Mis alas

Que comenzaron a desplegarse no bien mi mujer me dejó.

Finalmente mi mujer me abandonó. Los dos últimos años no habían resultado para nada fáciles. Si bien nunca le confesé por entero "mis desviaciones", nuestra misma intimidad y el hecho de que ella fuera por momentos una chica capaz de percibir y alimentar los más recónditos deseos míos en materia sexual, le dieron tanta información como si yo hubiera hablado clara y abiertamente sobre mis tendencias.

En ese lapso, me abandoné en forma absoluta a mi pasividad. De hecho, en esos dos años no la penetré una sola vez. Sus orgasmos provenían de mis dedos, de mi lengua y alguna que otra vez, de las calenturas que se podía permitir sojuzgándome, azotándome si le venía en gana, haciéndome vestir su ropa interior e incluso en un par de ocasiones, cogiéndome mediante el arnés que ella misma compró, para luego de eso, degradarme e insultarme hasta quedarse afónica: "¡Puto! ¡Marica de mierda! ¡Impotente! ¡Hijo de puta arrastrado!" Y cuanta cosa más se le pudo ocurrir.

Supongo que ocasionalmente habrá tenido también sus placeres en relaciones con otros hombres, aunque no fue lo habitual, hasta que por fin, luego de una larga discusión que empezó, como generalmente sucede, con una pavada. su imposición y mi negativa a cortarme el pelo, decidió que se estaba volviendo loca compartiendo esa vida conmigo, me comunicó su resolución de irse y además me hizo saber que lo hacía porque se sentía feliz con un amante, con el cual conviviría.

Dos horas después de su salida, completamente desnudo, estaba bajando del escondite en lo más alto de un placard del sótano, la caja que no abría desde hacía doce años, desde el momento en que me pareció que podía controlar mi pasión por travestirme, para formar una familia y tener una vida algo más parecida a cierta normalidad.

Coloqué la caja sobre una mesa y lentamente pero con creciente excitación fui rompiendo las cintas de embalaje con las que había esperado mantener mi secreto a buen recaudo.

Mis piernas temblaban mientras iba subiendo por ellas una bombachita blanca, la primer prenda que saqué de la caja. Cuando la tuve ajustada por debajo de la cintura, mis manos parecieron haber adquirido independencia de mi cerebro, y acariciaron mis nalgas, el bulto delantero que no me había ocupado demasiado en disimular, mi cintura. Esas manos que subieron hasta mis pezones, duros, erectos y que se mostraron torpes por la ansiedad y excitación, intentando abrochar el corpiño en mi espalda.

Un vestido largo, azul, de chiffon, muy ajustado desde el escote que dejaba desnudos casi la totalidad de mis hombros, hasta las rodillas, para luego descender hasta los tobillos en un hermoso movimiento de godets que llenaba de caricias la parte inferior de las piernas, fue la continuación. Luego, sentado frente al espejo, me cepillé durante una hora el pelo y luego lo recogí en un bellísimo peinado que dejaba mis orejas al descubierto, para lucir los pendientes que elegí con placentera dedicación.

Mucho más que una hora me llevó el maquillaje. Y era así, porque no lograba concentrarme en la tarea. Frecuentemente, dejaba la crema, el rubor, o las sombras sobre la mesa, para tocarme, tocarme como hacía doce años que mis dedos no reconocían la forma de mi cuerpo, mis pezones, las nalgas, la pija ceñida por la lycra. Contenía a duras penas el inmenso deseo de pajearme, de dejarme ir en esa fiesta para los sentidos que eran tales momentos. Me detenía, caminaba hasta el equipo de sonido y dejaba que me acunara la música, o de pronto, la música de Dire Straits me impulsaba a dejar que mis pies se asociaran a la celebración y mis caderas recuperaran el ritmo abandonado hacía tantos años.

Me quité luego el vestido, me puse una finísima combinación, no tan linda seguramente como las que ahora se están poniendo de nuevo de moda y que, dicho sea de paso, me propuse comprar no bien recuperara mi vida algo del ritmo cotidiano, según me lo prometían mis pensamientos.

Así vestido, jugué aquella escena de "Nueve semanas y media", para un invisible amante, que en esos instantes no necesitaba.

Ensayé tonos de maquillaje, cambié infinitas veces el aspecto de mis ojos, me pinté las uñas, las de manos y pies, me perfumé. Me puse luego una ajustadísima pollera, muy corta con un top también ceñido. Cambié después totalmente el "loock" y me cubrí de gasa con un hermoso vestido color tiza. Me puse medias, zapatos con tiras hasta la mitad de pierna, de taco no muy alto, para luego usar unos enloquecedores stilettos de diecisiete centímetros, con un vestido extremadamente sexy, abierto en uno de sus costado hasta la cadera.

Finalmente, dejándome acariciar por mi joya más preciada, un imponente vestido de novia, abandonándome sobre la cama, me acaricié una vez más y sentí como mi leche ardiente impregnaba la bombacha y luego mis dedos ávidos que buscaron las últimas gotas para depositarlas en mis labios ansiosamente entreabiertos, en esa pagana celebración de mi vida renovada.

Me quedé yaciendo durante horas extendiendo y disfrutando del menor estímulo para cualquiera de mis sentidos. Sentir el fru fru de la tela de mi vestido, la contemplación de su larga cola, el tacto sobre el satén ciñendo mi pecho, todos, todos y cada uno, despertaban de nuevo el ardor de esa noche.

En algún momento me debo haber desnudado y colocado el blanco camisón con el que me encontró la avanzada mañana al despertarme. Inmensamente feliz, me puse un deshabillé y me preparé mi desayuno.

Y de pronto comenzaron los acontecimientos que darían vuelta mi vida como jamás se me pudo haber ocurrido.

Oí una llave en la cerradura de la puerta de calle, y antes de poder intentar ningún movimiento, estaban allí mi mujer y su hermano mirándome boquiabiertos durante segundos que parecieron horas.

¡Mirá Axel, mirá bien al puto de mi marido! ¡Vos que me preguntabas si no cabía alguna forma de arreglar la situación! ¡Convencete ahora! ¿Me querrías condenada al lado de esta basura?. Le dijo Natalia a su hermano, señalándome acusadora.

Caminó hasta mi. Tomó las faldas del camisón y la bata y los hizo jugar entre sus dedos, exhibiéndolos ante su hermano. ¿No te gustará a vos esta puta?. ¡Fijate, no está nada mal! ¡Imagino lo que haría con tu pija, cómo la saborearía! ¿No te tienta darte el gusto?

Axel nada respondió. Pero de inmediato se dio vuelta y se dirigió al dormitorio, llamando a Natalia:

¡

Vamos Natalia, no tengo todo el día para ayudarte con tus valijas!

Y durante las siguientes dos horas estuve allí sentado, mientras ellos trajinaban, cargando las cosas de Natalia en su auto. Cuando finalmente terminaron, ella vino de nuevo a la cocina y me preguntó:

¿

De dónde sacaste toda esa ropa que anda por ahí? ¿Estabas esperando que me fuera? ¡No podés ser tan hijo de puta, tan taimado!

Le pedí que me escuchara, esperé que se calmara y la invité a sentarse. Intenté contarle sintéticamente sobre mi vida anterior a conocerla a ella, pude demostrarle que mientras viví con ella, no hice nada distinto a lo que ella me permitió y facilitó, pero acepté también que nuestra separación parecía haber obrado como un quiebre en mi vida. No sé si comprendió algo, pero aceptó las explicaciones. Desde hacía un rato, Axel estaba sentado junto a ella y me había escuchado tan atentamente como ella logró hacerlo.

Luego de un adiós sin la agresividad de su llegada, ambos se fueron por fin.

Me recosté en la cama pero no dormí. Mi mente vagaba, procurando desentrañar el misterio de las siguientes horas de mi vida. Mis pensamientos recorrían mil distintos caminos, pero todos me llevaban otra vez, como antes de Natalia, al blindado armario que había sido mi vida. Ni siquiera dos minutos dediqué a la posibilidad de enfrentarme al mundo en otro aspecto que no fuera el del Román que el mundo conocía. No tenía la valentía necesaria o tal vez no había llegado la hora, no lo supe allí.

Casi atardecía, cuando me levanté, me bañé, repasé mi depilación, que ya llevaba tiempo realizando como una de las cosas que había consentido mi mujer y luego me vestí, preparándome para concluir el día con una buena cena. No tenía ese día la menor intención de ceder mi gusto a la comodidad y me vestí como para "salir a matar", frase que me arrancaba una sonrisa de placer cada vez que la murmuraba frente al espejo, mientras repasaba una y otra vez mis labios con un subido color morado, y más tarde, cuando me calzaba los zapatos negros de taco alto y fino. No usaba medias enteras porque había resuelto lucir un portaligas que me encantaba mirar a cada paso, al abrirse el tajo de mi falda.

Cuando sonó el timbre, casi me jugaron una mala pasada los tacos con el sobresalto, y de puro milagro evité caerme.

Me quedé congelado sin atinar a nada, hasta que escuché un golpe en la puerta trasera de la cocina y la voz de Axel que me pedía que le abriera.

Me dirigí a la puerta casi como autómata, aunque no tanto como para dejar de advertir tras los cristales, el renovado gesto de sorpresa de Axel.

Abrí la puerta, lo invité a pasar y a que me siguiera al living. Le pedí que se sentara y le ofrecí una copa que aceptó.

Mientras la servía, sentía sus ojos clavados en mi espalda. Me dí vuelta, y me dirigí hacia él, consciente de mi forma de caminar que no era la de Román. Me senté en el borde del sillón frente a él y también fui consciente que a pesar de los movimientos de mis manos para evitarlo, la abertura de mi falda dejaba ver hasta el puño de la media y el moñito del portaligas, lugares de los que aparentemente, Axel no podía mover los ojos. Hasta que rompió el silencio:

Debo confesarte que me siento bastante estúpido. Creo que no entendí nada de lo que hoy nos contaste, y no sé, se me ocurrió pensar que aliviada la presión que describiste, de todos estos años, tal vez pudieras volver a conversar con mi hermana. Ella se fue de aquí bastante confundida luego de escucharte. Pero ahora te veo, y no sé, creo que no debe quedar mucho por hablar, ¿no?.

Axel, quiero a Natalia, pero ya estoy seguro de no querer estar más con ella. No tengo la menor idea sobre que será de mi vida. Pero no quiero estar con una mujer.

¿

Acaso con un hombre?

Me reí.

¡

Nooo! ¡Por favor! ¡Al menos hoy y tal vez por mucho tiempo mis deseos distan mucho de eso! ¡Aunque Natalia haya supuesto lo contrario!

Y de pronto el clima había cambiado. Creo que los dos lo advertimos. Algo nervioso, me paré para poner algo de música, y mientras ojeaba los discos, sentí los pasos de Axel y antes de advertir que estaba muy cerca mío, sus brazos me habían envuelto por detrás y sus manos se cerraban en mi pecho. Su cuerpo se había pegado al mío y me bastó para advertir entre mis nalgas su erección.

Axel, yo

Pero sus labios apoyados en mi cuello debajo de la nuca, ahogaron cualquier otra palabra que pretendiera emitir.

Los únicos brazos que me habían apretado de ese modo en toda mi vida, fueron primero los de mi madre y luego los de Natalia. Brazos finos, suaves, acariciantes. Por primera vez, experimentaba las sensaciones de dos brazos gruesos, puro músculo, fuertes, ahogándome de posesión, dejándome la sensación de que nunca podría librarme de ese abrazo si el dueño de esos brazos no lo decidiera.

¿Y qué más?. Que de pronto supe que me gustaría comprobar las diferencias también con los labios. No sabía que esperaba Axel, ni porqué sucedia todo esto, pero giré mi cuerpo e hice lo mejor que supe para que su boca reparara en la mía. Y entonces lo supe definitivamente. Eran estos los labios que deseaba. Era esta la boca que necesitaba que apretara la mía. Era esta la lengua que debía jugar con la mía y meterse entre mis dientes. Mis manos se cerraron en torno a su cuello y mi muslo se deslizó entre los suyos. Mi cuerpo se dejó ir y en un instante estábamos sobre la alfombra, sus manos metiéndose bajo la blusa y el corpiño, aferrando y apretando mis pezones, mi boca pegada a su cuello ahogando mis quejidos de placer.

Luego mis manos buscando el hierro caliente de su verga, los dedos deslizándose bajo sus huevos, regresando, acariciando el glande, preparándolo para la ansiedad de mi lengua que mi mente ya sabía que inmediatamente lo buscaría. Él pensó diferente. Ya sin sus pantalones, casi arrancó mi bombacha, subió mis piernas sobre sus hombros y paseó la verga sobre mis nalgas y después sobre la raya buscando el camino. Sentí que con su propia saliva humedecía la cabeza de su pija antes de empezar a ubicarla en la puerta de mi culo.

Ahora yo gritaba casi ni sé que palabras, pero si sé con cuanta desesperación por trasmitir mi excitación y el desborde de pasión que aumentaba con cada movimiento.

Él también me hablaba, o me gritaba o murmuraba o gruñía. No sé con que palabras también me decía de su calentura, y reclamaba entrar dentro mío. Ayudé con mis manos abriendo las nalgas y en un instante lo sentí entrando.

El dolor me hizo gritar, para de inmediato reclamar que no cediera, que lo deseaba, que quería darle todo el placer que pudiera obtener de mi. El dolor crecía mientras se metía más y más dentro mío. Es inefable. Sé, estoy seguro, que no logro trasmitir nada de eso que se siente mientras que parecen desgarrarse las entrañas a cambio de sensaciones a las que ningún dolor me haría renunciar. Ahora el dolor cesaba. ¡Estaba todo dentro mío! Sis huevos apretaban mis nalgas como impulsando a su dueño a entrar más, más, hasta un infinito éxtasis de placer, que me pareció alcanzar, cuando empezó a bombear cogiéndome desesperado pero disfrutando y cuidando de mi placer como del suyo. Nuestros ritmos se acompasaron, nuestros movimientos aprendieron los secretos para coincidir en el máximo goce. Tal vez largo rato transcurrió, ensayamos todos los movimientos, variamos la posición de nuestros cuerpos, los mismos se alejaron por momentos y en otros se apretaron como para fundirse en uno. Fueron sus gritos los que me dijeron que se venía. Pude imaginar su leche deslizándose por el interior de mi cuerpo. La presentí antes de sentirla, hasta que un simultáneo estertor precedió el chorro caliente buscando muy hondo, mis entrañas.

Después gotas corriéndose por las nalgas. Mis dedos que no las dejaron caer, para traerlas a mi boca. Mi boca que buscó su glande para limpiarlo y luego el abrazo, la posesión sin fin, sus besos, los míos, las manos recorriendo agradecidas los instrumentos del placer, mi propia leche que sin saber como, también terminó en mis manos y en su boca y luego nuestros labios compartiéndola.

El comienzo de una noche increíblemente larga como principio de mi nueva vida, alcanza para confiarla hoy a esta especie de diario que ni siquiera sé si recibirá más confesiones. Mi calentura al revivir esos instantes me apremia y es aquí donde debo dejar de escribir.