Miradas: la librería

La campanilla me alertó a mí de la entrada de un hermoso cuerpo, cubierto por una camisa larga, azul vaquero, ligera. El contraluz delataba la ligereza del tejido y enseñaba el triángulo que su pubis formaba con sus muslos.

El sol se encaminaba ya hacia la línea del horizonte, pero, a esa hora, aún se colaba la luz con intensidad por las cristaleras donde se exponían libros, material escolares y algún que otro objeto de reclamo infantil. El interior de la librería, junto al mostrador, estaba inmerso en una suave penumbra, sólo la luz natural que llegaba del exterior rompía una sensación de cierta calma. La zona más cercana a la calle recogía esa luz solar matizada por el leve tamiz tintado de las cristaleras.

Entró con unas gafas de sol enorme, de esas que ocultan no sólo la mirada, también los pómulos y en algunos rostro diminutos mucho más. Rubia. El cabello largo casi hasta el inicio del trasero. Delgada, muy delgada. A pesar de la dificultad que oponían las gafas, yo diría que de casi 40 años. Delgada, muy delgada, fibrosa. Al traspasar el umbral, la campanita alertó a la dependienta, que rebuscaba mi pedido en la trastienda, de la llegada de un nuevo cliente. La campanilla me alertó a mí de la entrada de un hermoso cuerpo, cubierto por una camisa larga, azul vaquero, ligera. El contraluz delataba la ligereza del tejido y enseñaba el triángulo que su pubis formaba con sus muslos. Un triángulo indeciso, casi pendiente de formarse. La delgadez de sus muslos no permitía excesos.

La dependienta asomó la cabeza para preguntarme algo y ella aprovechó para solicitar una información. “Mira en las estanterías de abajo y en cuanto termine con este hombre estoy contigo”, le contestó. Ella se giró y el contraluz me enseñó el dibujo de sus bragas, pequeñas, blancas. Empezaba a ponerme nervioso. Dejé de prestar atención a la dependienta que seguía afanada en la trastienda y de cuando en cuando me consultaba algún detalle.

La mirada se enfocaba sin control en el trasero de la delgada y transparente rubia. Se agachó para rebuscar en la estantería inferior y pude comprobar, ya sin difusas telas, que el color de las bragas era blanco. Parecía no tener conciencia del escaso tamaño de la camisa con la que se cubría brevemente las piernas. Más que agacharse se inclinaba y elevaba el trasero. Sólo un poco la primera vez, para dejarme intuir el inicio de la tela que ocultaba su coño. Mucho más la segunda vez, mostrando la redondez de los glúteos, prietos, duros como piedras. Desvergonzadamente una tercera ocasión, sin pudor, mostrado su trasero a mi mirada nada discreta.

La dependienta volvió al mostrador con mi pedido. Ella se giró para confirmar que aún no tenía lo que venía buscando y se quitó las gafas oscuras, enormes. Yo me quedé mirando su rostro, deseando que volviera a rebuscar entre los libros y se diera la vuelta.