Mis aventuras (I)
Las aventuras de un joven adolescente que descubrió el sexo.
En estas líneas voy a contar algunas de mis aventuras. No son espectaculares, ni corrientes, pero son ciertas y lo suficientemente curiosas como para que haya decidido dar el paso y ponerlas por escrito.
Empezaré diciendo que me llamo Juan. Soy un chico bajito, metro setenta, moreno y con el pelo rizado. Me consideraba hijo único, aunque tengo una hermana 6 años mayor, porque que siempre pasó de mí. No fue hasta que cumplí los 20 años que empezamos a congeniar, pero es un asunto que se tratará más adelante. Vivo en una ciudad pequeña, de unos 40.000 habitantes, lo suficientemente grande como para que coexistan bloques de pisos de 10 plantas y casas adosadas con jardín y piscina.
En mi adolescencia más temprana tuve un problema con mi pene. Bueno, tuve un problema con el control de mi pene. Empecé a experimentar con mi cuerpo. Descubrí que la rigidez que adquirían mis partes bajas tenía una cierta utilidad. Por las noches leía algunas de las revistas que mi padre compraba y escondía en el cajón de la ropa de esquiar y pude comprobar de qué se trataba.
Cuando descubrí su verdadera naturaleza, este pareció adquirir vida propia. En clase, en la ducha, en el patio o cenando, mi pene despertaba y tardaba unos minutos en volver a dormirse. El problema era que no controlaba cuando subía o bajaba, de modo que me quedaba paralizado y no sabía qué hacer. Siempre había sido un niño bastante tímido, característica que se acentuó cuando me empezó a pasar esto.
Al principio tampoco era un problema exagerado, ya que sin haber echado el estirón se podía disimular fácilmente tapándolo con la camiseta y el borde del pantalón, pero a la que me pillaron un par de fiebres de una semana el problema creció. Creció mucho, de hecho. Mi pene y mi cuerpo se habían desarrollado por completo. Mi cuerpo no había crecido mucho, siempre seré pequeño, pero compensó con el crecimiento de mis partes. Actualmente, en erección, tengo un pene de unos veinticinco centímetros de largo y tan ancho como un vaso de cubata.
El problema se construyó solo. A la que despertaba, no sabía dónde esconderme. En clase dejé de participar, más preocupado de disimularlo que de estar atento. En el patio intentaba no moverme demasiado, sufriendo por si el roce causaba alguna situación de estrés. En la playa, con mis padres, me pasaba horas boca abajo, tirado en la toalla, y horas dentro del agua, en función de dónde me pillase. Dejé de participar en mi extraescolar preferida, atletismo, porque era incapaz de saber qué hacer.
Los compañeros del instituto empezaron a pensar que era un bicho raro. No me movía de la silla, cruzaba las piernas cuando hablábamos, me ponía mucha ropa sobre la falda e intentaba evitar siempre los urinarios, encerrándome en el baño pasando, a veces, media hora para que el asunto se bajase. El compañero más “simpático” de clase, Borja, empezó a meterse conmigo. Imitaba mi postura buscando complicidades entre otros compañeros, me obligaba a salir de mi zona de confort cuando se me notaban los nervios y se reía con todo el mundo que podía de mis cambios de actitud constantes.
El hecho es que esto cambió. No profundizaré mucho en como me sentí en esa época, ya que no fueron unos años buenos, la verdad, pero quién más me había machacado fue quién me motivó para resolver la situación. Un día, en clase de gimnasia, me metí en el baño por el mismo problema de siempre. A la que llevaba unos veinte minutos escondidos escuché ruidos de puertas abriéndose. Imagino que fue el profesor Valverde envió a Borja a buscarme, pero el hecho es que la puerta del baño donde me encontraba se abrió, la cerradura estaba oxidada, cayó, y nos encontramos frente a frente, con mi falo de por medio.
La situación fue bastante cómica, la verdad. La mandíbula se le desencajó por unos momentos y sus manos se balancearon como si quisiera espantarlo. Me gire rápidamente y le dije que avisase a Valverde que no me encontraba muy bien, que cuando se me pasase llamaría a casa para irme. El chico dijo que ningún problema. A la que salió me cambié de baño y esperé a que se me bajase.
Pasaron un par de días hasta que, de vuelta a casa andando, Borja dejó atrás a su grupo de amigos y vino a buscarme. Me cogió por el hombro y, con una sonrisa un poco burlona, me dijo:
- Tío, ¿qué mierdas llevas escondido en los pantalones?
Bajé la cabeza. No sabía qué responder y en ese momento sentí que no podría salir de casa nunca más.
- Tranquilo, de verdad. No has hecho nada malo. ¿Qué te pasa?
Le hablé de mi situación. Le dije que no podía controlarlo y que me molestaba mucho su actitud. No podía hacer nada para evitarlo y mi vida empezaba a dejar de tener sentido. Estaba muy frágil y quería llorar. No esperaba para nada su reacción.
- Lo siento, la verdad es que me dejo llevar y no pienso en si hago daño a nadie. – Se apartó un poco de mi y continuó mientras andaba. – No es la primera vez que hago daño a alguien, pero es mi manera de ser. Soy un tío enrollado, hablo mucho, soy gracioso y me doy cuenta de las situaciones. Si alguien está raro lo noto y se lo intento sacar. Contigo no pude, porque eres un bicho raro. Pero la verdad es que no sabía que eso que te pasa podía pasarle a alguien.
Me sorprendí. No sabía si a mucha gente le pasaba eso, pero el hecho que, a él, que conocía a todo el instituto, le pareciese extraño, me llevó a hacerle la pregunta que cambió mi vida.
¿No es normal?
Claro que no. A mí, a veces, se me levanta. Como a todos. Pero tú tienes un problema grave. Si no lo puedes controlar y te afecta te lo tienes que mirar. Y más con el trabuco que me gastas. Nunca había visto una cosa tan grande. No me extraña que te asustes intentando esconderlo.
Llegué a casa, rebusqué entre las cosas de mis padres, cogí la tarjeta sanitaria y me fui directo al centro de atención primaria del pueblo. Me esperé a que me atendieran de urgencias y, justo antes de entrar, volvió a despertarse la bestia. Tuve suerte. No había nadie esperando, a parte de mí, así que, a la que me llamaron, entré andando como un cowboy.
La visita fue un poco extraña. Me senté en la silla, le expliqué a la doctora lo que me pasaba y me hizo sentarme en la camilla. Se dio cuenta que en ese momento estaba erecta, así que me preguntó varias cuestiones técnicas para intentar determinar la gravedad de la situación; duración estimada de la erección, si sentía dolor, si perdía sensibilidad…
Me dijo que estaba de suerte. Era mi médico de cabecera y en el centro había una especialista en urología y me dijo que, seguramente, sufría lo que llamó priapismo no isquémico intermitente. Me derivó a ella, que estaba unas salas más apartada.
Ahí fue dónde conocí a la doctora Pérez. La doctora Pérez, a parte de mi salvación, era la doctora más guapa que había visto en mi vida. En ese momento debía estar en los últimos años de su tercera década de vida. Era alta, rubia, con la cara fina y la nariz puntiaguda. Tenía, y tiene, una voz suave, dulce, y hablaba con una cadencia que parecía que te quería dormir. Me preguntó qué me pasaba y se lo conté.
Se preocupó por mi situación y, al verme sentado como un gorila se coge de un árbol, me preguntó si me estaba pasando en ese momento. Le dije que sí y me dirigió a la camilla. Me hizo bajarme pantalones y calzoncillos y, poniéndose unos guantes, procedió a examinármela.
Estuvo un buen rato mirando. Ahora sé que no era necesario y que sólo estaba observando con regocijo lo que tenía delante, pero en ese momento me pareció de lo más normal que me tocase las venas cogiéndomela con las dos manos, que me palpase los huevos como si buscase oro dentro y que acercara tanto su cara que hasta su aliento me la meciera.
Al terminar la exploración, y con una sonrisa, me dijo que tenía tratamiento y que me daría hora para la siguiente sesión. Me dio unas pastillas que debía tomar cada día con el desayuno y me indicó una serie de ejercicios que debía hacer antes de ir a dormir. Me dijo que no era un método muy conocido, pero que debía trabajarlo cada noche y que, en unos meses, empezaríamos a ver resultados.
Estábamos en mayo, terminaba cuarto de la ESO y la elección del bachillerato se acercaba. Hablándolo con mis padres, decidimos que lo mejor sería un cambio de instituto. Mi hermana, que, como de costumbre, estaba cenando por ahí y no participó en la conversación, tuvo algunos problemas en el instituto y los profesores no la tenían en mucha estima. Viendo que yo no había encajado bien en los grupos en los que había estado esos cuatro años, decidieron darme la oportunidad de cambiar de instituto y empezar de cero.
Llegó el verano y, con él, llegó mi despertar. Los ejercicios y las visitas con la doctora Pérez empezaban a dar resultado y ya no se me levantaba involuntariamente. Podía conseguir que se levantara a voluntad, no había ningún problema, y podían pasar cinco días sin tener que preocuparme. Salí a correr por primera vez en mucho tiempo. Hacía más de 3 años que no lo hacía y volví a sonreír. Estaba recuperando mi libertad y los pulmones se me llenaron de aire como un globo.
Pasó el primer mes de vacaciones y, con la confianza por las nubes, haciendo los ejercicios y tomando las pastillas que me había dado, empecé a conseguir controlar mejor cuando se me levantaba. No sólo podía ir a la piscina municipal y bañarme sin miedo a mirar a las chicas que tomaban el sol, sino que podía conseguir controlar mis erecciones para masturbarme cuando quisiera. Y, si oía ruidos en casa, hacía lo que había estado practicando tanto tiempo y conseguía que se me bajase en unos pocos segundos.
Sin saberlo, había practicado como controlar las erecciones. Bendita doctora.
Busqué por internet, en Google, y no encontré a nadie a quien le pasase eso. No sabía si era muy normal, así que pedí cita con la doctora Pérez.
Era la tercera revisión que me hacía desde que fui de urgencias ese día. Dicen que a la tercera va la vencida.
Nos pusimos al día. Me preguntó por mi situación, se congratuló de mi vuelta a la normalidad y me cambió la receta para poder disminuir la cantidad de pastillas que tomaba.
No obstante, el cambio más importante llegó con mi pregunta.
- Verá. No sólo he venido por la revisión. El hecho es que se ha producido una situación que no sé si es normal.
Se incorporó un poco en la silla y preguntó:
¿Qué pasa?
Pues que ahora no se me levanta sola. Al contrario, sólo consigo que suba cuando pienso en ello. Y que se me baje es lo mismo. No se me baja sola, sino que debo pensar en que esté flácida para que lo haga. Es como si tuviese un mecanismo de activación. He buscado por internet y no pone en ningún sitio que sea normal.
Mientras hablaba la cara de la doctora Pérez pasó de la preocupación a la curiosidad. Se le frunció el ceño y los ojos se le entrecerraron. Pasó a apoyarse en la mesa y me di cuenta de que llevaba el segundo botón de la bata desabrochado, dejando a la vista los sostenedores de color rosa que llevaba.
- La verdad es que no. No es malo, diría, no me he encontrado con un caso así nunca. He leído sobre ello en artículos de investigación, pero no creía que fuese una situación que se pudiese dar con los ejercicios que te recomendé y las pastillas que te di. – Se levantó de la silla y, mientras se dirigía hacia la puerta, me indicó que me sentase en la camilla con el brazo. - ¿Podrías hacerme una demostración?
Cerró la puerta con llave y se acercó hacia mí.
Me desvestí de cintura para abajo y, con el culo apoyado en la camilla, pero los huevos colgando, empecé a pensar en mi pene erecto. No pasaron muchos segundos hasta que llegó a su máximo esplendor. La doctora, que se había acercado, empezó a palparlo con los guantes, curiosa.
- ¿Podrías hacer que bajase ahora?
Asentí y pensé en el pene flácido. Como por arte de magia, bajó.
- ¿Podrías volver a…?
Sin darle tiempo a que terminase, asentí y volví a subirlo. Su cuerpo se levantó levemente de mí. Estaba de rodillas y parecía asistir a la resurrección de Lázaro. Con el movimiento se dio cuenta del botón desabrochado y se lo abrochó.
Es increíble, dijo completamente sorprendida. – Fue hacia una encimera dónde tenía gel y se puso un poco en los guantes. – Ahora te voy a palpar el pene. Necesitaría que lo dejes flácido y, cuando te lo pida, que lo pongas en estado erecto. Tengo que comprobar un par de cosas.
¿Pero es grave? – Pregunté medio asustado. La verdad es que cada visita que habíamos hecho me lo había palpado, pero nunca había mostrado tanta curiosidad.
No, tranquilo, ni mucho menos. – Se acercó y empezó a tocar el glande con movimientos circulares. Los guantes estaban muy fríos y di un pequeño salto en la camilla. – El hecho es que tienes un pene muy grande, un tamaño muy por encima de la media. Eso lo debes saber ya. La mayoría de los varones que tienen un aparato reproductor tan grande como el tuyo acostumbran a tener problemas de circulación y les cuesta horrores conseguir una erección satisfactoria.
Hizo un gesto con la mano que no estaba palpando mi pene para que lo subiera mientras continuaba hablando.
- Quiero comprobar que tu erección sea satisfactoria.
Mi pene empezó a crecer. Tardó pocos segundos en quedar completamente erecto. Con su mano agarrada a él y presionando con los cinco dedos, empezó hablar cada vez más despacio. - Me produce cierta curiosidad entender el porqué de esta situación.
Empezó a apretar un poco más con la mano, moviéndola de arriba abajo. Su boca empezó a abrirse ligeramente, y parecía que sus ojos sólo existían para contemplar lo que estaba tocando. Ayudada por la lubricación que le había provocado el gel desinfectante, continuó moviendo su mano arriba y abajo a través de todo mi miembro, que empezaba a palpitar.
No sabía porque, pero la miré y sonreí. Ella levantó su mirada y me devolvió la sonrisa. No me había fijado hasta ahora, pero llevaba rímel y se había puesto un poco de colorete en las mejillas. Le brillaban y sobresalían como cuando uno sonríe de verdad.
- Tendría que… Bueno, es igual. Si me permites. – Dijo sin dejar de mover el brazo.
Se escupió en la otra mano y, haciendo el gesto de enjabonárselas, se repartió la saliva. Con una mano me la cogió y con la otra me cogió los huevos. Sabía qué estaba haciendo, pero no me lo podía creer.
La verdad es que tampoco pude darle muchas vueltas, ya que no pasó ni medio minuto y no me pude aguantar. Supongo que notó como se me hinchaba, como el masaje que me daba con las manos empezaba a surtir efecto. La movía cada vez más rápido, como un crescendo deseado. Su sonrisa se acentuó y sus ojos se volvieron a desviar hacia los míos. Con la mano que tenía en los huevos hizo presión hacia el suelo y lo descargué todo.
No sé cuanto tiempo llevaba sin masturbarme, pero lo dejé todo hecho un cristo. Manché el suelo y parte de mi corrida sobrevoló la cabeza de la doctora Pérez, que apartó su cuerpo para no mancharse. Sin éxito.
Se levantó y cogió papel para lavarse la bata, la mejilla y parte de la boca que le habían quedado manchadas. Me lanzó un trozo y me dijo que limpiase el suelo. Una vez hubo terminado, se sentó en la silla y esperó a que me vistiese y sentase para proceder con la parte final de la visita.
- Bueno. El resultado no es el que esperaba, no sé qué te ha pasado, pero esto no puede volver a suceder.
Me pilló de improvisto. Iba a hablar, pero me dejo con la boca abierta.
- Entiendo que es una situación frustrante. Tan sólo con una pequeña exploración has eyaculado, pero entiendo que eres joven y aún no sabes controlar todos tus instintos. – Hizo una pequeña pausa y, aprovechando mi desconcierto, siguió. – Tendré que hacer más exploraciones, pero de momento no veo ningún indicio de nada extraño. Te voy a dar hora para dentro de 3 meses. Sigue con los ejercicios y sigue practicando este control que tienes, es muy bueno para tu salud que sigas trabajando así.
Terminó de darme instrucciones y dio por finalizada la visita. Fue todo bastante fugaz, la verdad, y me dejó un poco desconcertado. Fue una situación que me marcó bastante, imagino que por lo inusual. Analizándolo, y poniendo muchos años entre medio, entiendo que fue la primera vez que me corría delante de una mujer y la primera vez, también, que me invitaba a que me fuese cagando leches.
Salí de la consulta entre eufórico y desconcertado. No sabía cómo, pero en un par de meses había pasado de estar escondido en el baño del instituto por tener una erección sin controlar a haber recibido una paja, aunque fuese involuntaria, de la chica más guapa que había visto en toda mi vida. Ni treinta años tenía ese pibón y me había corrido en sus manos.
Si es que hasta mi vocabulario al pensar había cambiado. Notaba que algo dentro de mi era diferente. Ahora sé que fue la confianza que me dio esa situación, pero en ese momento pensé que lo mío eran superpoderes.