Milagros 01: penumbra

Un nuevo cuentecillo de cornudos.

Nunca había desconfiado de Milagros. Se acercaban nuestras bodas de plata, y nunca había desconfiado de ella, pero percibí un cambio en su manera de comportarse que me hizo sospechar.

Cuando nos casamos, Mila tenía veinte años, y yo treinta. Había ascendido en la empresa de su padre, y a su familia no le pareció una mala idea cuando lo propusimos. Ella hacía sus prácticas en la sede de Madrid, donde yo trabajaba, y nos habíamos gustado. Tenía una carrera prometedora por delante, y sus padres parecieron contentos de que se casara conmigo.

El caso es que aquellos diez años de diferencia, que en aquel momento no supusieron dificultad alguna, veinticinco años después se habían vuelto un abismo. Mila, con sus cuarenta y cinco, se había convertido en una señora hembra, una mujer preciosa, suficientemente abundante, aunque sin excesos, quizás un poco escasa de pecho, de amplias caderas y precioso cabello color de azabache, ondulado y brillante, que acentuaba los poderosos rasgos semíticos de su rostro de nariz poderosa, ángulos duros, cejas pobladas, y aquella enorme boca que solía ofrecer una sonrisa radiante.

Yo, por mi parte, me sentía en decadencia. Cada vez me apetecía menos salir y me centraba más en mis crecientes responsabilidades en la empresa. Por si fuera poco, mi vigor había disminuido, hasta el extremo de que, tras “fallar” en varias ocasiones, había comenzado a avergonzarme y eludía el contacto carnal con ella por temor a lo que me parecía una experiencia humillante. Prefería masturbarme, que era algo que podía conseguir con una mediana erección, a correr el riesgo de enfrentarme a ella y no poder.

En cualquier caso, nuestro matrimonio, en todo el resto de sus aspectos, funcionaba bien. Nos queríamos, éramos afectuosos, y no teníamos más fricciones que las naturales de la vida en pareja de dos personas que se conocen bien, se quieren y se respetan. De hecho, nunca jamás escuché un reproche de sus labios, ni cuando fui incapaz de conseguirlo, y tuve que satisfacerla con mis dedos o mi boca, ni cuando fui distanciando los encuentros hasta hacerlos, más que esporádicos, infrecuentes.

Pero, de repente, las cosas empezaron a cambiar. Un buen día, me dijo que no volvería a cenar, que había quedado con no sé qué amigas. Aquello, aunque no era habitual, no me extrañó tampoco. Sin embargo, a partir de aquel día, sus salidas de casa sin mí empezaron a hacerse más frecuentes, y un par de meses después aquello se había convertido en un ritual que se repetía hasta cuatro o cinco veces por semana. Por si fuera poco, observé que empezaba a comprarse más ropa y más a menudo, y a arreglarse más, a salir más pintada.

Aquella sospecha convirtió paulatinamente mi vida en un infierno. La simple idea de que pudiera estar viéndose con otro me destrozaba, y ni siquiera me sentía con ánimos para preguntar. Llegó un momento en que, cada vez que salía, me volvía como loco. La imaginaba con otro follando a escondidas en cualquier hotel y me llevaban los demonios. Me quedaba solo en casa, y podía imaginarla en cualquier postura. Conocía sus gestos, sus movimientos, y podía imaginarla con detalle poniendo los ojos en blanco, apretando los dientes, haciendo ese gemido suyo agudo, suave y prolongado con que se corría mientras otro la jodía. Me preguntaba si sería joven, si le conocería… Llegué a no tener duda alguna sobre el hecho de que me estaba engañando. Lo que ignoraba eran los detalles.

Pese a ello, por contradictorio que pudiera parecer, cada vez que lo imaginaba me sorprendía presa de una gran excitación, que me provocaba erecciones de una calidad que ya casi no existía más que en mi imaginación. En varias ocasiones llegué a masturbarme, experimentando una sensación contradictoria entre el sufrimiento que me causaba, y el placer de volver a sentir mi polla dura en la mano, y de correrme cómo si fuera un chaval. Después, me sentía avergonzado, y padecía un enorme desasosiego.

Por si aquello fuera poco, y confiando en lo que parecía un resurgir de mis capacidades, procuré acercarme a ella en un par de ocasiones. No la encontré muy receptiva y, a la hora de enfrentarme con el contacto real, de pasar de las palabras a los hechos, que diría el cantante, aquel vigor me abandonaba, dejándome nuevamente en la tesitura de verme obligado a hacer que se corriera con mis labios y, sinceramente, dudando de que los orgasmos que así le proporcionara no fueran fingidos. Quizás fuera mi obsesión, pero creía percibir una cierta impostación en sus movimientos, y notar una afectación y una exageración en sus gemidos que no me recordaba a ella. Era más bien como una caricatura suya.

Así las cosas, no sorprenderá a nadie saber que acabara por seguirla. Fue un miércoles -no sé por que recuerdo ese detalle-. Como cada vez más a menudo, Mila, sind ecirme nada, había empezado a arreglarse alrededor de las ocho de la tarde. Acababa de llegar a casa del trabajo, y me hice el remolón perdiendo el tiempo con varias excusas consecutivas para no cambiarme y, cuando casi a las nueve se despidió de mi con un beso, sólo tuve que ponerme el abrigo para seguirla.

Me las arreglé para mantenerme a una distancia prudencial. Hacía frío, y no había mucha gente por la calle, por lo que me fue relativamente sencillo mantenerme lejos sin perderla de vista. Caminaba con naturalidad, incluso parándose a saludar a alguna vecina con quien se encontró, obligándome a cambiar de acera para no tener que explicar por qué caminaba a setenta u ochenta metros de mi mujer.

Finalmente, entró en un cine cercano. Debo confesar que me quedé un poco parado. Llegué a preguntarme si lo que le interesaba era eso, aunque enseguida me dije que, de ser así, no había necesitado mentirme. Me convencí de que era allí donde se encontraban.

  • ¿Está bien, señor?

  • Sí, sí… No se preocupe…

Al taquillero le había sorprendido mi temblor de manos. Estaba realmente nervioso. Al entrar en la sala oscura, apenas había una docena, quizás veinte espectadores, esparcidos por el patio de butacas en parejas, pequeños grupos y, lo más abundante, solitarios. Salvo Mila, cuya silueta distinguí enseguida en una butaca de las últimas filas, la mayor parte de quienes asistían solos a la proyección eran hombres. Busqué un asiento un par de filas por detrás de la suya y seis o siete asientos a su derecha. Salvo por una pareja de muchachos que no prestaba a la película la menor atención, entregados como estaban a su devaneo amoroso, cuatro asientos más allá, podría decirse que había conseguido un lugar solitario desde donde observarla con toda discreción, y no parecía que ellos fueran a molestarme, por que la muchacha tenía muy subido su jersey, la cabeza del chaval estaba sobre su pecho, y sus manos no eran visibles. Me acomodé y me dispuse a enterarme por fin de todo, por más que la idea me mortificara.

A los pocos minutos de estar allí, observé que uno de los espectadores de las filas centrales se levantaba y, caminando por el pasillo lateral, se dirigía al asiento donde Mica parecía prestar atención a la película. Me dije que era él y, efectivamente, recorrío la fila entera hasta sentarse a su lado. El corazón me retumbaba en las sienes. Era cierto. Intercambiaron algunas frases que no pude escuchar y, enseguida, observé que Mila movía su brazo de una manera que no podía explicarse más que suponiendo que se la estaba sacando. Efectivamente, al momento su hombro se movía rítmicamente y el tipo se repantingaba en el asiento como abandonándose.

¡Le estaba haciendo una paja! No cabía duda alguna. Apenas podía ver el movimiento de su hombro y no había otra interpretación posible: arriba, abajo, arriba, abajo... Lo hacía sin mirarle, y el tipo, que tenía las manos apoyadas en los brazos de la butaca, parecía dejarse hacer. Incluso creí percibir que se crispaba.

Me sentí enfermo de celos. La muy puta… Estaba meneándosela a su amante en medio del cine tan tranquila, como si tal cosa. La imaginé agarrando el tronco y subiéndole y bajándole el pellejo. El tío tenía que estar como una moto. Yo estaba como una moto. Me había dado cuenta de que mi polla estaba dura como una piedra, y empecé a tocármela por encima del pantalón. Aquella reacción mía casi me mortificaba más que el hecho en sí de que me pusiera los cuernos. Me resultaba humillante y, sin embargo, allí estaba.

La pareja a mi derecha parecía haber perdido el sentido. La muchacha subía y bajaba sobre el chaval en su asiento, y este le manoseaba las tetas. Aquello, pese a la evidencia, no me causaba tanta excitación como la idea de que mi mujer se la estaba meneando a otro a menos de tres metros de mí, aunque no pudiera ver los detalles.

Minutos después, el hombre echó la cabeza hacia atrás e hizo un par de aspavientos. Vi a Mila volverse hacia él y manipular con ambas manos en el mismo lugar. Comprendí que le limpiaba.

No es fácil explicar la situación. Había asistido a cómo mi mujer se la meneaba a otro hombre en el cine. Me devoraban los celos. La odiaba, me sentía traicionado, avergonzado… Me culpaba a mi mismo. Me decía que era por que yo no era capaz de satisfacerla. Me preguntaba por qué me había casado con una mujer más joven que yo. Tenía ganas de llorar.

Por otra parte, estaba la vergüenza de la excitación que me causaba. Aquella erección casi juvenil me convertía en un histrión, en un cornudo consentidor. Debía indignarme. Debía ir hacia donde estaba y hacerle saber mi indignación y, en lugar de aquello, medio me la meneaba a escondidas. Estaba empalmado como un mono viendo a mi mujer con su amante y me agarraba la polla, más dura que cuando estaba con ella.

En aquellas reflexiones, el hombre, tras levantarse, se fue por donde había venido. Pensé que era un disimulo, que ella le seguiría discretamente, pero permaneció allí inmóvil como si tal cosa hasta que se le acercaron un par de chavales que se sentaron cada uno a un lado de ella. Uno de ellos, el que parecía más gallito, entabló conversación. Parecían discutir. Me asusté pensando que la importunaban pero, finalmente, el muchacho se metió la mano en el bolsillo y dio algo a Mila. Tras ello, la escena, con algunas variaciones, volvió a repetirse. Ahora eran sus dos hombros los que se movían alternativamente: abajo, arriba, abajo, arriba…

Me quedé de piedra ¡Era una pajillera! Recordé mis años de chaval, cuando íbamos al cine y nos decíamos unos a otros que tal o cual mujer era una pajillera, que si cobraba tanto o cuanto por meneársela a los hombres, que si un día íbamos a ir con dinero… Mila, mi mujer, estaba allí, en el cine, frente a mi, sacudiéndoselas a dos mocosos al mismo tiempo.

El corazón me latía a mil por hora, y me dolía la polla. Miré mi reloj. Hacía casi una hora que estábamos allí. Llevaba una hora con la polla tiesa. Me había metido la mano en el bolsillo y me la agarraba frenéticamente. La notaba mojada y dura, muy dura. Era un puto cornudo empalmado mientras mi mujer se la meneaba a aquellos dos muchachos que quizás no fueran ni mayores de edad. Podía imaginar sus pollas juveniles, su ansiedad, las manos de Milagros agarrándoselas. Me sentía enfermo.

Uno de los chicos, de nuevo el gallito, daba la sensación de que la masturbaba a ella. Al igual que los de Mila, su hombro se movía arriba y abajo, y me pareció ver que sus esfuerzos causaban su efecto, y que la cabeza de mi mujer se movía también presa de una cierta agitación.

Parecía que no podía ser peor cuando se giró hacia él, se inclinó, y desapareció de mi vista. ¿Se la estaba…? ¡¡¡Se la estaba mamando!!!

Aquello ya me destrozaba. Estaba seguro de haberla visto coger su dinero. Estaba seguro. Y ahora había perdido de vista su cabeza, y estaba igual de seguro de que tenía en la boca la polla de uno de aquellos muchachos. Apenas una vez había conseguido que me lo hiciera a mi, y había tenido que ver la cara de asco que ponía cuando la sorprendí y empecé a correrme en su boca para terminar salpicando su cara mientras escupía. Nunca más habíamos hablado del asunto.

Me agarraba la polla como si me la quisiera arrancar. Parecía de piedra. La imaginaba arrodillada, metiéndosela y sacándosela, mamando el capullo del chaval ¿Estaría mojada? ¡Claro que lo estaría! Mila no necesitaba dinero. Disponía de todo el que quería. No había otra explicación posible. Era una mujer fogosa, siempre lo había sido. Había salido a la calle a menear y mamar pollas por que el cornudo impotente de su marido no la satisfacía. Imaginé su coño empapado, sus bragas mojadas mientras chupaba la polla de aquel chulito.

Y entonces el otro, el que parecía menos animoso, dio un gritito, no gran cosa, un gritito sofocado con la mano, y vi su leche saltar en el aire reflejando la luz azulada que emitía en aquel momento la pantalla. La tela de mi bolsillo estaba empapada. Me agarraba la polla como con rabia. La cabeza del chulito dio un par de golpes secos en el aire. No veía sus manos. Las imaginé sujetándole la cabeza.

Mila reapareció. Se limpiaba los labios con un pañuelo. Se había tragado su leche. La grandísima puta se la había mamado y se había tragado su leche mientras se la meneaba al otro pardillo. Era un puto cornudo, y estaba excitado, hecho un cerdo, agarrándome la polla empalmado mientras mi mujer me los ponía.

Volvieron a hablar. Ahora estaba seguro de que regateaban. Volvió a darle dinero y se levantaron. Fui tras ellos con las manos en los bolsillos, temblorosas. Me asomé a la cortinilla hasta verles subir las escaleras que conducían al aseo. Esperé un momento que me pareció una eternidad y los seguí.

Los servicios estaba mucho más limpios que los de aquellos cines de barrio de mi adolescencia donde fantaseábamos con las pajilleras. Parecía desierto. Tan sólo la puerta de uno de los excusados permanecía cerrada. Prestando atención, pude escuchar un sonido de cacheteo, un plas, plas, plas… Entré en el de al lado procurando no hacer ruido y pequé el oído al delgado tablero de aglomerado que lo separaba de aquel donde mi mujer parecía estar follándose a dos chiquillos. La escuché gemir primero quedamente, como aguantándose. Después de una manera más evidente. Más tarde, abiertamente. Gemía y le pedía que se lo hiciera más fuerte. De repente callaba, y sus gemidos adquirían un tono ahogado y gutural. Pensé en su culo pálido; en su pubis poblado de vello negro y áspero; en su vulva, que seguía siendo sonrosada, empapada, dejando entrar y salir aquella polla juvenil; en su boca cerrada en torno a la otra, tragándosela hasta la garganta.

Me saqué la mía y empecé a meneármela. Me sentía enfermo de excitación y de vergüenza. De repente me detuve. No quería humillarme más. Uno de los chicos la llamaba puta, y ella repetía “¡sí, sí, síiii!”. Les pedía que le dieran más, que la follaran más fuerte. Les pedía que se corrieran, que le dieran su leche. Casi lloriqueaba entre gemidos.

  • ¡Asíiiiii! ¡Asíiiiiiii! ¡¡¡Asíiiiiiiiiiiiiii!!!

Mientras se corría como una ramera, guardé mi polla en su lugar, me abroché el abrigo y salí a la calle. No quería que me viera. Mientras caminaba hacia mi casa, sentía unas terribles ganas de llorar. Me humillaba la erección que todavía cargaba. Me humillaba el frío que me causaba la humedad en mi bolsillo. Los muchachos la llamaban puta, y ella gemía corriéndose y les pedía más. Casi les suplicaba más. Quería que se corrieran en ella. Me sentía avergonzado, humillado, confuso…

Me duché deprisa y me acosté. No quería verla. Tampoco podía dormir. Tardó en llegar más de una hora ¿Cuantas pajas se pueden hacer en una hora? ¿Cuantas pollas podría tragarse? ¿Cuantos muchachos podrían follarla? Seguía con la polla tiesa, y me resistía a sacudírmela. Un cornudo, un puto cornudo.

  • ¿Estás despierto?

Encendió la luz al entrar, como si no le importara despertarme. La lámpara de la mesilla me cegó al prender. Me miraba con una sonrisa desafiante pintada en la cara. Tenía las bragas en la mano y sonreía.

  • ¿Qué?

  • ¿…?

  • Que si te ha gustado.

  • ¿Qué…?

  • ¡No te hagas el idiota, joder!

Parecía irritada. Tiró de la sábana y el edredón dejándome avergonzado, incapaz de disimular la erección que todavía sufría.

  • ¿Tenías que verlo? ¿No te bastaba con tus pajitas?

  • ¿Qué?

  • ¿Que te crees, que no se notan los manchones que dejas en la sábana cuando te la meneas?

Mila me hablaba con un rencor que parecía liberarse de repente tras una eternidad hirviendo como en una caldera. Me escupía sus palabras a la cara alimentando mi humillación.

  • ¿Lo has oído, verdad, cabrón? ¿Has oído cómo me corría?

  • Yo…

  • Me han follado hasta hartarme. Tengo el coño en carne viva. Mira.

Se subió el vestido. Tenía una reguero de esperma que le corría muslo abajo. Me tiró las bragas a la cara.

  • Me he comido tres pollas, y he meneado cuatro esta noche. Y los chicos me han follado, por que les pongo, cornudo, por que les gusta tu mujer.

  • Se les pone dura, hijo de puta, y se corren conmigo, en vez de meneársela.

-…

Era incapaz de contestar. Me abrumaba, y aquella erección que se empeñaba en mantenerse a toda costa, que parecía mi castigo y cabeceaba babeando en el centro de la escena más humillante y vergonzosa que había protagonizado en mi vida, la cargaba de argumentos. Hacía meses que no era capaz de follarla y allí estaba, cono la polla como un canto por que la había visto con otros…

  • ¡Vamos, hazlo, cabrón!

  • ¿Qué?

  • ¡Menéatela! ¡Quiero verlo!

  • Pero…

  • ¿No querrás que te la pele yo? ¿O sí?

  • Yo…

  • Cincuenta euros.

  • ¿Eh?

  • Cincuenta. Sesenta si quieres tocarme las tetas.

Hice ademán de girarme hacia la mesilla para pagarla y me detuve. Se estaba sacando el vestido. Agarrado a mi polla, vi aparecer de nuevo su coño velludo. La marca del bikini se dibujaba nítidamente sobre su piel aceitunada. Tenía las tetas pálidas también, no muy grandes, y los pezones pequeños y oscuros. Me la machaqué mirándole a los ojos, muy deprisa, y me corrí a borbotones ante ella. Mi polla, como una piedra, manó un reguero de fluido desde el primer momento, y mi mano resbalaba. Apretaba los dientes para no gemir. Me corrí a borbotones frente a ella, que me miraba de pie con aire de desprecio. No me atreví a salpicarla. Notaba en mi mano resbalar la polla dura, como una piedra, nudosa, rígida. Me corrí a borbotones sintiendo la humillación de su mirada como si me quemara. Al terminar, no me atreví a seguir mirándole a los ojos.

  • Cambia las sábanas mientras me ducho, cabrón, y te vas a dormir al cuarto de visitas. Tengo que sacarme toda esta leche de encima...

Me sorprendí respondiendo “Sí, cariño”, y alcancé el fondo de aquel abismo de vergüenza. Más tarde, a solas ya, volví a masturbarme. Mila me llamaba cornudo y cabrón entre gemidos, Un muchacho con cara de chulito la follaba por detrás y ella me miraba a los ojos con desprecio. Se corría, y una infinidad de hombres esperaba haciendo fila detrás de él. Tenían las pollas tiesas y se reían. Le chorreaba leche entre los muslos. Estaba más guapa que nunca.