Mírame, Miguel, que soy bonita

Donde sigo confesando cómo me excita que me miren cuando me desnudo y me masturbo...

Mírame, Miguel, que soy bonita

Lo dice mi abuela de Antequera: "Mírame, Miguel, que soy bonita". Mi otra abuela, la de Málaga, dice muchas cosas, pero esa no. La abuela de Antequera es sabia. Pienso que, de joven, le debió gustar que la miraran como a mí me gusta. Repite siempre la misma frase. Y yo busco a Miguel.

No necesito que me enseñe la partida de nacimiento. Cuando dé con él lo sabré. Dará igual cómo se llame. Para mí será Miguel.

(Me estoy desnudando por dentro. Avergüenza más que quitarse la ropa. También excita más. Pretendo enseñaros como soy, revelaros mis deseos oscuros y mis sueños más húmedos y calientes. Escribo a salto de mata, tal y como me vienen las ideas. Es bueno sentir el tacto de vuestras miradas en mis pechos, pero prefiero mil veces que escarbéis en lo más hondo e íntimo de mi forma de ser).

"Mírame, Miguel, que soy bonita". Yo tenía diez años ágiles y escurridizos como ardillas. Jugábamos en las afueras de Antequera. Me encantaba subir a los árboles a robar nidos. Tanto me daba un árbol como otro: Algarrobos, olivos, higueras, cerezos… Me encaramaba a los troncos y los chiquillos me miraban las bragas. Nunca quise ponerme pantalones. No me importaba rasguñarme los muslos en los salientes de las rugosidades de la corteza. Notar como me miraban compensaba de cualquier incomodidad. Una tarde llegué la primera a nuestro lugar de reunión, pensé lo que pensé y me quité las bragas. Las escondí en el tronco hueco de un olivo. Esperé que llegaran los chicos. Venían también niñas, pero solo me importaban ellos. Aguardé con el corazón retumbando en el pecho. Respiraba fuego. Las piernas no me sostenían. Sentía el estómago vuelto del revés. Llegaron y me encaramé al cerezo de junto a la balsa de riego. Me puse en pie sobre la horcadura, cerré los ojos y aguardé. Jamás me he sentido tan viva como en aquellos momentos de párpados cerrados y oídos bien atentos. Apretaba los nudillos de las manos contra los muslos que mantenía ligeramente separados para dejar a la vista la entrepierna. Los chicos se quedaron embobados. Tardaron en reaccionar. Me contemplaron a su sabor. Sus miradas me tocaban, como si fueran dedos, la juntura de los glúteos y la pequeña y niña herida vertical del sexo. Luego uno de ellos gritó "¡Nieves no lleva bragas!" y se rompió el encanto. Se alborotaron, rieron, comenzaron a burlarse. Bajé de un salto y apreté a correr hasta perderles de vista. Aguardé a que se fueran para recoger las bragas del tronco hueco del olivo, ponérmelas y volver a casa de la abuela.

Mientras estuve en lo alto del cerezo repetí mil veces su frase favorita: "Mírame, Miguel, que soy bonita". Pero entre los chiquillos no había ningún Miguel. Tampoco –y vuelvo al presente, ahora ya he crecido- el vecino de la puerta 16 es Miguel. Aunque se le parezca.

Si habéis leído otros relatos míos –éste es el cuarto que publico- ya conocéis a mi vecino y sabéis que me espía cuando me desnudo. Lo hace de ventana a ventana. Finjo no darme cuenta y no paro de provocarle. Soy así de puta. Pero a lo que iba:

El vecino de la puerta 16 fue Presidente de la Comunidad de Vecinos hace un par de años. Mi padre me encargó que le llevara un sobre y se lo entregara en mano. Allá que fui. Yo vestía de andar por casa, que la puerta 16 está en nuestro mismo rellano de escalera: falda vaquera por la rodilla, jersey holgado y zapatos planos. Su señora, una rubia teñida y gorda, abrió la puerta y me acompañó al despacho de su marido. Allí estaba la ventana que enfrentaba con la mía. El vecino, grueso, calvo, cincuentón, recogió el sobre y me miró de arriba abajo. Sentí una sacudida en la boca del estómago. Sí. Eso era. El vecino conocía mi cuerpo. Lo había visto muchísimas veces. Sus ojos rebuscaban ahora por debajo de la ropa, atravesaban el jersey y manchaban mis pechos. Se me endurecieron los pezones. Su mirada era sucia y ponzoñosa. Traspasaba falda y braguitas y se enredaba en los vellos ensortijados de mi sexo. Me desnudaba con la vista. Yo era consciente de que me desnudaba y me iba excitando más y más, en pie frente a él, a dos pasos de su mujer que sonreía sin percatarse de nada, totalmente ajena al subidón sexual. El tiempo parecía haberse detenido. La mirada del vecino era culebra que me serpeaba por el cuerpo, rodeaba mi cintura y se asomaba al pozo fruncido de mi ombligo. Yo me dejaba hacer, pasiva y ofrecida, disfrutando de saberme valorada como hembra y ninguneada como persona. Mírame, Miguel, que soy bonita. Cuando fue imposible alargar las frases corteses que ocultaban la sexualidad del encuentro, me di la vuelta y me viste el culo, vecino de la puerta 16. Lo viste a través de la falda vaquera, pese al grosor de la tela. Te gusta mi culo ¿verdad? Sé que te masturbas mirándolo desde esta misma habitación, con las luces apagadas, oculto tras la cortina. Te imagino cada noche, la bragueta abierta, la polla fuera, rígida y gorda, dándole a la mano porque te gusta mi culo. Separé las piernas como hacía de niña en la horcadura del cerezo. Noté como tu mirada me palmeaba el trasero, en tanto tu mujer teñida y gorda me acompañaba a la puerta y me daba recuerdos para mamá. Adiós, vecino. No eres Miguel pero casi, por muy calvo y cincuentón que seas. Me pones. Me calienta que me mires. Tú lo sabes. O lo sueñas, que viene a ser lo mismo.

El vecino de la puerta 16 juega al póquer con los amigos cada viernes y esas noches lo echo de menos. Sale. Juegan no sé donde. Menos el viernes último.

Coincidí en el ascensor con tres de sus compañeros de partida de cartas. Les vino justo para saludarme. Iban a lo suyo:"Tengo el presentimiento de que esta noche ganaré" "Yo también". Bobadas. Tonterías de hombres. Ninguno de los tres cumplía los cincuenta. Desechos de tienta.

Llegó el momento de irme a dormir. Entré en mi cuarto sin encender la luz. La ventana de enfrente estaba iluminada. Jugaban allí. Les espié un rato, amparada en la oscuridad. Eran seis en total. Jugaban, fumaban, bebían. La señora de la casa les deseó buenas noches y se retiró. Encendí la luz. De inmediato se apagó la del despacho del vecino. Como si estuvieran conmutadas. Como si el vecino les hubiera hablado a sus amigos de mí. Como si estuvieran esperándome. Como si quisieran verme desnuda.

Decidí superarme como la ocasión requería. Ya lo decía mi abuela de Antequera: "Mírame, Miguel, que soy bonita". Solo en mi niñez de nidos ajenos robados y nido propio ofrecido tuve tanto público. Seis pollas, seis, de la acreditada ganadería de los cincuentones, a disposición de la nena. Seis instrumentos de garañones viejos y vividos, casi seis reliquias que yo podía resucitar. Verga, levántate y anda. O, al menos, pulsa, late, inflámate. Seis inflamaciones en busca de esta autora. De estas tetas mías. De este coño.

Me desnudo despacio. Me quito la falda y permanezco una eternidad con sudadera y braguitas trajinando por el cuarto. Noto los zarcillos de seis miradas asidas a mis tobillos, a mis rodillas, a mis muslos. Me aproximo a la ventana y me saco la sudadera por la cabeza. Nunca llevo sujetador. Mis pechos quedan libres como alondras. Me gustan mis pechos. Son dulces y redondos. Medias lunas amigas. Cálidas cazoletas coronadas por areolas extensas y granulosas y pezones morenos. Me tumbo en la cama. Todavía conservo las braguitas. No deseo dispersar la atención. Mis tetas son, de momento, las reinas de la fiesta. Sostengo cada una en una mano y dejo que dedos revoltosos rocen los pezones, les den golpecillos suaves que van ganando en fuerza y les enseñen que las uñas pueden dar gusto de veras si se clavan ligeramente en el bultillo cada vez más voluminoso en que culmina cada pecho. Me encanta tocarme las tetas aunque no me miren. Si hay seis tíos espiándome ¿para qué os voy a contar? Es fuerte de veras. No conozco nada mejor. Sé que no es normal. La mayoría de las chicas quieren enamorarse y vivir una eterna luna de miel. Yo prefiero que me miren los hombres. Que me deseen. Que me espíen. Que se la meneen mirándome. Sacarles la leche si más esfuerzo que el de acariciarme yo. Mírame, Miguel, que soy bonita. Una gozada.

Me quito las braguitas muy despacio, como a cámara lenta. Las miradas de la panda de la puerta 16 golpean como puños en mi monte de Venus, trenzan los pelillos de mi pubis, chocan blandamente en los labios mayores. Cada choque, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, me invita a segregar jugos. Los segrego, me rebosan el sexo, se deslizan por mis ingles. Necesito tocarme porque sé que me estáis mirando. ¿Valgo tanto como un póquer de ases? Ved como separo las piernas. Pongo la almohada bajo mis riñones. Así me veis mejor el coño.

Va por vosotros. Comienzo a acariciarme. Me enerva frotarme el clítoris con la palma de la mano. Es un roce ligero, de los que deseas que duren y duren y que no se vayan nunca, de los que dejan con ganas de más. Me toco con ternura, golferío y desesperación entremezclados en el tacto y en la sensación. Quiero poneros muy calientes. Vamos a masturbarnos juntos ¿os parece? Separo con dos dedos de la mano izquierda el capuchón que tapa el botoncillo del placer. Mirad el botoncillo. Se llama clítoris. Ahí es donde tenemos el gusto las chicas. ¿Os pone cachondos mirarlo? ¿O preferís la abertura del coño? Aquí la tenéis. Podéis imaginar lo que os venga en gana. Solo os pido un favor. Que os corráis. Que me acompañéis. Me masturbo porque estáis ahí, mirándome o leyéndome. Me excitáis y deseo excitaros. Estoy cachonda. Pretendo poneros a mil. Si no lo consigo es que no valgo para nada. Mirad mis pezones. ¿Os gustaría morderlos? Contorneo los bordes inflamados de los labios del sexo. Acaricio con suavidad la hendidura. Separo los muslos todavía más e introduzco un dedo en la vagina. Mejor dos dedos. ¿Lo veis bien desde ahí? Estoy desnuda por fuera y por dentro, porque os estoy confesando mi verdad. Te gustaba mi culo, vecino. Aquí lo tienes. Aquí lo tenéis. Mírame, Miguel, que soy bonita. Crece la intensidad de mi desasosiego. Se espera el velo denso que me dificulta respirar. Se acelera el ritmo de los dedos dentro de mi sexo. La tensión pugna por liberarse, hierve en el cazo del cuerpo presta a derramarse, rebosa, estalla, se convierte en terremoto y gemido, en tsunami y explosión. Sé que vosotros también estáis llegando y grito, me arqueo, se me envaran los músculos en contracciones totales y cíclicas, en sacudidas poderosas que me llevan a lo más alto, y sé que vosotros llegáis conmigo, ventana con ventana, jugo con jugo, esencia con esencia, y que juntos resbalamos por la pendiente de la resaca del orgasmo.

"Mírame, Miguel, que soy bonita". Pienso que Miguel eres tú. ¿Me equivoco?