Mis alas (3)

Otro momento. Otra historia. Pero los sueños son los mismos.

El chico, con catorce años razonablemente normalitos, de pronto descubrió un día, que amaba a un hombre.

El chico, yo, digámoslo desde ahora, se pasó horas embelesado escuchando hablar a Ismael. Era uno de los tantos fines de semana que con mi familia pasábamos en el campo. Era la tarde de un sábado más de aquellos en que luego de comer, nos reuníamos en el soleado patio a charlar, a veces nada más que a dormitar, o a escuchar la música con que, cuando tenían ganas, Javier con su guitarra e Ismael con el acordeón, nos animaban a cantar o a bailar.

Ese sábado la cosa venía de conversación. La cuestión política estaba en el candelero e Ismael exponía, con su voz profunda, de extrañas cadencias, acompañadas de sobrios y pausados ademanes con los que reafirmaba aún más sus ideas, sus pensamientos sobre las consecuencias de las inminentes elecciones, según los posibles resultados.

Y yo, sin entender demasiado del tema ni estar tampoco especialmente interesado en lo que se hablaba, me limitaba a seguir con avidez los gestos de Ismael, los movimientos de su cuerpo con los que enfatizaba o restaba relevancia a una determinada opinión, el brillo de sus ojos cuando lo entusiasmaba algo de lo que decía o escuchaba, la dureza de su rostro cuando le tocaba disentir con serena autoridad.

Ni sé bien en que momento me descubrí pensando que me gustaría que una de esas manos de tanta expresividad me acariciara. Fue como sentir crecer desde lo más bajo de mi espalda un estremecimiento de miedo y ¿tal vez vergüenza?. Hasta creo haber mirado a mi alrededor, como si la intensidad de mi pensamiento fuera capaz de producir un sonido o la turbación que sentía pudiera ser evidente a los demás. Tal vez giré la cabeza buscando una mirada de sorpresa, un gesto acusador, el atisbo de una burla, pero nada advertí. La mayoría de los miembros de ambas familias, parecían estar muy metidos en la conversación y aquellos que no lo estaban, parecían cuanto menos distraídos con su mente quien sabe dónde, mirando para cualquier lado, menos a mi.

Entonces, aún no sereno del todo, volví a concentrarme en Ismael que ahora estaba silencioso, escuchando. Pero me atreví a mirarlo de otra forma. Mis ojos se detuvieron en sus gruesos brazos, en sus músculos, producto del duro trabajo con el ganado, con las máquinas, incluso con la pala cuando la ocasión lo requería.

Mi mirada paseó por sus piernas, duras y perfectamente formadas, e inevitablemente en el bulto que el short que vestía permitía vislumbrar entre sus piernas. Sin embargo no podía dejar de estar como atontado por el descubrimiento de eso nuevo que me pasaba. No recordaba haber experimentado nada, ni siquiera parecido, en cualquier situación anterior de mi vida. Me había pajeado algunas veces, estimulado por fotos de revistas porno prestadas por algún amigo, en que suculentas mujeres parecían gozar mostrándome sus desnudos y esculturales cuerpos, o mirarme de reojo en tanto chupaban más de una pija de asombrosos tamaños. No recordaba haberme detenido siquiera un instante en los cuerpos masculinos y hete aquí, que de pronto estaba comenzando a experimentar una muy agradable erección contemplando y escuchando a mi amigo, dicho sea de paso, mucho mayor que yo, ya que aunque no lo sabía con precisión, podía estimar su edad en alrededor de treinta años o algo más tal vez.

Y tanto se desbocaban mis pensamientos que ya comenzaba a tratar de imaginar como sería estar desnudo apretado contra ese cuerpo que delante mío, a no más de tres metros, estaba ejerciendo esa especie de magnetismo de polo opuesto que me arrastraba irremisiblemente por los tumultuosos rápidos de mis descontrolados pensamientos.

En un momento, la mirada de Ismael, vagando por los rostros de su auditorio pasó por el mío, por un instante como uno más. Pero su gesto se detuvo y sus ojos volvieron a mi cara y se quedaron clavados en ella. ¡Me sentí morir! ¡Me puse estúpidamente rojo de vergüenza, de temor, me sentí desnudo ante esos ojos que me taladraban!. Pero mi tortura terminó, cuando la mirada se apartó de mi, circunstancia que aproveché para levantarme con un denodado esfuerzo para aparecer haciéndolo distraídamente y me alejé del grupo.

Cuando me alejaba, me crucé con Luisa, la novia de Ismael a la que me sorprendí mirando con odiosos celos, mientras ella con cordialidad me preguntaba si me había hartado de tanto "arreglar el mundo".

Un par de semanas después de esa reveladora tarde, la voz de Ismael me sacó bruscamente de mi ensimismamiento, tomando sol, tirado en el pasto, cuando me llamó y me pidió que lo siguiera.

Lo hice sin hacer comentario alguno y se dirigió a su casa, distante unos cien metros de la casa principal. Una vez allí, cerró la puerta con llave y se sentó en un sillón del living, animándome para que me aproximara. Ya frente a él, me heló con una orden: "Desnúdate", me dijo. No hice ningún movimiento, no porque hubiera pensado en negarme, sino porque no salía de mi sorpresa. Él repitió, ahora con un tono más enérgico: "Desnúdate". ¿Qué iba a hacer? ¿Podía saber lo que hacía?. Me quité la camisa, vacilé un instante, pero su mirada fue suficiente, para que me quitara las zapatillas y luego, desprendiéndolo, dejara caer el pantalón.

"Todo", Indicó. Me quité entonces el calzoncillo y ya totalmente desnudo, me quedé parado frente a él, supongo que en la situación más ridícula que recordaba haber vivido. "Ven". Acorté los tres pasos que me separaban de él. "Ponte esto", me dijo, mientras su mano que había tomado algo que había en el sillón se extendía hacia mi. Tomé lo que me ofrecía y me di cuenta que no era otra cosa que un vestido de mujer. Lo miré interrogante ante lo cual él reiteró: "Que te lo pongas, te dije". Obedecí y me dí cuenta que era un vestido de Luisa. Cuando terminé de deslizarlo por mi cuerpo, hizo un gesto de aprobación, estiró su mano que tomó la mía y prácticamente me arrojó sentado sobre sus piernas.

Su brazo rodeó mi cintura y mientras me miraba fijamente, con su respiración evidentemente acelerada, su mano libre comenzó a acariciarme. La espalda, el cuello, la nuca, los brazos. Ahora mi pecho, sus dedos atraparon un pezón y sentí como lo apretaba hasta casi hacerme doler. "¿Te gusta?". Asentí sin decir nada. "Lo sabía", reafirmó. Entonces impulsó mi cuerpo mientras abría sus piernas de manera que me deslicé hasta quedar semiarrodillado entre ellas. Con un rápido movimiento desabrochó su pantalón y tomando mi mano la dirigió hacia la abertura, guiándola hasta que sentí la carne palpitante de su miembro ya duro y exigente. Ahora con un tono más suave y algo entrecortado me pidió_ "Bésalo". Con algo de torpeza por la posición en que estábamos, lo moví por debajo del calzoncillo y el pantalón hasta tenerlo por fin ante mi vista, a centímetros de mi cara, de mi boca, que apenas debió ensayar un pequeño movimiento para dejar que mis labios se posaran sobre el glande ya enrojecido. "Ahora chúpalo". Y no fue obstáculo la falta absoluta de experiencia, para que lo introdujera en mi boca y comenzara a saborearlo. Y ya no necesité más indicaciones ni él estuvo en condiciones de dármelas, porque se entregó de lleno al placer que mi lengua ávida y como desprendida de mi, de mi mente, empezó a proporcionarle. Ni idea tengo del tiempo que pasó, aunque tal vez para mi fueron sólo segundos. Sé que ensayé todos los movimientos con la boca, la lengua, los dientes, las manos, que la pasión que me ganaba a cada instante me sugería. Sé que mi boca recorrió un extenso territorio, bajo la verga, en sus huevos, por encima de ella, subiendo por su abdomen, que mis manos también aprendieron a buscar sus tetillas y acariciarlas y apretarlas, que hicieron su camino por debajo de sus muslos, acercándose, curiosas a sus nalgas, hasta que él giró algo el cuerpo para facilitarme el camino y entonces mis dedos pudieron encontrar su agujero e incluso atreverse a hurgar un poquito en él, logrando sus primeros suspiros. Pero no tuve tiempo de mucho más; la urgencia de sus movimientos me lo advirtió, provocando la aceleración de los de mi boca, y en el instante siguiente su leche se derramaba por mi cara y se perdía en el fondo de mi garganta. Me abracé con fuerza a sus piernas, apreté mi cara contra su cuerpo y dejé que mi mirada siguiera el escurrir de cada gota por su muslo, dejando que mi lengua, aún ávida, las fuera capturando una a una. Mientras lo hacía y miraba sus ojos cerrados en su cabeza echada hacia atrás, apenas necesité posar mi mano derecha, sobre el vestido, para acariciar mi propia pija, y no hizo falta más para que yo también sintiera correr mi jugo que empapaba la sedosa tela.

Él me izó por los brazos, rozó apenas mis labios con los suyos y luego dejándome alli mismo, en el piso, se incorporó, se arregló la ropa y dejó la casa, con un portazo al salir.

No me había repuesto de la sorpresa que su actitud me había causado, cuando se abrió la puerta para dar paso a la estupefacción con que Luisa y mi madre se quedaron allí paradas, intentando supongo, comprender el sentido de Gustavo, yo mismo, tirado en el piso, vestido con la ropa de la novia de Ismael.

Total qué. ¡Vaya! Que se armó un lío de mil diablos. Casi arrastrado de ambos brazos por ambas mujeres, sin hacer el más mínimo caso de mis quejas y casi gritos, me sacaron de la casa, así como estaba y aún descalzo, y me llevaron a la casa principal, en la entrada de la cual, y sumadas por el alboroto estaban las dos familias en pleno. Que por supuesto, el asombro fue general, ni necesito decirlo. Que los insultos, las quejas y los adjetivos "descalificativos", formaron casi una cascada retumbando en su caída sobre la escalinata de la casa. Cosa extraña: Detrás de la turba, indolentemente apoyado en una columna, Ismael, con un cigarrillo en la mano, me miraba sonriente sin pronunciar palabra.

Como una hora después, aún luciendo el vestido de Luisa, sentado en el banquillo de los acusados, sobrellevaba como podía los reproches de mi madre, los insultos de Luisa, los gestos de asco de la madre de Ismael, la mirada divertida de su hermana y de la mía, y los más variados comentarios de los dos hermanos de Ismael y de sus respectivas esposas.

Más tarde, todos fueron volviendo a lo suyo, pero "el marica" seguía allí, condenado a quedarse sentado, esperando vaya a saber que.

Por la noche, siempre con el mismo vestido, viajaba hacia nuestra casa, arrinconado en el asiento trasero del auto conducido por Ismael, mientras mi madre a su lado seguía hablando de su desdicha por tener un hijo "como yo", y mi hermana, sentada al lado mío, seguía divertida, soltando cada tanto una que otra risita, y dejando caer ácidos comentarios sobre el comportamiento de "su hermana, la puta".

Con el nuevo día y a pesar de todo, mi vida recuperó aunque sea una superficial normalidad. No se habló más del asunto, salvo las alusiones de tanto en tanto de ¿quién pues?, claro, de mi querida hermanita.

Pasaron dos meses hasta el estallido de la bomba: Claro está, en ese tiempo no aparecimos por el campo. Pero un día un llamado telefónico dejó congelada a mi madre. Cuando colgó llamó a mi hermana y luego de un rato también a mi.

Cuando entré en la cocina, donde ambas estaban, me miraban como si estuvieran en presencia del mismísimo demonio. Fue mi hermana, ¡cuándo no! quien hizo el primer comentario: "Oye, que te has tirado al mejor macho de esa casa, ¡vaya con mi puta hermana! ¡Y pensar que yo también me hacía pis por ese guapo!". Y mi madre: "¿Qué te hizo Ismael?". Ante mi gesto de desorientación, tal vez algo simuladito, ¿para qué negarlo?, mamá entró de lleno en la etapa informativa. "Me habló Lucía. Al parecer, no sé bien cómo, Luisa descubrió algo que pasó con ustedes dos. Lo cierto es que se pelearon Ismael y ella como perro y gato, Luisa le tiró a Ismael el anillo por la cara y se fue a su casa. Ismael, que se quedó lo más tranquilo y no dijo ni mu. ¿Qué pasó con ustedes?".

Y entonces sentí que había llegado el momento. Yo no me parecía ya en nada al que había sido hasta aquel bendito sábado y decidí, que esa nueva persona que había aparecido, tenía, como mínimo, el derecho de explorarse y conocerse. Y para ello, ¡Basta pues de misterios!. "Estoy enamorado de Ismael. No sé que le pasa a él conmigo, pero usé ese vestido para él, porque él me lo pidió y pienso volver a usarlo, si con eso logro que me mire de nuevo como me miró aquel día". Listo. Ya está. Lo dije. Y en ese momento no hubo ya más bromas de mi hermana. Ni quejas de mi madre. Fui a mi habitación y ella me siguió. Me recosté en la cama y ella se sentó cerca de mí. Hablamos durante lago rato. O mejor, hablé yo. ¿Qué podía decir?. Conté exactamente lo que ustedes ya han sabido.

Cinco días después, con dinero de mi madre y la ayuda de mi hermana, empecé a comprarme cosas de mujer. Pero aún antes de ese día, ya Carola me había abierto los lóbulos de las orejas y me había regalado un par de aros precioso. Me había depilado, dando forma a mis cejas y me había enseñado los primeros rudimentos del maquillaje.

¿Todo esto para qué?, se preguntaban ambas. Hasta que Ismael llamó para preguntarle a mamá si nos habíamos perdido, tanto hacía que no íbamos al campo. Y mamá no tuvo mejor idea que decirle algo así como "¡Claro que iremos esta semana!. Las chicas y yo". Y nos dijo que mientras hablaba, pensaba que yo podía estrenar el vestidito de seda que me habían regalado el día anterior, aunque pensó, me haría falta un par de zapatitos apropiados, con "algo de taquito, no mucho por ahora", dijo. Que esa misma tarde elegimos.

Mamá no quiso que Ismael pasara a buscarnos con su auto. Prefirió que fuéramos en un taxi. Según ella, lo único que le faltaba era "comprobar la reacción de Ismael cuando me viera, frente a todos".

Giré mi cuerpo para bajar del auto y apoyé mi zapato con taco en el césped frente a la casa en que nuevamente la familia esperaba. Una especie de terror súbito me inmovilizó por un par de segundos. Carola apoyó su mano en la mía, aspiré hondo, me arreglé el bretel del corpiño que se me había deslizado un poquitín, y tomé la mano de Ismael que se tendía para ayudarme a bajar. Ya fuera del auto me incorporé, para sentirme fuertemente estrechada entre sus brazos y recibir sus labios que buscaron los míos.

Y fue solamente el comienzo de la historia.