Milagros

...La até a las columnas del cabecero y el pie de la cama. Se dejó hacer, confiada. Estaba tensa, quizá ilusionada por la dominación. La tapé los ojos con un pañuelo y me volví al salón...

—¿Podría rellenarme este formulario, por favor? —escuché mientras caminaba hasta la sala de exploración.

—Claro, faltaría más —contestó una voz femenina, nasal, algo estridente. Arrastraba las eses y entonaba con autoridad, confianza. Pero era una seguridad irreal, producto de una aversión natural hacia nosotros. Incluso noté algo de aprensión en la última palabra.

Mmm, pensé, una nueva clienta.

Aminoré el paso y giré la cabeza lo suficiente para poder atisbar por la puerta entornada de la sala de espera.

Mujer, morena, en la treintena. Gafas de pasta de color oscuro, cristales estrechos. Ojos grandes, verdes o azules o una mezcla. Cejas espesas y perfiladas. Pómulos marcados, nariz fina y alargada, labios gruesos y pintados de cereza madura. Maquillaje superficial, casual. Mentón cuadrado, mandíbula recta. Cabello castaño, mechas oscuras. Moño desenfadado, adornado con finos mechones resurgiendo como surtidores de la confluencia entre moño y cabeza. Cuello fino, remarcado por el cabello recogido. Gargantilla de plata; precisa adornos para remarcar su belleza ya de por sí generosa. Pendientes grandes, también de plata; imprimen dinamismo a sus movimientos.

Francisco, el ayudante, se vuelve y oculta con su cuerpo el de la mujer.

Somos cuatro doctores en la clínica. Tres hombres y una mujer. Yo soy la mujer.

No es fácil ser higienista buco-dental y mujer a la vez, como supondrán. Le pides a un paciente que abra la boca y notas como mantiene los labios abiertos, las piezas dentales a la vista, la lengua replegada, la saliva acumulándose. Pero sus ojos zigzaguean aterrorizados cuando te ven empuñar la cureta. El sonido es agudo, chirriante, un taladro en miniatura. En manos de una hembra asusta, hiere al alma directamente. Los hombres chorrean saliva, su mirada se encomienda a su dios; las mujeres tiemblan, palpitan sus párpados de incrédulo pavor.

Al principio sus temores eran los míos.

Prejuicios, sospechas, desconfianza… qué se yo. Pero soy buena, lo sé. Aunque no puedo evitar ser mujer. Un hándicap. Ya me lo dijo mi padre, afamado rompe-ilusiones e hijo de puta a partes iguales, "las tetas y los dientes no casan, Virtudes, búscate otra especialidad". Pues no, papá, dientes quise y dientes tengo.

Una hora más tarde entro en la sala de exploración B y sobre la silla ergonómica tengo a la mujer.

Está de espaldas, pero es ella; moño desenfadado, con surtidores de mechones. A su lado está Joaquín, enfermero diplomado. Muy sonriente, condescendiente, con las manos revoloteando sobre ella. Claro, la mujer es guapa. No se percatan de mi presencia.

Pero es una belleza fría, inaccesible para ti, Joaquín.

La silla está reclinada y ahora distingo un vestido morado de dos piezas. La chaqueta está colgada de una percha cercana. Blusa de satén, escote sugerente pero solo desde mi posición. Pechos revoltosos, sujetador algo suelto. Tiene los dedos cruzados y descansa las manos sobre su vientre, sobre la confluencia de la blusa y la falda de tubo. Medias oscuras, impolutas.

—Buenos días —digo cuando Joaquín está a punto de posar una mano sobre las de ella.

Joaquín se pone tieso, como un niño pillado in fraganti metiendo sus manitas en el bote de los chuches. Este chuche no es para ti, Joaquín, no es de tu tipo.

Es del mío.

—¿Está cómoda, Milagros? —pregunta Joaquín, dando un paso hacia atrás. Un último intento. Que no te enteras, chaval.

Una limpieza. Algo de sarro, sí. No demasiado. Encías sanas, un principio de caries en el segundo molar superior, nada grave por ahora.

Asiente tras la limpieza y me acerco a su lado, sentada sobre la butaca. Joaquín ha marchado hacia la sala de espera, ya no es necesario. Me quito la mascarilla y le pido que abra la boca de nuevo. Ya no tengo interés de galeno. Es otro interés.

Me gustaría quitarme los guantes de látex y sentir sobre el dorso de mis dedos posarse sus labios gruesos.

Su mano toca mi muslo, a través de la bata. Algo casual, todo muy casual. Está tentando, preguntando con el gesto, conociendo posibilidades,

Las hay, Milagros, claro que las hay, ¿por qué no?

Descruzo las piernas. Ella parpadea, captando mi respuesta nada sutil.

—En recepción le darán una tarjeta con el número de la clínica. En unos seis meses deberá hacerse un chequeo; hay que vigilar esa caries.

—¿Y si quiero que me atienda usted?

—La atenderé yo.

—Virtudes me dijo que se llamaba.

Asiento con la cabeza.

—Me he sentido muy tranquila con usted, Virtudes. No me había ocurrido antes con ningún dentista.

Sonrío halagada. Sus dedos acarician mi bata. Mantengo la sonrisa.

—Es usted muy competente, muy profesional.

—La veremos de nuevo por aquí entonces, ¿no?

—Esté segura de ello, Virtudes.

Se levanta y se coloca la chaqueta. Clak, clak, hacen sus tacones al golpear el piso de mármol. Algo más alta que yo; no llevo tacones, por lo que estaremos parejas.

La acompaño a recepción. Solicito a Gertru, la secretaria, una tarjeta de visita. Se me cae al suelo cuando se la tiendo a Milagros. "Perdón". Ella se agacha, yo me agacho. Sus rodillas clarean tras las medias estiradas. Rodillas ligeramente separadas, permitiéndome atisbar la confluencia oscura de sus muslos. Escamoteo la tarjeta y la proporciono una sacada del bolsillo de mi bata. No se ha dado cuenta. O sí, pero no muestra sorpresa ni varia su sonrisa de disculpa.

Sale de la clínica sin volver la cabeza hacia atrás. Buena chica, ni yo sospecharía.

Por la tarde conduzco hacia mi casa, en las afueras. Suena el móvil. "Número desconocido", muestra la pantalla. Activo el manos libres.

—Buenas tardes, Milagros.

Unos segundos de vacilación, se oye crepitar al altavoz con su respiración agitada. Duda. ¿Qué estoy haciendo, dónde me meto, qué busco?, se preguntará.

—Hola, Virtudes.

—En mi casa, calle Pelícano número 12, 3 A —la indico sin ambages.

—¿Una cena?

—Es posible —respondo tras un instante.

Me detengo en un semáforo y la escucho respirar fuerte, un suspiro, luego un carraspeo. Desea preguntarme algo, pero duda, no lo tiene claro.

Nada en esta vida está claro, Milagros. Hay cosas más o menos seguras, casi certeras. Otras no, hay que arriesgarse.

—¿Qué llevo puesto? —pregunta al fin.

Sonrío. Menuda chiquilla. Está confusa, insegura. Ese traje serio, esas facciones angulosas y aquel moño desenfadado, discordante, con ese surtidor de mechones clamando un poco de atención.

Corto la llamada. Ya es hora de que decidas tú, Milagros.

Suena el timbre de casa. La pasta está casi terminada. Capelettis a la romagnola . Abro la puerta. Clak, clak, suenan mis tacones sobre el parqué.

Abro la puerta. Milagros alza la vista y esboza una sonrisa tímida. Tiene entre sus manos una botella de Verdejo. Perfecto para acompañar a la pasta.

Viste un traje de tirantes sencillo, escotado, de falda amplia. Piernas desnudas, zapatos de charol. Gargantilla y pendientes minimalistas. Uñas pintadas de rojo, igual que su vestido, igual que su bolso, igual que sus zapatos, igual que sus labios.

Nos damos dos besos en las mejillas. Noto como los suyos exhalan un suspiro.

—Huele muy bien —comenta cuando la acompaño hasta el salón. Esta nerviosa, su mentón tiembla emocionado.

Se sienta cruzando las piernas. Bonitas piernas. Bronceadas, atléticas, piel tersa.

—Pareces tensa, ponte cómoda —la ordeno mientras cojo dos copas del estante sobre el televisor.

Descorcho la botella y escancio un tercio del vino.

Me acerco a ella y paso una mano por detrás de sus hombros. Contemplo mi reflejo sobre los cristales de sus gafas de pasta. Entreabre sus labios, su garganta se revuelve tragando saliva. Expectante. Dios, qué tímida eres, Milagros, me estás desarmando por completo.

Juguetea con sus dedos sobre la copa mientras me habla de ella. Telefonista. Divorciada. La gustan los niños. Prefiere la playa al campo. Rock melódico. El color rojo. Abuelos fallecidos. Odia el deporte.

Sentadas en la mesa del salón comemos los capelettis . Música de Vivaldi, Il Cimento dell'Armonia e dell'invenzione , opus 8, cuarto movimiento.

Comemos en silencio. Sonríe. Paladeo la comida y su embarazo.

Milagros se levanta de la mesa y se acerca a mí. Separo la silla, se arremanga el vestido y se sienta a horcajadas sobre mi regazo. Miro hacia abajo y vislumbro un tanga abultado donde el vello púbico resbala por entre los elásticos.

—Me gustas —susurra mientras apoya sus labios sobre mi mentón.

Hundo los dedos en su moño desenfadado y lo deshago. Cabello suelto que se desparrama por entre sus hombros desnudos, serpenteando por su espalda. Su lengua asoma por entre sus carnosidades y lame mi labio inferior.

Mis dedos reptan por la depresión de su columna que se adivina bajo el talle y alcanzo sus caderas. Estrecha nuestro encuentro de cuerpos. Milagros respira rápido, inundándome con su aliento tibio.

—¿Cuándo te empezaron a gustar las mujeres? —pregunto entre beso y beso.

—No lo sé, desde pequeña, supongo. Me casé pronto y mal. Una noche, mientras me penetraba, de repente, dejé de sentir su miembro. Fue extraño. Era como un tubo de carne ajeno a mí. Su lengua me raspaba las mejillas, sus dedos me arañaban los pechos, su aliento era fétido.

—El sexo no lo es todo. Ni siquiera una parte. Es solo algo. Se puede vivir sin sexo.

—Yo no.

—Tú no puedes vivir sin sexo.

—Yo no —repitió—. El sexo es la realidad y el amor la ficción. Mi coño es algo tangible, el cariño no es tangible.

—Pero aún le quieres —pregunté mientras desabrochaba el botón superior de su espalda y bajaba la cremallera.

Negó con la cabeza. Me miró con ojos de indecisión, acuosos, brillantes. Parpadeó y el aleteo de sus pestañas rozó las mías.

Abracé su espalda desnuda donde las costillas se notaban cercanas a la piel.

—¿Qué hago? —preguntó mientras aposentaba sus antebrazos sobre mis hombros—. No sé qué hacer ahora.

La llevé a la cama y la desnudé por completo. La hice tumbarse con los miembros estirados, apuntando a los vértices del colchón. Respiraba entrecortado, sus pechos se removían inquietos, su vientre palpitaba expectante, su sexo demandaba caricias.

La até a las columnas del cabecero y el pie de la cama. Se dejó hacer, confiada. Estaba tensa, quizá ilusionada por la dominación. La tapé los ojos con un pañuelo y me volví al salón.

Me tomé dos copas de vino antes de que gimiera mi nombre.

Volví a la habitación en silencio.

—Virtudes, ven —gimió de nuevo, ignorando que estaba a su lado.

Ladeaba la cabeza y combaba su vientre intentando deshacerse de sus ataduras. Pero no ponía mucho empeño. Aún no estaba asustada. Todavía tenía la esperanza de que todo fuese un juego. Una prueba, incluso.

—Dios, qué he estoy haciendo, joder —dijo en voz baja—. En pelotas, atada en la cama de la tía que me ha limpiado los dientes hoy, joder. Mierda, mierda.

Volvió a revolverse en la cama. El somier crujió y las ligaduras de sus muñecas y tobillos se ciñeron más y más. Empezó a respirar de forma compulsiva. De su sexo manaron unas gotas de orina que mancharon las sábanas blancas de amarillo. Ahora sí estaba asustada. Pronto se dio cuenta que, por más que se intentase zafar de las ligaduras, no era posible. Y aquello la aterrorizó aún más.

—Cálmate, Milagros, cálmate, joder —se dijo en voz baja. Estaba empezando a sudar por las axilas y las sienes. Luego me llamó, y en su tono había más rabia que miedo:—¡Milagros!

El sudor terminó por aflorar por toda su piel, convirtiéndola en una mujer aterrada, sucia, carente de autocontrol.

Su pecho subía y bajaba rápido, su respiración era ya compulsiva.

—¡Virtudes, ven aquí, joder! —chilló histérica. Las lágrimas empaparon la venda y la tela se ciñó a sus párpados y bajo la tela y sus párpados, vi como las convexidades de sus iris trazaban furiosas ráfagas.

De las comisuras de sus labios se escapaba la saliva. Terminó por vaciar su vejiga sobre las sábanas. Ni se dio cuenta, supongo. Volvió a agitarse sobre la cama húmeda con las renovadas fuerzas que la adrenalina le infería. El cabecero crujió y noté como sus muñecas se amorataban del esfuerzo.

Pero era un esfuerzo vano. Imposible. Madera de encina, Milagros.

—Estoy aquí —dije.

Chilló sobresaltada.

—¡No te he oído!, ¿desde cuándo estás aquí? —gritó angustiada—. Desátame, te lo pido por lo que más quieras, desátame.

Negué con la cabeza. Entendió mi silencio perfectamente.

—¿Qué quieres? ¿Quieres follarme? Fóllame y luego me marcharé —suplicó—. No diré nada, jamás diré nada.

—¿Quieres follar? —pregunté.

—Sí, quiero follar. Follaremos. Joderemos hasta que quedes a gusto. Y luego me marcho y todo perfecto.

—Acabas de mearte en la cama y toda la habitación apesta a sudor y orina. Y tú quieres follar.

—¿No quieres follar? —preguntó aterrada. Porque ahora mismo solo tenía su cuerpo. Solo podía ofrecer eso. No tenía nada más que eso. Ni confianza, ni control, ni rastro de orgullo.

—¿Qué quieres? —susurró tragando saliva con dificultad. La mayor parte de ella se escapó por entre sus labios— ¿Qué quieres de mí?

Suspiré y caminé hasta la cocina en busca de un botellín de agua.

—¿Adónde vas, qué haces? —gritó desde el dormitorio.

Volví y le acerqué el botellín a los labios. Tenía un dosificador, igual que un pezón, pero de plástico azul.

—Es solo agua —aclaré cuando apretó los labios, negándose a beber.

Sostuve el botellín en el aire, posado sobre sus labios. Pasaron los segundos y, tímidamente, los entreabrió y saboreó la gota que afloraba por el pezón azulado. Luego chupó con ahínco.

—Más despacio —la aconsejé.

No me hizo caso. Se atragantó y tosió escupiendo el agua sobre sus tetas.

—¿Esto es un secuestro? —preguntó tras recuperarse.

—No digas tonterías, Milagros, esto no es un secuestro —reí— ¿Crees que me habría preocupado de envolverte las muñecas y los tobillos con seda para que no te lastimasen las ligaduras? ¿Crees que seguiría igual de tranquila tras haber echado a perder un colchón de visco-elástica? ¿Te daría agua para hidratarte?

—No quieres follar, no quieres secuestrarme, ¿qué coño quieres?

—No he dicho que no quiera follar.

—Vale, follemos, pues.

—Mmm, no sé, no sé, Milagros.

—¿No te gusto? Dime lo que quieres, que yo te lo hago. ¿Lamerte el coño, las tetas, el culo, beber tu pis, comer tus cagadas? Dime lo que sea, yo lo hago.

—Si me cagase sobre tu boca, ¿tú comerías mis excrementos?

—Si me dejas marchar sí.

—Eres una guarra, Milagros.

Posé mi mano sobre su pecho izquierdo y aprisioné entre los dedos su pezón. Gimió asustada, pero luego emitió un gruñido que quería sonar a placer. Si demuestro placer estoy salvada, piensa. Pero finge muy mal.

—Mírate, Milagros.

—No puedo.

Su respuesta me descolocó y me hizo soltar una carcajada absurda. La quité la venda de los ojos. Parpadeó confusa y fui testigo de cómo sus pupilas se empequeñecían para aclimatarse a la luz de la tarde.

Se calmó al instante al verme desnuda. La desnudez implicaba deseo. Su cuerpo iba a salvarla, sí.

—¿Me vas a hacer daño? —preguntó fijando sus ojos en los míos.

—¿Quieres que te haga daño? —. Sorbí un trago de agua del botellín.

Negó con la cabeza y demandó con la mirada más agua. Agité el botellín vacío.

—Voy a por más —dije.

No gritó mientras iba a por otro botellín. Me senté a su lado y chupó del pezón azulado.

—Me hacen daño las cuerdas de los pies y las manos, Virtudes.

—Eso es porque te has asustado y has tirado fuerte.

—Me he asustado porque eres una demente.

—¿Yo? —pregunté señalándome ente las dos tetas con el botellín.

—Sí, tú, hija de puta. Me has asustado de veras. Creí que me moría del susto.

Negué con la cabeza, sonriendo incrédula.

—Te llamé —añadió. Comenzó a llorar de nuevo.

—Me necesitabas —dije.

—Estaba sola, asustada, atada en la cama, con todo al aire. Y tú no venías, joder. O viniste, pero en silencio. Para verme sufrir, para oírme chillar angustiada.

Seguí en silencio.

—Me he meado del miedo, mierda. Terror, Virtudes, estaba aterrorizada de que me clavases yo que sé, que me golpeases, que me torturases, que al día siguiente apareciese descuartizada en un vertedero.

Seguí sin responderla.

—Estás enferma —terminó diciendo.

—¿Te he dado a entender algo que apoye tus temores? —pregunté tendiéndola el pezón azulado.

Apretó los labios negándose a beber más agua.

—Esto no se hace, mierda, esto no se hace así, me has dado un susto de muerte, hija de puta.

Me encogí de hombros y la desaté despacio. Se levantó y me miró imprimiendo todo el asco y odio que podía imprimir una mirada.

Se puso el vestido y se calzó los zapatos. La tela del vestido chupó toda la humedad de la orina y el sudor que bañaban su espalda. Olvidó ponerse el tanga.

Cogió el bolso y salió de casa dando un portazo.

Volví al salón y me serví el vino que quedaba en la botella. Volví a conectar el equipo de música y Vivaldi volvió a acariciar las paredes del salón.

Al día siguiente, Milagros volvió a llamarme. Estaba recogiendo los platos del lavavajillas.

—Quiero verte —dijo con una entereza que no tenía. Finges muy mal, Milagros.

Respiré varias veces sin decir nada.

—Estoy en tu portal, ¿puedo subir? —preguntó desesperada.

Colgué y pulsé el botón de apertura de la puerta del portal. A través de la pantalla, Milagros cruzó rauda la puerta. Poco después escuché el clak, clak de sus tacones sobre el pasillo y dio unos toques a la puerta.

—Hija de puta —saludó mientras entraba en casa.

Se sentó en el sofá y se quitó la gabardina que llevaba puesta. Estaba desnuda. Aún se la notaban los cardenales de sus muñecas y tobillos.

Sacó del bolsillo de la gabardina un paquete de tabaco y encendió un cigarrillo sin preguntar. Saqué un cenicero de cristal de un cajón y se lo tendí.

El cigarrillo temblaba entre sus dedos. Daba caladas profundas, quemando solo el papel, dejando un gran cono brillante.

—Quiero más —pidió mientras miraba fijamente el cenicero. Luego me miró suplicante—. No sé qué pasó ayer, pero quiero más.

Me senté junto a ella y la cogí del mentón, obligándola a mirarme.

Dejó el cigarrillo sobre el cenicero y se abalanzó sobre mí, estampando sus labios sobre los míos. Se arrodilló sobre mi regazo y sonrió al ver que me dejaba hacer.

Me quitó la camiseta y el sujetador y, tomando uno de mis pechos entre sus dedos, se llevó el pezón a la boca. Lo embadurnó de saliva y luego me miró desde abajo.

Esperaba aprobación. Acaso un gruñido de satisfacción por mi parte.

La agarré de su cuello, de su fino cuello y sostuve su mirada unos instantes.

—A la cama —ordené con voz inflexible.

Se levantó y caminó presurosa hasta el dormitorio.

Chasqueé la lengua y me levanté, saqué una copa y descorché una botella de vino tinto. Luego me senté en el sillón y, mirando el reloj, sorbí un poco de vino.

Transcurrió casi una hora hasta que escuché su voz gimiendo.

—Virtudes, ¿estás aquí?

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Ginés Linares

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