brutal la cocorota de pelo completamente liso y castaño claro de la nalgona de Róterdam.


La sangre de mi corazón se había agolpado alocadamente durante casi toda la tarde en mi entrepierna (la motivación extra que había supuesto ver cómo el culángano de mi mujer casi estalla los shorts de color mostaza de la talla XL en los que estaba embutido, había sido el detonante de una erección dolorosa de más de una hora de duración, provocada solo por agacharse ella inocentemente a acercarme una revista para que yo leyese, ya ves tú) y ahora lo se agolpaba eran las suposiciones en mi cabeza, acerca de una posible puerta oculta, una trampilla escondida o algún cajón secreto de Chimney Rock, que fuese abierto por la llave misteriosa que había encontrado pegada a la parte baja de mi mesa de trabajo.

La incertidumbre de qué podría abrir y encontrar con esta llave hizo que tuviera el corazón en la boca durante el resto de la noche. Una llave que mi difunta madre me había ocultado delante mismo de mis colgantes cojones, siempre que me sentaba en el sillón del escritorio para que a eso de las seis Sheva me cascara una de sus gayolas. “Esta ha sido tu última jugada, ¿verdad, mamá?”, pensé casi en voz alta, mientras me giraba para mirar el sillón de cuero negro donde tantas veces la vi a ella trabajando para el banco, “una jugada totalmente genuina tuya colocar la llave oculta bien al lado de las pelotas de tu hijo. Como para decirme: ¿Se le ocurrirá mirar ahí, cerca de sus pelotas?”. Volví a la cama y me guardé la llavecita en la parte delantera de los bóxers elásticos de algodón, que yo solía llevar bastante ajustados a mi paquete y a mi culo. Metida en un bolsillo interior que es característico de la marca de calzoncillos que yo uso y que entonces ya me ponía. Así que, la clave para explorar el misterio más importante que mi madre había dejado pendiente en su chalet, a los tres años ya después de su muerte, estuvo toda la noche pegada a mis gordos testículos.

Entre el culo de mi mujer y la llave de mi madre, yo ya no me pude dormir y me puse a pasarle el dedo índice por la raja del culo a Sheva. Una y otra vez, hasta el amanecer. Y embobado en este pasatiempo tonto, me pude dar cuenta de dos detalles aquella noche en vela: 1) Que Sheva tenía un sueño muy profundo, porque no se despertó en ningún momento con ninguno de mis roces, ni de mis introducciones de dedo, y 2) Que la raja que le separaba los dos grandes carrillos era muy, pero que muy honda. Y esto lo digo por aquí simplemente como anécdota y lo explico: porque mi dedo introducido como un péndulo de plomo en su culo todo al aire, me desaparecía hasta cuatro centímetros entre aquellos dos glúteos tan prietos, en algunos puntos del recorrido de su raja; sobre todo, la profundidad de su culo era máxima, cuando yo notaba que estaba a la altura de su ojete y la yema de mi dedo palpaba su ligera protuberancia rosácea. En ese instante, vi que mi índice se metía más de cinco centímetros entre sus carrillos y casi desaparecía entero.

Sobre las cinco y media del miércoles empezó a clarear el cielo sobre Chimney Rock. A las seis ya había amanecido en toda la sierra de Madrid.


No me esperé a que mi mujer preparase el desayuno en braguitas o con un tanga de cuerda de esos amarillos que ella tenía, como solía hacer entresemana. Estaba ansioso por descubrir lo que abría la llave de mi madre y salté de la cama a las seis y media de la mañana, dispuesto a empezar mis investigaciones detectivescas por todo el chalet. Además, ahora tendría casi tres horas de soledad hasta que la lirón de Sheva se despertase y se levantase. Tenía que aprovechar por si encontraba algo que no quisiese revelar a mi esposa. Después de desechar las ideas menos probables como que abriese alguna trampilla del hueco de la chimenea del salón o alguna puerta que estuviese cegada en alguna de las buhardillas del tercer piso, tuve una intuición sobre lo que la llave podría abrir: el cajón empotrado que una vez descubrí en el mueble-bar del despacho-estudio de mi madre y que ahora yo había consagrado a la Geografía.

Subí al segundo piso, entré de nuevo al estudio y me dirigí al mueble-bar, adosado contra la pared del muro sur del chalet. Lo abrí muy despacio, apartando las cinco o seis botellas que guardaba allí de Cutty Sark, mi whisky preferido, y otra de Torres 10, el brandy predilecto de mi querida madre. Detrás, apareció el cajón empotrado que yo había descubierto por casualidad una noche de las Navidades pasadas y que comprobé aquella medianoche que estaba cerrado con una llave de seguridad. Intentando reunir todo mi aplomo y tranquilizarme por lo menos un poco, pero con el corazón tan a mil como solo me lo sabían poner mi mujer con el sexo y mi madre con sus reprimendas y sus sorpresas brutales, saqué la llave de mis testículos y la metí en la cerradura. Entró sin ningún esfuerzo y la giré con decisión. La portezuela estrecha y vertical, que me pareció como si fuera el chichi de Chimney Rock, cayó hacia fuera y se abrió de golpe. Algo muy suave cayó de repente, rozándome la mano hasta quedarse enganchado en la botella de brandy de mi madre. Lo que había notado era como el tacto de una araña de muchas patas. Retiré la mano bruscamente y tiré una de las botellas de mi whisky al suelo, que se hizo cristales y derramó todo su líquido hasta formar un tremendo charco en ese lado del estudio (me acuerdo que ese charco me recordó al enorme charco de pis que una vez dejó “la holandesa de las nalgotas” en ese mismo parqué, al mearse encima de puro gusto. Allá por el año 91).

No sé todavía hoy cómo pero, milagrosamente, mi mujer no se despertó con aquel destrozo y aquel alboroto. ¡Era una auténtica marmota! Notando las palpitaciones de mi corazón en mi boca más que cuando ella me la cascaba, casi me desmayo en ese momento.  Recuperé poco a poco la visión, que se me había nublado por completo en un instante y, entonces, pude ver lo que había salido del cajón secreto al abrir su trampilla: unas braguitas blancas con un ribete de encaje azul celeste, un lacito también de color celeste por detrás. Por delante, un dibujo muy simple de un hongo, como el hongo de un gnomo, era su único estampado. Las bragas todavía se balanceaban por la inercia de la caída, colgadas del cuello de la última botella de su brandy favorito que abrió mi madre en vida. Al verlas, creí que había perdido la razón. Hacía más de seis años que no las veía, porque un día desaparecieron de mi vista, del vestuario habitual de Sheva y yo nunca supe qué había pasado con ellas. Pero luego las reconocí en la penumbra del estudio.

Ya la luz del día luchaba contra la oscuridad para acabar derrotándola en una noche que ya terminaba. Yo noté como me invadía una incontenible alegría y dije en alto:

-¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! Estas son mis bragas favoritas de Sheva.


Durante la siguiente media hora comprobé lo que había en el cajón oculto del mueble-bar. Me di cuenta en seguida de que aquello no era sino un archivo. El pequeño archivo secreto de mi madre que ella nunca quiso enseñarme. En este archivo personal encontré hasta cuatro expedientes gruesos, dedicados cada uno a una persona cercana a mi madre o a mí, según figuraba en las etiquetas que todos llevaban pegadas en la parte frontal de los sobres y de las numerosas carpetas, que contenían los documentos. Los expedientes personales estaban numerados y ordenados mediante números currens, un método tradicional de ordenación en archivos que consiste en la asignación de números correlativos y en el que la documentación más antigua tiene los números más bajos y la más moderna los más altos y recientes. Los saqué del cajón y los puse según sus números currens a la luz del nuevo día, que ya se colaba por los ventanales del estudio. Quedando así:

ARCHIVO SECRETO DE DOÑA MARÍA JOSÉ DE OSCA

  1. 1.Expediente personal de Miguel Rodríguez de Osca (mi hijo).
  2. 2.Expediente personal de la Puerca (la novia de mi hijo).
  3. 3.Expediente personal de Hassan Suleimani (el jardinero).
  4. 4.Expediente personal de Irene Fernández Campos (la asistenta).

Además, en el cajón secreto el mueble-bar había algunos otros objetos sueltos, aunque no muchos y entre los que destacaban: un consolador (de mi madre, claro), importado de Vietnam y que era un pollón enorme hecho de resina, imitando a los falos de jade tradicionales vietnamitas, al que se le metían dos pilas de las normales y tenía la opción de vibrar intensamente. Un revólver de un calibre muy pequeño cargado y con más munición aparte, en una cajita de cerillas vacía. Había también una foto enmarcada en plata repujada de unas gónadas masculinas vistas muy de cerca, como si estuvieran en un primerísimo plano, muy velludas y sobre todo muy gordas, como las de un carnero, y que seguramente constituían la parte baja del cipote de Hassan, el jardinero de mi madre en Chimney Rock. Del que ella siempre decía que era medio tonto pero que tenía unos cojones que se los pisaba. Además, encontré una foto mía de recién nacido, hecha en la clínica de Madrid donde vine al mundo a mediados de 1972, enmarcada en un marquito muy simple de madera verde.

Finalmente, estaban las mencionadas bragas de la neerlandesa. Que puse encima de la mesa junto con las demás cosas y la documentación. Comprobé que habían estado grapadas al resto del expediente como un documento más (qué curioso el proceder de mi madre) y que al abrir la portezuela del cajón secreto de mamá, se habían desprendido de su grapa y habían salido disparadas. Nunca supe ni nunca sabré con qué objeto mi madre había cogido las braguitas de la nalgona holandesa, las había ocultado y las había añadido al grueso expediente personal de Sheva, grapándolas a la carpeta que había rotulado como “Acerca del culazo” (y además, solo la que entonces era mi novia sabía que eran mis favoritas, qué extraño todo). No había nada más en el archivo del mueble-bar del estudio. Lo cerré con la llave y me la guardé de nuevo en el bolsillito en mis calzoncillos, pegada a mis genitales blandos. También, metí todos los objetos encontrados junto con los cuatro expedientes personales, puestos encima los objetos de los documentos en papel, en una caja grande de mudanza que tenía ocupada solo con unos pocos libros viejos.

Lo único que no guardé fueron las bragas de mi esposa. Para ellas tenía unos planes especiales.


Decidí actuar con rapidez pero a la vez con calma, para no cagarla. Empecé por lo que más me importaba. Acerqué mi mano derecha muy despacio a las braguitas de la de Holanda. A pesar de que en las partidas de ajedrez de los campeonatos de verano de Z hacía todos mis movimientos con suma frialdad y como un Terminator de la decisión, en ese momento, vi que me temblaba ostensiblemente el pulso. Con mi rostro bañado en una capa de sudor frío, las cogí, las desenganché del cuello de la botella de brandy y me fui a guardarlas medio arrugadas en mi cajón personal de las estilográficas, en el extremo derecho del escritorio rojo. Echándolas en su interior, lo iba a cerrar de un empujón para dejarlas allí escondidas con la intención de pajearme con ellas cuando quisiese, pero me detuve. Las cogí otra vez, me las llevé a la cara y las olí.

Aunque a los cinco segundos ya sabía que sí, que eran las braguitas de Sheva, no las separé de mi cara en los siguientes diez minutos. Hasta que la fragancia del corte vertical y del ano de la neerlandesa me había entrado hasta los talones, impregnándome mis pulmones de un olor que ya no olvidaré en toda la vida. Me acerqué en estado de euforia al escritorio y las extendí completamente sobre el cristal grueso que cubría el mapa más antiguo que existía de las Islas Malvinas; el que desde el verano de 1991 llevaba impresa la marca anal, oscura e inconfundible del ojete de Sheva.

Me puse a inspeccionar sus braguitas, el hongo del gnomo, muy simple y modoso, quedaba justo a la altura de la entrada de su vagina, como sellándola. El lacito celeste de detrás, que debía coronar su culo redondo cuando las había llevado puestas (desde hacía tanto que ya casi ni me acordaba) era también bastante discreto, pero le daba un toque muy femenino a la prenda. Al mirarlas por dentro, comprobé que solo tenían una estrecha mancha ocre, a lo largo de toda la parte donde el perineo y el ano de ella habían estado en contacto y fricción con el tejido suave de algodón. En seguida, supe lo que tenía que hacer. Aparté mi sillón de cuero de trabajo y me arrodillé de frente al gran escritorio donde solía y suelo redactar mis artículos de Geografía, dirigidos a las revistas y los periódicos que hay sobre el tema en toda España. Y arrodillado, empecé a lamerlas muy despacio. Incluso plegué mis brazos y junté mis palmas como si fuera a rezar, mientras yo lamía, lamía, lamía y lamía las bragas de mi mujer. La luz solar, muy clara y pura, de la primera hora de la mañana de aquel miércoles otoñal de 2010 que se colaba a raudales por el gran tragaluz del techo y caía sobre el escritorio, me iluminó en aquellos minutos que estuve lamiéndole las bragas a Sheva, como si bajaran sus haces amarillos directamente bendecidos desde el Cielo y yo fuera un santo haciendo mi penitencia. O por qué no, el actor principal de una obra de teatro y el único foco encendido en todo el espectáculo me iluminase a mí realizando la minuciosa tarea de limpiarle las braguitas a mi mujer con la boca, delante de todo el público.

Cuando acabé, me levanté. Me picaba mucho la lengua. Mis bragas preferidas de “la holandesa de las nalgotas” estaban ahora completamente blancas. Así que ya las guardé, colocándolas con mucho cuidado en el interior del cajón de madera de guindo, tapadas con los estuches de las plumas estilográficas. Y yo me bajé rápidamente a la cocina a beber un vaso grande de agua, para quitarme el profundo picor que me había dejado por toda la boca la mierda de mi esposa.